6

—Parece un joven muy meritorio —dijo Natán durante la cena, con un matiz de disculpa en la voz. Untó una rebanada de pan con pasta de higos y aguardó la respuesta.

—A mí también me lo parece —apostilló Zebidá.

—Si nuestra familia ha sobrevivido a la llegada de Dina, lo sobrevivirá todo —comentó Silvano, refiriéndose a la esposa de Eli. Dina, quien observaba la Ley con más fervor que el propio Eli, había sido fuente de gran regocijo para la familia, a la vez que de mucho dolor. Había declarado la celebración de la Pascua judía (así como todos los ágapes) pruebas de beatitud y de pureza ritual. En consecuencia, raras veces compartían la mesa con Eli y Dina.

Los tres dirigieron las miradas a María, cuya opinión importaba más que todas. A fin de cuentas, la muchacha tendría que vivir con él.

—Supongo… —Le costaba pronunciar las palabras. Sus pensamientos eran turbios, atormentados. ¿Qué opinión le merecía Joel, el joven que llevaba varios años trabajando en la empresa de Natán y que ahora deseaba formar parte de la familia? Era bastante bien parecido. Provenía de una familia respetable de la ciudad vecina de Naín, tenía veintidós años, no le faltaba atractivo y parecía llevarse bien con todos. María apenas había intercambiado veinte palabras con él. Si estaba interesado en ella, ¿por qué no había buscado la oportunidad de hablarle? No porque la muchacha no visitara el saladero a menudo.

Todas las miradas estaban puestas en ella.

—Supongo que… está bien.

¡En absoluto había querido decir eso! ¿Qué le estaba pasando? Su mente divagaba, y pronunciaba palabras que no expresaban sus verdaderos sentimientos. Y no era la primera vez. Le sucedía desde hacía ya varios meses.

Sería —tenía que ser— por culpa del insomnio. El pasado invierno su don de dormir profundamente la había abandonado, siendo sustituido por pesadillas vividas y espantosas o por la total incapacidad de conciliar el sueño. Y su habitación… era un lugar gélido, mientras que el resto de la casa seguía siendo cálido. Su padre había buscado en vano rendijas en las paredes que explicaran la presencia de corrientes; no pudo encontrar nada. Al final, la muchacha optó por cubrirse con una pila de mantas.

Es la falta de sueño que hace estragos, pensó María. No puedo pensar con claridad. Ni responder como debiera. ¡Se trata del matrimonio! Algo que deseo y rechazo a la vez; algo capaz de arruinar el resto de mi vida si me equivoco en la elección. He temido este día desde que era pequeña. Su llegada ha tardado demasiado para el resto de la familia… y no lo suficiente para mí, se dijo.

Natán se inclinó hacia delante.

—Una respuesta demasiado tibia a una pregunta sumamente importante —dijo—. «Supongo que está bien» puede servir para decidir si salir a dar un paseo o no, y no como respuesta a una proposición de matrimonio.

—¿Cuál fue, exactamente, su… proposición? —preguntó María. Quizá los detalles la ayudaran a decidir.

—Ser socio del negocio familiar y mudarse a Magdala. No tendrías que ir a vivir con su familia.

Eso estaba bien. María no deseaba convivir con una suegra ni tener que cuidar de personas que no conocía, aunque ésa era la práctica más habitual.

—Ofrecer una suma apropiada como mohar, tu regalo de bodas, y celebrar el matrimonio el año que viene. Tú tendrías diecisiete y él, veintitrés. Ambos tenéis edad suficiente. ¿Qué dicen los rabinos? Hasta los más liberales coinciden en que un hombre se debe casar antes de cumplir los veinticuatro.

—Quizá sólo desee hacer lo que se espera de él —sugirió María—. Quizá su padre le esté presionando.

Por fin, un comentario propio de ella. Sacudió la cabeza para aclararse las ideas.

—¿Qué importa eso? —interpuso la madre—. La cuestión es: es un buen hombre y de buena familia, y parecéis llevaros bien. Además, sus perspectivas son buenas.

—Ni siquiera sé si me gusta. No sé si le reconocería si le viera en el mercado.

Silvano alzó la vista con expresión de escriba que está ponderando un asunto.

—¡Me parece que nos lo pensamos mejor antes de comprar el burro! —dijo el hermano.

Su padre arrugó el ceño.

—No digas tonterías. Claro que hicimos más averiguaciones cuando compramos el burro. ¡El animal no puede hablar de sí mismo! Es distinto cuando se trata de un hombre.

—¿De veras? —preguntó María—. ¿Qué ha dicho este hombre de si mismo? ¿O se trata de lo que no dice, o de lo que no dicen los demás de él?

