58

El testamento de María de Magdala,
la que llaman Magdalena

Jesús ha vuelto. Jesús estuvo otra vez entre nosotros. Esto es lo principal, lo más importante que hay que recordar. Él había muerto. Yo le vi en la tumba. Y después le vi con vida… fui la primera en hacerlo. Apareció ante mí en el jardín y, más tarde, por la noche, apareció ante todos los discípulos. Estábamos escondidos, las puertas atrancadas, temerosos de que vinieran a detenernos.

Vino a nosotros y nos aseguró que todo estaba bien, que él estaba vivo. Uno de los nuestros, Tomás, no se encontraba allí la primera noche. Cuando le contamos lo sucedido, se burló de nosotros… como era lógico. Jesús reapareció y le convenció de que en verdad era él. Jesús, el hombre que había sido crucificado y después, misteriosamente, volvió a la vida. Tomás palpó sus heridas, tocó su cuerpo y exclamó:

—¡Mi Dios y mi Señor!

Jesús respondió con dulzura:

—Tomás, ahora crees porque me has visto. Bienaventurados serán aquellos que crean sin haber visto.

Ésta es la razón por la que escribo la historia de lo que nos ocurrió de aquel momento en adelante. Muchos vendrán después de nosotros, y ellos no habrán visto, y deben tener la garantía de lo que vimos nosotros.

Jesús no se quedó mucho tiempo con nosotros. Durante un período que nos pareció muy corto pero que, en realidad, duró unos cuarenta días, apareció repetidas veces aunque ya nunca caminó con nosotros. No estaba siempre a nuestro lado, comiendo, descansando y hablándonos. No; aparecía en momentos extraños e inesperados, casi como si pretendiera ponernos a prueba. Podíamos estar haciendo cualquier cosa, pescar, cocinar o caminar, cuando, de repente, allí estaba él.

Nos dio nuevas instrucciones. Con una de ellas nos encargaba la misión de dar a conocer su mensaje al mundo, mucho más allá de las fronteras de Israel; con otra nos instaba a quedarnos en Jerusalén hasta que nos sucediera algo importante, algo que no quiso especificar.

Adorábamos los ratos pasados con él, disfrutábamos de su compañía, pero no nos atrevíamos a hacerle preguntas. ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse? ¿Cómo podíamos ponernos en contacto con él? ¿Cómo íbamos a seguir adelante sin él? Estas preguntas nos ardían en la boca. Jesús nos aseguraba que «algo» vendría a dar respuesta a todos los interrogantes, y que él siempre estaría con nosotros, pero no entendíamos qué quería decir.

Entonces apareció entre nosotros un día soleado de principios de verano. Ya nos habíamos acostumbrado a sus apariciones inesperadas, y no nos sorprendían. Nos habló de nuestra misión, dijo que siempre estaría con nosotros, y entonces nos dimos cuenta. Se iba, se estaba despidiendo, aunque de un modo enteramente distinto de como se había despedido antes de morir en la cruz.

Para entonces ya estábamos bien adiestrados. Ninguno de nosotros lloró ni protestó. Yo no me aferré a él aunque deseaba hacerlo. Intentamos comportarnos como a él le hubiera gustado.

—Venid, hijos míos, amigos, hermanos y hermanas —dijo, y nos condujo fuera de la ciudad, de vuelta al monte de los Olivos. Dejamos atrás el huerto de olivos de Getsemaní y seguimos subiendo, más allá de nuestro viejo lugar de acampada. Finalmente, llegamos a la cima misma de la montaña.

A nuestros pies se extendía Jerusalén, gloriosa como una obra de arte, proclamando su belleza y su existencia eterna.

Jesús nos reunió a su alrededor y dijo:

—Sois testigos de todo lo que ha pasado. Conocéis mi mensaje, lo habéis oído desde el principio. Ahora os encomiendo la misión de darlo a conocer a otros. Aunque debéis permanecer en Jerusalén hasta que se os invista de poder desde lo alto. —Después nos abrazó a todos, uno tras otro—. Recordad que estaré siempre con vosotros, hasta el fin de la era.

