La cavidad fea y hueca de la cantera formaba una especie de cuenca invertida. La muchedumbre se había aglomerado en la cima, un ejército de hormigas negras que se revolvían alrededor de los postes erectos.
María forzó el paso entre la gente, buscando a los demás discípulos. Oía el coro espantoso de voces que hacían comentarios crueles: «¿A quién tenemos hoy?». «Un líder rebelde de Galilea y un par de ladronzuelos». «Se reservan los mejores para después de las fiestas». «Dicen que uno de ellos alega ser el Mesías». «No, es un revolucionario». Los insultos iban en aumento.
Por fin María encontró a los demás. Se habían acercado tanto como podían al pie de la cruz y miraban con impotencia a los soldados, que tiraron a Jesús de espaldas contra el poste mientras otros dos venían con clavos y martillos para atarle al travesaño.
La crucifixión era un proceso lento y despiadado. El reo podía sobrevivir durante días, según las fuerzas que le quedaran en el momento de subirle a la cruz. Poco a poco, perdía la capacidad de respirar, su cuerpo se combaba y pendía de las manos atadas. Algunas cruces disponían de un apoyo para los pies, pero su función era más que dudosa, puesto que ese apoyo no hacía más que prolongar la agonía. A veces, cuando se acercaba el fin, rompían los huesos de las piernas del crucificado para acelerar el proceso; así los miembros inferiores ya no podían soportar peso.
Jesús no dijo nada, no protestó siquiera, sino que ofreció sus brazos sin oponer resistencia. Los soldados, uno a cada lado, le fijaron las manos en el travesaño y con un único golpe de martillo le atravesaron las muñecas con dos clavos enormes. Sus manos fuertes se contrajeron con el dolor de la herida. El sonido fue terrible, el inconfundible ruido de la carne y el hueso que son partidos.
—Ahora —dijeron.
Ataron el travesaño con cuerdas y tiraron de ellas, izándolo lentamente a lo largo del poste. Finalmente, el travesaño encajó en la muesca correspondiente con un «clac» sonoro. Uno de los soldados utilizó una escalera para afianzar la cruz con gruesas cuerdas. A continuación, emplearon de nuevo los clavos y el martillo para clavar los pies de Jesús al poste. María se cubrió los ojos cuando se inclinaron para hacerlo; no podía mirar, el espectáculo era insoportable. Desnudaron a Jesús, dejándole sólo una tira de tela en torno a la cadera, además de la corona de espinos.
—Ten… toma… —gritaron a los otros soldados, tirándoles la capa de Jesús, su cinturón, sus sandalias y su túnica. Los de abajo los cogieron.
Mientras tanto los discípulos observaban, incapaces de moverse y de hablar. Estaban horrorizados. La propia madre de Jesús permanecía inmóvil, como una estatua. María la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí, pero fue como abrazar a un objeto tan rígido e inánime como la madera de la cruz.
Debajo de la cruz, los soldados encargados de la ejecución se sentaron en el suelo y empezaron a repartirse la ropa. El más corpulento, uno de los que habían fijado los clavos, se quedó con la capa, la misma capa que María y los demás habían visto sobre los hombros de Jesús en tantas ocasiones, en las barcas, en los campos, en las sinagogas. Su color claro y tenue permitía distinguirla con facilidad desde la distancia. El soldado que había clavado la mano derecha se quedó con el cinturón. Otro cogió las sandalias, y otro más, la túnica. Entonces el corpulento levantó la capa.
—Está intacta —dijo—. ¡Bonito trabajo!
La madre de Jesús, que había tejido la capa, hizo un movimiento leve, casi imperceptible, sin desviar la mirada. Apretó la mano de María.
—¡Echémosla a suertes! —exclamó el capitán—. Sería una pena destruirla cortándola en cuatro pedazos. —Sacó unos dados de una bolsa de cuero, y los soldados se arrodillaron para tirarlos.
Un leve rumor vino de la cruz. Jesús habló mientras miraba a los soldados que se jugaban sus ropas.
Los murmullos de la gente casi no permitían distinguir sus palabras. María aguzó el oído y cerró los ojos, como si con ello pudiera lograr oír mejor.
—Padre… perdónales, porque no saben lo que hacen.
¡Era imposible que dijera eso! Las acciones de los soldados eran deliberadas, no eran accidentales; sabían lo que hacían. María siguió escuchando con la esperanza de que Jesús repitiera las palabras, pero fue en vano.
El capitán, feliz ganador de la capa, se subió de nuevo a la escalera con una copa de vinagre blanco.
