María enfiló apresurada la calle que conducía a la casa de Casia, ardiendo en deseos de hablarle de Joel. Había conseguido mantener su amistad en secreto a lo largo de los años, aunque su hermano, Silvano, lo sabía y lo aprobaba. Las jóvenes, que hacía tiempo habían perdido el interés por las vajillas en miniatura, tenían la atención puesta en los ajuares de verdad, planificaban sus futuros hogares y especulaban acerca de sus maridos. Un juego inagotable mientras no hubiera un verdadero novio a la vista. Casia fantaseaba con un hombre de Jerusalén rico, que viviría en la parte alta de la ciudad y tendría muchos invitados extranjeros y que, a veces, viviría en otros países como representante comercial o diplomático. También tendrían una casa junto al mar.
María contribuía al juego con un soldado imaginario —de un poderosísimo ejército israelita— que también sería erudito. Un hombre valiente, poético e indulgente. Indulgente porque sus múltiples obligaciones militares le mantendrían lejos de casa y no podría controlar los asuntos domésticos de cerca. María no pensaba serle infiel, aunque si comprar todo lo que quisiera sin tener que pedirle permiso.
A los dieciséis años Casia ya había recibido muchas propuestas de matrimonio, y todas habían sido rechazadas. Su padre apuntaba más alto de los pescadores y aprendices que se habían presentado hasta la fecha.
María llamó a la puerta y no tuvo que esperar mucho la respuesta; Casia la recibió con un grito de alegría. Éste era uno de sus encantos, siempre daba la impresión de haber pasado el día esperando ver a alguien y su llegada era lo mejor que podía sucederle.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Tu cara está arrebolada.
—Ha sucedido. —María entró en la casa.
—¿Qué ha sucedido?
—Casia… Me he prometido.
El hermoso rostro de Casia delató su conmoción.
—¿Con quién?
—Se llama Joel —dijo María—. Trabaja para mi padre.
—¡Oh, no! —Casia se tapó la boca con la mano—. Siempre dijimos…
—Que no nos conformaríamos con esto —completó María—. Ya lo sé. Y nuestros novios imaginarios eran maravillosos. Tu rico diplomático de Jerusalén, mi soldado… —Su voz se apagó—. Pero siempre supimos que no eran de verdad. Que no podrían serlo.
—Sí, es cierto. —Casia asintió lentamente—. Ha sido siempre un juego. —Sonrió, rodeó a María con el brazo y la condujo al interior de la casa—. Ahora debes hablarme de este hombre real.
De pronto, María deseó no haber venido. Sus fantasías habrían perdurado un poco más. Pero qué importancia tenía un día más o menos. Si no hubiera venido hoy, lo habría hecho mañana. Un novio no se puede mantener en secreto con las amigas.
El vestíbulo de la casa de Casia le era tan familiar como el propio. Entraron en la entrañable habitación de siempre, ya decorada al gusto elegante de una mujer adulta. Casia se dejó caer en un banco, aunque no antes de señalar la jarra llena que esperaba en una bandeja adornada con incrustaciones.
—¿Te apetece zumo de tamarindo? —ofreció cortésmente. María negó con la cabeza.
Casia se inclinó hacia delante, los ojos brillantes.
—¡Dime ya!
—Joel es un joven de la ciudad de Naín…
Describió a Joel con los colores más vivos que pudo, dándose cuenta en todo momento de que su esbozo palidecía si se le comparaba con el soldado. Cuando terminó su relato, Casia dijo amablemente:
—Suena como una buena elección. Tenemos que olvidarnos del diplomático y el soldado. Viviremos con comerciantes de pescado y… Hace poco, mi padre recibió una propuesta de un hombre llamado Rubén ben-Asher, que diseña espadas. Oh, no son espadas ordinarias —se apresuró a añadir—. Sus hojas son exquisitamente elegantes, finas como un velo y afiladas como una cuchilla.
—¿Aún no te has decidido? —preguntó María.
—Es mi padre quien todavía no ha decidido —respondió Casia—. No he de conocer a Rubén hasta que mi padre diga sí o no.
En ese momento, María se sintió agradecida con su familia. A pesar de ser tan estrictos y tradicionales, no habían tomado la decisión por ella. Casia, en apariencia más libre, estaba en una posición más difícil que la suya.
—Si tu padre decide que sí, espero que el resultado te guste. —Fue lo único que pudo decir. La idea de conocer a un extraño sabiendo que deberás compartir la vida con él hasta que la muerte reclame a uno de los dos le resultaba sobrecogedora.
