A mi única y queridísima hija, Eliseba, conseguida a un alto precio y amada siempre,
De María, apóstol en la iglesia de Éfeso:
No puedo describir mi alegría desbordante al recibir la carta que me envió tu ayudante. Por fin, he oído tu voz, aunque sea de segunda mano y cargada de ira. Me gustaría responder a tantas cosas de las que me acusas, explicarte qué pasó. Cosas que me han permitido entender lo que ocurrió entonces. Jamás recibí las cartas que me enviabas de niña. Sospecho que tu «amable» tío Eli las escondía. Y ahora también sospecho que tú tampoco recibiste las mías, aunque confié algunas a Silvano y envié otras directamente a Eli. El amable tío Eli a buen seguro estimaba mejor que nunca nos pusiéramos en contacto.
Lo cierto es que fui a Magdala después de la muerte de mi maestro, pero Eli no me permitió verte ni hablar contigo. Me dijo que te habían explicado que estaba muerta y, en lo que a ellos se refería, lo estaba. Recuerdo que le contesté que no sólo no estaba muerta sino que me sentía más viva de lo que hubiese podido soñar nunca. Él, sin embargo, no tenía interés alguno en saber qué me había sucedido.
Piensa un momento en ello. A esas personas, consideradas buenas, caritativas y devotas, no les interesó en absoluto conocer la suerte que había corrido su hermana, quien había padecido una gravísima enfermedad. ¿Qué misericordia es ésta? Creo que su actitud demuestra que la «bondad» humana está siempre condicionada por el egoísmo y la ceguera, y por eso nuestros esfuerzos por alcanzar la santidad no pueden satisfacer a Dios. Isaías supo definirlo mejor: «Nuestra rectitud moral es un montón de trapos sucios».
En todos esos años, siempre que encontraba a alguien de Magdala le preguntaba por ti. Traté por todos los medios de no perderte la pista. Supe que te habías casado con Jorán, un líder de la comunidad religiosa de Tiberíades. No sabía, sin embargo, que él había muerto y te compadezco de todo corazón, porque sé bien lo que significa ser viuda. Nunca pude averiguar si tienes hijos; la información que llegaba hasta mí era muy parca e incompleta. Estoy agradecida, no obstante, de todo lo que pude saber.
Las cosas del pasado ya no existen. La gente, las barreras y los acontecimientos que nos separaban han desaparecido. Tú ya no eres una niña y no dependes de un adulto para recibir o no una carta. Y yo no pertenezco a una banda itinerante, pues fijé mi residencia en Éfeso hace muchos años. ¡Soy una mujer respetable! Es cierto, los miembros de mi grupo me consideran una anciana honorable, estimada y venerable. Este grupo mío de herejes ha sido reconocido como una auténtica religión. Contamos con miles de fieles por todo el mundo, desde España hasta Babilonia. Empezamos como un grupúsculo de gente asustada, afligida por la muerte de su maestro en Jerusalén, y ahora tenemos hermanos adeptos en casi todas las ciudades del Imperio. Siete u ocho años después de la muerte de Jesús ya teníamos seguidores en Damasco y otras ciudades. El estigma de pertenecer a una herejía marginal se borró hace mucho.
Por tanto… superemos las últimas barreras, que sólo existen en nuestras mentes, y acerquémonos con los brazos abiertos. Nadie puede detenernos, somos libres de seguir nuestros corazones.
Respeto los sentimientos que te impulsaron a responder en un tono tan distante y a través de una mediadora, a la vez que rezo porque estos sentimientos se suavicen. En todo caso, el solo hecho de haber recibido tu carta fue una respuesta a mis viejas plegarias.
A instancias de la congregación de Éfeso, sigo escribiendo la historia de Jesús y de los primeros creyentes, y te haré llegar copias de mis escritos. Deseo que las tengas. Te pertenecen, aunque decidas destruirlas sin leerlas.
Tu madre que te quiere,
María de Magdala y Éfeso.