66

—Pedro ha muerto.

Simeón lo anunció con estas sencillas palabras al final de una reunión, cuando acabábamos de cenar, rezar y entonar los salmos. Se levantó, se dirigió lentamente al fondo de la amplia sala de la casa de Juan y pronunció aquellas terribles palabras. Antes de que irrumpiéramos en un torbellino de preguntas, alzó los brazos y sacó un trozo de papel arrugado.

—Uno de nuestros hermanos en Roma nos escribió para darnos la noticia —añadió.

Pedro no fue el único en morir, aunque sí el más querido por nosotros. Se desató una cruel persecución generalizada contra nuestros hermanos, a quienes se acusaba del gran incendio que había devastado Roma.

—No lo entiendo —dijo Mateo. El viejo discípulo estaba ya muy débil; había trabajado diligentemente en Jerusalén durante años, compilando textos y ocupándose de nuestra contabilidad—. ¿Cómo es posible?

—El fuego arreció durante días, y destruyó gran parte de Roma —explicó Simeón—. El pueblo odia tanto a Nerón que sospechan que fue él mismo quien provocó el incendio, para así poder embarcarse en uno de sus proyectos de construcción y reedificar la ciudad. Lo cierto es que ni siquiera estaba allí cuando empezó el fuego y, aunque no cabe duda de que está loco, ni siquiera él prendería fuego a su propia ciudad. No obstante necesitaba un chivo expiatorio y nos eligió a nosotros.

—¿Hay alguna prueba, por inconsistente que sea, que relacione a los cristianos con ello? —preguntó Juana. También ella había envejecido, pero su mente era tan perspicaz como siempre.

—Sólo el testimonio de algunos testigos, quienes afirmaron haber visto a gente que arrojaba objetos a las llamas para alimentarlas —respondió Simeón—. Apoyándose en eso, Nerón, o sus consejeros, pensaron que debía de tratarse de los cristianos, porque creen que el mundo está llegando a su fin y que terminará devorado por las llamas. Deseaban contribuir a ese fin, dijeron, felices de poder precipitar el advenimiento del último día.

—Algunos bien podían cometer este error —dije, acordándome de la gente de Jezrael, tan ansiosa por ver el fin. Cabía la posibilidad de que así fuera.

—Nerón será un loco, pero es inteligente —repuso Simeón—. Conoce las diferencias que nos separan del resto de la comunidad judía y sabe que no gozamos de la protección oficial de Roma para la práctica de nuestra religión. Sabe que muchos recelan de nosotros, porque celebramos ritos secretos y no hacemos sacrificios al emperador. No tenemos protectores ni defensores en las altas instancias. No tenemos miembros suficientes para organizar una defensa eficaz. Y nos atacó de la manera más horrible.

Exigimos saberlo todo, y nos lo contó con voz quebrada. Los cristianos fueron acorralados y asesinados por pura diversión. A algunos les soltaron en el circo, cubiertos con pieles de animales, para que les devoraran las bestias salvajes. A otros les untaron con alquitrán y, tras atarlos a una estaca, les prendieron fuego para que iluminasen, como antorchas humanas, los jardines de Nerón. A los líderes les crucificaron, Pedro entre ellos.

—Al menos, nuestros hermanos y hermanas pudieron rescatar el cuerpo para darle sepultura —prosiguió Simeón—. Lo enterraron en la ladera de la misma colina donde murió, cerca del hipódromo de Nerón.

—¿Y los demás? —preguntó Mateo, temeroso de la respuesta.

—Se les dio sepultura en fosas comunes, suponiendo que se les diera sepultura —respondió Simeón—. Murieron con valentía, como los macabeos, y siempre honraremos su memoria.

—¿Quedan cristianos en Roma? —preguntó otro hombre—. ¿O han aniquilado la Iglesia?

—Sabemos que nuestro enviado está allí —contestó Simeón—. Aunque puede que haya muy pocos supervivientes.

—Los mártires inspirarán a nuevos conversos —opinó Juana—. La gente querrá pertenecer a esta fe, capaz de crear héroes como ellos.

—No, si es ilegal —objetó un joven sentado a mi izquierda—. La mayoría de la gente es cobarde.

