64

El testamento de María Magdalena, en su continuación

Regresé a Magdala y estuve muchos días con los creyentes de la ciudad, dispuesta a responder a sus preguntas y a contarles todo lo que creía que debían saber. Parecía, sin embargo, que su fe ya descansaba sobre firmes cimientos, y eso me tranquilizaba. Les dije que, aparte de mí, había otras personas dedicadas a la compilación de las obras y las palabras de Jesús, para que su memoria no se perdiera en las brumas del olvido humano.

—Eres famosa aquí, en Galilea —dijo uno de los ancianos—. Tuviste algo que ya nadie volverá a tener jamás: la oportunidad de caminar al lado de Jesús mientras vivía.

¡Y pensar que, en su momento, todo el mundo tuvo esa misma oportunidad!

—¿Te quedarás un tiempo con nosotros? —preguntaban—. Para guiarnos y enseñarnos.

Creía tener la obligación de volver a Jerusalén, donde estaba la Iglesia madre, pero había prometido respetar la dirección del Espíritu Santo, y algo me impelía a pasar más tiempo con la gente de Galilea.

—Sí, me quedaré —les aseguré.

Permití que me buscaran un pequeño alojamiento, una habitación improvisada en el terrado de una casa, cuyas paredes consistían en mantas colgadas de un armazón de madera. Desde el terrado podía divisar el lago y las colinas, y me gustaba sentarme allí sola por las noches, cuando las brisas fragantes descendían de los montes.

Cada noche, antes de retirarme a la alcoba improvisada, dirigía la mirada hacia la ciudad de Tiberíades y mandaba mi amor y mis bendiciones a la casa donde sabía que vivía mi hija. En cierta ocasión, envié una carta con una canasta llena de frutas selectas como regalo, pero el muchacho tuvo que dejarla delante de la puerta porque, de nuevo, nadie abrió… o nadie estaba en casa.

¿Por qué no volví en persona, estando tan cerca? Me he hecho esta pregunta un millón de veces. Creo que las palabras crueles de Eli me habían asustado, y temía que pudieran ser verdad. En ese sentido, fui una cobarde. Ensayaba una y otra vez las palabras delicadas que emplearía cuando me encontrara cara a cara con mi hija perdida, y nunca me parecían lo bastante delicadas, cariñosas y persuasivas. De modo que no las dije nunca, cosa que fue muchísimo peor.

Al mismo tiempo que luchaba contra el desaliento nacido de la pérdida de mi familia, recibía la adoración del pequeño grupo cristiano de Magdala. (Emplearé el término «cristiano» porque su uso se está generalizando ahora). Nos encontrábamos en distintas casas, donde nos reuníamos por las noches. Como muchos otros creyentes, los de Magdala habían empezado a reunirse el día en que se descubrió la tumba vacía, no en el Shabbat. Eran, pues, días laborales normales, y los encuentros no podían tener lugar antes de la noche.

Aunque cansados por el trabajo, todos aparecían llenos de fuerza y energía, ansiosos de verse y hablar de Jesús. Los hombres llevaban vino y las mujeres, pescado, pan, uvas, olivas, higos y miel. El ágape compartido formaba parte de su ceremonial. Cenando juntos revivían la última cena de Jesús con sus discípulos y recordaban su pronunciamiento sobre el cuerpo y la sangre. Como nos había sucedido a nosotros aquella primera noche sin Jesús, cuando de pronto le vimos entre nosotros, lo mismo les ocurrió aquella noche a los seguidores de Magdala.

Después de la cena entonamos salmos y leímos las Escrituras, así como fragmentos de cartas escritas por cristianos que viajaban y deseaban informar sobre las congregaciones que habían visitado en otros lugares. Las cartas que escribía Pablo eran famosas, en ese sentido, aunque había muchos más. Una Iglesia en concreto tenía un corresponsal llamado Justo, a quien preocupaba el protocolo de los servicios religiosos. No quería que se pareciera demasiado al ritual de las sinagogas.

