67

¡Magdala! ¡Se dirigían a Magdala! ¡Y a Tiberíades, donde vivía mi tesoro más preciado en la tierra!

Aquella visión. Aquella visión sangrienta de una batalla librada con barcos, de tanta gente muerta, de las aguas del lago enrojecidas de la sangre de las víctimas humanas… ¿iba a cumplirse ahora? Tenía que ir allí, tenía que buscar a mi hija para salvarla.

—¡No! —se opuso Simeón—. ¡No puedes ir! Eres (perdona que te lo diga) vieja. Pero los soldados no se apiadan de las viejas en el pillaje.

—No tengo miedo. —No lo tenía. ¡Por un milagro divino, no tenía miedo!

—Piensa en los demás. Recuerda tus responsabilidades. Tú nos condujiste hasta aquí. Y, aunque no fuera así, eres una de las últimas supervivientes de los que conocieron a Jesús en persona. No puedes olvidarte de eso. Ellos te necesitan… todos esos jóvenes que se unen a nuestras filas. Necesitan oír lo que sólo tú puedes contarles.

—Tengo que ir.

—¿Es una orden del Señor? ¿O tú propio deseo? —Simeón me miraba, feroz.

Ambas cosas, habría podido contestar sin mentir. Había tenido esa visión hacía muchos años y sabía que se cumpliría. Pero la voz de la maternidad era muy poderosa… Tenía que ir.

—¿Y si te dijera que Jesús lo ha prohibido? —preguntó él.

Deseé de todo corazón que no fuera cierto, aunque tal vez lo fuera. Reflexioné por un momento antes de decir:

—Entonces tengo que desobedecerle y pedirle perdón después. Yo no soy tan… fuerte como él. —Hice una pausa—. Pero él ya lo sabía cuando me eligió.

Simeón asignó a un joven, un creyente nuevo de Pela llamado Jasón, que me acompañara en el viaje. Cruzamos el Jordán vadeando las aguas frías que nos llegaban a la rodilla y salimos del otro lado, el lado de Israel, esperando ver infinidad de romanos alineados a lo largo de la margen. Pero no había nadie. La zona estaba desierta y tranquila. Los cultivos tardíos estaban listos para la cosecha, dorados a la luz del sol.

Vespasiano había tardado cuarenta y siete días en someter Jotapata, y estaba de muy mal humor. No iba a tolerar interferencias. Marchaba con resolución hacia el este, hacia las ciudades fortificadas de Tiberíades y Magdala.

Logramos llegar a Magdala antes que Vespasiano. Nos escabullimos puertas adentro; las puertas habían sido reforzadas y guarnecidas para la guerra. «Ninguno de vosotros sobrevivirá a los romanos». Tuve la revelación en el momento de cruzar la puerta, y ese conocimiento me pesó y me entristeció. Miré las imponentes espadas y los escudos, y vi que al cabo de unos días formarían una pila humeante. Corrimos hacia la casa de Eli. Tiramos frenéticos de la aldaba, aporreamos la puerta sin aliento, sin preocuparnos por el recibimiento que pudieran darnos, angustiados por prevenirle.

Por fin la puerta se abrió con cautela. Era Dina. La reconocí, después de no haberla visto en décadas.

—Dina, soy yo, María. He venido a preveniros. El general Vespasiano marcha sobre Magdala en estos mismos momentos. ¡Tenéis que protegeros! ¡Huid!

Ella me miraba fijamente.

—María… ¿la mujer de Joel? Oh, hace mucho tiempo. —Escudriñó mi cara, tratando de descubrir en mis ojos a la mujer joven que había conocido. Luego meneó la cabeza y añadió—: ¿Cómo lo sabes?

—Me ha sido revelado. —No pude decir nada más. Esa era la verdad.

Ella me miró con escepticismo.

—Ya entiendo.

—¿Dónde está Eli? ¿Puedo hablar con él? —Era imprescindible encontrarle enseguida.

