56

Las calles de Jerusalén estaban tranquilas, vacías de las muchedumbres festivas. Los mercados estaban cerrados durante el Shabbat, los puestos, recogidos y los toldos, bajados.

En su extraño estado de percepción agudizada, María observaba con atención los edificios de aquel barrio opulento de la ciudad, examinaba las fachadas de piedra tallada y los postigos de madera maciza, calculando cuánto debían de costar. Inmediatamente, se preguntó qué importancia tenía eso. Ya nada importaba. Ella y Juan recorrieron apresurados las calles del barrio, dejaron atrás el palacio de Pilatos y cruzaron la puerta de salida de la ciudad, siguiendo el mismo itinerario que el día anterior. El único movimiento en la residencia de Pilatos era el paso de los centinelas que montaban guardia. El enlosado del patio estaba limpio. No quedaba sangre ni rastro alguno de lo que había sucedido hacía veinticuatro horas.

Una vez fuera de la muralla, siguieron los pasos de los hombres condenados sobre la extensión rocosa. Habían sentido la necesidad de volver, de rehacer el camino, como si aquello pudiera aliviar su aflicción y hacerles sentir más cerca de Jesús. Ahora podían pisar donde él había pisado y participar de su viaje de un modo que no había sido posible mientras los acontecimientos ocurrían de verdad.

El día era nublado y triste. El sol brillante de la jornada anterior se había ocultado, como si supiera que su luz no era apropiada. Ráfagas de viento frío barrían el descampado que ellos atravesaban con la cabeza gacha. No hablaban, su dolor era callado y, no obstante, compartido.

Se acercaban al lugar. Vieron a lo lejos las tres cruces vacías que esperaban a los siguientes ocupantes.

María se detuvo.

—No puedo hacerlo —dijo con voz queda—. Todavía, no. —Y volvió la cabeza. Juan se detuvo a su lado.

Al otro extremo del pedregal desolado vio la colina a la que había huido después de su repentino y absurdo intento de salvar a Jesús.

—Vayamos hacia allí —dijo. Necesitaba recluirse en aquella soledad, perder de vista las cruces horrendas y reunir su valor antes de volver a acercarse al lugar de la ejecución.

Juntos se dirigieron a la colina. María recordaba intensamente su escapada a todo correr, el jadeo incontenible, la grava suelta y resbaladiza bajo los pies. Aunque en aquellos momentos Jesús seguía con vida; estaba vivo, le bastaba volver la cabeza para verle. Pero, al mirar atrás ahora, no vio más que el pedregal vacío, un camino que nadie transitaba.

Remontaron la pendiente, como ella hiciera el día anterior, aunque sin prisas, y llegaron a la cima. Allí abajo estaba el huerto, el huerto que desde el principio había parecido tan fuera de lugar. No había entrado en el huerto. Se había detenido a escuchar los gritos de la multitud y había sabido que no era capaz de huir.

Una neblina envolvía los árboles del huerto bajo la luz grisácea. María aún no estaba preparada para volver al Gólgota, la colina del Calvario. Prefería quedarse un rato en el huerto. Descendieron la ladera y se dirigieron a las hileras de árboles, cuyas ramas estaban cubiertas de relucientes hojas nuevas que temblaban al paso del viento.

La rama de uno de los árboles no se movía, algo pesado colgaba de ella…

María profirió un pequeño grito cuando vio el bulto oscuro que pendía de la rama de uno de los árboles más distantes; supo que no era un bulto ni una bolsa, sino algo más largo y más pesado, algo que tenía cabeza, brazos, piernas y pies desmayados, y el bulto daba vueltas lentamente, impulsado por el viento…

—Quédate aquí —dijo Juan. Se acercó al árbol con cautela, sin hacer ruido, como si temiera asustarlo. María vio que el bulto se movía y giraba mientras Juan se acercaba.

—¡Dios mío! —gritó Juan—. ¡Oh, Dios mío!

Desobedeciendo, María se precipitó hacia él, atravesó corriendo el áspero terreno, esquivando los árboles. Alcanzó a Juan y le cogió la mano.

—Oh, Dios mío —repetía él. La figura que colgaba del árbol giro hacia ellos, y María reconoció la cara hinchada y ennegrecida de Judas.

Un grito se ahogó en su garganta al mirarle. Los ojos ya habían desaparecido, comidos por los pájaros. De la boca desencajada salía una lengua roja y entumecida, y la cabeza caía a la derecha en un ángulo tan cerrado que descansaba justo sobre el hombro. Del cuerpo emanaba un olor nauseabundo, que se hacía más intenso al paso de la brisa. María apartó la vista conteniendo las arcadas.

