El testamento de María de Magdala,
la que llaman Magdalena, en su continuación
Como ya he dicho en mis escritos anteriores, hermanos y hermanas en Dios, nuestros primeros tiempos estuvieron colmados de acontecimientos asombrosos. De hecho, nos encanta recordar aquellos tiempos, porque fueron como los primeros días después de un casamiento, cuando los novios están muy enamorados y sólo tienen ojos el uno para el otro, y pasan el tiempo en la alcoba conyugal, ajenos al resto del mundo. También nosotros estábamos en una cámara conyugal, porque Jesús nos había elegido como compañeros suyos para la eternidad —de esto ya no nos cabía duda— y, más que compañeros, como partícipes de su Espíritu.
Porque habíamos cambiado. Yo apreciaba los cambios en los demás, en la recién hallada autoridad de Pedro, en la profunda sabiduría de Juan, en la completa aceptación y beatitud de María la mayor, y en la actitud de Santiago que, en lugar de desdeñar a su hermano, le reverenciaba ya con gran fervor.
Aunque en aquel momento todavía no percibía los cambios operados en mí.
Nuestras actividades no tardaron en llamar la atención de las mismas personas que habían perseguido a Jesús y que —según creían— le habían silenciado para siempre. Pedro y Juan habían estado rezando en el Templo, como de costumbre. Al subir las escaleras, pasaron por delante de un mendigo paralítico que tendió la mano para pedirles dinero. Para su gran sorpresa —y la de todos los que le rodeaban— Pedro exclamó:
—No tengo oro ni plata para darte. Pero te doy lo que sí tengo. —Se inclinó y le tendió la mano—. ¡En el nombre de Jesús, el Cristo de Nazaret, levántate y camina!
Acto seguido, cogió al paralítico de la mano derecha y le ayudó a ponerse de pie. El mendigo no sólo pudo sostenerse sin ayuda sino que sus piernas y sus tobillos dejaron de temblar, y subió las escaleras corriendo y alabando a Dios.
Como es natural, aquel milagro atrajo la atención, porque al mendigo le conocían todos los que cruzaban la Hermosa Puerta del Templo. El hombre se quedó con Pedro y con Juan, y Pedro empezó a predicar acerca de Jesús a la multitud de curiosos que se congregaron en torno a ellos.
El capitán de la guardia del Templo, flanqueado por sacerdotes saduceos, salió a toda prisa y arrestó a Pedro y a Juan, aunque ya mucha gente les había escuchado y se había convertido en su fuero interno. Encerraron a Pedro, a Juan y al mendigo en la cárcel hasta el día siguiente, cuando tendrían que comparecer ante los jueces. Vi cómo se los llevaban. Así se habían llevado también a Jesús, aquellas mismas autoridades.
A diferencia de Jesús, sin embargo, Pedro y Juan fueron puestos en libertad y pudieron volver con nosotros. Y nos contaron cómo había sido el interrogatorio, cosa que Jesús nunca tuvo la oportunidad de hacer.
—Eran las mismas personas —dijo Juan—. Es un honor ser interrogados y amenazados por nada menos que Anás y Caifás.
Fue entonces cuando intuí por primera vez que quizás a mí también me había cambiado el Espíritu Santo. Hasta entonces, habría sentido el deseo de abalanzarme sobre Caifás y arrancarle los ojos. Incluso me habría gustado poder sacar un cuchillo del cinto y matar a Anás. Ahora, sin embargo, sólo me sentía triste por la ceguera y la violencia de mis enemigos.
La desaparición de mi propia violencia se me hacía extraña, como si hubiera perdido un brazo.
¡Son malos!, pensaba. ¡Merecen ser castigados! Pero, de algún modo extraño, los viejos sentimientos de venganza habían perdido su sabor y su atractivo.
—Nos interrogaron, nos amenazaron y, al final, accedieron a liberarnos si acordábamos no hablar nunca más en nombre de él —dijo Pedro.
—No fueron capaces de pronunciar el nombre de Jesús —añadió Juan—. Como si el solo nombre tuviera poderes.