Y desapareció. Le perdimos de vista. A algunos nos pareció que había ascendido a las nubes; otros eran incapaces de describir lo que había ocurrido, sólo sabían que él ya no estaba. ¡Pero tenía que volver! Recordamos lo que tantas veces había repetido después de la crucifixión, que se marcharía otra vez para regresar en gloria. Estaba hablando de Juan. Nos dijo:

—¿Y si quisiera que él permaneciera hasta mi vuelta? ¿Qué os importa a vosotros? Vosotros me seguís. —Creímos que quería decir que volvería antes de que Juan muriera. Volvería para caminar de nuevo con nosotros. ¿Qué otra cosa podrían significar sus palabras?

Estuvimos mirando por todas partes, como unos estúpidos. Entonces, de la nada, aparecieron dos hombres vestidos de blanco.

—¡Galileos! —dijeron—. ¿Qué hacéis aquí mirando al cielo? El Jesús a quien habéis visto ascender al cielo regresará del mismo modo en que le habéis visto partir.

Enloquecidos de emoción a la vez que asustados, volvimos a Jerusalén, cantando y tratando de convencernos de que nos sentíamos felices cuando, en realidad, estábamos desolados. Nos encaminamos directamente al Templo, como si allí pudiéramos encontrar respuestas. No sabíamos qué más hacer.

En el momento mismo en que pisé el recinto, sin embargo, supe que nunca más me sentiría cómoda allí dentro. Aparte del recuerdo de Jesús predicando a las masas, había demasiadas memorias nefastas: el ataque contra Joel; el enfrentamiento de Jesús con los cambistas; la expresión de Caifás, el sumo sacerdote, cuando clamaba por la muerte de Jesús entre el gentío. Hasta la familiar barrera que impedía el paso a las mujeres se hacía intolerable, de repente. Su existencia ya no tenía sentido.

Jesús había vaticinado la caída del Templo. Dijo que no quedaría piedra sobre piedra. Nosotros no lo entendíamos ni lo creíamos. Sólo pasado el tiempo llegaríamos a comprenderlo, como sucedió en tantas otras ocasiones. Incluso ahora hay cosas cuyo significado nos está vedado.

Seguíamos alojados en la casa de José de Arimatea y cada noche nos reuníamos en la sala de la planta superior, donde tantas cosas habían ocurrido. Para mí, aquél era el auténtico lugar sagrado, no el Templo, porque fue allí donde reapareció Jesús a todos nosotros. Ya en otra ocasión habíamos compartido una cena en su ausencia, un ágape celebrado con tristeza y camaradería. Ahora debíamos hacerlo de nuevo, con Jesús ausente de una manera muy distinta.

Las mujeres salimos pronto del Templo y regresamos a la casa con los alimentos necesarios para la cena. Asombradas, descubrimos que allí nos esperaba Santiago, el hermano menor de Jesús. Su madre profirió un grito ahogado de alegría y se le acercó, vacilante, para tomar entre sus manos las manos de su segundogénito. Santiago no era tan alto como Jesús, ni tan esbelto. Sería imposible confundir uno por el otro. Y, sin embargo, había cierto parecido en la profundidad de la mirada.

—¡Hijo mío! —exclamó María la mayor—. ¡Oh, querido hijo! —No le preguntó por qué estaba allí. Las madres sabemos que estas preguntas no se hacen; sencillamente, aceptamos la presencia de nuestros hijos como un regalo.

—¡Le he visto! —La cara morena de Santiago expresaba su perplejidad y confusión—. ¡Te digo que le he visto!

—Entonces lo sabías…

—Claro que lo sabía, todo el mundo lo sabe. Yo vine para la Pascua y…

—¿Estabas aquí? ¿Desde el principio? —La voz de María la mayor temblaba.