—No queremos cobardes —afirmó Juana—. ¡Ellos que se abstengan!

—No —dije, y me puse de pie para dirigirme a la concurrencia—. Todos somos cobardes. El propio Pedro negó a Jesús. Pero lo cierto es que podemos superar nuestras aptitudes naturales. Por eso digo: Que vengan los cobardes. Yo también soy cobarde, cuando sólo cuento con mis propias fuerzas.

—También han ejecutado a Pablo. —Simeón había dejado esta noticia para el final—. Sus largos años de apelaciones terminaron con su decapitación en Roma. A instancias de Nerón, asimismo.

—¡No! —Varias voces se alzaron.

Pablo había burlado la muerte tantas veces, que parecía imposible que ésta le hubiera alcanzado. Diez años atrás había sufrido el ataque de un grupo de líderes fanáticos del Templo, que lo acusaban de llevar a cabo prácticas irregulares en el recinto sagrado. Pero recurrió a su condición de ciudadano romano; consiguió eludir al Sanedrín y la ejecución que le tenían preparada, y apeló a las autoridades de Roma. Finalmente, compareció ante el emperador. Y terminó a manos del verdugo.

—Sabía que esto podía pasarle —dijo Mateo—. En su carta a Timoteo, escribía: «Ya me están vertiendo como una ofrenda de vino, y ha llegado el momento de mi partida. He participado en la lucha noble, he terminado la carrera y he mantenido la fe». —Mateo tosió—. Un epitafio muy apropiado. Ojalá nosotros merezcamos uno parecido.

Uno tras otro, nuestros líderes nos eran arrebatados, y eso nos asustaba. Santiago el Justo, Pedro, Pablo…, ¿quién sería el siguiente?

Pero había más noticias, y Simeón asestó su último golpe ominoso:

—Ayer el sumo sacerdote del Templo ordenó la interrupción de los sacrificios en honor del emperador.

Los sacrificios diarios para el emperador —que no a él— habían proclamado la lealtad de Jerusalén a Roma durante más de cien años. Según la religión judía, los sacrificios a un ser humano eran ilegales, aunque podían honrar la figura del emperador sacrificando en su nombre. Bonito compromiso. Y ahora…

—El altar está vacío —prosiguió Simeón—. El fuego está apagado. Esta mañana no hubo sacrificio ni oraciones.

—Un acto de guerra —dijo Mateo.

—Sí —asintió Simeón—. Desde esta mañana nosotros, la provincia de Judea, estamos en guerra con Roma.

—Sólo puede terminar de una manera —interpuse—. Sólo de una manera.

Caímos de rodillas y rezamos, llorando la muerte de Pedro y de Pablo, y de todos nuestros hermanos y hermanas de Roma; lamentábamos también la inminente conflagración de Jerusalén, que sería mucho mayor que la devastación que había barrido Roma.

Pedro había muerto… como un mártir. Pensaba sosegadamente en él. Tantas veces había salvado la vida y ahora estaba muerto. ¿Qué había dicho Jesús? «Cuando seas viejo, abrirás los brazos y otros te vestirán y te conducirán adonde no querrás ir». Y es lo que había ocurrido, como en aquel sueño que tuviera Pedro hacía tantos años. Le habían atado y le habían conducido a la colina del Vaticano, donde le crucificaron. La carta decía que Pedro había suplicado una ejecución diferente, porque «no era digno de sufrir la misma muerte que su maestro». De modo que los soldados le crucificaron cabeza abajo.

Pedro ya nada tenía que ver con el pescador vociferante que yo había conocido… oh, hacía tantísimos años, cuando ambos éramos jóvenes. Su fe le había convertido en un hombre valiente, como los macabeos.

Aquél era un milagro más portentoso que los prodigios que la gente crédula quería atribuir a Jesús: caminar sobre las aguas, convertir el agua en vino, multiplicar los alimentos. Ésos no serían sino trucos de magia barata, mientras que la auténtica magia consistía en tomar la débil y falible materia humana y convertirla en heroica, más allá de los límites de su humanidad.