¡Judas se había suicidado porque traicionó a Jesús! ¡Ni que su muerte pudiera devolverle la vida!

—¡Es demasiado tarde! —gritó al cadáver—. Eres inútil, un inútil, tus remordimientos son inútiles, como lo fue tu vida. —Su odio no había mermado; la muerte no podía paliarlo—. Me alegro de que no te arrepintieras, me alegro de que no le siguieras al Gólgota porque, si lo hubieras hecho, él te habría perdonado, y no debes ser perdonado, nunca, nunca, en toda la eternidad…

—¡María! —Juan estaba escandalizado.

—No sabes cómo era él, no lo entiendes, era peor que un poseso, merecía morir sin recibir perdón. ¿No le llamó Jesús «hijo de la perdición»? Dijo que estaba condenado a la destrucción.

Cric… Cric… la soga giraba lentamente con el peso, y los pies pendían inertes, rozando casi el suelo.

—¡Ésta es la única paz que encontrarás jamás, la paz de colgar de una soga! —gritó María—. Juan, mira, aún lleva la bolsa con el dinero. Deberíamos quitársela, es nuestro dinero, él era el tesorero, ahora lo necesitamos y…

—No —la interrumpió Juan con severidad—. Dejémosle a él y a su dinero. ¿Realmente quieres tocarlo?

—No —admitió María, y se deshizo en sollozos—. ¡No!

—Vámonos, pues. Este lugar es peor que el Gólgota. —La condujo lejos de allí, lejos del árbol que gemía quedamente bajo el peso.

Pocos minutos después se encontraban a los pies de la cruz central, lúgubre y silenciosa excepto por el viento que silbaba entre los hierbajos. Tanto ruido y tanto dolor el día anterior; tanta quietud ese día. Como si el horror se hubiera disipado, perdido en el vacío. Se arrodillaron para rezar y María susurró:

—Siento que el mal ha desaparecido, aunque no sé cómo. Ni adonde ha ido.

Los discípulos deambulaban por las estancias de la casa prestada, a paso cansino, como animales acobardados. Aunque gente nueva había acudido mientras María y Juan estaban fuera, sus miradas estaban vacías, espantadas. Hablaban entre sí en murmullos, como si temiera que alguien pudiera oírles. Los hombres no dejaban de mirar por las ventanas, nerviosos, pero la quietud propia del Shabbat imperaba en las calles desiertas.

María y Juan entraron juntos, y él dijo:

—Amigos, tenemos que contaros lo que hemos visto. Judas ha muerto. Se ahorcó.

La gente profirió gritos de angustia y dolor. Pero ellos no conocían la historia de Judas, desde luego, no en todos sus detalles. María deseaba contársela, exponerle a ojos de todos ellos. Algo, no obstante, la retuvo. No se veía capaz de hacerlo. Su odio virulento parecía haberse apagado, purgado por la última visita al Gólgota.

—Recemos por él —dijo Pedro, y se puso de pie. María esperó en silencio mientras rezaban.

—Tenemos… que comprar comida para esta noche —dijo cuando terminaron—. Y especias… para ungir el cuerpo de Jesús.

La madre de Jesús, sentada en las sombras del rincón más lejano de la sala, dijo con voz queda:

—No queremos comer.

—Ya lo sé, pero tenemos que hacer un esfuerzo. —Los discípulos, debilitados y alicaídos, se reunieron en torno a ella y se sentaron allí mismo, apocados—. Jesús querría que comiéramos —añadió María. No podría explicar cómo lo sabía, pero estaba segura de ello. Tenía la impresión de que él estaba a su lado.

A la caída del crepúsculo se reabrieron los mercados e infinidad de personas aparecieron de pronto, impacientes por hacer sus compras. María y Juan fueron juntos a comprar comida y especias. Por el camino, comentaron lo que habían visto en el huerto.

—El padre de Judas vivía cerca de Jerusalén —dijo él—. ¿No crees que alguien debería decírselo? Conocemos el apellido de su familia —Iscariote.

—Cuando terminemos lo que tenemos que hacer —contestó María.

¿Qué le debían a Judas y a su familia? ¿Qué les aconsejaría Jesús en este caso? No lo sabía. Mejor dicho, lo sabía pero no tenía ganas de hacerlo. Judas podía esperar. Tenían otros asuntos, más urgentes, que atender.