—Alquilé un alojamiento —explicó Santiago. Al ver que su madre arqueaba las cejas pensando en el gasto, añadió—: La carpintería ha ido bien este último año. Pero, madre… le vi de repente, estaba allí, en mi habitación. Sí, en mi habitación. Y me contó tantas cosas, me explicó tantas cosas que… No sé, estoy asombrado. Citó tantas profecías de las Escrituras… ¡Era mi hermano! Y, al mismo tiempo, no era mi hermano, sino otra persona…

—Me había prometido que algún día iría a buscarte —dijo María la mayor—. Cumplió su promesa, la cumplió gloriosamente. —Tendió la mano y tocó la mejilla de su hijo—. Ahora se ha ido. Ha vuelto con su Padre, como también había predicho. Nosotros tenemos que encontrar nuestro camino. Dejó claro que tenía trabajo para nosotros. Muchísimo trabajo.

—Sí, el cumplimiento y perfeccionamiento de la Ley —dijo Santiago. Frunció el oscuro entrecejo antes de añadir—: Debemos perseguir este fin con más celo que nunca.

—¿Es, realmente, eso lo que te dijo? —preguntó Pedro, que avanzaba hacia ellos.

—¿Qué otra cosa podría ser? Él vino para cumplir las profecías, la Ley y las Escrituras. Nada se puede hacer al margen de ellas. —Santiago parecía sorprendido de que nadie cuestionara siquiera esta verdad.

—El propio Jesús no cumplía la Ley con rigor —contestó Pedro—. ¿Es lo que te dijo textualmente?

—¿Qué importan las palabras exactas? —protestó Santiago—. ¡Estamos aquí para demostrar que él fue un hijo cumplidor de Israel, el más cumplidor de todos! ¡Las autoridades religiosas que le criticaron estaban equivocadas!

—Seas bienvenido —dijo Pedro—. Todos los hermanos en Jesús son bienvenidos. —Pedro abrió los brazos, pero no hizo ademán alguno de abrazar a Santiago—. Y todos los hermanos aquí presentes somos iguales. Jesús nos dijo una vez que, para él, somos como hermanos y hermanas de sangre.

—¿Eso dijo? —Santiago parecía perplejo.

—No obstante —intervino—, la presencia entre nosotros de su verdadero hermano de sangre es todo un privilegio. —Le sonreí al tiempo que recordaba otras conversaciones, menos agradables, que habíamos tenido en el pasado. Quizá Santiago hubiera cambiado. Jesús tenía el poder de cambiar a la gente.

Pedro arqueó las cejas y se alejó.

Celebramos otra cena en memoria de Jesús, partimos el pan, pronunciamos las palabras especiales y pasamos la copa de la nueva alianza. En esta ocasión no nos sentíamos abrumados de dolor, sino unidos en una misión, aunque no entendíamos con exactitud en qué consistía. Esperábamos instrucciones, y sabíamos que llegarían.

Bebimos a sorbos el vino, sintiendo que era el propio Jesús quien nos lo ofrecía con un asentimiento de aprobación.

Nuestro grupo visitaba el Templo cada día para rezar, tratando de observar todos los ritos. Como he dicho, no sabíamos qué más hacer, aunque a mí el Templo no me atraía. Jesús ya no estaba. ¿Qué otra cosa había allí para nosotros? Pero los hombres acudían al Templo con diligencia, como si quisieran demostrar que eran más piadosos que cualquier fariseo, para que la gente les señalara y dijera: «Son seguidores de Jesús pero ¡muy tradicionales! ¡Jesús era un auténtico hijo de Abraham!».

Se reunían con regularidad bajo el pórtico de Salomón para rezar, y no sólo el círculo más íntimo de discípulos, sino también muchos seguidores de Jerusalén y adeptos venidos de Galilea, tanto hombres como mujeres. En ocasiones, les acompañábamos nosotras, las mujeres, y el hermano de Jesús. Ese día en concreto señalaba el inicio de la Fiesta de las Semanas, también llamada Pentecostés, la fiesta a la que había asistido hacía tanto tiempo, cuando era niña. A diferencia de aquella ocasión, entré en el recinto sagrado libre de pecados ocultos, limpia de secretos inconfesables y vergonzosos, cuestionando el Templo en lugar de a mí misma.