Aquella noche, mi mente sufrió el tormento de ver imágenes terribles del sufrimiento de Pedro que se convulsionaba en la cruz; sus miembros estaban pálidos, porque su posición invertida los drenaba de sangre; tenía la cara hinchada y enrojecida; la boca, abierta y jadeante. Me sumí en una especie de túnel extraño, un túnel largo y tenebroso.

No había tenido más visiones desde que Jesús nos dejara. En cierto modo, me sentía aliviada de estar libre de ellas y de las horribles obligaciones que me imponían. Desde hacía más de treinta años mis decisiones dependían tan sólo de mis ideas e intuiciones.

Ahora, mientras me absorbía el negro vórtice del sueño, sentí que me caía sin tener de dónde agarrarme, sin poder aferrarme a las paredes de aquel espacio desconocido y, por primera vez en muchos años, supe en mi fuero interno que me adentraba en un lugar distinto, un lugar sagrado y protegido.

«Estás pisando suelo sagrado». Sabía que era cierto.

Como Samuel, podía responder, aunque sólo con el silencio de mis pensamientos más recónditos: «Habla, tu sierva escucha». Y fui capaz de esperar en obediencia. El paso de los años también me había cambiado a mí. Los cambios que tan fácilmente vemos en los demás, resultan casi invisibles cuando se trata de uno mismo.

En mi sueño, seguí cayendo ingrávida, girando en el aire, hasta que alcancé un lugar espacioso, iluminado por una luz distinta a la de las lámparas, distinta a la del sol. Era una luz tan cegadora que tuve que taparme los ojos. Allí había mucha gente reunida y todos miraban a una figura bañada en una luz aún más intensa, tanto que no podía mirarla.

«Estaba atrapado en el tercer cielo, aunque no sé si en mi cuerpo o fuera de él. Sólo Dios lo sabe». Eso había escrito Pablo, y ahora lo entendía. «Estaba atrapado en el Paraíso, y oí cosas inefables, cosas que no se pueden pronunciar».

Dios me había otorgado este don —esta carga— hacía muchos años. Ahora no podía zafarme, no tenía escapatoria.

Vi la ciudad de Jerusalén en toda su extensión. Fue como si volara sobre ella, como si tuviera alas milagrosas que me llevaban a sobrevolar el Templo, el montículo chato que Herodes había creado, las casas modestas de la ciudad original de David, los gigantescos palacios y las residencias opulentas de la Ciudad Alta, los tres anillos de la muralla protectora que garantizaba nuestra seguridad. Qué hermosa era Jerusalén, resplandecía a la luz del sol, proclamando ser la ciudad de David, nuestra eterna herencia y nuestro refugio.

Descendí, atravesando bancos de nubes. Jerusalén. Entonces, de repente, la ciudad estalló en llamas. En mi visión, podía volar hacia donde quisiera y me dirigí a las afueras. Allí vi formaciones interminables de soldados romanos alineados cerca de las murallas. Sus insignias proclamaban: LEGIÓN V, LEGIÓN X, LEGIÓN XII.

Los muros caían, uno tras otro. Oí los gritos y los alaridos de la gente dentro de la ciudad. Vi las columnas de humo que se alzaban. Y luego —oh, qué visión tan atroz— vi que las llamas envolvían el Templo. Vi que sus muros se desmoronaban, las paredes se combaban hacia el interior, como las tablas de un barril comido por los gusanos. Vi una gigantesca columna de humo que ascendía del santuario.

¿Caería el Templo? Ya en otra ocasión había tenido un atisbo de esta visión. Dios había enviado el mismo sueño al faraón en repetidas ocasiones, para que supiera que era verdad, y ahora hacía lo mismo conmigo.

Entonces las palabras de Jesús resonaron en mis oídos, una y otra vez magnificadas en el sueño: «Yo os digo que, en pocos años, no quedará piedra sobre piedra».

—El Templo… —grité. «Ha estado en nuestra tierra desde hace miles de años, es la morada de Dios». Y mi visión me otorgó un cuerpo compuesto de muchas almas, más fuerte y más resistente que el mío.

Entonces vi a un grupo de sacerdotes que entraban en el santuario y, como éste se desmoronaba, una voz dijo: «Vayámonos de aquí». Así Dios les decía que todo había terminado, que, a partir de ahora, ya no Le contendrían las paredes que construye la mano del hombre.