—¡Ten, bebe! —dijo, y la acercó a la boca de Jesús. Él apartó el rostro. Entonces el capitán colocó por encima de su cabeza una inscripción que rezaba en griego, latín y hebreo: EL REY DE LOS JUDÍOS.
Entretanto, los soldados habían clavado a los otros dos condenados a sus travesaños y les izaban a las cruces uno a cada lado de Jesús.
—¿Qué estás mirando? —gritó un romano a María, y se le acercó con actitud amenazadora—. Podrías ser la siguiente. A las mujeres les reservamos un tratamiento especial, las clavamos de espaldas a la gente. ¡A fin de cuentas, una mujer tiene que ser modesta! —Se rió e hizo un leve amago de dirigirse hacia ella y sus acompañantes, pero se volvió a las otras cruces para clavar las inscripciones que declaraban sus delitos: CRIMINAL y REVOLUCIONARIO. Con una floritura de la mano, invitó a los espectadores a acercarse. El gentío se abalanzó hacia delante.
Se arremolinaron todos en torno a las cruces, y empezaron a burlarse de los crucificados, colgándose de sus piernas.
—Debiste quedarte con Barrabás. ¡Ese sí que sabe manejar el cuchillo!
—¿Cuántos quedan escondidos en las cuevas? ¿Tenéis mujeres allí arriba? ¡Te echarán en falta esta noche!
—Al menos, estos dos son buenos judíos. ¡Demasiado buenos, demasiado judíos para sus pellejos! Pero éste… este Mesías fracasado y patético… Un Mesías ejecutado. ¡Es la monda!
—Eh, tú. ¿Te llamas Jesús? ¿No eras tú quién decía que derribaría el Templo y lo volvería a construir en tres días? ¡Vamos, demuéstranos tu poderío! —Risas chillonas acompañaron las burlas.
—¡Si bajas de la cruz, creeremos en ti!
—¡Decía que había venido para salvar a la humanidad, y ni siquiera es capaz de salvarse a sí mismo!
—Él cree en Dios. ¡Pues que Dios le salve ahora!
Se produjo cierta conmoción cuando una representación de autoridades religiosas apareció remontando la abrupta pendiente de la ladera. Habían llegado Caifás y sus acólitos. Con movimientos lentos y deliberados que pretendían subrayar la naturaleza oficial de su presencia, el grupo se detuvo al pie de la cruz y leyó la inscripción que había encima de la cabeza de Jesús.
—¡El rey de los judíos! ¡Bueno, bueno! En realidad, debería poner que él alega ser el rey de los judíos porque, desde luego, no es así —dijo Caifás—. Cuando estuviste en mi casa, afirmaste ser el hijo de Dios. No debería serte difícil bajar de la cruz, pues. Baja ahora. ¡Sorpréndenos!
Jesús se limitó a mirarles.
—Baja de la cruz y te creeremos. ¿De acuerdo? —le increpó uno de los escribas.
—¿Por qué no hacerlo, si eres capaz? Nos convertiríamos todos ¿No es ésta la voluntad de Dios? ¿Que todos seamos creyentes?
Entonces uno de los revolucionarios se sumó a las interjecciones:
—¿No eres el Mesías? ¿Lo eres? ¡Entonces sálvate y sálvanos también a nosotros!
—¡Cállate! —Un grito fuerte y resonante vino de la otra cruz—. ¿No tienes miedo de Dios? ¡Estás condenado, tanto como él! Nosotros dos lo merecemos. Cometimos los crímenes de los que nos acusan. Este hombre es inocente.
Jesús volvió la cabeza hacia el hombre que había hablado.
—Disma —dijo.
La cara del crucificado mostró sorpresa y gratitud al mismo tiempo.
—Sí —respondió. Estaba claramente asombrado de que Jesús recordara su nombre, pero su gratitud fue más grande que su curiosidad—. ¡Sí, Señor!
—Disma —repitió Jesús; las palabras salían con dificultad de sus labios agrietados—, aquel día en casa de Mateo… elegiste este camino.
—Lo hice. Ojalá hubiese elegido otro. Merezco esta muerte. Pero tú… ¡Señor, oh, Señor! Recuérdame cuando estés en Tu Reino.
Jesús respondió:
—En verdad, te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso.
—¡En el Paraíso! —chilló uno de los espectadores—. ¡Hoy estaréis en una tumba!
—¡No, les arrojarán a los perros! —exclamó otro—. ¡Las tumbas son para los ricos!
