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El testamento de María Magdalena, en su continuación

¿Qué debíamos hacer ahora? ¿Cómo decidir adónde ir? ¿Sería mejor mantenernos unidos y rezar? ¿Debíamos buscar señales indicativas? ¿Cómo decidía Jesús o que tenía que hacer? No lo sabíamos. Él siempre anunciaba lo que pensaba hacer, pero nunca nos había dicho qué le había llevado a tomar la decisión. Sí sabíamos que se pasaba muchas horas rezando.

No sé por qué, se me ocurrió que quizá se esperara de cada uno de nosotros lo que resultaba más opuesto a nuestra naturaleza. ¿Pedro se sentía incómodo entre los no judíos? Entonces tenía que ir a Roma. ¿Mateo ansiaba volver a Galilea? Entonces debía quedarse aquí. ¿Juan se sentía llamado a ir a países extranjeros, como Pablo? Pues, su compromiso con la madre de Jesús le significaba un impedimento. María, su madre ahora, ya no era joven y tenía más hijos aquí, en Jerusalén, especialmente a Santiago, una figura muy importante de nuestra Iglesia. Mientras María siguiese con vida, Juan debía quedarse en Jerusalén.

¿Y yo? ¿Qué debía hacer yo? ¿Qué esperaba Jesús de mí? ¿Podía preguntárselo directamente? (Pablo afirmaba que el Espíritu de Jesús le hablaba, le indicaba lo que tenía que hacer y dónde tenía que ir. ¿Me hablaría también a mí?).

Por encima de todas las cosas, deseaba ir a Magdala. Volver a ver a mi familia. Buscar a mi hija y estrecharla entre mis brazos. Ahora tenía diecisiete años, era toda una mujer. Tenía la misma edad que yo cuando me prometí con Joel. Mi niña… ya no era una niña. Mi necesidad de verla por fin, en persona, se convirtió en un dolor que crecía, como una ola.

Me recluí —no fue tarea fácil, porque para entonces vivía en la gran casa que Juan estableciera en el monte Sión—, y supliqué a Jesús que me mostrara el camino. En realidad, ya sabía qué quería hacer; sólo deseaba que me diera su permiso.

Sabía que diría que no. Sabía que me pediría que me quedara en Jerusalén, para atender las necesidades de los creyentes perseguidos en esta ciudad.

Me arrodillé, cerré los ojos y apreté los párpados; los cuarenta y dos años de mis rodillas tenían dolorosa conciencia de la dura piedra del suelo en que se apoyaban. Y empecé a presentar mi alegato, punto por punto. En primer lugar, quería averiguar si había seguidores del Camino en Magdala. En segundo lugar, necesitaba conocer el estado de nuestra comunidad en el territorio de Galilea y redactar un informe sobre ello. En tercer lugar, Jerusalén era una ciudad peligrosa y sería mejor alejarme de ella.

No esperaba más respuesta que el silencio. La molesta convicción de que todas mis buenas razones no eran más que pretextos egoístas. Y el impulso de renunciar a ellas.

La respuesta llegó, inconfundible, antes de que terminara de formular mis argumentos. Ve. Ve a Magdala. Es la opción que requiere más valor que todas.

«Antes de que llamen, responderé. Mientras aún estén hablando, les contestaré».

La confirmación de aquella vieja promesa de Isaías casi me dejó sin aliento.

A veces, Jesús nos permite seguir los deseos de nuestro corazón, aunque sepa que no nos conducirán adonde nosotros pensamos. Como dijo el salmista: «Les concedió su deseo; y les llenó el alma de flaqueza».

Y —¡oh!— cuánta flaqueza me esperaba allí. Llegué a las murallas de la ciudad y las crucé sin contratiempos al mediodía, aunque mis piernas temblaban. La sola visión de los edificios me hacía temblar, y tenía que extender la mano para buscar apoyos. La plaza del mercado; el largo paseo que bordeaba la orilla del lago y donde estaba mi vieja casa; el almacén de mi padre; los adoquines del empedrado; los muelles; las alcantarillas; el camino de la orilla… todo aquello me había formado y seguía siendo parte de mí. Todo estaba allí. Y en algún lugar, en algún punto de la ciudad, estaba Eliseba. Estas calles la veían pasar, estas aguas rompían contra el muelle por donde caminaba ella.