—Los tiene —afirmó Pedro—. Yo curé al mendigo diciendo «En el nombre de Jesús, el Cristo de Nazaret, levántate y camina».
»Entonces juntamos las manos y rezamos. Las palabras vinieron a mi mente y dije: “Escucha sus amenazas, oh, Señor, y ayuda a Tus siervos a propagar Tu palabra sin miedo, porque Tú extiendes la mano para curar, y señales y milagros se producen en el nombre de Tu santo siervo, Jesús”.
Por supuesto, aquello no terminó así. Nos arrestaron de nuevo; sí, a las mujeres también. Nos llevaron a la cárcel pública. Fue la primera vez que veía el interior de una cárcel y, de inmediato, sentí compasión por los prisioneros, en cuya suerte nunca había reparado antes. Las celdas eran tenebrosas como cuevas, aunque no estaban por debajo del nivel del suelo. Nos acurrucamos todos juntos, e intenté no perder el ánimo, pero estaba asustada.
No puedo explicar lo que ocurrió, pero la puerta se abrió en medio de la noche y conseguimos salir, tanteando el camino a ciegas. Pedro afirmó que un ángel le había encomendado una misión: «Ve a la corte del Templo y transmite a la gente el mensaje de la nueva vida». Yo no fui testigo de ello. Quizá fuera sólo un carcelero descuidado o simpatizante quien no cerrara la puerta con llave y por eso pudimos abrirla. Pero, aunque fuera el carcelero, Dios debió de guiar su mano. Dios obra a través de la gente. Creo que es así como prefiere operar.
A la mañana siguiente fuimos al Templo y empezamos a enseñar y a predicar; sí, yo también. Sentía que podía enseñar, si no predicar. Los guardias vinieron enseguida y nos arrestaron de nuevo.
¡Otra vez en la cárcel! María de Magdala, una mujer respetable. (Doy las gracias a Jesús por devolverme la respetabilidad). En esta ocasión, tuve el privilegio de ser juzgada en persona y no tener que oír el relato de segunda mano de boca de Pedro o de Juan.
Comparecimos ante el poderoso Sanedrín, ese augusto cuerpo de sacerdotes, escribas y prelados que habían condenado a Jesús. Estábamos atados y encadenados, y nos obligaron a encararnos con nuestros acusadores. Se supone que eran setenta, aunque no vi setenta hombres observándonos. Busqué las caras de Nicodemo y de José de Arimatea, los discípulos secretos de Jesús, y me pareció verles en la última fila. Pero no estoy segura.
Caifás dio un paso adelante con expresión tensa. Caifás. Mi peor enemigo. Como ya he dicho, en el pasado habría aprovechado esta oportunidad para abalanzarme sobre él con un grito y un cuchillo. Ahora, para mi sorpresa, sólo sentía pesar y resignación por ese hombre tan mal encaminado. No le amaba, no, pero le compadecía.
—Os dimos órdenes estrictas, ¿no es cierto? —Sonó la voz grave y estentórea de Caifás—. Os ordenamos que dejaseis de predicar en nombre de él. Pero vosotros habéis inundado Jerusalén con vuestras enseñanzas y pretendéis que la sangre de ese hombre caiga sobre nuestras cabezas.
De repente, oí mi voz que contestaba:
—¡Hemos de obedecer a Dios, no a los hombres!
Y Pedro añadió:
—Somos testigos de los hechos que proclamamos, como lo es el Espíritu Santo, que Dios otorga a los que Le obedecen.
Tras unos murmullos iniciales, el Sanedrín irrumpió en acusaciones.
—¡Nuevas blasfemias! ¡La muerte para ellos! —gritó uno de los miembros. Los demás le secundaron, reclamando nuestra sangre.
—¡Aquel falso profeta que les lideraba les ha vuelto tan locos como él!
—¡Hay que silenciarles!
—Un momento. —Un miembro salió a enfrentarse a Caifás. Más tarde supe que se llamaba Gamaliel y que era un fariseo respetado y un maestro de la Ley—. Coterráneos israelitas, cuidado con vuestras sentencias. Como ya sabéis, ha habido otros impostores. Teudás y sus cuatrocientos seguidores, y Judas de Galilea. Todos afirmaban haber recibido una revelación especial, ser los líderes que necesita Israel. Y todos han muerto, líderes y seguidores.