Al oír la horrible predicción, María hizo una mueca de dolor. ¿Por qué tenía que escuchar esas cosas su madre? Aquello traspasaba los límites de la crueldad, iba más allá de lo soportable.
El cielo se oscureció y nubes veloces ocultaron el sol. Se levanto un viento que arrastró el polvo y lo sopló a sus caras, arremolinándolo alrededor de las cruces. Los dos revolucionarios desaparecieron en la polvareda.
—¡Amenaza tormenta! —dijo uno de los soldados, buscando su capa.
Pero fue más que una tormenta. El propio sol se apagó y les envolvió una súbita oscuridad.
—¡Es un eclipse! —gritó una voz. Pero no hay eclipses solares con luna llena; lo sabe todo el mundo. Tampoco los astrónomos habían previsto ningún eclipse.
En medio de la confusión causada por la oscuridad, los discípulos pudieron acercarse más, hasta los pies mismos de la cruz. Jesús les miró desde lo alto y les reconoció a todos. Lo sabían. Sintieron que les tendía la mano para fortalecerles y sostenerles.
Incapaz de mover los brazos, Jesús indicó con un movimiento de la cabeza que quería hablar a María la mayor.
—¡Madre —dijo—, éste es tu hijo!
Y con otro movimiento leve pudo señalar a Juan.
—Esta es tu madre.
Juan abrió los brazos y abrazó a María la mayor. Jesús esbozó un gesto imperceptible de aprobación.
La oscuridad se hizo más intensa. Casi parecía de noche, y unos sonidos ominosos retumbaron en el aire. ¿Venían del cielo o de la tierra? María no sabría decirlo.
—Tengo sed. —La voz de Jesús sonó en lo alto de la cruz, y uno de los soldados la oyó. Trepó a la escalera y tendió una esponja empapada en vinagre para humedecer sus labios.
A los pies de la cruz sólo quedaban los discípulos leales y los soldados de Roma. Muchos más discípulos, no obstante, casi todas mujeres, habían surgido de la multitud, y ahora se acercaban a los demás. Algunos les habían seguido desde Galilea, otros eran los discípulos secretos de Jerusalén. Las mujeres corrían menos peligro a la hora de dejarse ver en público. De los discípulos varones, sólo Juan había tenido el coraje de quedarse. No era de extrañar que Jesús le amara tanto.
Juan… ¿Quién iba a imaginar que sería Juan, el guapo y temperamental Juan, quien se convertiría en el discípulo más amado? Al principio no parecía prometer demasiado, pensó María. Era soñador y petulante al mismo tiempo, el vozarrón de Pedro y la inteligencia de Judas le hacían sombra. No es fácil adivinar el carácter de las personas. Fui afortunada en compartir mi misión con él, se dijo María.
Pero sus pensamientos sobre Juan, las mujeres de Galilea y la propia madre de Jesús se desvanecieron cuando de pronto éste gritó:
—Dios mío, ¿por qué me has abandonado? —El grito desgarró el aire, por encima del retumbar tronante y los sonidos ultramundanos que brotaban de las entrañas de la tierra.
Jesús se revolvía en la cruz, se retorcía, agonizaba. Miraba al cielo con la boca desencajada.
—¡Está llamando a Elías! —dijo alguien—. Clama a Elías. Veamos si acudirá en su ayuda.
Pero no hubo más movimiento que el remolino de nubes y el meneo inquieto de los espectadores. Tampoco Jesús se movía ya.
—Padre, en Tus manos encomiendo mi espíritu. —María oyó las palabras con claridad sorprendente. La cabeza de Jesús bajó y se apoyó en el esternón. La corona de espinos se desprendió y rodó por el suelo hasta chocar contra una roca.
—Es el fin. —Fue la voz de Jesús. Después su cabeza colgó inerte y exánime.
Las mujeres cayeron de bruces y se retorcieron en el suelo.
Dios les había abandonado.
Dios se había ido, les había dado la espalda, todo se había desmoronado, Jesús estaba muerto y sólo quedaba María y sus seguidores, abatidos y anonadados.
María se levantó del suelo. ¿Qué importaban ellos? Jesús había muerto. Nadie había podido hacer nada para salvarle. Sólo restaba ahora un cuerpo muerto del que cuidar. Y nadie había pensado siquiera en eso.
Necesitaban una tumba. Necesitaban administrar los ritos. Tenían que preparar el cuerpo. Y no tenían nada. Eran visitantes en una ciudad desconocida, estaban lejos de sus hogares, dependían por completo de los demás, hasta para los más nimios detalles. Estaban, además, fuera de la ley, eran amigos de un criminal ejecutado.