El Templo sería destruido y Dios se mudaría a otro lugar. A nosotros nos decía: «No lo defendáis, pues ya no estoy allí».

El Templo… al que peregriné cuando era niña, el lugar donde había predicado Jesús, donde nos había visitado el Espíritu Santo, donde Pedro había predicado por primera vez y había convertido a la gente a la fe de Jesús… ¿Cómo podía desaparecer, eclipsarse? Era la piedra angular de nuestra religión.

«Ya no está —me dijo la visión—. Ya no existe».

»Jerusalén perecerá. Los romanos prevalecerán. Nadie salvará la ciudad en el último momento, como ocurrió hace setecientos años, cuando la asaltaron los asirios. Los que esperan esta salvación, se engañan. Marchaos de Jerusalén. Debéis cruzar el Jordán y buscar un refugio seguro. No dejéis a nadie atrás. Yo os conduciré. Allí esperaréis mis instrucciones.

»Y, sobre todo, no tengáis miedo, porque estoy siempre con vosotros, hasta el fin del mundo, como os prometí».

La habitación daba vueltas. Volví suavemente a la tierra, mientras la luz cegadora se apagaba hasta quedar reducida al pequeño y titilante resplandor de una lámpara de aceite, que estaba encendida en un anaquel a mi lado. Las voces, sin embargo, seguían resonando en mis oídos, y supe que no olvidaría ni una palabra.

Cuando relaté lo que había visto y oído a la congregación de creyentes aquella noche, el grupo, por lo general muy hablador, se quedó callado y confuso. Todavía estaban conmocionados con las noticias que habían llegado de Roma, y ahora eso: la orden de abandonar Jerusalén, donde teníamos nuestra sede desde hacía más de treinta años, donde había muerto Jesús para volver a nosotros con la resurrección; la necesidad de buscar un nuevo cobijo. ¿Adónde ir? ¿Por qué confiar en mi visión? Hacía mucho tiempo que no tenía visiones. La mayoría de las personas allí reunidas no me relacionaba con visiones ni con revelaciones.

Yo tenía que reconocer, íntimamente, que había tenido una visión anterior que nunca se cumplió. Aquel sueño horrible, aún vivido después de tanto tiempo, del mar de Galilea enrojecido con la sangre y de la batalla naval entre romanos y rebeldes.

—Fue Jesús quien me hizo la revelación —dije—. Fue inconfundible e inequívoca. No quiero irme de Jerusalén, pero sé que debo obedecer sus órdenes.

Y era cierto. Tenía más de sesenta años —¡qué pocos me parecen ahora!— y estaba establecida en Jerusalén. No me atraía la perspectiva de un viaje ni la búsqueda de un nuevo hogar. Mientras el resto seguía interrogándome, me di cuenta de que me adjudicarían el papel de su líder. Sería a mí a quien Jesús revelaría el lugar indicado.

—Algunos de nosotros no podemos viajar —objetó un anciano—. No tenemos fuerzas para ello. Ni los medios.

Recordé las historias que narraban la resistencia de Lot en abandonar Sodoma, su retraso hasta que casi fue demasiado tarde, su cumplimiento parcial de las instrucciones recibidas de Dios. Así es la naturaleza humana. Miré a los rostros de los fieles, pendientes del mío. ¿Cuántos discípulos originales estábamos allí? Juan; Mateo; Tadeo, que había demostrado ser un ejemplo de nuestra causa de caridad; Simón el Celota, encogido ya y débil, apenas capaz de sostener un báculo y mucho menos una espada. Los demás se habían dispersado, les habíamos perdido en tierras extrañas, y quizá ya hubieran muerto lejos de su hogar. Se rumoreaba que Tomás y Felipe estaban en la India, y Andrés, en Grecia. Pero no era seguro.

—Según mis instrucciones, debemos irnos todos —respondí.

—¿O qué pasará?

—Moriréis. —Desde luego, ésa había sido mi visión.

—Entonces, debo morir. —Un anciano de piernas arqueadas y temblorosas se puso de pie—. No puedo hacer este viaje.

—Tu martirio demostrará tu amor por el Señor —dijo Simeón colocándose a mi lado—. Y quizá sirva para atraer a nuevos creyentes.