Pan, vino, queso, lentejas, cebolla tierna, puerros, pasta de higos… Sería una cena sencilla. Pero nutritiva. Y eso era, precisamente, lo que necesitaban en aquellos momentos: un alimento sencillo.

Los discípulos se sentaron en el suelo, prescindiendo de las mesas en observancia del luto, formando un óvalo. Nadie presidía la cena, todos eran iguales. Se habían reunido de nuevo todos los discípulos, aunque la ausencia de Judas parecía cernirse sobre ellos, más patente que la presencia de los asistentes. De un modo misterioso, también parecía estar allí el otro ausente, su anfitrión, José de Arimatea.

Pasaron de mano en mano la canasta con el pan, y cada uno de ellos se cortó un pedazo. Inclinándose hacia el centro, se sirvieron porciones de lentejas cocidas, verduras frescas y queso de cabra antes de reacomodarse en su sitio. Por último, hicieron circular una jarra de vino, llenando las copas una tras otra.

Había llegado el momento de bendecir la cena. Cualquier comida, y especialmente la que sigue al fin del Shabbat, tenía que ser bendecida. Un silencio profundo imperaba, sin embargo, en la sala. Llenarse los platos ya suponía un gran esfuerzo. No se veían capaces de recitar la bendición. ¿Qué bendición? Dios les había abandonado. Había abandonado a Jesús en su hora más negra, y todos sus seguidores quedaban igualmente desamparados. Dios les había contemplado y se había encogido de hombros o —peor aún— se había burlado de ellos.

Pedro levantó su pedazo de pan con ambas manos, a la altura de la cara. Lo sostuvo con reverencia.

—Nuestro maestro dijo que éste es su cuerpo —explicó lentamente—. Dijo que éste es el pan de la nueva alianza. —Agitó con suavidad el pedazo de pan—. No lo entiendo, pero es lo que nos dijo. Y también indicó que debemos recordarle cuando lo comamos.

La luz de la lámpara sobre el pan, tan parecida a la luz de aquella noche, cuando Jesús había sostenido su pedazo, provocó una descarga de emoción en María. Casi podía ver las manos de Jesús —fuertes, tostadas por el sol— allí donde estaban los dedos toscos de Pedro.

«Este es mi cuerpo —había dicho—. Éste es mi cuerpo».

Todos se llevaron el pan a la boca al mismo tiempo. Al momento, Jesús estuvo allí con ellos. El pan ya no era pan, sino una parte de él.

Jesús está muerto, enterrado en la tumba de la roca, pensó María. La tumba que mañana debo visitar.

Masticaban todos despacio, confusos. Todos sentían lo mismo.

Prosiguieron con el resto de la cena frugal hasta que, al final, Juan levantó la copa.

—«Ésta es mi sangre de la nueva alianza, que será vertida por el perdón de los pecados. Cada vez que la bebáis, recordaréis mi muerte». Es lo que nos dijo. —Despacio, concentrados, los discípulos levantaron las copas y bebieron.

Jesús les había asegurado que, si decían estas palabras, él les acompañaría siempre que comiesen, durante el resto de sus vidas. Desde luego, estaba con ellos esa noche. El vino, de sabor fuerte y color oscuro, en verdad parecía sangre.

—Estamos todavía aquí —dijo Pedro al cabo—. Y debemos permanecer unidos. Jamás debemos olvidar.

—Sin Jesús… —La voz de Tomás sonó quejumbrosa—, ¿qué ganamos estando juntos? Él habló de amar y de servir, aunque debía de referirse a lo que hace cada uno de nosotros por separado. Ya no tiene sentido actuar en grupo. Será mejor volver a casa y contar a los nuestros lo que recordamos de él.

—Los recuerdos se desvanecen. —Juan habló con vigor sorprendente—. No creo que Jesús se refiriera a nuestros recuerdos.

—¿A qué, si no? —preguntó Pedro—. Es lo único que nos queda. ¡Él ni siquiera tomaba anotaciones! Debemos confiar en lo que cada uno de nosotros recuerda de sus palabras.

—Yo sí hice algunas anotaciones —contestó Tomás—. Que, por supuesto, son incompletas.

—Se acabó, todo ha terminado —insistió Pedro—. Le recordaremos y le honraremos siempre, quizá podamos celebrar una cena una vez al año, beber el vino y partir el pan y hablar de él. Pero… —Tomó otro sorbo de su copa.