Las multitudes se habían dispersado como motas de polvo. Los discípulos desconocidos de Jerusalén podrían ayudar, pero permanecían allí mirando como animales asustados.
Pronto se pondría el sol, y la Ley prohibía expresamente que los criminales ajusticiados siguieran expuestos después del crepúsculo.
Los soldados se levantaron también. Un nuevo oficial se acerco y los dos fueron a la cruz de Disma que seguía respirando entrecortadamente. De repente, uno de los soldados levantó una porra y rompió las tibias del crucificado con dos golpes certeros. Su cuerpo se combo hacia delante.
Disma profirió un grito ahogado de dolor, pero los soldados ya se habían acercado al otro insurrecto, que les veía venir con ojos aprensivos.
—No —suplicó—. No, por favor…
Su súplica terminó en un alarido cuando los soldados asestaron dos golpes duros a sus pantorrillas. Los huesos se quebraron y sus pies atravesados de clavos se retorcieron, con los dedos encogidos.
—Habrán muerto antes de la noche —dijo a su compañero el soldado que había asestado los golpes. Miró al cielo para asegurarse mientras se dirigía a la cruz de Jesús. A los pies del madero se detuvo.
—Creo que éste ya está muerto —dijo el otro soldado—. Ha tenido suerte. —Caminó alrededor de la cruz y examinó a Jesús desde todos los ángulos—. Se ha ido —anunció al final.
—Debemos asegurarnos. —El primer soldado clavó su lanza en el costado de Jesús, pero no hubo reacción. Brotó un chorro de sangre y de líquido transparente.
María tuvo que apartar la vista. En ese instante, el horror, la inexorabilidad del final no podía quedar más clara.
—Tienes razón —respondió el otro—. Deberíamos bajarle mientras esperamos a que mueran los otros dos.
—Necesitaremos una escalera. —El romano fue a buscar una y no tardó en regresar.
Apoyaron la escalera contra la cruz. Uno de los soldados cortó las cuerdas, después de atar ambos extremos del travesaño para poder bajarlo con el cuerpo. No sería fácil arrancar los clavos del ángulo superior; los hombres necesitaban trabajar en el suelo. Antes de proceder, consiguieron quitar los clavos de los pies.
Bajaron el pesado travesaño despacio y con cuidado, como si el peso que llevaba se hubiera vuelto quebradizo. Lo apoyaron a los pies de la cruz, y los hombres se afanaron con las manos de Jesús.
Aquellas manos y los brazos ya parecían distintos, más pálidos, la piel más transparente. Al mirarlos, María recordó de pronto y con gran nitidez su visión de un Jesús trasfigurado y cómo, poco después, le había visto cambiado, más pálido y ligero aunque de un modo glorioso. Aquella imagen, sin embargo, nada tenía que ver con esto, con semejante desolación. Aquélla era una transparencia viva y luminosa; ésta, una palidez muerta y exangüe.
—¡Ya está! —Los soldados liberaron las manos de Jesús y arrojaron los clavos a un lado. Eran largos y pesados, y cayeron al suelo pedregoso con un sonoro tintineo. Los soldados quitaron el cuerpo de Jesús del travesaño y lo tendieron en el suelo.
María la mayor corrió hacia él; gritaba. Se dejó caer sobre su pecho con un alarido, seguido de largos lamentos quebrados. Sollozando, apoyó la cabeza, de Jesús en el regazo, alzó la vista al cielo y profirió un grito desgarrado. Los soldados retrocedieron, dejándola con el cuerpo.
—Hijo mío… Hijo mío… —Su madre trató de levantarle, suplicándole que reaccionara, que se moviera. Jesús seguía inerte en sus brazos; era un peso tan grande que apenas conseguía sostenerlo.
Juan se acercó lentamente para cumplir el deseo de Jesús de que cuidara de su madre. Sin embargo, cuando llegó junto al cuerpo tendido, se detuvo, incapaz de seguir. Con un ademán vacilante, tocó a María la mayor como si quisiera protegerla, pero ella ni se dio cuenta.
Haciendo acopio de valor, María avanzó hacia ellos.
Cuando se acercó lo suficiente para ver el cuerpo pálido e inmóvil de Jesús en el suelo, las pocas fuerzas que había reunido estuvieron a punto de abandonarla.
¡Oh, está muerto, está realmente muerto! Allí yacía Jesús, inerte y macilento como había yacido Joel. Asesinado por Pilatos.
Ya he pasado por esto, no puedo hacerlo otra vez, no puedo, se dijo María. Se arrastró hasta la cabeza de Jesús, que descansaba en el regazo de su madre, y le besó la mejilla; la tenía empapada en sudor frío, el sudor de la muerte.