—El mío, también. —Se levantó una anciana que, a todas luces, no era capaz de emprender el viaje.

Poco a poco, los más viejos y débiles se fueron levantando para unir sus voces a los que estaban dispuestos a sacrificar la vida.

—No impediremos el viaje de los demás ni causaremos demoras peligrosas —dijo una mujer tan vieja que su piel no era más que arrugas—. Sería un pecado muy grave. —Calló para toser, doblándose casi por la mitad—. Iremos al martirio, y yo lo haré contenta.

Me tocaba conducir al grupo a través del desierto, como hiciera Moisés. Era una misión abrumadora, aunque mi grupo era mucho más pequeño y más obediente que el suyo. Aceptar que Dios guiaría nuestros pasos y nos protegería en aquel viaje demostraba nuestra fe inquebrantable en Él.

Jerusalén era un hervidero. Las calles estaban abarrotadas de gente asustada, furiosa y atropellada y, de repente, aumentó la presencia de soldados romanos. Parecían estar por todas partes; montaban guardia en las esquinas y los portales; vigilaban a todos y cada uno de los que iban a los mercados o atravesaban las puertas del Templo. Se rumoreaba que a Nerón le había indignado la ofensa del sacerdocio y había ordenado represalias. Grandes números de celotas acudían a Jerusalén. Galo, el gobernador romano de la provincia de Siria, venía de Antioquía con la Duodécima Legión, marchando contra nosotros. ¡La Duodécima, cuya insignia había aparecido en mi visión!

El día en que fuimos al Templo para rendir nuestros últimos honores, para examinar con afecto y atención hasta la última piedra, las espléndidas puertas y los imponentes altares de sacrificios, no fueron los celotas sino los sacerdotes los que se burlaron de nosotros.

—¡Aquí estáis, traidores hipócritas! —Sonó una gran voz mientras Simeón y yo conducíamos al grupo a través de las cortes, hacia el pórtico de Salomón. Alcé la vista y vi a una figura envuelta en sedas bordadas; lucía un gran tocado que enmarcaba su cabeza a contraluz. Estaba justo del otro lado del muro que dividía la corte de los Israelitas de la corte de los Sacerdotes—. ¡Vosotros! ¡Qué fingís respetar todavía la Ley de vuestros ancestros mientras la pisoteáis sin miramientos! ¡Vuestro líder, Pedro, acaba de encontrar el final que se merecía en Roma! Ojalá que todos vosotros corrierais la misma suerte, la suerte de Santiago de Jerusalén. ¡Y de aquel Santiago que le precedió! ¡Muerte a los blasfemos!

El odio violento de aquel hombre nos impactó.

—Tenemos tanto derecho a estar aquí como tú —respondió Simeón.

Con un ademán, el hombre llamó a los guardias del Templo, y los soldados uniformados abandonaron sus puestos en la muralla para converger hacia nosotros.

—Vámonos de aquí —dijo Simeón—. Dios juzgará a estos hombres.

Así fue como nuestra emotiva y respetuosa despedida del antiguo lugar sagrado se convirtió en una huida apresurada.

Empezamos los preparativos para el viaje, recogimos nuestras posesiones, vendimos todo lo que era demasiado voluminoso para transportar y embalamos el resto. Antes de marchar, quisimos recorrer por última vez los lugares donde Jesús había caminado. Entramos en Jerusalén por la misma puerta que había atravesado él a lomos del burro; nos dirigimos al palacio del procurador y contemplamos a través de la verja el patio del sumo sacerdote; paseamos por el jardín de Getsemaní. No visitamos la tumba; preferimos recorrer los lugares donde se nos apareciera después de su muerte. En mi caso, el jardín que rodeaba la tumba. En el caso de los demás, la sala principal de la casa cedida por José de Arimatea. Finalmente, visitamos el lugar de descanso de la santa María, su tumba de la gruta.

Es muy duro abandonar las cosas que dan forma a tus recuerdos, que constituyen tu manera de ser. En Jerusalén nacimos como grupo que había visto a Jesús después de la tumba; ésa era la ciudad que él tanto quería. Ahora teníamos que irnos. Nuestro apego a ese lugar concreto apenaría a Jesús, que nos había pedido que no nos aferráramos a su persona y, mucho menos, a un sitio terrenal.

