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Cuando llegué a Jerusalén la encontré repleta de iracundos agitadores políticos y ciudadanos asustados; los fieles se hallaban en medio de la conmoción.

El emperador Claudio había dado la repentina orden de expulsión de todos los judíos de Roma, a causa de las luchas y las peleas en el seno de la comunidad. El emperador no comprendía la situación; las luchas se libraban entre los judíos cristianos, que creían en Jesús, y los judíos tradicionalistas, que no creían en él. Aquélla fue la primera vez en que un emperador romano se fijara en nosotros. ¡Ojalá hubiese sido la última!

Más o menos por la misma época padecimos una gran hambruna en Judea y tuvimos que depender de las Iglesias de Siria para nuestro abastecimiento. Otra primicia: la Iglesia madre dependía de la caridad de sus hijas para su supervivencia.

Ahora hablaré de la sucesión de acontecimientos en que nos vimos inmersos antes de partir de Jerusalén. Ya he mencionado al rey Agripa, que fue rey de Judea durante tres breves años.

Le sucedió su hijo, Agripa II, hombre de carácter débil y una desgracia para nuestro pueblo, ya que sus lealtades estaban puestas en Roma. Aunque intentó impedir el enfrentamiento final y la guerra, sólo lo hizo para ganarse el favor de sus amos romanos. En todo caso, ninguno de los dos bandos quiso escucharle, y estalló la guerra.

Agripa II era buen amigo del emperador Nerón; incluso rebautizó la ciudad de Cesárea, llamándola Neronia para halagarle. Es más, compartía los vicios de su ídolo, ya que mantuvo una relación incestuosa con su hermana Berenice. A diferencia de sus súbditos, salió indemne de la guerra y se retiró en Roma con un título honorífico.

Fue durante su reinado cuando ejecutaron a Santiago, el hermano de Jesús. Hacía años que las actividades de Santiago irritaban al Sanedrín, porque se obstinaba en cumplir la Ley con meticulosidad y en rezar ostentosamente en el Templo.

En cuanto surgió una oportunidad, pues, le arrestaron y le llevaron a juicio. La sentencia no sorprendió a nadie: le condenaron a la muerte por lapidación, como culpable de blasfemia. Así murió Santiago, unos treinta años después que su hermano, por manos del mismo consejo religioso.

Ninguno de nosotros estuvo presente en la ejecución. No sólo no queríamos verla sino que, para entonces, tampoco queríamos ser vistos en las inmediaciones del Templo, para no recordar al Sanedrín nuestra existencia. Desde lo alto del muro del Templo le arrojaron al precipicio, donde encontró la muerte en el fondo del barranco del Cidro. Lloramos por él. A pesar de nuestras diferencias, había sido uno de nuestros líderes y el hermano querido de Jesús.

Temblando, Juan y yo llevamos la noticia a María, su madre. Débil ya a sus más de ochenta años, pasaba casi todos los días en la estancia soleada de la planta superior de la casa de Juan, contemplando las lejanas colinas de Jerusalén desde la ventana. Aún, a veces, iba al mercado; otras, recorría las calles del vecindario apoyada en nuestros brazos. Estaba claro que sus fuerzas la abandonaban. Ahora teníamos que cumplir la tarea más terrible de todas, la de anunciar a una madre la muerte de su hijo.

Estaba sentada de espaldas a la puerta, envuelta en un chal de color azul, su color favorito. Su cabello, blanco ya aunque abundante, brillaba a la luz del mediodía como un tocado de perlas.

Me arrodillé a su lado.

—Queridísima madre —empecé a decirle, pero mi garganta se cerró y no pude continuar. Queridísima madre… Así el brazo de aquella mujer que, durante más de treinta años, había sido realmente mi madre. Cuando Jesús dijo a Juan: «Ésta es tu madre», creo que se refería también a mí. María, más madre que mi propia madre desde la primera vez que la vi, cuando era una niña.

»Ay, madre —dije y me eché a llorar.

—Ya sé —contestó ella—. Ya sé. —Y se inclinó, me abrazó y me consoló; siempre fue una madre para aquellos que la rodeaban.