—Se reunió con sus ancestros, en el seno de Dios —respondió Dina.

—Lo lamento. —Me embargó la tristeza y, en mi interior, lloré por Eli—. Entonces, huye tú o morirás.

—Ésta es mi casa —contestó ella con orgullo—. Estaré protegida.

Conseguimos llegar a Tiberíades antes que la guerra.

La ciudad estaba protegida con altas murallas, recientemente fortificadas para soportar el ataque. Los resistentes, sin embargo, no contaron con el poderío de Roma. En cuanto las vi, supe que sucumbirían al ataque de las legiones, cual si fuesen de papel.

—¡Dejadme entrar! ¡Dejadme entrar! —grité, al tiempo que aporreaba las puertas, cerradas a cal y canto incluso en pleno mediodía.

—¿Quién eres? —preguntó un centinela.

—¡Una madre! —grité—. ¡Una madre que debe entrar!

Las puertas se abrieron muy despacio, y los soldados que las custodiaban nos miraron con recelo. Entramos de manera apresurada. ¡Tengo que encontrar a mi niña! ¡Tengo que encontrarla!

Mi «niña» sería ya una mujer de mediana edad, pero eso no importaba. Aún podía ver sus ojos, la mirada luminosa de la carita de mi niña, su expresión alerta, su astucia. Esos ojos no habrían cambiado. Los ojos nunca cambian.

Por fin llegamos a la casa, jadeando y sin aliento. Me detuve y respiré despacio. Después llamé a la puerta.

¡Dios, haz que me abra! ¡Permite que la vea! Y la puerta se abrió, tirada por un criado.

—La señora Eliseba —dije—. ¿Puedo verla?

—No está aquí —respondió.

—¿Realmente no está aquí o no desea recibir visitas? —insistí.

—Realmente, no está aquí. —Esperó un momento antes de preguntar—: ¿Quién eres?

—Soy su madre —contesté.

Pareció sorprendido.

—Creía que no tenía madre.

—Sí tiene madre, que la quiere con locura y ha venido a prevenirla. ¿Dónde está?

—Salió a las colinas —respondió el criado—. No parecía haber peligro.

—Hay un gran peligro —repuse—. Vespasiano viene de camino para destruir la ciudad. Mañana estará aquí. Eliseba tiene que huir. ¡Todos debéis huir!

—Le daré tu mensaje —dijo con sequedad y cerró la puerta.

Tuve que apoyarme en la pared. ¿Debía aguardar su regreso? Pero ¿quién sabía cuándo volvería? Si desde las colinas ella viera a los soldados que se acercaban, quizá decidiera no volver a la Tiberíades sitiada sino ir a otro lugar, un lugar que yo ni podía imaginar. Y yo quedaría atrapada en la ciudad, quizá muriera en el enfrentamiento, dejando la Iglesia de Pela sin su líder. No, tenía que marchar y confiar la seguridad de mi hija a las manos de Dios.

Las calles se estaban llenando de gente preocupada, porque los ciudadanos corrientes de Tiberíades no deseaban verse implicados en una guerra. Una facción rebelde huida de Jerusalén se había hecho fuerte en la ciudad, y ahora todos los habitantes tenían que pagar el precio. Jasón y yo luchamos para abrirnos camino en dirección contraria al gentío y cruzamos las puertas, de vuelta al campo abierto. También nosotros nos dirigimos a las colinas, lejos del terreno llano que pronto serviría como campo de batalla. A la vuelta de cada arbusto y de cada peñasco, tenía la esperanza loca de encontrarme con Eliseba, de que nos viésemos, nos reconociésemos y nos abrazásemos, salvando los años.