—¡Habla tú misma con él, pues! —ordenó Natán—. ¡Sí, señora! ¡Baja al saladero y habla con él la próxima vez que venga! Entretanto, no obstante, ¿qué le digo?

—Dile… que quiero saber tanto de él como del burro.

—¡Desde luego, no pienso decir tal cosa! Debería ordenarte que obedezcas. Ya basta de tonterías. Has de decidirte hoy mismo. Olvídate de hablar con él. ¡Si lo haces, huirá espantado!

Ya está. Lo había dicho. Estaban desesperados por verla casada, pensó María, y la proposición del joven de Naín les había alborozado. Ella era una deshonra para su familia, una hija aún sin esposar a los dieciséis años. Ésta podría ser su última oportunidad.

—Necesito pensármelo. Al menos hasta mañana —dijo—. Dame, por favor, este margen de tiempo. Nos lo pensamos más antes de comprar el…

—¡No quiero oír hablar más del burro! —estalló Natán.

Por fin llegó el momento de retirarse cada uno a sus aposentos. María se acostó en su estrecha cama, en la habitación glacial, invadida por un helor extraño, puesto que todavía no estaban en invierno. Se cubrió con las mantas hasta la frente y cerró los ojos. Ansiaba escapar del mundo diurno.

Pero el sueño se le escabulló de nuevo, como en un juego perverso. Sintió con claridad la presencia de las sombras, oyó con nitidez los sonidos diminutos de la noche, tuvo conciencia aguda de la luna, que dibujaba un rectángulo de luz en la esquina de la habitación, como el ojo indagador de un dios incansable.

—¿Qué me está ocurriendo? —preguntó con un hilo de voz, azorada—. Ya no soy capaz de pensar, no soy yo misma.

Casi podía ver su propio aliento materializarse en la penumbra. Sopló suavemente. Sí, ahí estaba, una pequeña nube iluminada por el resplandor de la luna. No es posible. No hace tanto frío, el aire de la habitación no puede ser tan gélido.

Y esa sensación de opresión en la cabeza, como si algo pesara sobre ella, haciendo presión.

Ese hombre… Joel… Intenta pensar en Joel, se dijo. Desea casarse contigo, llevarte a su hogar. Piensa en su cara.

Trató de recordarle, de ver su rostro con la imaginación, pero sin resultado. Se había borrado de su memoria.

De repente, una voz sonó en el extremo opuesto de la alcoba. Incorporándose bruscamente, escudriñó las sombras para ver de qué se trataba. Estaba rodeada de tinieblas, que conformaban un marco impenetrable. Entonces, poco a poco, algo se abrió camino hacia el centro de la habitación: un pequeño cofre. Se movía de veras, con un sonido rasposo al avanzar sobre el suelo de piedra.

María, asustada, lo contempló adentrarse en el rectángulo de luz lunar. ¿O fue la luz la que se había desplazado hacia él?

Quiso rezar, pero de sus labios brotaron palabras sin sentido, palabras cuyo significado desconocía.

¿Qué había dentro de aquel cofre? Estaba demasiado espantada para salir de la cama e ir a averiguarlo. Se limitó a observarlo mientras descansaba en la mancha de luz.

Curiosamente, aunque su cuerpo se mantenía rígido por completo en la cama, acabó quedándose dormida. Tuvo sueños extraños y detallados sobre cuevas oscuras que se abrían en las profundidades de la colina en el extremo de la ciudad y cuyo final estaba fuera de su alcance. Estaban negras como la noche misma.

Cuando asomó el alba, y pudo oír el sonido de pasos madrugadores en el camino que pasaba junto a la casa y el ruido de los pescadores que remaban ya lago adentro, salió de la cueva onírica y regresó a su habitación. Al instante miró al suelo, buscando el cofre. También aquello, el cofre móvil, había sido un sueño.

Estaba… no exactamente en su lugar habitual, aunque tampoco en mitad del suelo. Quizá su madre lo hubiera trasladado sin que ella se diera cuenta, o sí se dio cuenta, de reojo, y luego soñó con él.

¿O acaso el cofre había vuelto a su sitio después de quedarse ella dormida?

Se levantó sin hacer ruido. En la alcoba seguía haciendo mucho frío. Alcanzó un chal con el que envolverse y se frotó los brazos para entrar en calor. Asombrada, descubrió que sus brazos estaban cubiertos de arañazos, arañazos inflamados que trazaban dibujos y le dolían cuando los tocaba.

Estuvo a punto de gritar pero consiguió ahogar el grito. Extendió brazos y miró las marcas, incrédula. Parecían arañazos de espinos o de zarzas. Trató de recordar qué había hecho el día anterior. ¿Se había acercado a los cardos? ¿O se había convertido en sonámbula? Supo una vez de un niño que caminaba dormido; salía de su casa por la noche sin recordar nada por la mañana. Sus padres tuvieron que atarlo a la cama para impedir que se fuera. Le resultaba terrible pensar que ella pudo hacer lo mismo, enfrentarse a los peligros de la noche sin siquiera darse cuenta.