Trataba de no pensar en Caifás porque sabía que, si le viera, no me hacía responsable de mis actos. Le odiaba con un odio indescriptiblemente profundo.

Incluso en aquella corte abarrotada y bulliciosa pudimos retirarnos y rezar en grupo. Yo intentaba concentrarme en el significado de las oraciones, olvidándome del sentimiento de pérdida que manaba de la ausencia de Jesús. Me resultaba imposible no imaginármelo allí, en el Templo, aunque no fuera aquél el lugar al que pertenecía. El Templo era el responsable de su expulsión, persecución y destrucción.

Mientras estaba allí de pie, con la cabeza inclinada y cubierta con el pañuelo… ¿Cómo voy a describir esto? Es algo imposible… Oí un fuerte ruido, parecido al sonido de las alas de una bandada de pájaros que levantan el vuelo, sorprendidos. Sí, como el sonido de una bandada de aves de las marismas. El batido de sus alas removió el aire, que corrió entre nosotros. Miré hacia arriba, pero no había pájaros a la vista. No había nada, aunque se había levantado el viento. Vi que agitaba mi pañuelo y sacudía las faldas de las túnicas de los demás.

Entonces algo rojo y luminoso hizo su aparición en el aire, danzando como una llama. Como numerosas llamas, como lenguas de fuego, que se separaron de la llama original y vinieron a descansar sobre nuestras cabezas. Vi las puntas de las llamas que tocaban las cabezas de los otros, los cuales no gritaron de dolor; tampoco ardieron sus pañuelos. Después, un círculo de luz llameante descendió sobre mí y me envolvió; lo vi con el rabillo del ojo. Tendí la mano para tocarlo, pero no sentí nada, mi mano lo atravesaba. El ruido había cesado, y sólo quedaban las llamas que nos envolvían.

Juan el Bautista… Juan el Bautista había dicho: «Vendrá alguien mucho más poderoso que yo… ¡Yo os bautizo con agua, él os bautizará con fuego! ¡Con la llama del Espíritu Santo!». Y Jesús… ¿qué había dicho Jesús el primer día de su regreso entre nosotros?: «Quedaos aquí, en Jerusalén, hasta que recibáis el poder desde lo alto».

Y —ya te lo he advertido—, no tengo palabras para describirlo sentí que se cernía sobre mí una presencia, algo que nunca antes había conocido. Parecía que me hablaba, parecía que susurraba, parecía penetrar hasta el fondo más recóndito de mi mente.

No tuve conciencia de hablar, aunque oí que los demás lo hacían. De pronto, Andrés empezó a hablar en una lengua extraña, y lo mismo hizo Simón. También, Mateo y yo misma y… todos nosotros. ¿Qué estábamos diciendo? Las palabras fluían, incontenibles, y no podíamos entender lo que significaban.

Los demás peregrinos congregados en el recinto exterior callaron de repente; se produjo un silencio inquietante. Si el viento soplara en otras partes, lo habríamos oído. Pero sólo hacía viento en el lugar donde estábamos nosotros.

—¿No sois galileos? —Un hombre se acercó, al cabo, y nos desafió—. ¿Por qué habláis todas estas lenguas?

Nosotros seguimos hablando, incapaces de contener el flujo de palabras que manaba sin fin.

—¡Escuchad! ¡Venimos de todos los países que existen bajo el sol, unidos sólo por nuestra común descendencia de Abraham! —gritó el hombre, y abrió los brazos de par en par para abarcar la multitud entera—. Somos partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, del Ponto y de Asia, venimos de Frigia y Panfilia, de Egipto y los distritos de la Libia cirenaica, somos viajantes de Roma. Judíos natos y conversos al judaísmo, cretenses y árabes. ¡Y ahora estos galileos hablan todas nuestras lenguas!