Pasados los meses, cuando todo terminó, cuando las batallas concluyeron y los romanos vencieron, llegó hasta Pela el relato detallado de lo ocurrido. Poco después de mi visita, los rebeldes habían atacado a un emisario de paz de los romanos. Los ciudadanos de Tiberíades, en absoluto preparados para las represalias, huyeron al campamento romano y se encomendaron a la misericordia del amo de Roma, declarando que ellos nada tenían que ver con los rebeldes. Los romanos aceptaron su entrega y exigieron que les abrieran las puertas de la ciudad, cosa que hicieron. Entonces el ejército romano entró en Tiberíades y recibió una cálida bienvenida; mientras, los rebeldes huían en dirección contraria, hacia Magdala.

¡Doy gracias a Dios porque Eliseba estaba en Tiberíades y no en Magdala! Porque en Magdala ocurrió una masacre espeluznante después del sonoro discurso de Tito, que rezaba: «Ningún rincón de la tierra habitada ha podido hasta ahora escaparse de nuestras manos». Sucinta descripción de nuestro mundo. La batalla naval que mi visión me había revelado hacía años ocurrió de veras en las aguas del mar de Galilea. Miles perdieron la vida, y los rebeldes que luchaban desde los barcos… fueron masacrados sin piedad, tal como había visto en mi visión. La superficie del lago se tiñó de un rojo tan brillante que reflejaba la luz del sol como una crecida de rubíes.

Muchos inocentes murieron en la propia ciudad, porque los soldados no podían distinguir entre los habitantes y los rebeldes; muchos edificios ardieron y la destrucción fue devastadora. (Mi viejo hogar, el almacén de mi padre, la casa de Eli, Dina y toda mi familia… ¿desaparecidos?). Al final, Vespasiano presidió un tribunal de jueces que deliberó qué se tenía que hacer con las víctimas inocentes de la guerra. Cuando le dijeron que la destrucción de sus casas acabaría por convertirles también a ellos en rebeldes, aceptó el plan pérfido de uno de sus consejeros. Se dirigió a aquella gente, garantizándoles su seguridad y ordenándoles que acudieran a Tiberíades para presentar sus reclamaciones. Una vez allí, les encerró en el estadio mientras ordenaba el asesinato de los más viejos y enfermos. Los seis mil más jóvenes y fuertes fueron enviados para trabajar en el canal de Nerón en Grecia, y treinta mil más fueron vendidos como esclavos. Ése fue el destino de mi hogar, y por eso ya no soy María de Magdala, porque Magdala fue destruida.

Lloramos nuestra patria y nuestras ciudades durante cuarenta días, un luto que no pueden describir las palabras. Yo rezaba continuamente por la seguridad de Eliseba, y el único consuelo al que podía aferrarme era que mi hija vivía en Tiberíades y no en Magdala.

Los romanos prosiguieron su marcha hacia el sur. A diferencia de la batalla de Magdala, la de Jerusalén, librada casa a casa a lo largo de casi un año, se conoce bien y otras crónicas la describen. Antes del fin, los habitantes de Jerusalén morían de hambre, reducidos a un estado casi animal. Cuando amaneció el último día de la existencia del Templo, su caída no fue resultado de la estratagema o el plan premeditado de un hombre, sino de la antorcha fortuita que arrojó un soldado y que prendió fuego a su gloria. Todo lo que había en el interior del Templo pereció y, algunos días más tarde, un soldado romano tropezó con la inscripción rota y ennegrecida que proclamaba que los gentiles que se aventuraran más allá de la balaustrada «morirán, y ellos solos serán los responsables de su muerte». Así desapareció el Templo y todas sus normas, restricciones, sacrificios, esperanzas e historias. Es el tesoro perdido más importante en la memoria del pueblo judío.

La ciudad entera quedó arrasada, con excepción de tres torres de defensa que resistieron el asalto. Los habitantes que no murieron por la espada fueron vendidos como esclavos. Tito y sus soldados se apoderaron del menorá dorado y los demás tesoros del Templo, que exhibieron en su desfile triunfal en Roma, reduciendo los objetos sagrados a botín que alegró la vista de las multitudes vitoreantes.