Partimos de Jerusalén, un grupo de algunos centenares de personas, en un día soleado que mostraba la imagen más seductora de la ciudad. El Templo resplandecía más que nunca; sus adornos de oro fulguraban más que nunca a la luz del sol; sus grandes puertas de bronce —abiertas para permitir la entrada de los fieles— lucían sus grabados más que nunca. Jerusalén nos llamaba con voz poderosa.

Pero estábamos preparados para el viaje. Cruzamos la muralla y dejamos atrás los contingentes de soldados ceñudos que acampaban junto a las puertas. Los romanos nos miraban airados al pasar.

«Debéis cruzar el Jordán y buscar un refugio seguro». ¿Pero dónde estaba este refugio?

Enfilamos el camino del río, el camino que conducía a Jericó, asolado por ladrones y bandidos, el camino que Jesús había mencionado en su parábola del buen samaritano. Después seguimos las márgenes del Jordán, procurando mantenernos lejos de las frondas de zarzas espinosas y las peligrosas hondonadas.

Pasamos por el lugar donde bautizara Juan y donde yo había buscado mi salvación o, mejor dicho, pasamos cerca de aquel lugar. Vi las márgenes abruptas y yermas del río, recordé la desolación de mi anterior estancia y supe que no era allí donde nos conducía Jesús.

Seguimos nuestro camino hacia el norte, siempre hacia el norte. Allí abajo, el Jordán dibujaba sus meandros; del otro lado se extendía la escuálida llanura que pronto cedía su lugar a las colinas. Jesús dijo que debíamos cruzar el Jordán. Quería que nos dirigiéramos al otro lado.

Aquí había ciudades paganas, la liga de Decápolis —las Diez Ciudades— que eran griegas en su totalidad y conformaban una franja de ciudadanía propia. Por lo demás, el terreno aparecía totalmente desierto.

Continuamos viaje. Todavía no llegaba el mensaje que nos indicaría dónde detenernos. Me seguía una columna desordenada de creyentes, los que tenían condiciones físicas para hacer el viaje, que, mientras caminaban, esperaban una revelación divina en medio del polvo que se levantaba a grandes nubes a su alrededor.

Aún no nos habíamos acercado al mar de Galilea —donde ansiaba llegar para escudriñar en la orilla opuesta las siluetas de Tiberíades y de Magdala— cuando me embargó la urgente necesidad de detenerme.

—¡Deteneos! ¡Un descanso! —Se dio la orden y el grupo paró.

Todavía nos separaban varias leguas del extremo meridional del lago, y el Jordán serpenteaba entre las espesuras a nuestra derecha. Un sendero, no obstante, descendía hacia el río, convirtiéndose en camino ancho del otro lado.

Me senté con la cabeza baja; esperaban algún tipo de indicación.

Y allí, a la luz radiante del mediodía, en la hora menos misteriosa de la jornada, recibí instrucciones.

«Cruza el río. Vadéalo. Y sigue el camino de la margen opuesta».

«¿Esto es todo?», pregunté. «¿No vas a revelarnos nuestro destino?».

No hubo respuesta.

Cruzamos el río, cuyas aguas corrían bajas en esa época del año. Conseguimos vadearlo levantando las túnicas a la altura de los hombros. No pude evitar pensar en Josué cuando cruzó el Jordán y se adentró en estas tierras por primera vez; había recogido piedras del lecho y las había amontonado para erigir un monumento conmemorativo. Me parecía apropiado que nosotros también hiciéramos un gesto igual, pero ¿cuál? Vadeamos el Jordán sin dejar ningún recuerdo de nuestro paso.

Emprendimos el camino que conducía tierra adentro y, al remontar la cima de la primera colina, vimos delante una ciudad hermosa.

«Aquí. Es aquí donde tenéis que esperar». Las palabras resonaron en mis oídos, claras y persistentes.

Pero… ya desde mi puesto podía ver que se trataba de una ciudad pagana. En las afueras había edificios de columnatas simétricas, características de los templos helénicos.