Se agachó sobre el cofre y recorrió la tapa con la yema de los dedos; lo había hecho un carpintero de la ciudad y su superficie era pulida y estaba tachonada. Lo inclinó hacia atrás. No tenía ruedecillas en la base ni nada que facilitara su desplazamiento. Al contrario, los pequeños listones clavados en el fondo estaban diseñados para afianzarlo en el suelo e impedir que se moviera.

María contuvo el aliento. ¡Pero esos listones producirían un sonido rasposo si el cofre fuera arrastrado por el suelo! Y sí, unas pequeñas huellas lineales que partían de su emplazamiento original demostraban que el cofre se había movido realmente.

Cualquiera pudo moverlo, sin embargo, pensó la joven. María abrió la tapa con cautela, como si esperara que del interior saltara una serpiente. Pero allí no había más que algunas túnicas de lino bien dobladas, unos echarpes de lana de abrigo y, debajo, algunos de los textos griegos que había escondido allí, como si fueran objetos peligrosos. Metió la mano y rebuscó en el fondo, envalentonada. Ni serpientes ni escorpiones ni nada que supusiera una amenaza. De pronto, sus dedos palparon un bulto; lo asió y lo sacó del cofre.

Era un objeto envuelto en trapos, una forma terriblemente familiar. La desenvolvió con ademanes lentos y aprensivos. Los trozos de tela cayeron al suelo, descubriendo el rostro sonriente de Asara.

El sobresalto del reconocimiento la sacudió como una descarga. La provocadora belleza del ídolo, que le había frenado la mano cuando quiso destruirlo, ahora parecía burlarse de ella.

«Te faltan agallas para luchar contra mí —le decía—. Vuestros profetas varones, los Jeremías y los Oseas de vuestra historia, habrían acabado conmigo sin dudarlo. Pero tú eres una mujer y me entiendes mejor. Entiendes que somos hermanas y que debemos apoyarnos una a la otra. Tú me ayudaste, en cierta ocasión, y ahora es mi turno de ayudarte a ti. Te daré todo lo que está en mi poder de dar».

¿Qué puedes darme?, pensó María.

«¿Qué quiere toda mujer? Siempre es lo mismo. Quiere belleza, belleza que le dé poder sobre los hombres, y garantías de seguridad en la vida. Es así de sencillo».

Pero yo quiero más, pensó María. Quiero reflejar la gloria de Dios en mi persona, ser lo que Él desee que yo sea.

«Atrapar a los hombres con la belleza es un deseo mucho más común, sin embargo. Es la propia tentación. Un deseo de menor importancia y, no obstante, mucho más preciado».

—No puedes aumentar mi belleza, ni mermarla —dijo en voz alta—. Mi aspecto es lo que es, nada puede cambiarlo. —Rebáteme, argumenta en contra de esto, desafió en silencio.

«Puedo cambiar la manera en que te ven los demás —susurró Asara en su mente—. ¿Serás Magdalena, la bella y misteriosa, o sencillamente María, de la familia de saladeros de Magdala?».

Aunque yo quisiera otra cosa, mi condición ya está definida en esta vida, respondió María. La gente me ve como siempre me ha visto.

«Yo puedo hacer que todo cambie a partir de ahora —le prometió Asara—. Puedo hacerte hermosa como una diosa. Al menos, a ojos de los demás».

Es decir, no está en tu poder cambiar mis facciones, la forma de mis ojos o de mi nariz, pensó María. Un hombre ya se fijó en mí y me eligió, debido a lo que vieron sus ojos. Es demasiado tarde.

Asara suspiró. «Nunca es demasiado tarde —murmuró—. Los mortales no lo pueden entender».

Nunca es demasiado tarde para Dios. Yahvé dice que, a sus ojos, mil años son como un solo día. Pero no es así para mí, respondió María, en ese diálogo entre mentes.

«Eres una mujer —murmuró Asara—. Yo soy una diosa femenina y te he elegido. Satisfaré tu deseo, tu anhelo de ser deseable a ojos de tu esposo».

¿Cómo sabía eso? ¿Cómo podía conocer esa ansia profunda y secreta?

Mujeres. Hombres. Matrimonio. Amor y deseo. Hijos. Toda mujer quiere ser Betsabé, anhela ser Raquel, desea ser la novia amada. Y yo también.

—¡Todos mis sueños… mis deseos de belleza… hazlos realidad! —María pronunció la orden con sarcasmo y aspereza.