Casia se encogió de hombros, tratando de quitar hierro al asunto.
—Somos mujeres —dijo—. En última instancia, tenemos poca capacidad de elección.
Casia insistió en que María se quedara para anunciar el acontecimiento a sus padres. La muchacha accedió encantada; les tenía mucho afecto y sentía una extraña curiosidad por conocer su opinión.
Sara, la madre de Casia, recibió la noticia con gran regocijo.
—Haréis buena pareja —dijo—. Además, él se unirá a tu familia y no tendrás que ir a vivir con la suya. ¿Es de buen ver?
—Pues, sí… Eso creo —respondió María. Un paseo junto al lago parecía insuficiente para garantizar un buen futuro y, sin embargo, ella creía haber discernido cierta comunión de espíritu con él.
—¿Es… religioso? —preguntó Casia—. Sé lo importante que es eso para tu familia.
—En realidad, no lo sé. —Sólo ahora se daba cuenta de que nunca habían hablado de religión.
Cuando conoció a Casia y a sus padres supo que eran distintos a su propia familia, aunque no se percató enseguida de que pertenecían a diferentes tradiciones religiosas: la farisea y la saducea. Los fariseos se mostraban rigurosos en su interpretación de la Ley y recelaban de los términos medios; los saduceos consideraban que el conformismo en asuntos menores estaba en el orden del día, aunque mantenían las cosas sagradas al margen. Como resultado, los fariseos no se relacionaban con los romanos y los gentiles en general por temor a la contaminación, mientras que los saduceos creían útil conocer al enemigo de cerca. Ambos se acusaban mutuamente de traicionar y perjudicar los intereses del judaísmo.
—Es un tema importante —dijo Sara.
—No me dio la sensación de ser intolerante —respondió María. Ésta había sido su primera impresión.
—Podría ser de aquellos que rompen los pucheros si piensan que han tocado algo impuro —dijo Benjamín, el padre de Casia—. ¿Y si te obliga a llevar aquellas vestiduras tan austeras?
María hizo una mueca de disgusto.
—Él sin embargo, no las lleva.
—¿Qué opina del Mesías? —preguntó Benjamín solemnemente.
—Pues… No surgió el tema del Mesías —contestó la muchacha finalmente.
—Ésta, al menos, es buena señal —dijo Benjamín—. Si fuera uno de esos que buscan al Mesías, no habría podido evitar el tema. Les resulta imposible no hablar de Él. Si te cruzas con ellos, trate de lo que trate la conversación, del tiempo o del emperador, al cabo de un instante se les muda el gesto y dicen: «Cuando llegue el Mesías…». ¡Mantente alejada de esa gente!
Es demasiado tarde, pensó María. ¿Cómo alejarme ahora? ¿Será Joel uno de esos que esperan al Mesías? Parece un hombre dedicado. Sólo los arrebatados piensan en el Mesías.
—Me parece que María debe estar agradecida de que no le propusiera matrimonio uno de esos pescadores —dijo Casia—. Ya sabes, los que venden pescado al saladero. —Sacudió la cabeza, haciendo ondear su cabello reluciente, que llevaba descubierto en la intimidad del hogar—. Huelen mal. ¡Tú misma lo has dicho! —Señaló a María.
—Sí, les vimos mientras paseábamos por el camino —dijo ella—. Los hijos de Jonás, Simón y Andrés.
—Ah, él —interpuso Benjamín—. Conozco a Jonás. —Dirigió una mirada severa a su hija—. No serías tan altiva si supieras que Zebedeo me ha declarado su interés en ti.
—¿Quién es Zebedeo? —preguntó Casia alarmada.
—Un importante pescador de Cafarnaún. Tiene una casa en Jerusalén y contactos en el palacio real.
—¿Tiene muchos hijos? —inquirió Casia.
—Dos. Santiago, el mayor, es un joven extremadamente ambicioso. Al menos, eso afirma Zebedeo, que su hijo está impaciente por sustituirle en el negocio. El otro, Juan, es más joven. Y, como la mayoría de los segundogénitos, vive a la sombra del hermano mayor.
—¿Les has… dado esperanzas?
—Pues no. Conocí a Santiago y le encontré autoritario. Juan parece demasiado soñador para mi gusto. Nunca se ganará bien la vida, aunque herede el negocio paterno. Es de carácter blando, la gente se aprovechará de él. No te preocupes, no formarás parte de la familia de Zebedeo.