—¿Cómo vamos a vivir aquí? —exclamé en voz alta—. ¡Este lugar es pagano! ¿Por qué nos has traído aquí?

«Es seguro. No será aplastado por Roma. Sobreviviréis para seguir con vuestra misión».

Seguimos el camino que ascendía a través de las colinas en dirección a la ciudad, la ciudad llamada Pela, y anuncié a los que me seguían:

—Éste es el lugar donde Dios nos ha conducido. Aquí desea que busquemos refugio.

Nuestros primeros meses en Pela fueron difíciles. Teníamos que buscar alojamiento y trabajo, aprender a vivir entre extranjeros. No era la primera vez que tratábamos con gentes de otros pueblos, pero allí los extranjeros éramos nosotros. En esa ciudad no muy grande, construida de acuerdo a los cánones de planificación helenos, el idioma que se hablaba era el griego, y la moneda, el dracma; la actividad laboral no contemplaba un día de descanso. Había una pequeña sinagoga mientras que, aparentemente en cada esquina, se alzaban templos a la multitud de dioses helenos, como Zeus y Apolo, aunque también a deidades más lejanas, como Isis y Serapis. De los puestos de comida emanaban olores a cerdo asado, efluvios inconfundibles, que nada tenían que ver con el olor a cabra o a cordero. Jóvenes medio desnudos marcaban sus pasos contoneados por las calles, mordisqueando pedazos de cerdo asado que llevaban en las manos grasientas. Solían ir camino de un gimnasio, donde se despojarían de todas sus vestimentas y desfilarían desnudos por la arena.

Aunque Simeón era nuestro líder nominal, la verdadera líder era yo, porque nos sentíamos perdidos en aquel lugar extraño y sólo yo recibía instrucciones acerca de cómo debíamos vivir. Los demás dependían de mí, y hacía cuanto podía para no defraudarles, rezando siempre por mantenerme en el buen camino.

Por cortesía más que por convicción, visitamos la sinagoga aunque, en cuanto les dijimos quiénes éramos, nos pidieron que nos fuéramos, como ya sabía que harían. Habían oído hablar de nosotros, de la extraña secta que creía que el Mesías ya había venido, si bien no les interesaba saber más. Unos pocos nos siguieron para hacernos algunas preguntas, pero sólo un puñado de ellos acabó uniéndose a nosotros.

Los meses pasaron y las primeras lluvias de otoño nos encontraron ya establecidos en nuestro nuevo hogar. Poco a poco, la ciudad y sus alrededores empezaron a ejercer su encanto sobre mí. Demasiado. Me sentía atraída por los templos y la belleza de las estatuas. De una manera peligrosa, ya no me parecían extraños sino seductores. Y se me hacía cada vez más difícil pasar por delante sin detenerme a admirarlos. Pronto me vi obligada a prohibirme mirar siquiera en su interior, blanco y luminoso, tan diferente a nuestro tenebroso Sanctasanctórum, oculto tras pesados cortinajes.

Nos manteníamos unidos en la ciudad extraña reuniéndonos cada noche en una casa distinta. ¿Sería aquél nuestro hogar definitivo o sólo un breve alto en el camino?

—Según demuestra la historia de nuestro pueblo —dijo Simeón—, las visitas breves tienen la costumbre de convertirse en estancias prolongadas. Jacob fue a Egipto para comprar cereales, y sus descendientes no marcharon hasta pasados cuatrocientos años. ¿Es éste el destino de nuestros hijos? ¿Vivir con unos griegos que comen cerdo? —Fueron las palabras que pronunció en una de las reuniones de nuestra comunidad, después del servicio religioso.

El desenlace estaba en manos de Dios, y Dios puede ser muy imprevisible.

—Yo opino que debemos esperar —dije—. ¿Os acordáis cómo tuvieron que esperar los israelitas en el desierto hasta que la nube y la columna de fuego se apartaran del Tabernáculo? A veces, durante años. Nosotros tenemos que enfrentarnos a la misma prueba.

Porque se trataba de una prueba, de eso no me cabía duda. ¿Esperaríamos las instrucciones de Dios o tomaríamos las riendas de nuestras vidas, reincorporándonos a la sinagoga, o dejándonos seducir por las costumbres paganas de los griegos que nos rodeaban? De hecho, era una dura prueba. Sólo yo sabía lo que significaban para mí los templos, las estatuas y los hermosos ídolos que asomaban por doquier.

