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A la honorabilísima señora Eliseba de Magdala, patrona y líder de la sinagoga de Tiberíades:

Con los saludos y los mejores deseos de María, la que llaman Magdalena, apóstol y sierva de Jesús en la iglesia de Éfeso, y madre de la señora Eliseba de Tiberíades.

Puesto que soy tu madre y te quiero, te ruego que leas esta carta; no la tires como hiciste con las otras misivas que te he escrito a lo largo de todos los años. Ten piedad de mí, porque soy ya muy vieja; acabo de superar la edad de nuestra ancestra Sara: noventa años. Tú tampoco eres joven, y debes darte cuenta de que se nos agota el tiempo y las oportunidades de poder hablar.

Me siento muy orgullosa de ti, de todo lo que has conseguido, según las noticias que me llegan. Sé muy bien que eres una de las líderes más respetadas y poderosas de la sinagoga de Tiberíades, bien versada en la tradición y las Escrituras, y que eres famosa por tu caridad. Por eso me atrevo a esperar que harás esta caridad extensiva a mí, que soy tu madre.

No seas implacable. No me queda mucho tiempo y desearía volver a ver tu cara. Han pasado tantas cosas desde aquel día, hace ya más de sesenta años, en que me obligaron a dejarte. Es importante que comprendamos lo que sucedió aquel día porque, de lo contrario, jamás podremos comprendernos la una a la otra. Ni perdonarnos tampoco. Ambas hemos cometido errores. Lo digo con tristeza y reconozco los míos sin reservas.

Tengo en mis manos el texto de la maldición que se debe leer en todas las sinagogas contra los «nazarenos», como nos llamáis. El texto reza así: «Que para los apóstatas no haya esperanza; arranca, oh, Señor, la semilla de la arrogancia de nuestra tierra».

«Que los nazarenos y los herejes perezcan en este instante. Que queden borrados del libro de la vida, alejados para siempre del mundo de los justos. Bendito seas, oh, Señor, Tú que castigas a los arrogantes».

Me han dicho que esta maldición fue autorizada por el Sanedrín y adoptada para que a todos aquellos que asisten a las sinagogas y permanecen callados mientras se pronuncia se les expulse por herejes.

¿Por qué nos veis como enemigos? ¿Cómo pudo producirse esta escisión? Jesús se sentiría hondamente afligido por ella. Ya sé que aborreces su nombre. Pero también presumo que debe de despertar tu curiosidad, aunque sólo sea para conocer algo mejor a ese hombre —ese grupo de seguidores— que te supusieron una pérdida personal tan grande. Por eso, lee la historia que adjunto con esta carta, te lo suplico. He trabajado muchos años en el texto, como testimonio y garantía contra los fallos de la memoria y la desaparición de los testigos. Cuando cayó Jerusalén, hace veinte años, muchas cosas fueron destruidas y borradas para siempre de nuestra historia. El Templo… ¡ya no existe! La obra más gloriosa de nuestro pueblo, arrasada y demolida por completo por los romanos. Los libros hechos cenizas, como tantísimas otras cosas. La huida de judíos y cristianos de la ciudad condenada… Hemos sobrevivido, pero cuánto hemos perdido.

Sólo quedamos Juan y yo. Pedro murió en Roma. Santiago, hijo de Zebedeo, fue decapitado nueve años después de la partida de Jesús. Los demás se dispersaron, y ya deben de haber muerto. Hubo muchos más, pero también se han ido. Sólo Juan y yo seguimos con vida, viejos y decrépitos, pero con vida.

La gente viene a vernos, hace largos peregrinajes para preguntarnos: ¿Cómo era aquello? ¿Cómo era él? ¿Qué decía, que aspecto tenía? Y, con las pocas fuerzas que nos quedan, les respondemos. Aunque resulta muy laborioso hablar a la gente de uno en uno.

Así que decidí escribirlo; todo lo que sé, todo lo que recuerdo, para que este conocimiento me sobreviva.

Esto es lo que ocurrió después de la vuelta de Jesús, si la memoria no me falla.