Él aceptó su beso. Estaba segura. A diferencia de Joel, él no había muerto repudiándola, su cadáver no le era hostil. Esta muerte era distinta, a pesar de todo. Las últimas palabras que le dirigió Joel fueron: «¡No te llevarás nada, nada en absoluto!»; mientras que Jesús le había dicho: «Siempre recordaré tu valentía».
—Hijo mío, hijo mío… —repetía su madre, una y otra vez, como en una letanía, sin dejar de acariciarle el cabello.
María se inclinó hacia ella y la acarició, como María la mayor hacía con su hijo. No se le ocurría otro consuelo posible.
De pronto, advirtieron un movimiento, y un hombre desconocido, que lucía las vestiduras de los prelados religiosos, se apostó junto a ellas.
—Pilatos me ha concedido permiso para retirar el cuerpo —dijo—. Aquí está. —Les mostró una tablilla; los soldados la cogieron y la examinaron.
—Esto es irregular —anunció al fin uno de ellos—. Debemos mostrársela al capitán.
—Os aseguro que todo está en regla —respondió con serenidad el desconocido.
Juan se puso de pie, pero el hombre le indicó que haría mejor en mirar a otro lado mientras aguardaban el retorno de los soldados con su superior.
El centurión se acercó, mirando el cuerpo de Jesús.
—Ya veo. Ya veo; pues… de acuerdo, si Pilatos ha firmado… —Se encogió de hombros—. Adelante.
—Gracias —dijo el desconocido. Llamó con un gesto a unos hombres que le acompañaban y éstos se acercaron rápidamente. Llevaban una litera. Con gestos cuidadosos y expertos depositaron el cuerpo de Jesús en ella.
—Por aquí —dijo el hombre, y se puso a la cabeza del pequeño cortejo; Juan, la madre de Jesús, María y los demás les siguieron.
Dejaron atrás el lugar de la crucifixión y desfilaron en dirección contraria a la ciudad, hacia el campo abierto. Caminaban en silencio, en silencio total, anonadados.
El paisaje transcurría en tonos de gris. Suelo gris, rocas grises, cielo gris virando al negro de la noche, nubes grises que atravesaban veloces el firmamento gris. La oscuridad ultramundana había desaparecido, cediendo su lugar a esa monotonía descorazonadora. La monotonía habitual. ¿Cómo era posible? Las tinieblas del mediodía, la tormenta de arena o lo que fuera aquel fenómeno inexplicable, al menos daban testimonio de la tragedia vivida. Pero la vuelta a la normalidad… Dios realmente les había abandonado. Había dispuesto un final normal para aquella jornada, incluso el tiempo había mejorado, para que nadie recordara lo sucedido.
Remontaron una colina pedregosa y, de repente, apareció una extensión verde. Ante sus ojos se abría un jardín, un huerto de olivos, un pozo de agua, un emparrado y un viñedo, algunas higueras y hasta rosales. La vegetación exuberante brotó como por milagro.
El hombre les señaló que se detuvieran.
—Éste es mi jardín mortuorio —dijo—. Lo mandé plantar para mí y para mi familia, como un lugar agradable que visitar. Aún no lo hemos utilizado, sin embargo.
Atrás había quedado el lugar de la ejecución y los soldados de Roma. Juan se acercó al desconocido y le dijo:
—Gracias, José. Nos has hecho un gran regalo.
José. Juan había mencionado a José de Arimatea, un miembro del Sanedrín que también era discípulo secreto de Jesús. Éste debía de ser él.
Fuera quien fuese, indicó a los porteadores que continuaran. Los demás les siguieron a través de caminos de grava recién construidos hacia un gran peñasco, en cuya cara habían abierto tres grandes puertas.
La tumba de un rico. Tallada en la roca viva, con lechos de piedra en el interior y espaciosa… como las habitaciones de los vivos. Aunque en estas cámaras jamás se celebrarían comidas, sólo en el exterior cuando los parientes fueran a visitar la tumba de sus seres queridos. Tampoco resonarían en los espacios aseados conversaciones entre sus ocupantes. Los cuerpos se irían secando envueltos en mortajas podridas, esperando el momento de ser trasferidos a vasijas de cerámica decorada para así dejar espacio para nuevos entierros. Las tumbas eran cámaras prestadas, incluso para los ricos. En las tierras pedregosas que rodeaban Jerusalén, nadie disfrutaba del lujo de una tumba privada, suya para la eternidad.