—Ni que pudiera parecerse —dijo una mujer que estaba sentada a mi lado—. ¡En la sinagoga, bastaría con pronunciar el nombre de Jesús para que nos expulsasen! —Se rió de buena gana, y yo no pude reprimir una sonrisa cuando me imaginé a Eli haciendo los honores.

Un hombre se sintió impregnado del Espíritu Santo y se levantó para hacer una profecía. Quería hablar de la presencia de Jesús en las cosas cotidianas. Tras una oración final, el grupo abordó los problemas y las necesidades de la comunidad. También se preguntaban cómo variaban las costumbres de una Iglesia a otra. Aparte de las cartas que recibían, eran ignorantes de las actividades de las otras comunidades.

—No tenemos manera de conocerlas —dijo un hombre—. A veces, vienen visitantes, como tú, y nos informan. Pero, siendo un grupo prácticamente clandestino, no conocemos a nuestros correligionarios ni podemos comunicarnos con ellos.

—Parece que tenéis líderes informales —respondí—. Quizá sería mejor elegir líderes permanentes, delegados o servidores que puedan ponerse en contacto con otras Iglesias en representación de la vuestra. Sé que en la Iglesia de Jerusalén, que debe considerarse la Iglesia madre, tenemos prelados, miembros de consejos o misioneros elegidos que van a las nuevas congregaciones para instruirlas. Recuerdo que Pedro y Juan tuvieron que ir a Samaria para hablar a los conversos locales.

—¡No queremos prelados! —contestó un joven—. Se supone que somos todos iguales. En el momento en que declaras a alguien prelado, se inaugura una jerarquía. ¿Cómo establecer el orden apropiado? ¿Son los maestros inferiores a los que se encargan de la caridad? ¿Y los que profetizan? Dínoslo tú: ¿No eran, acaso, todos los discípulos de Jesús iguales entre sí? —Siguió hablando sin dejarme responder—. Se habla mucho de una misión especial que Jesús encomendó a Pedro. ¿Es eso cierto? Tú estabas allí. ¿Es verdad lo que cuentan?

—No lo creo —repuse, tratando de recordar qué había dicho Jesús de Pedro delante de todos nosotros. Tenía que ser delante de todos, si aquellas palabras le otorgaban cierta primacía. Recordé que Jesús había vaticinado el final de la vida de Pedro, diciéndole que le conducirían adonde él no quería ir. Recordé que dijo a Pedro: «Alimenta a mis ovejas». Pero eso no era un cargo específico, no le adjudicaba ninguna autoridad.

—La gente de Pedro afirma que sí —insistió el joven—. Hay muchos por aquí, estamos cerca de Cafarnaún, donde vive su familia. Alegan que Jesús nombró a Pedro su… representante o algo por el estilo. Que le dotó de sus mismos poderes.

No pude reprimir la risa.

—Es cierto, Pedro ha podido curar a enfermos. Y es un orador imponente. Pero Jesús nos dio a todos el poder de sanar cuando nos envió a nuestra misión.

—La gente dice que Pedro puede perdonar los pecados —se obstinó el joven.

—Jamás le he oído afirmar nada parecido. Y he pasado mucho tiempo con él. No creo que Jesús haya designado sucesor. Él sabía que éramos todos indignos… o todos igualmente dignos.

—La gente de Pedro afirma que nadie puede ser verdadero cristiano ni recibir el Espíritu Santo si Pedro o uno de sus delegados no visita la Iglesia en cuestión y posa las manos en los creyentes.

—Esto, sencillamente, es mentira —repuse—. Lo que sí es cierto es que, a veces, los discípulos originales tenemos que acudir a rectificar falsas enseñanzas. Hay muchos maestros que predican acerca de Jesús, y algunos no han sido bien informados. Sus conocimientos son incompletos. Hay discípulos, por ejemplo, que se llaman cristianos y que sólo han sido bautizados según el rito de Juan el Bautista, cuando nuestro bautismo es de iniciación, no de arrepentimiento.