¿Realmente hablábamos todas esas lenguas? ¡No conocíamos ninguna de ellas!

—¡Están borrachos! —Una voz resonó del otro lado de la corte—. ¡Han bebido demasiado vino joven!

Entonces Pedro empezó a comportarse de un modo del todo impropio. Fue en ese instante cuando me di cuenta de que algo había descendido realmente sobre nosotros y nos había cambiado. No podía verlo en mí, pero lo vi enseguida en Pedro.

Con aplomo se puso de pie, delante de todo el mundo, y se dirigió a una piedra sobreelevada desde la que podría hablarles a todos. Pedro, un hombre fortalecido hasta ser irreconocible.

Alzó la voz y gritó:

—¡Escuchadme, todos vosotros! —Su tono tenía una sorprendente autoridad—. ¡No estamos borrachos! ¡Aún no es mediodía! No; ha sucedido lo que predijo el profeta Joel. «Ocurrirá en los últimos días. Dios dijo: “Verteré una porción de mi espíritu en la carne humana. Vuestros hijos y vuestras hijas serán profetas, vuestros jóvenes verán visiones, vuestros viejos soñarán sueños. En verdad, en esos días yo verteré una porción de mi espíritu sobre mis siervos y mis siervas, y ellos serán profetas. Obraré milagros en los cielos y sembraré la tierra de señales: sangre, fuego y una nube de humo. El sol se oscurecerá y la luna se teñirá de sangre antes del advenimiento del grandioso y espléndido día del Señor, y serán salvados aquellos que gritan el nombre de Dios».

¿Cómo podía Pedro recordar todo aquello? Jesús nos prometió que recordaríamos cosas pero…

—¡Vosotros, los israelitas, escuchad estas palabras! —gritaba Pedro—. Jesús Nazareno fue un enviado de Dios, un hombre capaz de grandes obras…

Y prosiguió. Les refirió la historia de Jesús, de principio a fin. No se oía nada en la corte. Estaban todos absortos en el relato. ¡Pedro! ¡El Pedro indeciso, vacilante y negador!

Con cautela, tanteé el aire por encima de mi cabeza para ver si podía detectar cierto calor, algo que demostrara el cambio profundo. Porque, si lo tenía Pedro, yo también podría tenerlo. Todas las llamas tenían el mismo aspecto.

—Que la casa de Israel sepa sin duda que Jesús es Señor y Mesías, es el Cristo, el ungido, este Jesús a quien vosotros crucificasteis.

Hubo un largo silencio. Luego sonó una voz que gritaba:

—¿Qué debemos hacer, hermano?

Sin vacilación, Pedro respondió:

—Arrepentíos y sed bautizados, todos vosotros, en el nombre de Jesús, el Cristo, y por el perdón de vuestros pecados. Y recibiréis el don del Espíritu Santo.

¿Cómo se le había ocurrido una respuesta tan definida? Jesús jamás les había dicho nada parecido. Aunque estas llamas, la misteriosa presencia que contenían… podrían representar el consuelo, el amigo que Jesús les había prometido.

Dijo que sería una versión distinta de sí mismo, pero aquello no se parecía a él. ¿Habría empleado Jesús esas palabras? ¿Podíamos confiar en ese amigo recién llegado? ¿Aunque Jesús hubiera anunciado su llegada?

Entonces la congregación entera corrió hacia Pedro gritando:

—¡Bautízanos! ¡Bautízanos!

Y yo no podía salir de mi asombro.

Nos vimos en la necesidad de abrir un registro y de buscar un lugar con agua corriente donde cupiera aquella multitud: unas tres mil personas. El sermón espontáneo de Pedro había ganado tres mil conversos. Tres mil fieles dispuestos a declarar en público que eran seguidores de Jesús, más gente de la que se había atrevido a reconocerlo mientras él vivía.