Fuera caía la noche. La ausencia de Jesús rompía el círculo, aunque él estaba allí de un modo misterioso, a pesar de lo que dijera Pedro. ¿Acaso él no lo veía, no lo sentía? María miró el pan. ¿Era posible que las palabras de Jesús aquella última noche imbuyeran en el pan un cambio que afectaría a cualquier trozo de pan ofrecido en su nombre? El pan era distinto. Casi no quería comer el resto, aunque sabía que así desobedecería los deseos de Jesús. Con movimientos lentos, se llevó un pedazo a la boca y lo comió. Podía ver a Jesús sentado con todos ellos. ¿Por qué no le veían los demás?

De pronto, se sintió segura, protegida. Estaban todos asustados, pero aquella extraña ceremonia… sí, les había devuelto a Jesús, aunque sólo fuera por un momento. La sensación desaparecería, se esfumaría como lo hacen las visiones y las exaltaciones, pero si consiguieran asirla, sacar fuerzas de ella…

El resplandor se había borrado del rostro de Moisés después de hablar con Dios. La gloria del Señor que se cernía sobre el Templo de Salomón recién construido se había desvanecido. La misteriosa intensidad de la imagen de Jesús en la tienda azotada por la lluvia, cuando María tuvo la visión de su exaltación, había sido fugaz. Pero ninguno de ellos era menos real por eso.

¿Por qué Dios no nos permite quedarnos con estos momentos?, gritó María por dentro. Si pudiéramos verlos, entenderlos y volver a ellos cada vez que sentimos debilidad… entonces no vacilaríamos. ¿Por qué Dios nos los quita?

Miró la copa con el poco vino que quedaba en el fondo. El vino de Jesús, que evocaba su presencia entre ellos.

«No volveré a beber el fruto de la vid hasta que esté en el Reino de Dios». Eso había dicho Jesús. Pero ya no volvería a beber nada.

—Debemos descansar —dijo Pedro. Todos estuvieron de acuerdo. Diligentemente, recogieron los platos, los restos de la cena, lo que quedaba del vino y del pan.

Entonces terminó la ceremonia y Jesús se despidió de ellos. Pero le habían visto.

Dormían… o, al menos, lo intentaban. Habían apagado las luces y se habían acostado todos. En el silencio de la noche, María distinguía algunos llantos ahogados y el susurro de los cuerpos que daban vueltas en los camastros, y unos suspiros parecidos a gemidos.

En cuanto rompa el alba iré a la tumba, pensaba. Podría ir ya pero…

Le asustaba la idea de atravesar el terreno pedregoso en total oscuridad. Y la propia tumba: sería espantoso enfrentarse a ella en las tinieblas.

Junto a su cama estaban dispuestas tres pequeñas vasijas llenas de especias para la unción: mirra de Etiopía, gálbano —una especie de gomorresina dulce de Siria— y la sustancia más cara de todas, aceite de nardo aromático, un bálsamo de la India. Eran productos difíciles de encontrar, incluso en el bien surtido mercado de Jerusalén, y tan costosos que tuvo que comprar vasijas más pequeñas de lo que hubiese deseado, aunque se sentía afortunada de, al menos, poder disponer de éstas.

¡Qué larga se hacía la noche! Estaba impaciente por ponerse en camino, presa de una especie de inquietud enfervorizada que la impulsaba a cumplir con su último deber. Era necesario empezar y terminar, de una vez.

¿Consiguió dormir? ¿Tuvo sueños? No sabría decirlo. Desde la muerte de Jesús todo estaba confuso, incluso dentro de su cabeza Oyó el primer canto de los gallos aunque aún faltaba mucho para el amanecer. Los gallos volvieron a cantar y, de pronto, de alguna calle lejana llegó el tenue retumbar de las ruedas de un carro. Su avance señalaba el comienzo del nuevo día.

Se levantó sin hacer ruido y se calzó los zapatos. Había dormido con la ropa puesta, para no despertar a los demás con sus preparativos de madrugada. Se cubrió con el manto, que había dejado cuidadosamente doblado a los pies de la cama, y recogió las tres vasijas. Al llegar a la puerta, se volvió para mirar la sala a oscuras.

Os quiero, a todos y cada uno de vosotros, dijo en silencio.

La ciudad dormía todavía, aquel carro debió de ser el primero en salir. Hacía frío y el cielo estaba literalmente sembrado de estrellas. La luna menguante brillaba en lo alto, no se pondría hasta bien entrada la mañana.