Asió el ídolo con fuerza, como si pretendiera estrangularlo, para recordarle que de ella dependía su destrucción o pervivencia. Parecía tan frágil en sus manos.

—¡Haz que sea hermosa, haz que mi esposo me desee por encima de todas las cosas! —Repitió la orden. Luego metió la efigie en el fondo del cofre, cerró la tapa de un golpe y lo empujó de nuevo contra la pared.

No soy hermosa, pensó, enderezándose. Sé que no lo soy. Pero ¡cuanto me gustaría serlo, aunque sólo fuese por un día! ¡Cuánto me gustaría que alguien me viera así!

Cuando salió de su habitación, sus padres ya estaban a la mesa, tomando su desayuno habitual de pan y queso. Ambos la miraron con expectación; la estaban esperando con impaciencia.

Se sentó apresurada a la mesa baja y arrancó un trozo de pan para sí.

—¿Y bien? —preguntó su padre. María vio que su madre le dirigía una mirada de reproche, como si le censurara las prisas.

—Acepto ser la esposa de Joel —respondió la muchacha.

Le parecía la decisión correcta, y, además, se sentía agotada de tantas dudas y exámenes de conciencia. Tenía que casarse, y Joel era tan bueno como cualquier otro, quizá mejor que la mayoría. Dentro de un par de años le quedarían pocas opciones y tal vez se viera obligada a casarse con un viejo viudo. Además, su casa parecía embrujada por un espíritu malévolo que la había tomado con ella; estaría mejor en otra parte. Aquella cosa… lo que fuera, la estaba echando. Quizá nada tuviera que ver con el viejo ídolo de marfil oculto en el cofre, podría ser otro poder cualquiera. ¿Cómo estar segura?

María había visto a los poseídos —deberían llamarles «desposeídos», porque lo habían perdido todo en la vida— vagar por los mercados, mientras la gente se apartaba de ellos y les miraba con temor y desaprobación. Nadie podía explicar por qué un demonio elegía esta persona y no otra; algunas de las mejores familias tenían miembros afligidos por ese mal. Ahora parecía que el hogar de María había sido también invadido. Era su deber alejarse de allí, llevándose al espíritu consigo para proteger a su familia o escapando ella misma a su influencia.

—¡María, qué… qué maravilla! —exclamó su madre. Evidentemente, esperaba una larga polémica entre padre e hija sobre el tema. Cediendo con tanta facilidad, la muchacha les había hecho un regalo inesperado—. Me siento muy feliz por ti.

—Si —añadió Natán—. Porque pensamos que Joel es un joven muy encomiable. Le acogeremos con alegría como hijo nuestro.

—María. —Su madre se puso de pie y la rodeó con los brazos—. ¡Qué gran… alegría!

Qué gran alivio, querrás decir, pensó la joven. Alivio de no tener que sufrir la deshonra de una hija soltera. De haber cumplido con vuestro deber.

—Sí, madre —respondió, apretándola contra sí en un verdadero abrazo.

Y ahora he de dejarles, pensó. No será hoy mismo, aunque sí será pronto. Y, de algún modo, la despedida ya ha comenzado.

Se sintió acongojada, como si la estuvieran repudiando.

«Y el hombre dejará a su padre y a su madre, y le será fiel a su esposa», decían las escrituras. De nuevo, sólo se ocupan del destino de los hombres, pensó María. Ni mención de la mujer a la que tienen que ser fieles, ni de sus sentimientos.

—¿Queréis que vaya a hablar con él hoy mismo? —preguntó—. ¿O preferís hacerlo vosotros antes?

—Será mejor que hables tú con él —dijo el padre—. Es bueno que habléis en privado. Somos gente moderna. —Sonreía encantado.

María se preparó para ir al saladero. Se vistió ceremoniosamente, eligiendo un vestido que le favorecía, blanco, con una cinta en el cuello.

Se cepilló el pelo y lo sujetó con horquillas.

Me imagino que una vez casada tendré que llevarlo trenzado y recogido, pensó. Y cubierto. Qué lástima. Pero la idea se desvaneció enseguida. Todo el mundo sabía que las mujeres casadas tenían que cubrirse el cabello. Formaba parte del precio que se tenía que pagar para ser una esposa respetable. Ningún hombre, salvo el esposo, tenía derecho a contemplarlo.

Desde luego, eso suponía que nadie en absoluto lo vería ya fuera de las paredes de la casa, ni los niños ni las amigas ni los hombres que habían superado la edad de la lujuria. El mundo se veía privado de una de sus bellezas.

Eligió suaves sandalias de piel de cordero y una capa de lana ligera. A fin de cuentas, se supone que éste es uno de los días más felices de mi vida, pensó. Debo llevar ropa especial, ropa que me lo recuerde cada vez que me la ponga, prendas que me hagan pensar: Esta es la capa que llevé el día en que… Quizá se lo cuente algún día a mi hija y le enseñe las prendas.