Mientras hablaba me di cuenta de que cierta regulación de nuestras prácticas podría ser finalmente necesaria. No obstante, ¿cómo llevarla a cabo? Ya había grupos cristianos en Alejandría, en Damasco y hasta en Roma. ¿Cómo conseguiríamos los de Jerusalén imponer las mismas normas, las mismas formulaciones, a todo el mundo?

—¿Qué hacéis en la Iglesia de Jerusalén? —preguntó una mujer.

—Pues, nosotros… —Era una pregunta muy importante—. Nosotros… —Empecé de nuevo—: Rezamos en el Templo, celebramos reuniones en las que revivimos la última cena con Jesús, atendemos a los necesitados y enviamos misioneros a las Iglesias filiales.

—¿No enviáis misioneros a los territorios hostiles?

—Esos misioneros existen, aunque no les enviamos nosotros sino el Espíritu Santo. —Pensaba en Pablo, y en sus actividades peligrosas en las tierras más allá de Éfeso. En los anónimos judíos griegos de Creta y de Chipre que hacían proselitismo en Antioquía. ¿Y quién fue primero a Alejandría? ¿Y a España?

—La gente, sin embargo, sigue consultándoos a vosotros, como si tuviera que pedir vuestro permiso —dijo un hombre de avanzada edad.

—Sí, supongo que sí. Aunque sólo porque es en Jerusalén donde se encuentra la mayoría de los discípulos originales, como también la madre de Jesús y sus hermanos. —Meneé la cabeza. Todo aquello resultaba muy confuso y contradictorio. ¿Por qué no nos había preparado Jesús para eso? ¿Por qué no nos había dicho qué debíamos hacer?

—No es práctico tener que consultar con Jerusalén —dijo la mujer.

—Tampoco es práctico pensar que todos, por obra de algún milagro, llegaremos a las mismas conclusiones —apostilló el joven.

—Ya hemos visto algunos milagros —le recordé—. Tenemos que confiar en la dirección del Espíritu Santo.

—Será un caos —intervino otra mujer—. Ya hemos oído que el grupo de Betsaida admite paganos. Intentan convencerles de seguir el proceso entero de la conversión. ¡Circuncisión incluida! No es fácil para un hombre adulto. Y no me importa si Abraham se la hizo a los noventa y nueve años.

—¡Nada de eso importa! —La voz fuerte de una mujer se impuso sobre los murmullos—. Háblanos de Jesús. Dinos cómo fue estar con él. ¡Explícanoslo!

Me resultaba casi imposible describirle. (Mediana estatura… cabello oscuro, ojos negros, mirada profunda, boca firme; voz agradable, aterciopelada, pero también capaz de elevarse para hablar a centenares de personas… Fue un hombre fuerte, capaz de caminar largas distancias… Pero ¿qué sentido tenía todo aquello? Podía ser la descripción de mil hombres distintos). Sus características especiales, a la hora de describirlas, sonaban tontas. (Te miraba siempre a los ojos, dando la sensación de que te conocía…). ¿Qué había dicho aquella mujer en Samaria? «¡Ven a ver a un hombre que conocía toda mi vida!».

—Nunca nos ponía a prueba, conocía nuestras posibilidades mucho antes de conocerlas nosotros. En él se reunían el futuro y el presente.

»Parecía antiguo, poseía conocimientos que estaban fuera de nuestro alcance y, al mismo tiempo, pertenecían por completo a nuestro tiempo y lugar.

Era inútil. Aquellas descripciones no acertaban a dar cuenta de él. La última, sin embargo, la de pertenecer a nuestro tiempo y lugar, significaba que ahora los acontecimientos se precipitaban hacia delante, dejando atrás el tiempo en que vivió él.