Caifás le miraba fijamente.
—Ya lo sabemos. ¿Y qué? Los impostores, lo herejes y sus allegados deben ser destruidos.
—Sólo esto: dejad a esta gente en paz. Que salgan en libertad. Si su movimiento es de Dios, Él lo defenderá y nada podremos hacer para destruirlo. Si no es de Dios, desaparecerá. Es muy sencillo. No es necesario hacer nada al respecto. —Hizo una pausa—. Si en verdad es de Dios, no queremos formar parte de una lucha contra Él.
Caifás permanecía rígido, su rostro parecía una máscara de ira. Al cabo, dijo:
—Muy bien. Aunque tú mismo debes reconocer que merecen ser castigados como promotores de disturbios públicos. Deben ser flagelados.
¡Cómo Jesús! Fue lo primero que pensé. Y enseguida: Dios mío, es un castigo brutal y doloroso.
Los guardias del Templo nos sacaron a rastras y nos llevaron a un patio particular, donde nos ataron y nos flagelaron con el mismo tipo de azote que habían usado contra Jesús.
Fue más doloroso de lo que pudiera imaginarme jamás, aunque hubiese sido testigo de la flagelación de Jesús. Dar a luz es doloroso, pero el parto da vida a un regalo de Dios y la mujer, aunque recuerde luego el dolor, ya no le da importancia. Creo que lo mismo pasó con aquella experiencia. Nos azotaron con brutalidad, nos golpearon con varas y bastones, las bolas de plomo se clavaban en mi piel como alambres candentes, pero aquella flagelación proclamaba nuestra lealtad a Jesús y por ello fuimos capaces de soportarla.
Por fin, nos desataron y nos dejaron en libertad. Al salir tambaleándonos del recinto, nos ordenaron:
—¡Dejad ya de hablar en nombre de Jesús!
Pedro tuvo que apoyarse en uno de los postes y musitó una oración; pedía que Dios le diera fuerzas.
En el momento de salir, Andrés se volvió de pronto y gritó a sus torturadores:
—¡Regocijémonos de haber sido dignos de sufrir el deshonor en el nombre de JESÚS!
Y, antes de que pudieran reaccionar, cruzamos corriendo las puertas. No podíamos correr muy deprisa, las piernas se aflojaban, pero nadie intentó seguirnos.
Fuimos considerados dignos de sufrir como Jesús, de ser castigados por los mismos hombres que le habían castigado a él. Más tarde supimos que alguien llamado Pablo afirmaba que Jesús se le había aparecido y le había encomendado una misión. Alegaba ser un apóstol, como nosotros.
Al principio, su afirmación parecía muy extraña. Ese Pablo, un judío de Tarso que ni siquiera había conocido a Jesús en vida, aseguraba que se le había aparecido, mejor dicho, que le había abrumado con su presencia y le había encargado una misión.
Aunque Pablo no conocía a Jesús, nos conocía a nosotros… y nos había perseguido. Como agente convencido de Caifás y de sus propias convicciones religiosas, había dado caza sin piedad a nuestros hermanos y hermanas, llegando a perseguirles más allá de las fronteras de Israel en misiones de hostigamiento.
Era temido y odiado por todos. Cuando, de repente, desapareció en medio de una persecución de cristianos en Damasco, nos alegramos todos.
Y luego… apareció en nuestro cuartel general de Jerusalén afirmando que Jesús le había cambiado la vida. No había venido para buscar nuestra aprobación —eso lo dejó bien claro—, sino para conocer mejor las enseñanzas de Jesús y sus obras en la vida terrenal. Sólo deseaba hablar con Pedro y con el hermano de Jesús.
¿Qué pensar de él? Si realmente creíamos que Jesús seguía vivo, ¿por qué no aceptar que pudiera aparecerse a otros, a gente que nosotros no conocíamos? Y, sin embargo, ¿cómo admitirles entre nosotros? ¿Cómo entenderles, siquiera? Su experiencia de Jesús sería muy distinta a la nuestra. Aunque no nos incumbía juzgarles y mucho menos, desacreditarles.