No sabía que ya no vivía allí. Se había casado y se había trasladado a Tiberíades; mientras yo recorría las calles buscándola, ella no estaba. ¡Oh, cómo escudriñaba cada rostro tratando de averiguar si era el suyo! ¿Qué aspecto debía de tener como mujer joven? ¿Se parecía a mí, se parecía a Joel, o a ninguno de los dos? ¿Era alta o baja, tenía la cara redonda u ovalada; los labios, delgados o carnosos? ¿Cómo era esa hija mía, en qué la había convertido Dios?

Alcancé la orilla del lago. La luz estaba menguando. ¿Quedaba algo de la vieja gloria? Allí había empezado todo. ¿Tenía Jesús seguidores en esta ciudad? Joel, y Jesús, y Eliseba… y sólo me quedaba este presente suspendido y vacío, alejado de mis principios y todavía lejano de mi fin, colmado del anhelo de ver un rostro humano por encima de todos los demás, el rostro de mi hija. Y, sin embargo, no la podía encontrar.

Agaché la cabeza y escuché el rumor de las olas.

«Recordad que estaré siempre con vosotros, hasta el fin de la era», había dicho Jesús antes de partir para siempre.

Para siempre. Estas palabras melancólicas se contradecían tanto con su significado… Querían decir que él estaba allí, en aquellos precisos momentos. En el muelle. ¿Por qué, pues, me sentía tan sola? No hay nadie más aquí. Jesús no está conmigo, a pesar de lo que dijo. Y Eliseba tampoco. No soy más que una mujer estúpida y confundida, sentada en un muelle abandonado, pensaba yo.

¡Eliseba! ¡Jesús! ¡Venid a mí!

Débil y desanimada, me disponía a pasar la noche allí, sumida en la tristeza y la autocompasión, cuando alguien —un seguidor de Jesús, según descubrí luego— me vio. No se dejó convencer de que prefería quedarme allí a solas y me llevó a la casa de un capitán de puerto.

Era el hijo del capitán de puerto que yo había conocido en la juventud, y era creyente. Cuando le confesé mi identidad, tuve mi primera experiencia de veneración.

—¿Estuviste con Jesús? ¿Con Jesús en persona? —Su expresión registró una emoción que nunca había visto antes, ni siquiera en los rostros de las personas que conocían a Jesús, el auténtico Jesús. El hombre fue corriendo a la puerta y, con grandes aspavientos, susurró algo a su sirviente.

Resultó que había convocado a los creyentes que solían reunirse en su casa, y pronto vinieron todos para conocerme. Me hacían preguntas y más preguntas, tocaban mis ropas, presentaban peticiones.

—Fuiste la primera en verle cuando se alzó de entre los muertos —dijo un hombre joven—. Debía de apreciarte más que a los otros. —Y se arrodilló con reverencia.

Qué irónico resultaba aquello. Habitantes de Magdala que se inclinaban ante una mujer a la que algunos conciudadanos consideraban indigna de conocer a su propia hija.

—Te equivocas —respondí—. Jesús no hacía favoritismos. Somos todos iguales para él.

—¡Tú estabas con él! Te eligió como miembro de su círculo más estrecho. Nosotros le oímos predicar, aunque desde la distancia. Háblanos de él, dinos cómo era. ¡Explícanos todo lo que decía!

Recuerdo lo que nos dijo Jesús en la última cena que compartimos, que el Espíritu Santo vendría más tarde para recordarnos todas sus palabras. Ahora me parece que debo anotar hasta los más ínfimos detalles, tal como me vienen en la memoria, porque podrían ser importantes para alguien, alguien a quien nunca conoceré.

Pasé la noche entera tratando de responder a sus preguntas. Nadie durmió, hasta que tuvimos las bocas pastosas y las cabezas, pesadas. Tenía tantas preguntas que hacerles como ellos a mí. ¿Cómo había empezado la Iglesia en Magdala? ¿La fundó alguien a quien impresionó la presencia de Jesús cuando pasó por la ciudad? ¿Había gentiles interesados en ingresar? ¿Cuántos miembros tenían? ¿Se adherían al ritual, rezaban en la sinagoga?

Esta última pregunta suscitó risas burlonas.

—¿Con Eli y sus acólitos al frente? —dijo un hombre que meneaba la cabeza—. Puedes imaginarte la recepción que nos hicieron.

—¿Eli bar-Natán? —pregunté—. ¿Su esposa se llama Dina?

—El mismísimo —confirmó el hombre—. Tu hermano. Es tan devoto, recto y estirado, que podría convertirse en columna de sal, como la mujer de Lot. No hace sino mirar atrás.

—Intentamos hablar de las Escrituras y explicar la esencia de Jesús —dijo otro hombre—, pero Eli procuró que nos silenciaran y nos expulsaran de la sinagoga. Jamás nos permitieron volver a entrar.