Desde que las autoridades religiosas habían puesto a la congregación de Jerusalén en el punto de mira, asesinando a Santiago el Mayor y arrestando a Pedro, la situación se había tornado muy peligrosa, no sólo para los cristianos sino también para los judíos moderados. Estaba en auge un movimiento de extremistas judíos que preparaban la lucha contra Roma, una lucha a muerte. Recordaban la intervención divina en los tiempos de los macabeos y del faraón, y estaban dispuestos a confiar sus vidas a la misericordia de Dios. Los moderados argüían que era una estupidez, que Roma no era Antíoco ni el faraón y que era una temeridad insensata —no, la perdición segura— desafiar a Roma. El mundo judío estaba dividido, los extremistas provocaban a los romanos en cada esquina, con la esperanza de suscitar una respuesta e iniciar una guerra, una guerra que sólo ellos deseaban pero que nos engulliría a todos.

Aquella situación sometía a los cristianos a una dura prueba: ¿éramos todavía judíos? Si los celotas luchaban contra Roma, ¿debíamos los cristianos seguir su ejemplo? ¿O aquella guerra no era de nuestra incumbencia?

¿Por qué Jesús no nos dijo nada acerca de nuestra posición en todos esos problemas?

Incliné la cabeza y cerré los ojos, tratando de evadirme de las voces.

Porque —fue la respuesta que recibí— él confiaba en nosotros. Y porque… con el paso del tiempo habrá muchas más preguntas, y él no podía instruirnos en todos los temas.

Jesús quería que nuestro grupo siguiera adelante, más allá de los problemas de Jerusalén, el Templo y los romanos. Hacia un futuro que ni siquiera podemos imaginar, habitado por pueblos cuyos nombres nunca conoceremos. Esa respuesta —y la imagen que la acompañaba, una hilera de creyentes que descendía desde nosotros hasta la eternidad— fue tan conmovedora que me eché a temblar.

Regresé a Jerusalén. Confieso que seguí el camino más largo, disfrutando del viaje. Pasé por Tiberíades y volví a la casa que se negaba a aceptarme. Llamé a la puerta pero, cuando no recibí respuesta, me fui.

Pasé por las ciudades de Arbel y Naín y, al llegar a Jezrael, ya estaba cansada. Era fuerte y gozaba de buena salud, pero aquél era un viaje largo para cualquiera. Me senté un rato para descansar y después me dirigí a la sinagoga, no para rezar sino para averiguar, con discreción y cautela, si había seguidores de Jesús en la ciudad.

El viejo guarda que barría la nave me dijo:

—¡Ah, esos locos! —Meneó la cabeza—. ¿Por qué preguntas?

—Porque soy una de ellos —contesté. Me sorprendió la facilidad con que admití mi fe.

—Se reúnen en la casa de Caleb, cerca del mercado —dijo, dándome indicaciones concretas—. ¡Pero están todos locos!

Ya estaba acostumbrada a eso. Siempre nos llamaban locos. A fin de cuentas, creíamos que un carpintero ajusticiado era el Mesías. Y que Dios le había devuelto a la vida. ¿Qué locura podía ser mayor que aquello?

—Gracias —respondí.

—¡Tú pareces una mujer sensata! ¡No vayas a buscarles! —gritó mientras me alejaba, camino de la casa.

Había aprendido a llamar a casas ajenas. Lo hice sin vacilación. (¿Tendría el mismo valor si no hubiera llamado antes a tu puerta, Eliseba? Ahora puedo llamar a cualquier puerta en el mundo. Incluso ahora que soy tan vieja, estoy dispuesta a ir a cualquier parte, emprender cualquier viaje, para poder llamar al fin a esa puerta que deseo se me abra más que cualquier otra puerta en el mundo).

Un hombre me abrió y entré en la casa. Lo primero que vi fueron montones de sacos y paquetes apilados hasta el techo. Daban al atrio el aspecto de un almacén.

—¿Caleb? —pregunté.

—¿Quién eres? —El portero me miró de arriba abajo.

—Soy María de Magdala —respondí.

—¡Santo Dios! —El hombre retrocedió y cayó de rodillas.

—¡Una de los suyos! ¡Una de sus íntimos! ¡Oh, Dios mío, oh, Dios! —Se deshizo en reverencias y después tomó mi mano derecha y la cubrió de besos.

—¡Basta! —exclamé, y retiré mi mano—. Soy una persona corriente, como tú.