Suspiró. Ya me siento vieja, se dijo, pensando en lo que explicare a mi hija.

Salió a la calle y emprendió el camino del saladero. Sabía que el mediodía era un buen momento para visitarlo. Todos estarían allí y, aunque todas las miradas se fijarían en ella al entrar, el ruido y el clamor de la fábrica servirían de escudo eficaz para que nadie escuchara su conversación con Joel.

El negocio de la familia se encontraba cerca del muelle donde los pescadores de Magdala descargaban su captura, más allá del ancho paseo y de la lonja donde vendían y compraban pescado. Había mucha pesca en el lago, que proporcionaba un buen alimento a los habitantes de las dieciséis ciudades y pueblos que bordeaban sus orillas. Pero el pescado es un alimento perecedero, que no puede ser transportado sin haber sido previamente tratado de algún modo; para que la captura de Galilea llegara más allá de sus costas, necesitaba ser procesada. La familia de María había montado un negocio especializado en los tres métodos conocidos de tratamiento: el secado, el ahumado y la salazón.

Estos métodos se aplicaban en especial a las sardinas, plato básico de todas las mesas de la región. Las sardinas eran pequeñas y fáciles de tratar; la pesca mayor, más difícil de conservar, tenía que consumirse enseguida. Las sardinas, sin embargo, se prestaban a tratamiento y, una vez recibido, llegaban tan lejos como a la propia ciudad de Roma, donde se decía que el pescado de Magdala era apreciado como un manjar exquisito. En cierta ocasión, Natán había recibido un pedido del palacio de Augusto y había conservado aquella carta como recuerdo destacado.

Unos quince obreros se dedicaban a la pesada tarea de mover los barriles, esparcir la sal y envasar el pescado. En los meses más calurosos, el olor dentro del saladero resultaba opresivo; había que tener buen estómago para trabajar allí. Pero hoy hacía fresco y el aire que entraba por las puertas abiertas arrastraba el hedor hacia el lago, donde pertenecía.

María recorrió las calles a paso lento, para retrasar al máximo el encuentro. Se cruzó con muchos conocidos y se entretuvo para hablar con todos, sin dejar de analizar su situación. Al menos no tendré que mudarme a otra ciudad y perder a esta gente que conozco de toda la vida, como les pasa a muchas mujeres. Sí, esto es de agradecer.

Joel no era pastor ni mercader ni contable de la casa real, ocupaciones que conllevarían cambios abruptos en la vida cotidiana de María.

El pastoreo era duro y conllevaba malos olores, y significaba ir a vivir al campo. Con todos los respetos para el rey David, no era un modo de vida atractivo. El comercio, por su parte, implicaba un esfuerzo continuo por obtener beneficios de unos bienes ya comprados, además de la necesidad de viajar mucho. En cuanto a los oficios relacionados con la casa real, el rey Herodes Antipas, aunque más humanitario que Herodes, su padre cruel y antojadizo, estaba demasiado comprometido con Roma para que un judío se sintiera a gusto a su servicio. Se decía de él que se comportaba como judío en un lugar y como pagano en otro según las personas a las que deseaba complacer. Aun así, era el único que se interponía entre los galileos y el gobierno directo de Roma.

Ya no podía demorarse más. Había llegado al gran edificio de piedra que alojaba la empresa familiar. María irguió el talle. Obreros a los que conocía desde la niñez entraban y salían por la puerta principal, empujando barriles y carretas, aunque la muchacha no reparó en ellos. Tenía que entrar en el saladero; tenía que hablar con él.

Cruzó el umbral. El interior estaba en penumbra y tardó unos momentos en acostumbrarse. Podía distinguir unas sombras en movimiento que, poco a poco, adoptaron forma humana. Silvano estaba de pie junto a un montículo de sal pura, que había sido vertida en un cubo, al otro extremo de la nave. Sostenía una tablilla en la mano y parecía estar repasando cifras con otro hombre. Los demás trajinaban a su alrededor.

Entonces María vio a Joel, de pie junto a una hilera de ánforas de arcilla, esperando que las llenaran de adobo macerado, la salsa que constituía la famosa receta de su familia. Había dos variedades: una era para los paganos y la otra, estrictamente kosher. Muchos lugares producían adobo, aunque la especialidad de Magdala gozaba de una reputación excepcional y su éxito había dado renombre a la familia de María.

Allí está, pensó. Durante el resto de mi vida, le buscaré en el saladero, por la calle, en nuestra casa. Es… atractivo. Alto y bien proporcionado. Y parece…

Antes de que pudiera concluir su reflexión, Joel la vio. Su rostro se iluminó y se dio prisa en ir hacia ella.