—¡Somos negligentes! —dijo Sara y se puso de pie—. No hemos ofrecido nuestra bendición y mejores deseos a María. ¡Pronto será una mujer casada!
Todos se levantaron y Benjamín posó la mano en la cabeza de María.
—Querida amiga de mi hija, casi hija mía también, que las bendiciones del matrimonio hagan del tuyo un hogar feliz.
María nunca le había visto tan solemne. Casia le apretó la mano mientras pronunciaba las palabras, y se le puso la piel de gallina.
Después del Shabbat siguiente Casia llevó a María a conocer a los mercaderes que tenían sus tiendas cerca del taller de su padre. Cada vez que decía: «Ésta es mi amiga María, que pronto ha de casarse con Joel de Naín», la alegría en su voz era inconfundible. Ser esposa significaba resolver uno de los grandes misterios de la vida.
Aquél era un barrio refinado, donde sólo hacían negocios los ricos. Un simple collar podía costar el sueldo de toda una temporada de un pescador; un cuenco exquisito, la renta de una viuda. Lo frecuentaban las familias saduceas de la ciudad, a las cuales no les importaba codearse con los griegos y los romanos.
Mi familia jamás permitiría que hiciera mis compras aquí, pensó María. Pero sonrió cordialmente a los mercaderes, devolviéndoles el saludo con un asentimiento de la cabeza.
Ya la primera vez que visitó la casa de Casia, hacía tantos años, María se dio cuenta de que su propia familia debía de ser igual de rica pero ocultaba su riqueza. Ciertas cosas tenían valor, el resto sólo era vanidad. Se mostraban generosos y dejaban importantes contribuciones en la caja de caridad de la sinagoga para ayudar a los pobres, no obstante, nunca iban a comprar a las tiendas de la parte alta de la ciudad. ¿Un cuenco que valía el sueldo de una temporada? ¡Jamás!
Como resultado, aunque María se divertía admirando los objetos con Casia, una parte de ella censuraba la frivolidad. Se sentía dividida entre el sentido común, los principios de su familia y sus propios deseos. El cuenco era tan bello, tan fino y delicado que, al traspasarlo la luz, se podía ver la silueta de la mano del otro lado. Aquel objeto merecía honores. ¡Pero qué precio! María nunca podría permitírselo.
—¡Mira! —exclamó Casia mostrándole una copa—. ¿No te imaginas llenándola de vino, diciendo: «Es de nuestra mejor cosecha»? —La copa era de oro puro.
—No —respondió María—. Nunca podré tener una copa de oro. —La sostuvo en la mano, la observó atentamente, admiró la superficie pulida y, con cierto titubeo, la volvió a depositar en el mostrador. No hacía falta preguntar, sabía que Joel nunca compraría un objeto como ese. El mundo de las copas de oro estaba fuera de su alcance.
—Pues espero que te permitirá elegir algo hermoso, un digno recordatorio de tu día de boda —dijo Casia.
—Supongo que nunca olvidaré el día de mi boda, aunque no tenga regalos especiales que me lo recuerden —repuso María—. Creo que recordaré todo lo que toque ese día. La ocasión en sí lo hará memorable.
El día se iba acercando y los preparativos ocupaban cada vez más el tiempo de la familia de la novia. La madre de María, habitualmente tan diligente en todas las tareas que emprendía, ahora las descuidaba para ocuparse de los planes de boda de su única hija. Y hacía las faenas domésticas cantando, hecho sin precedentes, hasta donde María podía recordar.
Un día, al anochecer, anunció que la jornada siguiente estaría dedicada por completo a los preparativos de las mujeres de la familia.
—¡Tus primas, tus tías y la hermana de Joel! ¡Vendrán todas! —anunció la madre con orgullo—. ¡Sí, su hermana Débora vendrá de Naín!
María recordó que Joel hablaba con afecto de Débora, su hermana de catorce años, pero aún no había tenido ocasión de conocerla. Judit, la madre de Joel, había ido a Magdala poco después de celebrar ellos su compromiso, como también Ezequiel, su padre. María descubrió con sorpresa que su novio se parecía muy poco a ellos. Ambos eran regordetes y de baja estatura, mientras que Joel era alto y esbelto. Se preguntó qué aspecto tendría Débora.
Las mujeres empezaron a llegar a casa de Zebidá con el calor del mediodía, con las cabezas cubiertas para protegerse del polvo y del sol. Poco después, sentadas en corro, se refrescaban con tazones de yogur mentolado y murmuraban en torno a María. La muchacha se sentía como oveja en el mercado, profundamente consciente de la inspección a la que la estaban sometiendo.