Nuestro hogar, el centro espiritual de nuestro universo, había desaparecido. ¿Qué debíamos hacer? Sin la Iglesia madre de Jerusalén, nuestra ancla en el mundo, nos sentíamos a la deriva.

¿Y qué había de las Iglesias filiales fundadas por todo el mundo? Las que había fundado Pablo no habían prosperado en la época inmediata a su muerte. La doctrina de la interpretación estricta de la Ley había ganado posiciones a lo largo de los diez años de su arresto, y el futuro del pensamiento visionario y liberal de Pablo no parecía claro. La caída de Jerusalén lo cambió todo en un abrir y cerrar de ojos. No existía más cristianismo que el de Pablo y, a partir de entonces, la brecha entre la religión madre y su hija se ensanchó tanto que ni los mejor dispuestos podían discernir a sus hermanos en el otro lado.

Permanecimos diez años en Pela, cinco años más después de la caída de Jerusalén. Simeón y un grupo reducido decidieron volver a la ciudad, que se estaba reconstruyendo con grandes dificultades. Juan y yo optamos por ir a Éfeso. Mateo, Simón y Tadeo habían muerto en Pela, y ya sólo quedábamos nosotros dos.

—¿Por qué Éfeso? —nos preguntó Simeón—. ¿Por qué no volver a Jerusalén?

—La Iglesia de Éfeso era fuerte mientras vivía Pablo —dijo Juan—. Ahora corre peligro de desaparecer. Resulta difícil vencer la poderosa influencia del culto a Artemisa. Y el emplazamiento de Éfeso nos facilita la ayuda a las demás Iglesias debilitadas de la zona. Pablo fundó comunidades en Derbes, Listra, Iconio y Pisidia; no tenemos noticias de su funcionamiento.

—Espero que no pienses ir allí —contestó Simeón—. Serás bastante afortunado si llegas a Éfeso.

Juan miró sus sandalias.

—Son buenas para caminar —repuso.

—¡Tienes casi ochenta años! —exclamó Simeón.

—¡Son pocos, cuando se trata de la obra de Dios! Moisés tenía ochenta cuando se enfrentó al faraón. ¿Y Caleb, el viejo guerrero de Moisés? Si te acuerdas, dijo a Josué: «¡Aquí estoy, con ochenta y cinco años cumplidos! Tan fuerte como el día en que Moisés me envió, tan capaz de ir a la guerra como entonces».

—¿Y qué pasó? —preguntó Simeón.

—¿No lo sabes? —Juan se burló cariñosamente de él—. Prevaleció. Conquistó la tierra.

—Bueno, bueno. —Simeón meneó la cabeza—. Quizá debieras hacerte llamar Caleb.

—Aún hay batallas que librar —dijo Juan—. Y, a decir verdad, tengo ganas de luchar.

—¿También tú estás decidida, María? —preguntó Simeón—. Tus conocimientos y tu dedicación serían muy valiosos para la reconstrucción de nuestra comunidad en Jerusalén.

—Gracias. Pero me siento llamada a avanzar hacia el futuro. Jerusalén forma parte de mi pasado. —Empezando por mi peregrinación infantil a la ciudad, el accidente de Joel, las tribulaciones de Jesús. Necesitaba cosas nuevas, en mi vejez no podría soportar el peso de los recuerdos. Tenía que ir a un lugar donde no hubiese ninguno.

Éfeso es una ciudad bonita. Nuestro lento caminar en compañía de nuestros hermanos tardó mucho en traernos aquí. Nos dirigimos primero a Tiro, donde nos embarcamos en un barco que zarpaba hacia el norte bordeando lentamente la costa, sin alejarse de ella, por miedo a las tormentas. Dejamos atrás Seleucia y Antioquía, y la desembocadura del río Cidno, donde estaba Tarso, la ciudad de Pablo. Remontando como bueyes tenaces la gran joroba de la provincia de Asia, alcanzamos por fin Éfeso. Nuestro barco atracó en el puerto y, al desembarcar con piernas temblorosas, nos impresionó la opulencia y la sofisticación de esa gran ciudad provincial de Roma. Una amplia avenida pavimentada con losas de mármol, la llamada vía del Puerto, conducía hasta el corazón mismo de la ciudad, directa al teatro. Galerías con arcos flanqueaban la avenida por ambos lados, y cincuenta farolas iluminaban la calle a todo lo largo.