Era, no obstante, una tumba, al menos de momento, a diferencia del hoyo frecuentado por perros donde yacerían los cuerpos de Disma y de su compañero anónimo.
—Tengo las especias —dijo José, al tiempo que señalaba una caja que había junto a una de las tumbas—. Las trajo Nicodemo.
Al oír su nombre, otro desconocido asomó con cautela de detrás de la roca y se les acercó.
—Pensamos que harían falta —explicó. También él era un hombre mayor e iba bien vestido. Debía de ser otro discípulo secreto.
María fue hacia la caja, la abrió y examinó su contenido: había grandes vasijas de alabastro llenas de áloe y mirra, especias extremadamente caras. Nicodemo no había reparado en gastos.
—Eres muy generoso. Te lo agradecemos —dijo con voz temblorosa.
Pidió que depositaran la litera en el suelo. Mientras daba las instrucciones, se preguntó por qué le tocaba a ella asumir el mando. José estaba allí; y Nicodemo; y Juan, el elegido de Jesús; y María, la madre de Jesús; y Juana, Susana y otra gente de Galilea. Sin embargo, todos estaban pendientes de ella para llevar a cabo sus instrucciones. Tal vez les hubiera abandonado el coraje, o ya habían dado todo lo que podían dar. Quizá necesitaran relajarse y descansar. Sea como fuere, solo quedaba ella para decirles lo que tenían que hacer.
Y no le importaba; lo cierto era que no le importaba. Esos ritos apresurados no serían los definitivos. Ella y, sin duda, también los demás volverían para completarlos adecuadamente. De momento, era necesario hacer lo mínimo imprescindible antes de que cayera la noche.
—¿Tenemos con qué lavarle? —preguntó, aunque ya sabía que no. Y añadió—: Prosigamos con la unción.
José abrió las vasijas de alabastro que contenían el áloe y la mirra, teniendo que retroceder ante el primer vaho perfumado que impregnó el aire. María se llenó las manos e, inclinándose con reverencia, vertió las especias sobre el cuerpo de Jesús, como lo había hecho antes con el cuerpo de Joel. El brillo opaco del ungüento cubrió los hematomas, la sangre seca y la herida abierta en el costado, y disimuló el color pétreo y exangüe de los pies. La sustancia correosa le hizo parecer como si nunca hubiera vivido, como si su existencia hubiese sido siempre un espejismo.
Los hombres envolvieron el cuerpo con la mortaja de lino y cubrieron su cabeza con una tela especial, que fijaron con unas vueltas de la mortaja. Por último, le enfundaron en un largo sudario.
José ordenó a sus hombres que llevaran a Jesús al interior de la tumba central. Levantaron el cuerpo en silencio respetuoso y lo trasladaron a la cámara mortuoria. Pronto reaparecieron libres de su carga e inclinaron las cabezas ante José.
—Le hemos depositado sobre el lecho inferior —dijeron.
—Muy bien —aprobó él.
Dirigieron su atención a una gran piedra redonda apoyada en la pared del peñasco, dispuesta ya en una ranura.
—Cerradla. —José dio la orden, y tres hombres arrimaron el hombro y empezaron a empujar la piedra a lo largo de la ranura. Les costó un momento moverla, pero después se deslizó hasta tapar la entrada a la tumba y allí se detuvo, retenida por un tope hábilmente colocado. Se cerró con un gran ruido hueco y el eco respondió desde la profundidad de la tumba.
—Hemos terminado —dijo José—. Que descanse en paz. Un hombre verdaderamente bueno; más que un hombre, tal vez.
Juan, María, la madre de Jesús y los que habían querido acompañarles hasta el jardín guardaron silencio. El sonido de la lápida les había sellado las bocas. La piedra había sido tan elocuente que ya no les quedaba nada que decir.
—Te damos las gracias —dijo Juan al final, hablando por todos—. Te lo agradecemos más de lo que se puede expresar con palabras, nunca te lo podremos pagar.
José meneó la cabeza.
—Es una pena, una gran pena…
Caía la noche. No debían quedarse allí en la oscuridad.
—Puedo ofreceros una casa en Jerusalén —concluyó José—. Un lugar donde descansar hasta que sepáis qué vais a hacer.
Estaban sentados en la amplia sala de la casa prestada, cerca unos de otros. Una tumba cedida, una casa cedida… José era generoso. Se había ido aprisa, sin embargo, por temor a sus colegas del Sanedrín «Permaneced ocultos —les había aconsejado—. No os conocen y no pueden identificaros… todavía. Pero, por lo general, persiguen a los discípulos tanto como a los maestros».