En aquellos tiempos iniciales, éramos como novios, después como una pequeña familia y, al final, como un amplio clan. Nos conocíamos todos, confiábamos los unos en los otros, comparábamos nuestras experiencias con las revelaciones especiales que el Espíritu Santo hacía a cada uno de nosotros, hablábamos de ellas hasta altas horas de la noche en nuestros cuartos de Jerusalén. Juntábamos el dinero y demás recursos en un fondo común y, por medio de la oración, encomendábamos todas nuestras decisiones a la inspiración divina.
Y esperábamos el regreso de Jesús. Le esperábamos de un momento a otro. ¿Acaso los mensajeros que aparecieron en el monte de los Olivos no nos dijeron que reaparecería como se había ido? Jesús había vuelto inesperadamente de la tumba para estar con nosotros, y estábamos convencidos de que volvería a hacerlo. No nos cabía duda de que la separación era transitoria, sólo transitoria.
Había mañanas en que me despertaba sintiendo que había llegado el día. Lo sabía. Tenía la certeza inconfundible de que aquél no seria un día cualquiera. Jesús aparecería… tal vez cuando nos reuniéramos para comer, quizás a uno solo de todos nosotros, pero aparecería.
Emprendía mis tareas habituales en estado de alerta perpetua, sin dejar de mirar un instante por encima del hombro, pero la jornada concluía sin haber visto nada.
Pablo —de quien todavía tengo reservas, aunque dijo algunas cosas muy profundas— escribió que, en cierta ocasión, rogó a Dios que le librara de una «espina» que tenía clavada en la piel. Dios respondió: «Mi gracia es suficiente, porque la debilidad perfecciona la fuerza». En cierto sentido, yo había recibido la misma respuesta. «Mi gracia es suficiente». Así que dejé de esperar su pronto regreso mucho antes que los demás.
Nuestro grupo de Jerusalén siguió creciendo, y pronto surgieron facciones internas: judíos de habla griega y judíos que hablaban arameo. Era inevitable. Nuestra hermandad sufrió escisiones y, en todo caso, había crecido tanto que ya no podíamos reunimos todos en un mismo lugar. Cuando esto sucedió surgieron discusiones y rivalidades. Pronto aparecieron «la gente de Pedro», «la gente de María», «los judíos griegos de los libertos de la sinagoga» y muchos otros.
Si me preguntaran qué recuerdo mejor de aquel período, para ser honesta tendría que responder: las peleas. Las acusaciones de favoritismo —¿eran las viudas griegas discriminadas en favor de las judías?— y otras discusiones parecidas nos hicieron pedazos mucho antes que las bestias salvajes de Nerón. Así terminó el maravilloso, extático y embriagador período inicial.
Otro tema que nos dividió desde muy pronto fue la admisión o no de gentiles en el seno de nuestra comunidad. Los judíos de habla griega eran, a fin de cuentas, judíos. Sin embargo, los forasteros ansiaban conocer las enseñanzas de Jesús mucho más que los compatriotas israelitas. Era una vergüenza y un escándalo. Los que no pertenecían a nuestra tradición nos acosaban con sus solicitudes; los propios, con su hostilidad. ¿Qué debíamos hacer?
En esa ocasión, fue Pedro quien recibió la visión, la dirección. Vivía en Jopa por aquel entonces, y un mediodía subió al terrado de su casa para rezar. Mientras oraba tuvo un sueño extraño, una visión. Vio una gran sábana que descendía del cielo; cuando llegó a su altura y se abrió, vio que pululaba con todas las bestias impuras que la Ley de Moisés nos prohíbe comer. Allí había serpientes y tortugas, criaturas que viven en las conchas marinas, conejos y —lo peor de todo— cerdos. Su sola visión producía repugnancia y, cuando se oyó una voz que le ordenaba: «¡Levántate y come!», Pedro retrocedió asqueado.
Y protestó la orden de aquella voz que parecía ser de Dios, pero podía ser de Satanás:
—Jamás he comido estos animales, jamás he trasgredido la Ley que los proclama por demás impuros.