—Nos odia —añadió mi primer interlocutor—. Si las autoridades romanas vinieran a buscarnos, sería el primero en entregarnos.

—Es a mí a quien odia —dije, dándome cuenta de que la ruptura familiar había causado serios problemas a otros—. Se enfureció tanto conmigo por seguir a Jesús, que me expulsó de la familia como a vosotros os expulsó de la sinagoga. Nunca me permitió explicarme, nunca me dio la oportunidad de hablar.

—Así es Eli —dijo una de las mujeres, encogiéndose de hombros.

—Decidme… ¿todavía vive en la misma casa?

—No. Se mudó a un barrio más elegante. Ahora vive cerca del extremo occidental de la plaza del mercado. Creo que ganó mucho dinero cuando vendió tu vieja casa.

—La niña que adoptaron, mi hija… ¿alguien de vosotros la conoce? ¿La habéis visto? —Mi corazón se detuvo esperando la respuesta.

—Tenían mucha prole —respondió una mujer—. Varios hijos varones, si no me equivoco.

—Y una hija —insistí, con la esperanza de despertar recuerdos.

—Sí, es cierto. Se llamaba Ana. Una joven muy hermosa… y muy terca. —La mujer se rió—. Se escapó con un mercader de Tiro. ¡Dicen que la atrajeron sus brocados! —Risas chillonas resonaron por doquier.

—¿Un hombre… pagano? —No podía creérmelo. Un golpe muy duro para Eli y Dina.

—No era judío —dijo el hombre—. Supongo que ya no adoran a Baal, pero él creía en los dioses que tienen ahora.

—¿Y la otra niña? —insistí—. ¿Sabéis algo de ella?

La mujer volvió a encogerse de hombros.

—Hace muchos años que no la vemos. Recuerda que hace tiempo que nos expulsaron de la sinagoga.

—Necesito averiguarlo —dije—. Os ruego que mañana me llevéis a la casa de Eli.

Después siguieron acosándome con preguntas acerca de Jesús y de la Iglesia de Jerusalén, hasta que me quedé sin voz.

Me encontraba de pie delante de la casa, una gran residencia de piedra, realmente imponente. La venta de la casa de Joel debió de resultar muy ventajosa, pensé. Desde luego que sí.

Me costaba respirar. Tras esa puerta vivía la cosa más preciada de mi vida, a la que podía no volver a ver jamás.

Cuando una criada abrió la puerta, me quedé mirándola como una boba.

¡Eli y Dina tenían criados!

—Deseo ver al amo o al ama de la casa —anuncié con firmeza. Me sentía débil, a la vez que inexplicablemente fuerte. La fuerza provenía de Jesús, cuya presencia sentía a mi lado. La debilidad era mía.

—Un momento. —En lugar de invitarme a entrar, la criada me cerró la puerta en la cara y me dejó esperando en la calle.

Al final, la puerta se abrió y allí estaba Eli; me fulminó con la mirada.

—¡Tú! —Fue su primera palabra.

—Sí, soy yo, tu hermana, María. —Eli seguía mirándome, sin acabar de abrir la puerta—. ¿Puedo pasar?

Abrió a regañadientes y entré en la casa. Mi primera impresión fue de un atrio espacioso y, más allá, de estancias elegantes.

Eli me miraba fijamente de arriba abajo. Yo tenía cuarenta y dos años, y hacía muchos que no nos veíamos. Él había cumplido los cincuenta y tres; seguía siendo un hombre apuesto, sus facciones no habían cambiado mucho, el tiempo sólo las había curtido. Sus hijos eran hombres adultos; su hija, una mujer casada. Era un buen momento para volver a encontrarnos.

—Los años te han tratado bien —dijo él, pronunciando las palabras con esfuerzo.

¿Ah, sí? No lo sabía. No recordaba cuándo fue la última vez que me miré en un cristal o en el agua de una palangana. Estaba tan dedicada a la parte invisible de mi ser que me había olvidado por completo de la otra.

—¿Cómo estás, Eli? —El interés era sincero. Sentía una extraña preocupación y… sí, me inquietaba por él. Era mi hermano, y el tiempo pasaba veloz, más aprisa de lo que quisiéramos. Ya no podíamos permitirnos el lujo del odio y la incomprensión.

—Bastante bien —respondió. Aún no tenía intención de invitarme a acceder a la casa propiamente dicha. Me tenía de pie en el atrio, como si fuera una vendedora.

—¿Y Dina?

—Bastante bien —repitió él.