Cubriéndose la cara con la túnica, se fue.
Por eso Pedro negó conocer a Jesús, pensó María. Por eso los demás huyeron. Juan es un hombre valiente.
Juan estaba pendiente de todos ellos, trataba de hacerles sentir cómodos, intentaba consolarles. Condujo a la madre de Jesús a un sofá y la ayudó a tenderse en él, preguntó a Juana y a Susana si aceptaban servir la comida, suponiendo que encontrarían algo que comer, hizo todo lo que se debe hacer para un grupo de heridos, supervivientes de una batalla. Como respuesta recibió un silencio pétreo, cuerpos derrengados y expresiones decaídas. La pena había hecho presa en todos.
—Necesitamos luz —dijo Juan, y empezó a encender las lámparas de aceite distribuidas por la sala, que estaba en acusada penumbra. Era noche cerrada, y la única luz provenía de la luna casi llena que acababa de salir.
—No debemos encender lámparas en Shabbat —dijo María, con voz de autómata—. Debimos encenderlas antes del anochecer.
—Poco me importa el Shabbat. —Juan pronunció las palabras heréticas con calma—. Ya poco me importa el Shabbat —repitió. Sostuvo una caña encendida sobre una mecha, acercándola lenta y deliberadamente. La mecha se encendió y la llama iluminó el espacio oscuro—. Quiero decir que no me importan las normas que lo rigen. Jesús decía que el Shabbat está hecho para el hombre, no el hombre para el Shabbat. Y no creo que Moisés quisiera vernos aquí sentados a oscuras durante horas cuando acaba de morir nuestro hermano más querido, aunque haya muerto en un momento poco oportuno con respecto al Shabbat.
—Por eso querían terminar pronto con las crucifixiones —dijo Juana—. Los soldados mataron a aquellos hombres para no faltar a las reglas del Shabbat.
El Shabbat y el poder que ejercía en las vidas de todos… Jesús sanaba y trabajaba en Shabbat. ¿Cómo conseguirían volver a las viejas costumbres? En última instancia, ésta fue la causa por la que había muerto. Eran demasiados los que pensaban como él, demasiados los que hacían caso omiso de las restricciones, demasiados los que estaban dispuestos a seguirle. Estaba rompiendo las tenazas de hierro del orden religioso establecido, las tenazas del ritual sabático en cuyo nombre gobernaban las autoridades religiosas. Y eso no lo podían permitir.
—Yo también encenderé una lámpara. —María se levantó y tomó la caña encendida de la mano de Juan; sus miradas se cruzaron, cómplices en el desafío. Se agachó y prendió fuego a otra mecha, y la luz se incrementó más del doble en la sala.
—Ten. —Dio la caña a Juana; ésta la cogió y encendió una tercera lámpara. La sala de José estaba bien provista de luces.
Uno tras otro, encendieron más lámparas y el espacio se agrandó a la luz de las llamas.
Cuando llegó la hora de dormir o descansar —aún no sabían qué estados les depararía la noche— apagaron las lámparas, trasgrediendo otra prohibición relacionada con el Shabbat. Tendidos en la oscuridad, cada uno de ellos buscó su propia comunión con Dios.
Acostada en un camastro duro y estrecho, al lado de la madre de Jesús, María esperó hasta que todos estuvieran callados para caer mentalmente de rodillas a los pies de Dios.
Yacía rígida como el camastro, con los puños apretados, y enviaba sus pensamientos y sensaciones sin forma hacia lo alto, con la esperanza de que serían aceptados. En algún momento de la noche, la misericordia corrió un velo sobre su mente y le permitió dormir. No tuvo sueños ni obtuvo respuestas pero, por un ratito, se evadió de la tortura en la que se había convertido la vida.
La luz del día irrumpió en la casa, ahuyentando las tinieblas. Era la jornada del Shabbat, un tiempo de prohibiciones e inactividad. Aunque esto ya formaba parte del pasado. Ha muerto con Jesús, pensó María cuando despertó y vio la luz tenue que entraba en la sala. Entonces lo recordó todo.
Hay trabajo que hacer, se dijo. Tengo que comprar los aceites para la unción, y todos necesitamos comer algo pronto. No hemos comido nada desde que… desde que cenamos con Jesús.
La muerte, la pérdida, la golpearon con fuerza y, por un momento, la aturdió una oleada de dolor, que llegó con más pujanza y nitidez que la propia luz del sol.