De los árboles que crecían a los pies de la muralla, fuera del recinto urbano de Jerusalén, llegaba el canto de un coro de pájaros. Claro. Había llegado la primavera, la época del apareamiento y de la construcción de nidos, aunque para los seguidores de Jesús no era más que una farsa. Los trinos y gorjeos exuberantes penetraban en las últimas tinieblas, y acompañaban a María mientras recorría el camino que cruzaba el pedregal.

El color pálido de las rocas que reflejaban la luz de la luna la ayudó a distinguir el sendero. Se sentía aliviada de que nadie quisiera acompañarla; no había insistido en invitarles, temerosa de que aceptaran. En especial la madre de Jesús.

Sólo cuando alcanzó el recinto de las tumbas se acordó de la piedra que sellaba la entrada. Era grande y pesaba mucho. Hasta el momento, la recordaba en un sentido poético, una losa que cerraba el paso a la luz, no como un objeto pesado.

Puedo hacerlo, se dijo. Puedo moverla. No lleva allí mucho tiempo, no se habrá asentado en su sitio. Soy fuerte. Si quiero moverla, la moveré. Y yo quiero moverla.

Al doblar el recodo del camino y entrar en el jardín, el verdor fresco relucía a la luz tenue del alba. El sendero que conducía al jardín era gris, irregular y pedregoso. De pronto, como una aparición de Edén, hubo una alfombra de hierba, árboles frutales en flor y lechos de rosas cultivadas junto a la pared de la tumba. También había parterres con flores que todavía no podía distinguir. Y, debajo de un almendro en flor, un banco de madera.

María se sentó en el banco y dejó las vasijas en el suelo, junto a sus pies, contenta de esperar la llegada del día. Se sentía agradecida de estar allí, en ese jardín precioso, cerca de Jesús. Inclinó la cabeza y rezó. Rezó por Jesús, por su espíritu, dondequiera que estuviera, y por los discípulos y la familia que había dejado atrás, confusos y acongojados. Rezó por ella misma, por tener el valor de entrar en la tumba. Y rezó por Eliseba, porque algún día pudieran encontrarse de nuevo y la niña pudiera perdonarla; su hija sería bendita en esa otra vida.

Bendita más allá de lo que yo pudiera ofrecerle ahora, pensó María. No sé cómo viviré ni dónde. Seguí a un maestro que ha sido declarado criminal, mi propia vida podría correr peligro. Aún no puedo ser una auténtica madre para ella, todavía no.

¡Oh, Eliseba! Debo confiarte a Dios, ahora más que nunca. Te entrego a Su custodia, porque confío en Él más que en cualquier ser humano.

También Jesús confiaba en Dios, y le abandonó en la cruz. Le dejó solo, le dejó llorar de vergüenza delante de la gente que gritaba «¡Que Dios le salve!» y que se reía cuando nada ocurría.

Al mismo tiempo, parecía que Jesús estaba conforme, que lo había planeado todo. Y anoche estuvo en la casa con nosotros… ¿o no? ¿Fue sólo el recuerdo? Él dijo que daría entrada al Reino de los Cielos pero no fue así. Salvo que hablara de otra cosa, que nosotros no podemos entender.

Yo confiaba en Jesús pero él no pudo con… esto.

La tumba la llamaba.

Se puso de pie y contempló las flores del almendro, blancas y profusas, que le ocultaban la vista de la tumba. Ahora ya podía distinguir las flores de los parterres, eran azafranes púrpura y amarillos, y narcisos de flores doradas y lozanas. Los grandes lirios que bordeaban los márgenes aún no estaban abiertos, sus cabezas se vencían bajo el peso del rocío. Un par de tórtolas pasaron volando y llamándose.

Si me retraso más tendré miedo, pensó. Debo ungir el cuerpo de Jesús.

Se dirigió hacia la roca en la que estaban excavadas las tumbas. Sólo cuando estuvo cerca vio que alguien ya había retirado la piedra. La puerta de la cámara mortuoria estaba abierta. Su boca oscura bostezaba en la madrugada.

El corazón de María latía desbocado.

La piedra no está. No puede ser… me he equivocado. ¿Es ésta la tumba? ¿No habré errado el camino?

¿Cómo encontraré la tumba si me he perdido? ¡Tengo que buscarla! ¡Tengo que encontrarle!

El banco de madera, sin embargo, y la piedra tallada eran los mismos. Aquélla era la tumba de Jesús.

¡Profanadores de tumbas! Se tapó la boca con una mano. No había pensado en eso. Aquél era el recinto mortuorio de un hombre rico, por fuerza atraería a los ladrones. Y, si han retirado la piedra, entonces los animales…

Reprimiendo un grito, se lanzó hacia la entrada. ¡Debí venir ayer, es demasiado tarde, debí preverlo!