Algunos trabajábamos en la compilación de las palabras de Jesús, para poder transmitirlas a aquellos que tuvieran interés en conocerlas. Otros querían redactar la lista más completa posible, para que los nuevos creyentes pudieran revivir nuestra experiencia de oírle hablar. Había muchas colecciones de frases en circulación, pasaban de Iglesia a Iglesia, pero ninguna era completa o siquiera muy larga.

También empezamos a organizar un curso de enseñanza para los aspirantes, a quienes llamábamos «catecúmenos», es decir, instruidos. Tenían que conocer ciertas cosas antes de ser admitidos en el seno de nuestra comunidad: la vida de Jesús, sus enseñanzas, las misiones que nos había encomendado, su muerte y su gloriosa vida después de la muerte. Ideamos una fórmula bautismal para recitar en el momento en que la persona emergía de las aguas: «Porque vosotros, que habéis sido bautizados en Cristo, estáis investidos de él. No hay judíos ni griegos, no hay esclavos ni ciudadanos libres, no hay varones ni mujeres. Todos somos uno en Jesucristo». A continuación, llevábamos al nuevo miembro a nuestra sala, donde él o ella participaba de la cena conmemorativa y recibía el estatus de miembro de pleno derecho, con gran regocijo de todos. Uno de nosotros se ofrecía a apadrinarle y a hacerle de guía durante los primeros meses, y esa persona era como un pariente consanguíneo para el nuevo hermano.

Había los que todavía sostenían que aquél era un procedimiento demasiado legalista, y que el único requisito debería ser la convicción íntima del aspirante y su aclamación pública de que «¡Jesús es el Señor!». Poco a poco, sin embargo, nuestras limitadas formalidades acabaron imponiéndose.

Lo que más nos asombró durante aquella época fue la capacidad de Jesús de atraer a la gente, a pesar de los torpes métodos de sus imperfectos seguidores, a pesar del paso del tiempo y, lo que era más importante, a pesar de la ausencia física del propio Jesús.

Recibimos noticias acerca de los romanos y Jerusalén. Los rebeldes habían obtenido éxitos grandes e inesperados en la ciudad, hasta el punto de llegar a afirmar que Dios les protegía, como en épocas pasadas. Consiguieron hacerse con la mayor parte de Jerusalén y, cuando Galo, el gobernador de Siria, recibió órdenes de Nerón de marchar al sur y apoderarse de la ciudad, los rebeldes repelieron el ataque y mataron hasta al último de los cuatrocientos hombres que formaban su retaguardia. El primer asalto terminó con la victoria de los celotas, una victoria que parecía de inspiración divina. Formaron su propio gobierno y dividieron la ciudad en nuevos distritos administrativos, libres, al fin, del odiado amo extranjero.

Aquélla, sin embargo, no era la victoria de Moisés sobre el faraón, sino la primera batalla de una guerra. Los romanos eran los amos del mundo y, a la larga, una escaramuza más o menos no significaba nada.

Nerón ordenó a Vespasiano, uno de sus mejores generales, que aplastase la rebelión de los celotas. Vespasiano era un militar precavido y había aprendido a rechazar emboscadas en Britania. Estaba al mando de las legiones Quinta y Décima. Ordenó a su hijo, el comandante Tito, que subiera con la Decimoquinta legión de Egipto, y convocó las tropas de los reinos aliados de la región. Pronto un ejército de sesenta mil hombres, incluida la caballería y los auxiliares, marchó contra los rebeldes.

Hacía mucho tiempo, en la época de Gedeón, Dios había dicho que las grandes adversidades no hacían sino brindarle la oportunidad de demostrar su poder. Sin embargo, cuando empezó el avance del ejército romano, el ejército más poderoso que el mundo había conocido, Dios guardó un extraño silencio.

Vespasiano descendía desde Siria y, para alcanzar Jerusalén, tenía que atravesar los territorios septentrionales de Galilea. Batallas cruentas se libraron en Jotapata, Tiberíades y Magdala, donde se había refugiado una banda de rebeldes feroces.