—Gracias por venir —dijo al acercarse.

María se limitó a asentir con la cabeza porque, de pronto, se sentía incapaz de hablar. Le miraba sin poder siquiera formar un juicio de valor acerca de él, como solía hacer con las personas y las cosas. Él se detuvo ante la muchacha, incómodo también.

—Sé cuán difícil resulta esto —dijo—. Aunque ya nos hemos cruzado varias veces de pasada…

—No nos prestamos atención —concluyó ella.

—Yo, sí —repuso Joel.

—Oh.

—Salgamos afuera —propuso el joven. Abarcó con un gesto el ajetreo que reinaba en el saladero, así como las miradas soslayadas que les dirigían los que empezaban a sospechar algo. María vaciló por un instante, preferiría contar con la presencia protectora de los demás. Finalmente, le siguió afuera.

Salieron del edificio oscuro y, siguiendo la orilla del lago, se encaminaron hacia el norte, más allá del paseo y los amarraderos, lejos de las miradas indiscretas. El camino era ancho y muy trillado, ya que seguía el óvalo del lago sin alejarse del borde del agua.

—Tu familia no son pescadores ni gentes del lago —comentó María al fin, haciendo de su afirmación una pregunta.

—No —respondió él con la mirada fija al frente—. Mi familia vive en Galilea desde hace muchísimo tiempo; hay quien afirma que permanecimos en este país incluso durante las guerras. Los asirios alegan haber despoblado la tierra por completo. Pero, naturalmente, no fue así. De ser eso cierto, habría tantos israelitas en su país como asirios. ¡Creo que no les apetecía repetir la experiencia del faraón, dejándose invadir por gente como nosotros!

Su voz es agradable, pensó María, y sus palabras, meditadas. Su cara es atractiva y su expresión, afable. Quizá… Quién sabe, a lo mejor un día puedo llegar a quererle. Tal vez se parezca a mí.

—También mi familia tiene una leyenda similar —dijo—. Se dice que pertenecemos (mejor dicho, que pertenecíamos) a la tribu de Neftalí de esta región, que supuestamente ya no existe. Justo pasada esa curva están las ruinas de su antigua ciudad. En todo caso, es una bonita historia.

—Neftalí es un cabo suelto —interpuso Joel—. ¿No fue eso lo que dijo de él Jacob en su lecho de muerte? María se rió.

—¡Si, pero nadie entiende qué significa!

—Jacob dijo también que sus palabras son bondadosas. —Joel aminoró el paso—. Espero oír tus palabras, María. Espero que sean bondadosas para ambos. Dime qué piensas.

¡Era tan directo! ¿No podían caminar un poco más, conversar un poco más antes de hablar de matrimonio? Aunque sería una conversación forzada. Levantó las manos para arreglar el pañuelo que le cubría la cabeza, sacudido por el viento. Necesitaba ganar tiempo.

—Ya… dije a mi padre que… aceptaba tu oferta de formar parte de nuestra familia.

—No fue ésa, exactamente, mi oferta —repuso Joel—. ¿No puedes decir las palabras?

No, no podía. Se le atragantaban. De repente, las palabras «matrimonio», «esposa», «boda» le resultaban imposibles de pronunciar Negó con la cabeza.

—Si no puedes hablar de ello, tampoco podrás llevarlo a cabo. —Su voz sonó decepcionada aunque resignada.

—Tampoco tú las has pronunciado. —De hecho, las había evitado tanto como ella.

Joel la miró sorprendido.

—Le dije a tu padre…

—A mí lo único que me has dicho es «espero tus palabras». Mis palabras ¿sobre qué?

El joven sonrió.

—Tienes razón. Pero no puedes ganar esta argumentación, porque no me da miedo decir: quiero que seas mi esposa. Desearía ser tu esposo y formar una familia contigo. Ya está.

Un grupo de chiquillos ruidosos apareció en la curva del camino, persiguiéndose y gritando.

—¿Por qué? —fue lo único que pudo decir María.

—Porque, desde que cumplí la mayoría de edad, he sabido que no quiero cultivar lino, como mi padre. Quiero tener un oficio propio, un hogar propio y una familia propia. Cuando te vi supe que eres la persona con la que me gustaría pasar el resto de mi vida.

—¿Y por qué? —Apenas habían hablado; ¿cómo podía saberlo?

—«Y Jacob amó a Raquel». ¿Por qué? Casi no la conocía. No había hecho más que dar de beber a sus ovejas.

—Aquello fue hace mucho tiempo, y es sólo una historia. —El muchacho tendría que esforzarse más.

—«Y Jacob trabajó siete años para Raquel, que sólo le parecieron unos pocos días, porque la amaba». Es una historia verídica, María. Ocurre con frecuencia. Y me ha sucedido a mí. —Calló avergonzado, tratando de recuperar su dignidad—. ¡Ya llevo casi tres años en el saladero, la mitad del tiempo de Jacob!