La idea de que los animales pudieran entrar en la tumba era tan terrible que se echó a llorar mientras corría. Llegó a la puerta y esforzó la vista para ver el interior. Estaba oscuro, sin embargo, y no conseguía distinguir nada. Cayó de rodillas y tanteó los lechos tallados en la roca viva; allí no había nada.

Con un alarido, huyó de la cámara. Buscó con frenesí por todo el jardín, más allá del recinto mortuorio, y no encontró nada.

No podía creer su descubrimiento. La pérdida total de Jesús, saber que ya nunca le encontraría, la dejaron anonadada.

Desaparecer, no disfrutar siquiera de un lugar de descanso… Este último castigo era la burla definitiva de Dios. Le llamó a gritos, aunque sabía que no la escuchaba.

Casi cegada por las lágrimas, regresó a la casa de José y entró tambaleándose. Todos seguían durmiendo; se acercó a Pedro y a Juan, y les zarandeó. Cuando se despertaron les hizo ademán de que la siguieran afuera.

—Juan… Pedro… —Le resultaba muy difícil hablar. Aquéllas eran las primeras palabras que pronunciaba desde que se levantara—. He ido a la tumba… con las especias para ungir el cuerpo de Jesús, al concluir el Shabbat, pero esperé demasiado, es demasiado tarde…

—¿Por qué fuiste sola? —preguntó Pedro—. ¿No se te ocurrió que nos gustaría acompañarte? —Parecía que intentaba expiar su anterior deserción.

—Me sentí… llamada; era demasiado temprano para despertaros… No sé…

—¿Qué ha pasado, María? —preguntó Juan.

—¡La tumba estaba vacía!

—¿Qué dices? —exclamó Juan—. ¿Estás segura?

—¡Sí, entré en la cámara, está vacía!

Los hombres intercambiaron miradas, se remangaron el sayo y echaron a correr en dirección a la tumba, dejando a María atrás. Les siguió tan rápido como pudo.

Cuando llegó, sin embargo, ellos ya salían del huerto, con los cuerpos rígidos y el gesto de estupefacción.

—No está aquí —murmuró Juan—. Tal como nos dijiste.

—¡Tenemos que decírselo a los demás! —intervino Pedro.

Se miraron de nuevo y se alejaron apresurados, sin siquiera invitarla a acompañarles. Mejor así. No quería ser ella quien anunciara lo ocurrido a la madre de Jesús.

Los lechos de flores resplandecían en su belleza primaveral, no sólo había púrpuras y amarillos, sino también rosados y las tonalidades más sutiles del blanco. Los capullos emergían de sus vainas como estrellas.

María cayó de rodillas ante las flores. Su hermosura le hería el corazón más que cualquier otra cosa. Se imaginó a los ladrones pisoteando los parterres al entrar. Ocultó la cara entre las manos y estalló en un llanto sonoro y desesperado.

Alguien se movía cerca de uno de los parterres. Alzó la vista y vio a un jardinero que arrastraba los pies de planta en planta, examinando las ramas y podándolas. ¡Hoy, de todos los días! Qué falta de respeto.

En cuanto consiga dominarme, le preguntaré acerca de la piedra, pensó María. Ahora, no. Todavía, no. Se levantó del banco y buscó más intimidad, mientras sus lágrimas fluían, incontenibles.

—Mujer, ¿por qué lloras?

¡Esas mismas palabras! ¡Ya las he oído otra vez! La recorrió un violento escalofrío. Pero ¿dónde las he oído?

—¿A quién buscas? —insistió el jardinero.

El jardinero me está hablando. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a irrumpir en mi dolor? ¿Tan estúpido es?

Llena de ira, se volvió para encararse con él.

Su silueta se recortaba contra la luz, como la silueta de alguien. Pero ¿quién era?… Hacía mucho, mucho tiempo. Llevaba una holgada túnica de jardinero y un enorme sombrero, y estaba apoyado en su pala. Parecía un hombre muy paciente y curioso dentro de los límites de la amabilidad.

—El cuerpo de mi maestro ha desaparecido de esa tumba —dijo señalando la entrada—. Te lo ruego, señor, si lo tienes tú, condúceme hasta él, para que pueda recuperarlo. O si has visto algo, lo que sea, dímelo. Trabajas aquí, es muy posible que hayas visto algo. —Se enjugó las lágrimas, tratando de secarse los ojos y controlar el temblor de su voz.