—¡Conocías a Jesús! —repetía él una y otra vez—. ¡A Jesús, a Jesús! —Luego alzó la vista y parpadeó—. ¿Eres de veras María de Magdala? ¡La mujer a quien sanó de los demonios! ¡Ah, sí, conocemos tu historia!

¿Cómo la conocían? ¿Qué les habían dicho, exactamente? ¿Cómo podría rectificar las falsedades después de mi muerte? Incluso ahora sería una empresa imposible. Todas las falsas historias que se contaban acerca de Jesús, de Pedro, de Santiago, de Juan, de la madre de Jesús, de mí… No, ya era humanamente imposible desmentirlas.

—Me gustaría conocer a los creyentes de la ciudad —le dije—. Viajo de vuelta a Jerusalén.

—¿A la Iglesia madre? ¿A la Iglesia madre donde se encuentra la verdad? —El hombre empezó a hacer nuevas reverencias. Le di unas palmaditas en la espalda, como lo haría con un niño, y mi gesto le hizo enderezarse, sorprendido.

—No somos detentores de la verdad —dije—. Esto es absurdo No tenemos una doctrina. Jesús dijo que, donde se reunieran dos o más cristianos, él estaría allí. No somos como los sacerdotes del Templo. ¡Nosotros no tenemos Templo, ni autoridad central, ni pronunciamientos doctrinales!

El hombre se puso de pie y me miró a los ojos.

—Oh, estás equivocada. Si el mundo pervive, las cosas serán así. Habrá una autoridad central, y todo será críptico, como la Ley de Moisés lo es para los judíos devotos. ¡Alabado sea Jesús, porque el mundo llegará a su fin antes de que ocurra nada de eso! —Abrió los brazos para señalar las pilas de paquetes y sacos.

—El fin llegará pronto —prosiguió—. Tal como lo anunció Jesús. Nosotros estamos preparados. Tenemos suministros. No pereceremos enseguida. Sobreviviremos aquí, al menos, por un tiempo. Hemos dejado nuestros trabajos, hemos repartido nuestras posesiones y hemos hecho las paces con el mundo exterior. ¡Qué deliciosa es esta libertad!

—Pero… —No sabía qué decirle. No podía dejar de mirar las provisiones amontonadas en el atrio.

Otro intento de controlar lo imprevisible. Otro intento de predecir nuestro fin. Jesús nos había prevenido expresamente contra eso. Dijo que nadie sabía cuál sería el lugar ni el momento.

—Amigo mío —dije al final—, me temo que estás equivocado. Nuestro fin puede ser repentino, tan inesperado como lo retrataba Jesús en sus parábolas, o puede tardar años en producirse pero, en todo caso, será siempre sorpresivo, como lo era en sus parábolas.

—¡Jesús dijo que el tiempo llegaba a su fin! —insistió el hombre—. Yo le oí. Estaba en el campo, en las afueras de Cafarnaún, el día en que habló y vinieron los leprosos…

Sí, aquel día. Lo recordaba muy bien, aunque había oído relatos diferentes de lo ocurrido.

—Ya sé —respondí—. También estaba allí.

—¿Cómo puedes estar tan despreocupada, entonces? —exigió saber él—. Si el fin te sorprende… —Se le veía tan consternado que me di cuenta de que mi paso por Jezrael no era casual; mi presencia era necesaria para liberar a aquella gente.

—Entonces, será una gran sorpresa —dije—. Quizá no esté en nuestras manos evitarlo. —Observé las provisiones acumuladas en el atrio: había sacos de cereales, molinillos, cestas de pescado seco que despedía su característico olor a sal ahumada—. ¿Cuándo se reúnen aquí los creyentes? ¿Esta noche? —Porque era el día después del Shabbat, el día de la Resurrección.

—Sí —confirmó el hombre—. Llegarán poco después de la puesta del sol. Somos unos veinte. ¿Te gustaría tomar un refrigerio, entretanto? ¿Quieres hacerme compañía mientras clasifico estos pistachos y los guardo en bolsas?