Pero ¿eran realmente seguidores de Jesús? Pedro era Pedro, no Jesús, y su nuevo y extraño compañero espiritual tampoco era Jesús. Es cierto que, en ocasiones, según cuentan las escrituras, el Espíritu de Dios había descendido temporalmente sobre personas que necesitaban su fuerza para hacer frente a situaciones extraordinarias. Ahora parecía que ese Espíritu Santo habría de acompañarnos durante el resto de nuestras vidas, siendo, de algún modo, el sustituto de Jesús.

Aunque —¡ah!— preferiría mil veces tener al propio Jesús, en toda su asombrosa complejidad. Con el paso del tiempo, sin embargo, llegué a aceptar que aquello era lo que él había dispuesto para mí. No podía sino inclinar la cabeza y acatar su voluntad. ¿Qué alternativas tenía? «No te aferres a mí». Aquellas palabras resonarían en mis oídos hasta el fin, aquel gesto de mantenerme a distancia. Y, sin embargo, me habló primero a mí, antes que a los demás.

Los tres mil fueron debidamente bautizados y nuestra comunidad creció. ¿Qué teníamos que hacer? Éramos galileos, extranjeros, peregrinos en la ciudad de Jerusalén. No obstante, nos habían cedido una casa, un cuartel general donde iban a vernos muchos conversos. ¿Debíamos quedarnos allí?

Acompañados de nuestro nuevo amigo, rezábamos al Espíritu y confiábamos en que él —o ella, o la Sabiduría, o como quisiera llamarse la nueva presencia— nos conduciría adonde Jesús deseaba que fuéramos.

Dos cosas sucedieron casi enseguida. La primera, que Pedro y Juan empezaron a realizar los mismos actos que Jesús cuando curaba y predicaba. ¡De hecho, Pedro alcanzó tanta fama que la gente tendía a sus enfermos en la calle con la esperanza de que su sombra caería sobre las literas y les curaría!

La segunda fue que nosotros, los discípulos, apóstoles y conversos, empezamos a organizamos. Necesitábamos una nueva sede, la casa de José sólo era un préstamo. Fueron muchos, sin embargo, los que se adhirieron al Camino (así nos llamaban al principio) en Jerusalén, entre ellos, incluso algunos sacerdotes del Templo, y ellos nos facilitaron casas y lugares de reunión. Puesto que algunos tenían más dinero que otros, la gente abría fondos comunes y compartía todo, para que nadie pasara hambre. Aquella caridad espontánea llamó la atención del público, y fue así como nuestra fama se expandió.

En los lugares de reunión sucedían muchas más cosas, sin embargo. Partíamos el pan y consagrábamos la copa del vino en el nombre de Jesús, rezábamos, estudiábamos las escrituras para localizar todas las antiguas referencias a Jesús, tal como él nos había dicho. Distribuíamos ropa y alimentos a los más pobres de entre nosotros.

Oh, estábamos muy ocupados. Había muchas cosas que hacer desde el alba hasta la medianoche. No teníamos tiempo para la tristeza, apenas tiempo para la reflexión; sólo había tiempo para la acción y la precipitada oración.

Como una de las primeras discípulas y alguien que conoció a Jesús a lo largo de su ministerio, me llamaban repetidamente para hablar de él a los nuevos conversos, para recrear su persona.

Cuánto ansiaban conocerle. Ahora ya sé que este hambre, esta sed, continuarán y que me es imposible saciarlas. Es lo que intento hacer en este testimonio, en mi humilde medida, pero reconozco que es muy poco.

Posdata a mi hija:

Ahora, Eliseba, voy a enviarte esta carta. Te enviaré más, porque mi testimonio no ha terminado. Quería que tuvieras el principio, sin embargo, la parte que más perplejidad puede causarte.

Te doy mi bendición y rezo para que sientas el deseo de responder. He intentado relatarlo todo con honestidad aunque me he dejado una cosa. Dije que la aparición del Espíritu Santo fue indescriptible. También lo es el amor que siento por ti y que no se ha extinguido en tantísimos años. Escucha tu corazón, te lo ruego. No me cabe duda de que te habla de mí. Dios no sería tan cruel de silenciarlo para siempre.