—¡Estáis pisando el mismo suelo que Antonio y Cleopatra! —gritó uno de los vendedores—. ¿No os altera la sangre? —Y nos tendió un surtido de frascos de perfume.

No pude reprimir la risa. Era una buena señal. ¡Los habitantes de Éfeso debían de rebosar de vida impenitente si trataban de vender perfumes a una vieja de setenta y cinco años, recordándole el legado de Cleopatra!

—¿Quieres un poco? —El vendedor destapó un botellín y lo agitó debajo de mi nariz.

—Hijo mío —le dije—, no lo malgastes conmigo. Busca clientes más jóvenes.

—¿Qué quieres decir? —preguntó fingiendo sorpresa—. ¡Eres hermosa, tienes una belleza que los años no pueden empañar! ¿Qué edad tienes? ¿Treinta y cinco?

Entonces me reí de veras.

—Sí, los tuve una vez. Pero ya no. Mis tiempos de perfumes han pasado.

—¡Nunca! —insistió él con galantería.

Por alguna razón incomprensible, sentí el impulso de parafrasear a Pedro y decir a aquel hombre: «No tengo oro ni plata, pero te doy lo que sí tengo: ¡Jesús me mantiene joven!». Me hubiera gustado ver su mueca de confusión.

Juan y yo nos instalamos en un cómodo almacén cerca del puerto. A pesar de lo que dijera el vendedor de perfumes, nuestra edad nos protegía de toda sospecha de transgresión y vivíamos juntos en paz. Descubrimos que la Iglesia necesitaba atención urgente, porque había languidecido desde la partida de Pablo. Los cristianos locales nos acogieron con cariño; de hecho, nos mimaban demasiado. Fue, sin embargo, un placer trabajar con gente joven e instruirla, y un gran privilegio poder hablarles directamente de Jesús, contarles lo que sabíamos de él.

Para entonces, la religión judía se había desmarcado por completo de los seguidores de Jesús. Ya no podíamos ir a las sinagogas a leer y a rezar, porque habían añadido un versículo a su liturgia que proclamaba: «Que los herejes y los nazarenos desaparezcan por completo y se les suprima del Libro de la Vida».

¡Cuánto se habría entristecido Jesús! En mis oraciones le preguntaba qué respuesta debíamos dar a aquello, pero no recibí respuesta. Quizás estuviera demasiado afligido para hablar de ello.

Entretanto, Juan y yo trabajamos en «la viña», como diría Jesús. Y qué viña: una ciudad bulliciosa, habitada por ciudadanos prósperos y dedicados por completo a sus asuntos, aunque también muy interesados en las cosas del espíritu. Aquí prosperan todas las religiones, desde los cultos misteriosos hasta el gran templo de Artemisa. A la sombra profunda de las columnas de ese templo imponente, los cristianos crecemos y nos hacemos cada vez más fuertes.

Y aquí, como escribiera Pablo en sus cartas, os dejo, hermanos y hermanas mías en Cristo. Mi trabajo ha concluido. Soy vieja y pasaré el resto de mis días aquí, en Éfeso, lejos de donde pensaba que iba a transcurrir mi existencia. Pero, como también dijo Pablo, Dios nos conduce en el desfile triunfal de Jesús y, a diferencia de los romanos, que desfilan por rutas conocidas, nuestro camino es desconocido y a menudo nos lleva a territorios que no esperábamos ni deseábamos visitar. A Pedro le llevó a Roma, a mí, a Éfeso. La vida, la vida que Jesús nos brinda, está llena de mundos extraños.

Aquí concluye el testamento de María de Magdala.