La voz le censuró diciendo:
—No debes declarar impuro lo que Dios declara puro.
Pedro se resistió y repitió su protesta dos veces más, y dos veces recibió la misma respuesta.
Entonces la visión, la tela y los animales, se desvanecieron. Unos gentiles de Cesárea, que habían recibido la sorprendente orden de Dios de buscar a Pedro mientras él rezaba, llamaron a su puerta. Su amo de Roma, Cornelio, había tenido una visión que le ordenaba mandar llamar a Pedro.
¿Cómo podía negarse? Acudió a casa de Cornelio, les habló de Jesús y terminó bautizándoles. Habían entrado en nuestra comunidad, unos romanos, unos gentiles. Teníamos que compartir la mesa con ellos, recibirles como hermanos.
Y hubo otros, más prohibidos todavía. Uno de nosotros bautizó a un eunuco de Etiopía. Un eunuco, cuando la Ley de Moisés decía claramente: «Ningún hombre castrado, por corte o aplastamiento, puede entrar en la asamblea del Señor».
«Olvidad las cosas del pasado, no os aferréis a ellas. Contemplad, yo hago algo nuevo, ahora habrá de suceder. ¿No lo reconoceréis?». Las propias Escrituras lo habían vaticinado. Pero ¿cómo ponerlo en práctica?
Había muchas opiniones e interpretaciones distintas de lo que debíamos hacer. Algunos, encabezados por el hermano de Jesús, Santiago, creían que sólo la estricta observancia de la Ley de Moisés podría guiarnos por ese nuevo territorio que atravesábamos. Él y otros del mismo parecer sostenían que debíamos seguir rezando en el Templo, cumplir todos los preceptos de la Ley y, de hecho, ser más devotos que los propios fariseos. Se sentían ofendidos por las acusaciones de que Jesús había infringido la Ley y estaban resueltos a demostrar que él y sus seguidores eran herederos obedientes de las antiguas tradiciones.
Otros decían: «Santiago, se acabó, tenemos que seguir adelante».
Santiago no les hizo caso y mantuvo un férreo control sobre las actividades de la Iglesia en Jerusalén. Curiosamente, el propio Pedro le mostraba gran deferencia, aunque creo que esta actitud se puede entender si tenemos en cuenta que, en ese tiempo, prevalecía la impresión de que las cualidades de Jesús se explicaban por su sangre «real», especial, que por supuesto su familia compartía y, por tanto, era merecedora de honores y privilegios también especiales. Era inevitable. ¿Cuántas veces habíamos oído hablar del linaje real de David, de las promesas especiales derivadas de su sangre? Incluso las alianzas secretas de nuestro pueblo se fundamentaban en el lenguaje genealógico, empezando por el propio Abraham, quien debía tener un hijo nacido de su semilla.
Ahora había otra Familia Santa, tan sagrada como la familia de David, cuyos miembros serían nuestros líderes. Jesús tenía hermanos que, por supuesto, tenían precedencia sobre cualquiera de los demás. Era la vieja manera de pensar; Jesús y el Espíritu que nos había enviado acabaron por derrocarla, aunque no de inmediato. Incluso el día de hoy Simeón, un primo de Jesús, se acepta como uno de los líderes de la Iglesia. Los romanos, sin embargo, sospechan de él, no porque sea cristiano sino porque desciende del linaje de David, del que Roma aún espera la emergencia de nuevos líderes populares.
Santiago aplicaba las normas y las restricciones mosaicas y rabínicas de una manera tan opresora, que muchos de nosotros acabamos congregándonos al margen de él. A mí no me interesaba asistir a sus reuniones ni acatar sus sermones. Me alegraba de que, aún tarde, hubiera reconocido a su hermano, pero sus tácticas me resultaban agobiantes.