Ahora ella también se sentía profundamente avergonzada.

—Espero que no sea ésta la razón por la que buscaste un empleo allí.

—No, me atrajo el negocio. Me gusta la idea de trabajar en alimentación, de ofrecer un servicio tan necesario, pero también la oportunidad de viajar, de conocer clientes nuevos. El mundo es muy extenso, María. Demasiado, para que yo me contente quedándome en Galilea, por muy hermosa que sea.

Anhelaba conocer mundo, aventurarse más allá de los estrechos límites del negocio saladero. Ya se había ido de Naín, buscando un ofició distinto al de su padre. También ella sentía lo mismo, la misma acción hacia los lugares lejanos. Eran parecidos: espíritus inquietos, que anhelaban la búsqueda.

—Ya entiendo. —Había llegado el momento de dar su respuesta—. Me honra la comparación con Raquel. Y, como ella, acepto la proposición de matrimonio. Aunque no confío en los criterios que guían tus decisiones.

—Ah, María. Espero, pues, que… algún día… los compartas, cuando llegues a comprenderlos. De momento, me conformo con tu respuesta afirmativa. Soy un hombre afortunado.

Ella no le consideraba afortunado sino mal encaminado. Si conociera una de las razones por las que estaba tan dispuesta a abandonar el hogar paterno, no se sentiría tan complacido. Pero era un alivio. Todo iría bien. Allí, a la luz clara del espacio abierto, los insomnios, la confusión y los dolores de cabeza parecían desvanecerse para siempre. Se libraría de ellos. Joel la sacaría de la casa donde la acechaban.

En lugar de relajarles, las palabras solemnes que habían pronunciado les hicieron sentirse aún más incómodos. Siguieron caminando, sin embargo, decididos a parecer despreocupados. Nubes pasajeras cubrían a ratos el sol, y las aguas del lago parecían un mosaico de colores. Una ligera brisa agitaba las cañas, que parecían penachos, y las ortigas que crecían a lo largo del camino.

—¡Una piedra de culto! —exclamó Joel de repente, señalando un objeto redondeado y negruzco, que yacía casi oculto entre los matorrales. Un orificio atravesaba la parte superior, dándole aspecto de ancla de piedra, aunque desmesuradamente grande—. ¡Mira! Nunca había visto una en su lugar original. —Se acercó a la piedra con cautela, como si esperara que se moviera.

—¿Qué quieres decir? ¿No es un ancla vieja?

María había visto otras como ésta, aunque no podía recordar dónde. No les había prestado especial atención.

—No. —Joel se agachó para apartar los hierbajos que crecían altos a su alrededor—. Se parece a un ancla pero fíjate en su tamaño. No, es una reliquia de los canaanitas. Uno de sus dioses o una ofrenda votiva a un dios. Posiblemente al dios del mar que, según ellos moraba en las aguas del lago.

—El país está lleno de ídolos. —María oyó su propia voz—. Los encuentras bajo tierra, junto a los caminos…

—Es bueno que aún queden algunos —respondió Joel—. Aunque sólo sea para recordarnos que aguardan la oportunidad de retomar las riendas. No podemos bajar la vigilancia.

María sintió un escalofrío que no se manifestó externamente.

—No —accedió—. No podemos bajar la vigilancia.

Una ráfaga de viento azotó el camino, haciendo ondear la capa de María a sus espaldas. En un gesto instintivo, se cruzó de brazos y, al hacerlo, Joel vio los arañazos. María trató de ocultarlos, demasiado tarde.

—¿Qué es esto? —preguntó él, desconcertado.

—Nada… Fui a recoger leña junto a la playa y…

—¿Qué hiciste? ¿Pelear con los maderos? —Joel sonrió—. Nunca debes recoger leña con los brazos descubiertos. —Pareció satisfecho con la explicación y dejó correr el tema.

Parecía satisfecho en general y, mientras seguían paseando a lo largo de la orilla, los ánimos cambiaron y el recelo dio lugar a las bromas. Numerosas barcas de pesca regresaban al embarcadero construido cerca de las fuentes termales que había un poco más adelante, las Siete Fuentes, como solía llamarlas la gente. Era un lugar predilecto de los pescadores de Cafarnaún y Betsaida, porque las aguas cálidas atraían determinado tipo de pesca en invierno. En consecuencia, las instalaciones del pequeño puerto a menudo se veían desbordadas de barcas que competían por amarrar y clasificar su mercancía. En la orilla había gran bullicio y una atmósfera de alegría.