Débora llegó más tarde con su madre y resultó guardar un gran parecido con Joel, hecho que María encontró extrañamente reconfortante.
Cuando terminaron de saludarse e intercambiar los últimos cotilleos, la madre de María levantó los brazos para pedir silencio. Con gesto exagerado, miró a su alrededor y preguntó:
—¿Seguro que no hay hombres por aquí?
—¿Has mirado en las habitaciones de atrás? —preguntó una de primas de María—. ¡Suelen esconderse allí! —Con risitas mal disimuladas, corrieron para ver si había alguien y regresaron meneando las cabezas.
—¡Estamos solas!
—¡Bien! —afirmó la madre de María—. ¡Ya podemos hablar libremente!
Antes de que pudiera proseguir, sin embargo, alguien llamó a la puerta. Las mujeres quedaron petrificadas; después estallaron en risas.
—Ni que temiéramos la llegada de soldados romanos —dijo Ana, la tía de María.
Zebidá abrió la puerta y se encontró ante la silueta encorvada de la viuda Ester, que vivía en la casa de enfrente. Los penetrantes ojos negros de Ester recorrieron la escena.
—Disculpadme —dijo al fin—, sólo quería preguntar si tenéis un poco de harina de cebada pero…
—¡No, no, entra, por favor! —Zebidá casi tiró de ella para hacerla pasar—. Necesitamos de tu sabiduría.
—¿Mi sabiduría?
—De lo que significan los años para el hombre y para la mujer —explicó Zebidá—. Ya sabes que mi hija, María, pronto se casará. Todas las mujeres de la familia han venido para ayudarla, para contarle lo que nosotras sabemos. Pero falta la presencia de una mujer mayor. Mi madre y la madre de Natán murieron hace tiempo, también nuestras tías. ¡Te lo suplico, te necesitamos!
La vieja Ester miró a su alrededor con cautela.
—No sé de qué sabiduría me hablas. Sólo sé que he vivido una larga vida. He vivido más tiempo sola que casada; enviudé hace más de cuarenta años.
Las demás mujeres intentaron disimular la pena en sus miradas. Todas sabían lo que significa ser viuda, especialmente cuando no se tienen hijos.
—Ven, siéntate —insistió Zebidá.
Ester, sin embargo, no le hizo caso y se acercó a María.
—Te conozco desde que naciste —dijo—. Y te deseo mucha felicidad. —Le dio unas palmaditas en el brazo. María trató de reprimir una mueca de dolor. Las rasgaduras y arañazos le dolían mucho ese día, y rezaba porque no le pidieran que se probara el vestido de novia, para lo que tendría que mostrar sus brazos desnudos. Faltaba poco tiempo hasta que se fuera de esa casa embrujada, ese hogar habitado por una presencia maligna, por un espíritu que la atormentaba. Sólo un poquito más… Aunque Joel no fuera un novio deslumbrante, sería su salvación, la llevaría lejos del tormento que la asolaba dentro de las paredes de su propia casa.
—Gracias —dijo retirando el brazo.
—Debo advertirte, sin embargo, de que gran parte de tu felicidad depende de ti. Está en tu poder conseguirla. El hombre poco tiene que ver con eso.
La madre de Joel se indignó.
—¿Qué quieres decir? —exigió saber—. ¡Por supuesto que mi hijo tendrá que ver con eso!
—Así será, si tu hijo es un buen hombre —dijo Ester—. Pero, aunque a María la hubiera escogido un hombre menos bueno, ella sería capaz de labrar su propia felicidad. —Hizo una pausa—. Y si tuviera la mala suerte, Dios no lo quiera, de llegar a mi estado, entonces la única posibilidad de ser feliz estaría en sus manos.
—Me parece, anciana, que olvidas que ésta es una ocasión feliz —dijo Judit—. Si Zebidá no te conociera, sospecharía que vienes a echar el mal de ojo. ¡Y ahora, te lo ruego, retira lo que has dicho acerca de mi hijo!
—No tengo mala intención —insistió Ester empecinada—. Pero pretender que el mal no existe contribuye a aumentar su poder. Con todas mis fuerzas, deseo una vida larga y saludable a tu hijo y a su novia.
Zebidá puso una copa en la mano de Ester y la condujo lejos de las demás, a un rincón de la sala.
—¿Qué vestido llevarás? —preguntó Ana, tía de María por parte de su padre.