Mucho peores que Santiago y el estricto legalismo que ejercía dentro de nuestra comunidad eran las persecuciones de las autoridades religiosas judías que no pertenecían a ella. Arrestaron y enjuiciaron a Esteban, uno de los conversos de habla griega, condenándole a la muerte por lapidación, y, a continuación, desataron su furia contra todo judío «apóstata» que cayera en sus manos. Aquellas persecuciones nos obligaron a dispersarnos. Algunos fuimos a Samaria, donde encontramos a gente dispuesta a escuchar y ganamos muchos conversos. Otros llegaron más lejos, de modo que, diez años después de la crucifixión en la colina del Calvario, Jesús tenía seguidores en lugares tan lejanos como Etiopía, Roma, Chipre y Damasco.
El terrible deseo de Juan y de Santiago el Mayor de sentarse a la derecha de Jesús y beber de su cáliz fue cumplido por otro de nuestros enemigos, la autoridad secular del rey Agripa, sucesor de Antipas en el trono.
Ocurrió en el período en que muchos de nosotros seguíamos en Jerusalén, tratando de conducir a la Iglesia lejos de los planteamientos erróneos de Santiago. Santiago el Mayor le manifestaba su oposición abiertamente y sin reservas, y predicaba a las multitudes en su contra Su actividad no hizo mella en las convicciones del hermano de Jesús pero atrajo la atención de Agripa, quien decidió aumentar su magra popularidad declarando la guerra a los cristianos. Santiago el Mayor era un blanco lógico y fácil de arrestar. Yo estaba allí cuando le prendieron los soldados de Agripa mientras predicaba en el Mercado Alto. Se le acercaron por la espalda y le inmovilizaron los brazos.
Estábamos acostumbrados a los arrestos, aunque no a manos de las autoridades seculares. La detención de Santiago el Mayor nos llenó de temores y rezamos por su liberación, sin imaginarnos ni por un momento que Dios nos la negaría.
La noticia salió de palacio un ventoso día de verano: Santiago bar-Zebedeo había sido condenado a muerte por decapitación, y la sentencia sería ejecutada en la corte del palacio. Por decapitación, sin duda, por respeto a la elevada posición social de su familia. Sus antiguos contactos en la residencia del sumo sacerdote sólo le habían valido para determinar la forma de su ejecución.
Cuando fuimos a informar a Juan, la noticia le sorprendió y le amedrentó hasta tal punto, que se encerró en su casa de Jerusalén y no dejaba de mecerse en la silla, con la cabeza apoyada en las manos.
—Santiago… No, no… —repetía rítmicamente—. No, no, no…
La madre de Jesús vivía entonces con él, tal como había prometido a su hijo, y se volcó tratando de reconfortarle, con todos nosotros reunidos a su alrededor.
—Juan, hijo querido (mi verdadero hijo, tal como quiso Jesús), no dejes que el dolor te atormente. Es lo que tu hermano quería, lo pidió hace mucho tiempo. ¿No te acuerdas de la respuesta de Jesús?
Juan levantó la cabeza para mirarla.
—Nunca la olvidaré. «En verdad, beberéis de mi cáliz». ¡Pero no sabíamos qué significaba eso, como nos dijo el propio Jesús!
—Ahora lo sabéis —respondió María la mayor—. ¿Querrías retractarte?
—No —admitió Juan—. Por mí, no. Yo estoy preparado. Pero mi hermano… —Apartó la vista—. Es un precio demasiado alto. Morir así…
—Es una muerte más piadosa que la de su maestro —le recordó la madre de Jesús.
—Sí, claro, ya lo sé, pero… —Juan agachó la cabeza y se echó a llorar.
Juan no tuvo el valor de presenciar la ejecución, aunque se podía ver a través de la verja del palacio. Tampoco el resto de nosotros; habíamos visto una ejecución y no podríamos soportar otra. Aguardamos reunidos en la casa espaciosa de Juan, fresca y luminosa, rezando mientras Santiago el Mayor se enfrentaba a la muerte… con valentía, según nos dijeron, y proclamando su fe.
Fue un golpe muy duro, la primera muerte de un miembro leal de nuestro grupo. Hasta entonces nos habíamos sentido protegidos por el propio Dios. ¿Acaso no había abierto Él la puerta de la celda donde nos encerraron a Pedro y a los demás? ¿No habíamos recorrido las calles de Jerusalén desinhibidos, desafiando a los sumos sacerdotes y a todos nuestros enemigos? Estábamos convencidos de que la urgencia de nuestra misión era un escudo de protección.