—Haré más que eso —respondí—. Te ayudaré a clasificarlos.

—Prefiero que me expliques todo lo que sabes y recuerdas de Jesús —dijo él.

¡Siempre la misma petición! ¿Cómo satisfacerla, yo o cualquiera de nosotros? Aunque escribiéramos todos nuestra experiencia, nunca conseguiríamos referirlo todo.

—Me parece que puedo hacer ambas cosas. —Fuimos al almacén anexo a la casa y nos agachamos juntos para dividir los pistachos en montones separados y guardarlos en bolsas de cáñamo. Entretanto, yo respondía a sus preguntas como mejor podía.

Los creyentes llegaron con el crepúsculo. Cada uno traía una lámpara de aceite, que depositaba en una hornacina de la sala principal y, al aumentar el número de fieles, aumentaba también la luz. Pronto la sala resplandecía, y la luz amarillenta de las lámparas la bañaba en su pálido oro.

Caleb me presentó con tan embarazosa deferencia que tuve que rechazarla. «Sí —dije—, es cierto, fui una de las primeras discípulas y estuve con Jesús desde el principio. Sí, es cierto, fui una de las primeras personas a las que él sanó. Sí, fui la primera en verle redivivo y, sí, todavía hablo con él… y él me habla a mí. Pero, a pesar de todo esto, soy una persona normal, como todos vosotros», les indiqué.

—Te equivocas —objetó entonces una mujer—. Tu rostro irradia una gloria de la que nosotros carecemos.

¿Era eso cierto? Debe de ser la luz dorada de las lámparas, pensé.

—El rostro de Moisés resplandecía después de hablar con Dios, y el tuyo, también —insistió la mujer.

¡Ah, qué tentador sería creer sus palabras! Pensar que, de alguna manera, me había ganado un resplandor divino, tan obvio que los demás podían verlo. Realmente, las burlas de Satanás son sutiles. Cuanto más espirituales nos hace sentir, más se hincha nuestro orgullo.

Me obligué a reír aunque, por un momento, había sucumbido a una descarga de emoción.

—También tu rostro resplandece —le aseguré. Y, en cierto modo, así era. Poco a poco, las transformaciones interiores empiezan a reflejarse en la cara.

Como me había dicho Caleb, unos veinte creyentes acudieron a su casa; parecían ser de todas las edades, la mitad, hombres, y la otra mitad, mujeres. Además de las lámparas de aceite, cada uno de ellos había traído provisiones, no sólo para la cena que compartiríamos después de la oración, sino también para contribuir a los montones acumulados en el atrio.

El servicio religioso era distinto al que se observaba en Magdala y también diferente del nuestro, de Jerusalén, aunque eso era normal. Sus textos favoritos eran aquellos que hablaban de los personajes antiguos, como Enoc y Elías, que habían ascendido al cielo, y su salmo predilecto era aquel que prometía: «Dios traspasará sus cuerpos con flechas y les dejará sin conciencia… Los justos se regocijarán y encontrarán refugio en Dios».

Más tarde, a lo largo de la cena y mientras repetían las palabras sagradas que evocaban nuestra cena con Jesús, descubrí que, aunque el orden y la elección de frases diferían, la misma sensación de presencia dominaba en la mesa. Con agradecimiento incliné la cabeza, junté mis manos con las manos del hombre y la mujer desconocidos que se sentaban junto a mí, a cada lado, y sentí que ese contacto me enlazaba con el misterio que nos había legado Jesús, maravillándome en él.

Cuando terminaron el ágape y la conmemoración empezamos a hablar, y tuve que preguntarles por qué estaban tan seguros de que el fin del mundo era inminente.

—Jesús nos dijo que nadie conoce el lugar ni las circunstancias en que se producirá este fin —les recordé—. Dijo que ni él mismo lo sabía. Sólo Dios.

—Sí, pero dejó claro que llegaría pronto —insistió Caleb—. Esto, al menos, se deduce de sus palabras. Dijo que tenemos que estar preparados, y que todo es pasajero.