—Elegí un vestido rojo, porque el rojo es un color alegre —respondió María, temiendo que le pidieran que se lo probara.
—¿Y para la cabeza?
—Pues… Creo…
—¡Nosotras te hemos traído algo! —exclamaron Judit y Débora a la vez, sacando un fino echarpe de lana, tan delgado que la luz podía traspasarlo—. Queríamos que tuvieras algo de nuestra familia.
María la cogió y admiró el tejido exquisito, tan etéreo que parecía una nube, capturada y teñida.
—¡Y las monedas! ¿Qué hay de las monedas?
Zebidá resopló.
—Oh, tenemos algo mejor, mucho más apropiado que los collares y las cintas tintineantes que suelen llevar las mujeres, cubriéndose de monedas de oro. Ya sé que son sólo objetos ceremoniales, que ya no suponen un alarde de riqueza. Si quisiéramos alardear, María debería llevar una diadema nupcial de pescado salado. No, nosotros tenemos esto. —Con ademanes cuidadosos, ofreció a María una caja de madera de cedro. La joven la abrió y vio la granada de bronce colgada de una cadenita.
—¡La han llevado todas las novias de la familia de tu padre, desde… nadie sabe desde cuándo! —dijo la madre.
María la sostuvo en alto, dejando que la delicada granada, obra de su ancestro, Hurán, girara sobre su eje pendiente en el aire. Las mujeres se acercaron para ver, y María dejó que se la quitaran de la mano y se la pasaran una a la otra.
—Madre —dijo, abrazándola emocionada. No había esperado algo así, ni siquiera conocía esa vieja costumbre. Su madre nunca hablaba de su propio día de boda, salvo para presumir del precio que había tenido que pagar Natán por ella.
—Algún día, se la darás a tu propia hija —añadió Zebidá con la voz quebrada. Estaba a punto de llorar, cosa inusual en ella.
—Te lo prometo —dijo María. Se imaginó a sí misma con esa hija aún sin nacer, celebrando el mismo rito, rodeadas de las mujeres de la familia, mirándose a los ojos. ¡Que así sea! Rezó en silencio.
—¡Oh, qué serias nos hemos puesto! —irrumpió Ana—. Olvidáis que de la boda al parto hay un largo trecho, y que falta muchísimo más para el día de la boda de la hija. ¡De momento, debemos asegurarnos de que María esté preparada para hacer lo que debe, si quiere llegar a ser madre! —Sus ojos relampaguearon, como si recordara cosas prohibidas, a las que le encantaba hacer alusión.
—Ya sé de qué se trata —declaró María con resolución. ¿Y quién no? Las mujeres casadas hablaban en voz baja de esas cosas, las muchachas vírgenes especulaban acerca de los detalles, y en los campos siempre había rebaños de ovejas y de ganado que demostraban, a plena luz del día, cómo se concebían los lechales y los terneros. En cuanto a la noche, que las parejas humanas solían preferir, el Cantar de los cantares elogiaba sus delicias con todo detalle.
—Tenemos el deber de iniciarte —insistió Ana, secundada por la sonora confirmación de su otra tía, Eva. Con una sonrisa tímida, Eva sacó un pequeño frasco de la manga y lo agitó provocadoramente—. ¡Para tu noche de bodas! —dijo, dándoselo a María.
La joven se vio obligada a extender la mano para tomarlo. La arcilla opaca no delataba su contenido.
—Si echas un par de gotas en tu vino, quedarás encinta la primera noche —dijo Eva.
—¡Qué vergüenza! ¿No has traído nada para el hombre? —preguntó Ana—. Te has olvidado de él. ¡Toma! —Agitó un botellín—. ¡Doy total garantía de este portento! ¡Por experiencia personal! —Se apretó contra María, ella, la hermana de su padre, que tan seria le había parecido siempre—. ¡Con una gota basta! ¡Le convertirá en un auténtico camello macho!
—¡Ana! —exclamó la madre de Joel.
—¿Acaso el profeta Jeremías no habló del camello macho en celo, que persiguió a la hembra salvaje? ¡Lo dicen las escrituras! —repuso Ana.
La noche de bodas. María se esforzaba por no imaginarla, porque sabía que las cosas nunca son como una se las imagina. Generaciones de mujeres, desde la mismísima Eva hasta su propia madre, habían conocido esta experiencia. La idea la consolaba y a veces pensaba: Ojalá no sea una decepción para mi esposo.
—Gracias —dijo con voz apagada y aceptó el botellín de Ana.