Con lágrimas y congoja, llevamos a Santiago a su última morada, una tumba excavada en la roca, no lejos del jardín de Nicodemo, en presencia de todos los miembros de la Iglesia de Jerusalén. Juan apenas conseguía mantenerse erguido y necesitaba apoyarse en los demás.
—¡Santiago! —llamaba—. ¡Santiago, oh, Santiago!
—Jesús está ahora con él —dijo Pedro—. Jesús le estaba esperando.
—Jesús también está con nosotros —susurró Juan—. No hace falta morir para verle. —Y siguió llorando.
Ávido de popularidad, Agripa vio que su acción había complacido a determinados sectores del pueblo. Lanzó, pues, una ofensiva para dar caza al resto de nosotros, y capturó a Pedro en Pascua. Le encerró en la cárcel, mientras nosotros buscamos refugio en casas de amigos dispuestos a ocultarnos de las autoridades.
Aunque temíamos por nuestras vidas, nunca nos planteamos abandonar nuestra misión. No conseguirían hacernos callar. Pedro había dicho a Caifás en cierta ocasión: «Nos resulta imposible no hablar de lo que hemos visto y lo que hemos oído». Tramábamos, pues, planes de supervivencia, no planes de abandono de nuestra causa.
¡Para nuestra gran sorpresa y alegría, Pedro logró escapar! Vino a buscarnos mientras estábamos reunidos en una casa, y la mujer que montaba guardia se sorprendió tanto que creyó que era un fantasma. Entró en la sala trastabillando para advertirnos pero, cuando corrimos a la puerta, allí estaba Pedro, vivo y muy real.
Le condujimos a la sala. Él mismo se sentía confuso y conmocionado, creía que todo había sido un sueño.
—Me encontré deambulando por un callejón —nos dijo. Tenía un aspecto terrible, su cabello estaba enredado, y sus ropas, ajadas.
Creí que estaba soñando. No sé cómo pude salir. Me parece… me pareció… que vino un ángel para guiarme. Pero el aire de la noche y los olores del callejón me hicieron ver que no era un sueño.
Alguien le puso una copa en las manos e insistió en que bebiera. Le ofrecimos pan con queso, y Pedro comió con apetito voraz.
—Este lugar es demasiado peligroso —dijo al final—. No puedo quedarme.
—Creo que no vigilan esta casa —contestó la propietaria y madre de Marcos, uno de nuestros seguidores.
—Me refiero a Jerusalén —explicó Pedro—. Debo irme de la ciudad. Y sugiero que hagáis lo mismo todos los que sois conocidos por las autoridades.
—¿Adónde irás? —preguntó Juan.
—Adonde nunca se les ocurrirá buscarme. A Roma.
—¡Roma! —exclamó la madre de Jesús.
—Sí. Iré directo a Roma. Allí viven hermanos judíos que necesitan oír lo que tengo que contarles.
—Calígula nos odiaba…
—Dicen que Claudio tiene mejor disposición hacia nosotros. A diferencia de su predecesor, el nuevo emperador no se cree dios. Y tenemos que fundar una Iglesia en Roma; es, a fin de cuentas, la capital del mundo.
—¡Roma! Nuestro enemigo…
—Es difícil concebir a un Mesías que no vino para destruir a los romanos sino para morir a sus manos, ¿no es cierto? —repuso Pedro con serenidad—. Si admitimos, sin embargo, la adhesión de los gentiles, debemos incluir a los romanos, incluso a los que viven en la propia Roma.
—Los romanos. Ya hay algunos entre nosotros aquí, pero ir de verdad a Roma… Oh, Pedro, no debes ir. —Juan le tendió delicadamente una mano.
—Me temo que Jesús me lo pidió. —Pedro miró a Juan a los ojos—. Por lo tanto, he de ir. Debo despedirme de vosotros, aun sabiendo que quizá nunca volvamos a vernos.
¡También se iba Pedro! Uno tras otro, acabaríamos dispersándonos todos, muriendo en lugares lejanos. De repente, me sentí muy sola.