El hombre hundió la pala en la tierra y apoyó un pie sobre ella María intentaba verle la cara, pero estaba a contraluz, como el resto de su cuerpo.

—María —dijo él.

Era la voz de Jesús. La mismísima voz de Jesús.

Oleadas sucesivas de frío y calor recorrieron su cuerpo, unas descargas de temperatura tan intensas que casi la dejaron sin voz.

—Maestro —logró pronunciar al final—. Maestro…

Él se quitó el sombrero y lo tiró a un lado; allí estaba Jesús: vivo, robusto y pleno de color. Su piel había perdido la palidez mortecina.

—María.

El sonido de su nombre era como el viento que acaricia las cañas, susurrante, sugestivo y envolvente.

—¡Maestro! —María corrió hacia él, trastabillando.

Estaba vivo. Estaba allí mismo, en el jardín, sano y salvo. Incapaz de pensar siquiera, cayó a sus pies.

Le abrazó las pantorrillas y, sólo en el momento de tocar las piernas cálidas, vio las grandes heridas que habían dejado los clavos, cubiertas ya de costras.

Esperaba que él se agachara, le tocara la cabeza, le quitara el pañuelo y le acariciara el cabello; que la reconfortara. Lloraba y palpaba sus pies, susurrando:

—Señor, Señor, estás aquí.

Entonces él retrocedió y dijo algo extraño:

—No me toques. No te aferres a mí, porque aún no he ascendido a mi Padre. Ve y díselo a los demás. Explícales lo que has visto. Diles que voy a reunirme con mi Padre, con tu Padre, con tu Dios y mi Dios. —Al dar un paso atrás, fuera de su alcance, las manos de María cayeron sobre la hierba que cubría la tierra.

Apartó las manos del suelo y se puso de pie, sin dejar de mirarle.

Jesús estaba allí, aunque se mostraba distante. No se atrevió a desobedecer y tocarle, a pesar de que lo deseaba intensamente. Sus ojos familiares la miraban con ternura.

¿Qué ha pasado? ¿Cómo puedes estar vivo? ¿Fue la crucifixión una mentira? ¿Te enterramos vivo? ¿No moriste de verdad? ¿Qué pasará ahora? Las preguntas se le amontonaban en la punta de la lengua, pero la expresión de los ojos de Jesús la obligó a callar. No se atrevió a hablar, aunque su corazón cantaba de alegría. Se volvió y se fue, consciente de que a lo mejor no le encontraría al regresar y, sin embargo, obediente a su orden.

Díselo a los demás. Díselo a los demás. Era lo único que recordaba. Tenía que decírselo a los demás.

Era ya pleno día, y las calles estaban abarrotadas de gente, animales, vendedores y compradores. Corriendo, María se escabulló entre todos ellos hasta llegar a la casa, exhausta y sin aliento. Irrumpió en la sala principal, donde estaban todos reunidos, escuchando. Juan y Pedro ya les habían dado la noticia. Todos los ojos se volvieron hacia ella.

La puerta se abrió a su paso con brusquedad y golpeó la pared, una trompeta que anunciaba la buena nueva.

—He visto a Jesús —dijo.

Siguieron mirándola sin decir nada.

—He visto a Jesús, está vivo —gritó ella—. Le encontré en el jardín. Vi sus heridas, pero está vivo. La tumba está vacía. Que lo digan ellos. —Señaló a Pedro y a Juan.

Éste se dirigió a María.

—¿Pretendes decirnos que le viste después de irnos nosotros? ¡Oh, debimos quedarnos! ¡Para verle! Si está vivo, tenemos que verle. ¿Vendrá aquí?

—Sólo me pidió que os dijera que se levantó y que ahora irá a reunirse con su Padre, con Dios.

—¡No pudimos verle! —exclamó Juan—. ¡No pudimos verle! —Su angustia invadió la sala—. ¡Oh, no puedo soportarlo!

La madre de Jesús se acercó a María y le tomó las manos.

—¿Está vivo?

—Tanto como yo estoy aquí —respondió ella—. Toqué sus pies con mis propias manos. —Dejó que María la mayor se las acariciara.

La madre de Jesús inclinó la cabeza sobre sus manos, las besó y lloró.

Permanecieron en la casa de José, no sabían qué hacer. Algunos querían volver al jardín, pero María sabía que Jesús ya no estaría allí.

—Le buscaréis en vano —les advirtió.

Empecinados, Pedro y Juan fueron al jardín y volvieron para confirmar su predicción.