—Los pescadores son gente interesante —dijo Joel—. Y muy contradictoria: tienen reputación de ser piadosos, siendo su ocupación tan material. Trabajan toda la noche, descargan pescado, remiendan redes, exactamente lo contrario a las vidas de los escribas religiosos.

—Quizá por eso su religiosidad está en entredicho —dijo María—, al menos, a ojos de los que viven en Jerusalén. ¿Cómo puede un pescador mantener la pureza ritual? Se mancilla a diario, tocando el pescado impuro que queda atrapado en sus redes.

—Y, sin embargo, ¿a quién preferirías tener a tu lado en momentos de crisis? ¿A un pescador o a un escriba de Jerusalén? —Joel se rió—. Tomemos como ejemplo a Zebedeo. —Saludó con la mano a un hombre corpulento y de rostro enrojecido, que devolvió el saludo, a pesar de que, seguramente, no podía reconocer a Joel desde aquella distancia—. En ocasiones, cuando el tiempo es muy malo, él solo trae la captura a puerto. Es propietario de varias barcas, tiene un auténtico negocio. Sus hijos trabajan con él, además de emplear a varios obreros.

Se acercaron al amarradero, que bullía de gente.

—¡Cuidado! —Sonó una voz estentórea—. ¡No os acerquéis a la cesta!

Estaban dando un rodeo alrededor de una gran cesta; de las junturas escapaba agua enfangada y la canasta entera parecía bullir.

—Perdona, Simón. —Joel dio un paso atrás.

—Me ha costado tres horas clasificarlos —explicó Simón, un gigante de hombre, de pie junto a la cesta, con sus enormes brazos cruzados en el pecho. Tenía un aspecto fiero. Luego echó a reír.

—Lejos de mis intenciones, echar a perder tu trabajo —dijo Joel. Vaciló por un momento. María supo que estaba reflexionando—. Simón, ya conoces a los hijos de Natán, Eli y Samuel. Ésta es María, su hermana.

Simón la observó con atención. Sus ojos, excepcionalmente grandes, parecían traspasar su rostro.

—Sí, te conozco. Te he visto en el saladero. —Asintió de manera enfática.

—María ha aceptado ser mi esposa —añadió Joel. La miró con orgullo.

La expresión de Simón se iluminó y una sonrisa alegró sus facciones.

—¡Ah, benditos seáis! ¡Mis felicitaciones! —Guiñó un ojo conspirador—. ¿Significa esto que de hoy en adelante debo tratar contigo en el almacén?

Joel se sintió violento.

—No, por supuesto que no. Natán sigue dirigiéndolo todo. ¡No es ningún viejo!

—Lo mismo dice mi padre —repuso Simón—. Aunque Andrés y yo presentimos que está a punto de dejar el trabajo duro para nosotros. —Señaló a otro joven, que estaba solo en el muelle. Su cabello, rizado y de color oscuro era el único rasgo que compartía con su exuberante hermano. Él era más delgado y menos alto—. Desde que me casé —prosiguió Simón— soy más respetable cada momento que pasa.

—¿Te has casado? —preguntó Joel—. No lo sabía. Te felicito a ti también, pues.

Simón esbozó una sonrisa picara.

—Sí, me costó lo mío acostumbrarme. Ahora tengo una madre política, que nada tiene que ver con la madre real, permíteme que te lo diga. —Ladeó la cabeza—. Una vez me dijeron: «Si quieres saber cómo será tu novia dentro de veinte años, observa a la madre». Bien pues no es verdad. ¡Y si lo es, que Dios me ayude! —Se echó a reír.

El ruidoso Zebedeo se acercaba en su barca, seguido por otra, tripulada por dos hombres jóvenes. Uno tenía la cara ancha y el pelo castaño claro, el otro era menos corpulento y era rubio.

—¡Eh, tú! —gritó Zebedeo sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Échanos un cabo! —Un muchacho azorado corrió a cumplir la orden. La segunda barca se acercaba al atracadero.

Antes de que desembarcaran y pudieran entablar conversación Joel observó el cielo.

—Ya ha pasado el mediodía —dijo—. Deberíamos volver. —Hizo un gesto de despedida y enfilaron el camino de vuelta a Magdala.

María ya deseaba regresar. Necesitaba estar sola para meditar sobre lo ocurrido. Había aceptado casarse con aquel hombre. Habían hablado y se habían puesto de acuerdo. Le resultaba todo tan extraño, casi irreal. Tenía que irse, para poder pensar.

Y, sin embargo, ya se le hacía cómodo caminar a su lado, escuchar su opinión de los pescadores y sus deseos de viajar y ayudar a la gente. Sus ideas le eran gratas, reconfortantes. Debe de ser lo correcto, pensó. Así tenía que ser. Con los años nos haremos el uno al otro, puesto que ya parecemos compartir muchos deseos.