Tuve que hacer un esfuerzo por recordar sus palabras exactas. Se habían desvanecido, sin embargo, y sólo quedaba la esencia de sus ideas.

—Lo que es pasajero es el antiguo orden de las cosas. El Reino ya ha sido inaugurado, vivimos en él en este momento.

—¡Eso no tiene sentido! —protestó el joven que estaba sentado a mi izquierda—. Nada ha cambiado. Cuando me convertí, esperaba cruzar la puerta y descubrir que todo era distinto.

—¿No lo es? —le pregunté.

—No. Las mismas calles de siempre, los mismos vendedores, los mismos carteles colgados sobre las mismas tiendas. —Se le veía hondamente decepcionado.

—¿Y tú no los ves con otros ojos? ¿A los vendedores en sus puestos y a los mercaderes en la calle?

—No te entiendo —dijo el joven.

—Me refiero a sus caras, a sus ojos. ¿No ves algo distinto cuando los miras? ¿No ves, quizás, a Jesús?

—No sé qué aspecto tenía Jesús —repuso él.

—Oh, yo creo que sí lo sabes. Creo que podrías reconocer sus ojos.

—No miro a la gente a los ojos. Es una falta de respeto —contestó el joven.

—Jesús siempre nos miraba a los ojos. Eso te lo puedo asegurar. —Hice una pausa. ¿Sería producente mostrarme sentimental y contar una vieja historia? Sí, podía hacerlo. A Jesús nunca le preocupaba ponerse en ridículo, y a mí tampoco debía preocuparme—. Una vez un rabino contó una historia que nunca he olvidado, y creo que Jesús consideraría que viene al caso. Ya sabéis que el Shabbat empieza, y termina, con la puesta del sol. Y que el nuevo día empieza con la salida. Preguntaron, pues, a un hombre sabio cómo se puede discernir el paso de la noche al día. ¿Es cuando ya no se ven las estrellas en el firmamento? ¿Es cuando uno puede distinguir entre un hilo negro y otro blanco? El sabio meneaba la cabeza, aunque ambas son definiciones antiguas y muy respetables. «Es cuando puedes mirar a otra persona a los ojos y ver que es tu hermano», respondió. Por eso, si pertenecéis al nuevo orden, sabéis que el mundo viejo ha terminado. —Miré las provisiones que ya invadían la parte habitada de la casa—. Estáis equivocados, amigos míos. El mundo no terminará hoy ni mañana y, aunque así fuera, estas provisiones no os servirían de nada.

—De acuerdo —dijo la mujer situada a mi derecha—. Aun así, debemos abandonar la vida normal y dedicarnos a la oración y la meditación. En ese tiempo que nos queda hemos de purificarnos y centrarnos en lo que es realmente importante. Olvidarnos de lo mundano, lo cotidiano, y dedicarnos a lo eterno.

Todos esperaban que yo les diera una respuesta sabia. La terrible responsabilidad de intentar trasmitir lo que tal vez estuviera en el pensamiento de Jesús pesaba sobre mí cuando contesté:

—Creo que… Jesús siempre veía lo eterno en las cosas cotidianas. Él no separaba las dos cosas, como hacéis vosotros. Vuestro último día en la tierra debería parecerse a todos los días de vuestras vidas, y habríais de dedicarlo a las tareas cotidianas con afecto y honestidad. No sé qué otra cosa podéis hacer. Quizá los días ordinarios sean los más sagrados de todos.

—¡Dijo que debemos buscarle! —Caleb se inclinó hacia mí.

—Nunca le oí decir eso —contesté—. Sólo decía que hacen falta muchas manos para la cosecha, y que debemos trabajar para ella.

—¿Existe alguien cuya vida cotidiana esté tan de acuerdo con Dios que cualquier día resulte aceptable como último? —gritó una mujer.

—No —tuve que admitir. Porque, si supiera que aquél sería mi último día, volvería corriendo a Tiberíades, y aporrearía la puerta, y forzaría mi entrada en la casa para abrazar a mi hija y, con mi último aliento, le diría que la quiero.