—Jesús no está —dijeron—. El jardín está lleno de soldados romanos y guardias del Templo, tuvimos suerte de poder escapar. Están furiosos. Creen que se trata de una conspiración, aunque no entienden qué sentido tiene.

—Yo tampoco lo entiendo —dijo María—. Sólo sé que él está a salvo. En cuanto a nosotros… Jesús nunca se queda. Siempre nos lleva la delantera, somos nosotros los que tardamos en reaccionar.

Pasaron el día hablando de lo que había visto María, haciéndole preguntas interminables y, entristecida, descubrió que el recuerdo de la imagen de Jesús se estaba desvaneciendo. Cuando ocurrió, todo era extraordinariamente nítido: el olor de los setos podados, el frescor del rocío sobre la hierba, la voz saludable de Jesús. Ahora que los demás le pedían detalles, ella vacilaba, dudaba, luchaba con todas sus fuerzas por recordar.

Qué difícil resultará no olvidar sus enseñanzas, pensó. Ojalá él hubiera escrito lo que desea que recordemos, lo que espera que prediquemos a los demás… Porque cometeremos errores, olvidaremos muchas cosas.

Cuando el grupo dejó de hacerle preguntas, sin embargo, pudo revivir aquellos preciosos e intensos momentos en el jardín.

Jesús vive. Está vivo. Me llamó por mi nombre. Y preguntó lo mismo que me había preguntado hace tantísimo tiempo en Nazaret: «¿Por qué lloras?». Debió de recordar aquellos tiempos. Por eso lo dijo. Y yo le estaba buscando creyéndole muerto, como lo había creído entonces, cuando le buscaba entre los peñascos. Y él me llamó como entonces, cuando apareció vivo al borde del acantilado.

Jesús vive. ¿Qué significa esto? No está vivo como lo estaba en Nazaret. Esto es distinto… profunda y misteriosamente distinto.

Cayó la noche, la tercera desde la crucifixión. La primera pasó sumida en la congoja, la segunda les brindó la inesperada cena conmemorativa. Y ahora la tercera, impregnada de las asombrosas noticias que trajeran Juan, Pedro y María. Habían atrancado puertas y ventanas, y habían apostado un centinela, temerosos de que las autoridades les buscaran para interrogarles.

Aquella cena fue tranquila, sin ceremonias. Comieron aprisa y se retiraron tras una breve oración. Estaban recogiendo los platos cuando, de repente, Juan se detuvo, paralizado y con los ojos dilatados de miedo.

Jesús estaba allí. Se encontraba entre ellos de cuerpo entero, a pesar de las puertas cerradas.

—Que la paz esté con vosotros —dijo.

—¡Señor! —exclamó Juan, y corrió hacia él.

—¡Hijo mío! —Su madre le tendió las manos.

Jesús les sonrió y, con un gesto, les indicó que se acercaran. Se reunieron en círculo alrededor de él.

—¡Oh, Señor! —susurraban todos.

Más tarde, abrió su túnica para mostrarles la herida del costado y enseñó sus manos, manchadas de sangre coagulada. Curiosos y asombrados, se arremolinaban a su alrededor e inspeccionaban las heridas por turnos.

Luego les dijo con dulzura:

—Las Escrituras predecían todo esto, si sólo tuvieseis ojos para verlo y la posibilidad de entenderlo. Mi nueva vida ha inaugurado el Reino de los Cielos y una nueva era. La muerte ha sido vencida, y Satanás, derrotado. Os encontráis en el umbral mismo del Reino, estáis abriendo sus puertas.

Les miró a todos con ternura y devoción.

—Ahora debéis compartir este tesoro. Sois testigos de lo ocurrido. —Hizo una larga pausa—. Os invisto con la promesa de mi Padre. Pero quedaos aquí, en Jerusalén, hasta que recibáis el poder desde lo alto.

Después sostuvo el rostro de cada uno entre las manos y, mirándoles a los ojos, dijo:

—Que la paz esté contigo. Como mi Padre me envió a mí, yo te envío a ti al mundo. —Tomando aliento, soplaba directamente sobre cada uno de ellos y musitaba—: Recibe al Espíritu Santo.

Cuando llegó el turno de María y él le tomó el rostro entre sus manos cálidas, ella se sintió desfallecer de dicha y del misterio del que participaba.

Jesús sopló con dulzura sobre su cara y boca, y le dijo en voz baja:

—María, recibe al Espíritu Santo. —Estrechó su cara entre las manos y la soltó. Le indicaba que debía ceder su lugar al siguiente de la fila.