—¿Dónde está el pañuelo de la consumación? —preguntó la vieja Ester.
—Aquí. —Zebidá lo agitó para que todas lo vieran: un gran pañuelo rectangular de lino blanco. Colocado debajo del cuerpo de la novia la noche de bodas, se conservaría después, para probar la virginidad de la muchacha, en caso de que hubiera reclamaciones.
—¡Esto ya no se hace! —protestó una de las jóvenes primas de María—. Está pasado de moda. Nadie ya…
—Está en la Ley de Moisés —contestó Zebidá—. No el pañuelo, pero sí la importancia legal de la virginidad.
—¿Y si la novia no es virgen? —preguntó la prima, titubeando.
—Según la Ley, debe ser lapidada —dijo Zebidá y Ester asintió.
—Pero ¿cuándo se ha ejecutado esta ley? —intervino Noemí, la esposa de Silvano. Hasta el momento, había permanecido inusualmente callada—. A nadie ya se le ocurriría aplicarla.
—Depende del rigor con el que cada uno practica la religión —respondió Zebidá—. Para nosotros, sigue siendo importante.
El tema repugnaba a María. De nuevo se sentía como una oveja en el mercado. ¿Se suponía que debería subir a un taburete y declarar solemnemente: «Soy virgen»? ¿Por qué tenía que dar explicaciones a aquellas mujeres? ¿Y si no fuera virgen? No quería ni pensar en las secuencias. Sería repudiada, rechazada por las mismas parientes que ahora la rodeaban con cariño, ofreciéndole regalos y deseándole felicidad.
—¡Toma! —Su madre le metió el pañuelo en la mano—. ¡Guárdalo hasta esa noche!
—¿Habéis elegido la fecha? —preguntó Ester—. No, claro; no podéis antes de saber cuándo termina su período de impureza. Debemos esperar.
—Unas pocas semanas más —dijo Zebidá— y lo sabremos. Después de la última quincena de impureza, planearemos la ceremonia.
¡Impureza! Qué palabra tan fea. María la odiaba aunque desde niña le habían explicado que el ciclo natural de la mujer la hace impura, al menos la mitad de los días. Mientras duraba el período de impureza, la mujer no podía tocar ciertas cosas, no podía yacer en un lecho y no podía acercarse a su esposo, por temor de contaminarle.
—Será una gran fiesta —dijo Zebidá—. ¡Debemos pensar en ella!
Pensaban asar un cabrito y servir el pescado más grande que se pudiera encontrar en las aguas del lago, sazonado con hierbas y decorado con flores y guirnaldas. Siendo mediados de verano, también tendrían higos, uvas y melones tempranos.
—¿También habrá flautas, timbales y cantores? —preguntó Débora.
—Oh, desde luego, los mejores de la ciudad —afirmó Zebidá.
—Ahora, sin embargo, debemos bailar aquí mismo una danza antigua, que sólo bailan las mujeres —dijo Ester acercándose a María. La sugerencia de un baile resultó asombrosa, viniendo de una anciana decrépita.
—Tocad las palmas —ordenó la vieja—. Tocad con fuerza y alzad la voz.
Tomó a María de la mano y, lentamente, la condujo a un movimiento circular. Después empezó a caminar más rápido, y el dobladillo de sus vestidos se levantó y voló hacia el exterior de la circunferencia.
—¡Mírame sólo a mí! —ordenó la anciana a María.
María miró a los ojos de la anciana, ocultos entre arrugas y pliegues profundos de la piel. Allí en el fondo, casi perdidas, había dos esferas negras y brillantes. Casi pudo imaginárselas en la juventud. Entonces mientras seguían dando vueltas y más vueltas, emergió la mujer que se ocultaba en el cuerpo de la vieja. Retrocedieron en el tiempo y volvieron al pasado, a los tiempos de Betsabé, a los tiempos de Rut, y aún más atrás, a la época de Séfora y de Asenat, al período más antiguo de Lía, Rebeca y Sara, y siguieron dando vueltas hasta que fueron una sola mujer, ellas dos y sus antecesoras. De repente, Ester soltó la mano de María y la muchacha cayó hacia atrás, en los brazos de las mujeres que la rodeaban, las mujeres de esta vida, este tiempo, este año.
—¡Seguidme! —ordenó Ester, y las mujeres casadas formaron un círculo y empezaron a tocar palmas y a gritar con voces antiguas que no reconocían como propias, bendiciendo a María y dándole la bienvenida en sus filas.