Me miraba sin moverse. Así estaban las cosas, pues.

—¿Y mi hija, Eliseba?

—Ya no está aquí —respondió.

—¿Dónde está?

—Se casó. Con un buen hombre de Tiberíades. Se llama Jorán.

Casada. Mi hija estaba casada. Y no me habían consultado, ni siquiera me habían informado de ello.

—¡Sólo tiene diecisiete años! —exclamé.

—Buena edad —repuso Eli—. Fue un buen arreglo.

—¿Vive allí?

—Sí. ¡Aunque nunca te diré dónde! —Si llevara un bastón, Eli habría golpeado el suelo con él.

—¿Por qué no? —Y añadí antes de que pudiera contestar—: Si no me lo dices, contrataré a alguien para que lo averigüe.

—Contrata a quien quieras —me espetó Eli, y se cruzó de brazos.

—Lo haré —insistí—. Pero sería mucho más sencillo que me lo dijeras.

—No pienso hacerlo.

—Ya veo. —Respiré profundamente—. ¿Qué pasó con las cartas que le envié? Nunca recibí respuesta.

—Ella no deseaba hablar contigo, ni en persona ni por escrito. —Se mantenía erguido y rígido, sin pestañear.

—¿Es eso cierto? ¿O escondiste las cartas y no le dejaste opción de decidir?

—¿Me acusas de embustero? —Sus ojos se abrieron más ante el insulto.

—Sí, Eli, es exactamente lo que hago. ¿De verdad le entregaste mis cartas?

—No —admitió entonces—. Sabía que eran tratados impuros, llenos de herejías, y que debían ser destruidos. —Hizo un ademán de desprecio.

—Gracias por reconocerlo —dije—. ¿De modo que mi hija nunca supo que intentaba ponerme en contacto con ella?

—No. ¿Qué más da? ¿Cuál es la diferencia? Ella no habría deseado oírte, ni leer tus palabras. Es una fiel devota, conoce la verdad. La verdad que tú tratas de falsear. —Meneó la cabeza.

Me lo quedé mirando con una extraña mezcla de alivio y pesar infinito. Mi hija no me había rechazado, aunque tampoco había leído las cartas que con tanto trabajo había redactado para ella a lo largo de los años. Y para responder a la pregunta de Eli: la diferencia era la eterna diferencia entre la verdad y la mentira.

—Entiendo. —Miré a mi alrededor—. Veo que tampoco ahora me invitarás a entrar en tu casa.

—Eres una apóstata, una desgracia para nosotros —me espeto Eli—. Jamás te permitiría entrar en mi casa. —Y me condujo hacia la puerta, con firmeza.

—¿Dónde está Silvano? —pregunté. Necesitaba verle, cuánto lo necesitaba.

—Me imagino que te refieres a Samuel. ¿Crees que correrás mejor suerte con él? Samuel ha muerto. Fue a reunirse con nuestros antepasados. Puedes visitar su tumba, fuera de los muros de la ciudad.

Mi mano voló hacia mi boca.

—¡No! ¿Cuándo, cómo murió?

Eli adoptó una expresión ominosa.

—De una enfermedad degenerativa —contestó secamente—. Hará al menos diez años. ¡Sus hábitos helénicos no le sirvieron de nada y tampoco su médico griego!

—Oh, Eli —respondí—. ¿Alguna vez te has parado a pensar que la verdadera enfermedad degenerativa es tu odio?

Mi hermano resopló.

—Muerte a los herejes. —Pronunció mi sentencia, y me cerró la puerta en la cara.

Ahora ya lo sabes, Eliseba. Esto es lo que ocurrió cuando volví a Magdala a buscarte.

Partí a pie para Tiberíades. Después de pasar un día entero preguntando a la gente dónde vivía un hombre llamado Jorán, un ciudadano nativo de la ciudad, me dirigieron a una casa de piedra de planta única, construida en la pendiente. Llamé a la puerta, pero no recibí respuesta.

No hubo respuesta. ¿Habías salido de compras? ¿Estabas de viaje? Nunca lo sabría. Sólo sabía que llamaba y que la puerta no se abría, aunque dentro de aquella casa estabas tú, mi queridísima hija.

¿Era tu casa? Sólo tenía el nombre de Jorán por el que preguntar, y debía de haber muchos con este nombre en Tiberíades aunque, a juzgar por las palabras de Eli, aquel Jorán debía de ser un ciudadano eminente.

Volví muchas veces a lo largo de los años, sólo para encontrar la puerta cerrada. Pregunté insistentemente por ti, pero el silencio fue la única respuesta que obtuve.