La muerte de Santiago precipitó la muerte de María. El dolor la abatió, aunque no dejó de estar pendiente de todos nosotros. Mandó llamar a sus otros hijos, que no sabía dónde estaban. Joses, Judá y Simón vinieron a verla, hombres viejos ya. No pudimos localizar a Rut ni a Lía. Puede que ya hubieran fallecido. ¿Qué habían hecho después de que Jesús muriera condenado como un vulgar criminal? ¿Habían revelado alguna vez su verdadera relación con él? ¿Habían intentado reunirse con su madre? Tantas cosas que ya nunca sabríamos, tantos dolores con los que María tenía que convivir.

También tenía, sin embargo, un hijo adoptivo, el fiel discípulo Juan, que Jesús le entregó cuando estaba clavado en la cruz. María estaba más cerca de él que de cualquiera de sus hijos aún con vida. Y yo volvía a hacerme la vieja pregunta: ¿cuál es la verdadera familia? Porque allí había hijos, hermanas y hermanos unidos a través de Jesús con lazos más poderosos que los que ofrece la naturaleza.

Durante los últimos días de su vida María se dedicó por igual a los desconocidos que eran seguidores de Jesús. Conversaba con muchos de los que hacían la peregrinación hasta la casa de Juan, en la parte alta de la ciudad, sólo para verla. La reverencia creciente que inspiraba su persona no hacía sino exasperarla. Muchos creyentes caían a sus pies, pero no se atrevían a tocarle la mano, ni siquiera cuando ella se la tendía.

—Oh, madre bendita —farfullaban sin apenas mirarla.

—Ven —respondía ella—. Toma mi mano. Será un consuelo para mí. Hace mucho tiempo que no la toca él. Le echo de menos. Ansío volver a verle. Sé que tú también lo deseas. —Tendía la mano y tocaba la cabeza del creyente arrodillado—. Estaremos juntos, y él nos dará la bienvenida a los dos.

Cuando ellos protestaban, y reverenciaban su edad y honorabilidad, ella respondía:

—Recuerdo que él decía: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». Tú y yo compareceremos juntos ante él.

Murió un año después que Santiago, y el suyo fue un lento declinar. Primero, abandonó sus caminatas por el barrio; después, dejó de salir de su cuarto; luego ya no caminaba siquiera dentro de su alcoba y, por último, no se levantaba de la cama. Fue como el proceso de un niño, pero al revés. Su mundo se fue reduciendo, hasta que sólo quedaron sus gestos, las manos delicadas que nos daban su última bendición.

Cuando posó las manos en mi cabeza, sentí que sus fuerzas la abandonaban y recé porque lo poco que quedaba sobreviviera en mí. Quería ser su hija, la continuación de su vida.

El Espíritu Santo nos indicó dónde debíamos enterrarla: en una cueva al pie del monte de los Olivos. En solemne procesión, llevamos su litera por la empinada pendiente de la colina de Jerusalén y a media altura de la ladera del monte.

Miré hacia lo alto, a los oscuros cipreses que se mecían con el viento. El Espíritu tenía razón en conducirnos hasta allí; aquel lugar poseía una solemnidad natural. Tal como nos había revelado, una gruta se abría más allá de los árboles. Los porteadores depositaron la litera delante de la entrada, y nos reunimos en torno a ella.

Por encima de la mortaja, habíamos tendido un paño mortuorio de color azul, tan intenso como el azul del cielo matutino. Yo estaba cerca del féretro. Pronto fueron tantos los que venían siguiéndonos desde la ciudad, que atestaron el olivar cercano a la gruta.

Simeón, el sobrino de María, se apostó a los pies del féretro y condujo la ceremonia. Simeón era hijo de Clofas, el hermano de José, y ya había cumplido los cincuenta. He oído decir que lo «eligieron» cabeza de la Iglesia en sustitución de Santiago, pero no es cierto. Se eligió a sí mismo, y nosotros consentimos en ello. Parecía ser un buen hombre, y algunos de nosotros aún nos aferrábamos a la idea de que los parientes consanguíneos de Jesús compartían algo de su magia.

—Preciosa a los ojos de Dios es la muerte de Sus santos —entonó las palabras de un salmo—. María era una santa preciosísima para el Señor. —Simeón se inclinó y besó el paño mortuorio.

Entonces los porteadores levantaron la litera y la llevaron al interior de la gruta, mientras el resto de nosotros aguardábamos a la luz deslumbrante de la mañana, con los ojos anegados en lágrimas.