No puedo soportarlo, suspiró. No puedo. No podré seguir. Permaneció acostada durante largos momentos, escuchando los ruido de los demás, que se despertaban en la sala contigua, y la respiración de la madre de Jesús, en la cama de al lado.
Cuando termine de cuidar de ellos, cuando haya ungido a Jesús correctamente, cuando todos hayan vuelto a Galilea y a… no sé… a la pesca, los estudios, la recaudación de impuestos… entonces veré qué puedo hacer. Ahora mismo…
Con una extraña fuerza consiguió levantarse de la cama. Sus piernas no temblaban; la tarea emprendida les daba vigor. Termina la misión que tienes delante, termínala bien y después…
María la mayor dormía todavía. María se agachó para examinar su cara. En medio de todo aquel dolor, en medio de su gran tormento, su rostro aparecía sereno y hermoso.
Este rostro, esta serenidad siempre me han dado fuerzas, pensó María. Ahora el mundo se ha vuelto del revés, y soy yo quien debe fortalecerla a ella.
Salió del dormitorio y entró en la sala principal. Allí había gente nueva. ¿De dónde habían venido? Un hombre corpulento, bastante corpulento, estaba acurrucado en un rincón. María se le acercó de puntillas y levantó el manto que le cubría.
¡Era Pedro!
La sorpresa fue tan grande que casi se le escapó un grito. ¿Cómo había llegado hasta allí, cómo les había encontrado?
Y otra silueta encorvada: Simón. Y una tercera… Tomás.
¿Por qué habían vuelto todos? ¿Qué les había hecho cambiar de opinión?
Juan ya estaba levantado, inspeccionando el espacio y tratando de solucionar problemas prácticos.
—Juan —dijo María, siguiéndole hasta su alcoba particular—, ¿cómo han podido encontrarnos?
—Supieron dónde estábamos, aunque no puedo explicar cómo. Llegaron uno tras otro a lo largo de la noche. Quizá José lograra mandarles un mensaje. —Calló por un momento—. Se les veía aliviados de estar aquí.
—¿Qué hacemos ahora? —María se sentía extrañamente activa y diligente.
Juan pensó bastante antes de contestar:
—Debemos esperar. —Y añadió—: Como dijo José, nos estarán buscando, aunque no creo que la caza dure mucho. No causaremos problemas, permaneceremos escondidos. Las autoridades no tienen nada de qué preocuparse.
—¿Cómo puedes decir esto? —exclamó María mientras le agarraba del brazo.
—Jesús ya no está. Nunca habrá otro Jesús —respondió Juan—. Nadie puede hablar como él, nadie puede curar como él, nadie puede hacer… ¡nada de lo que él hacía!
—Pero, Juan, estuvimos juntos en la misión. Jesús nos envió. Y, por obra de un poder misterioso, también nosotros pudimos curar. Y predicamos a la gente. A Susana… ¡la curé yo! —María le miraba, haciéndole recordar.
—Nadie puede hablar como hablaba él. Nosotros no hicimos más que repetir sus palabras. No teníamos nada propio que decir —exclamó Juan, con suavidad.
—Quizá baste con repetir lo que él decía.
—La gente le hacía preguntas y Jesús respondía a cada uno de manera individual. Nosotros no podemos hacerlo. No tenemos su sabiduría. No basta con citar sus palabras; haríamos lo mismo que los fariseos, que no hacen más que repetir a sus maestros. —Meneó la cabeza.
—Jesús dijo que deberíamos acercarnos a la gente, como hizo él. Que las misiones sólo eran el principio de nuestra enseñanza. De otro modo, todo morirá con él. No creo… no creo que sea esto lo que él esperaba. Me parece que éste era el sentido de nuestra misión, por torpes e inexpertos que fuéramos.
—Desde luego, fuimos torpes e inexpertos —admitió Juan.
—Nosotros somos… distintos —insistió María—. Jesús sabía que seríamos torpes y nerviosos. No nos condenaba por ello. —Esperó a que Juan dijera algo. Al ver que callaba, prosiguió—: Él sabía que podemos aprender. Sabía que podemos tirar adelante.
—Se equivocaba —repuso Juan—. Todo ha terminado, no hay nada que tirar adelante.
Pedro, Simón y Tomás se estaban despertando. Pedro se levantó y miró a su alrededor, parpadeando.
—Amigos míos —dijo—, me siento feliz de estar con vosotros de nuevo… —Se interrumpió y se echó a llorar, tapándose la cara con un brazo—. Doy las gracias a Dios porque me aceptáis entre vosotros. Yo le traicioné… Dije que no le conocía… —Estalló en sollozos desgarrados.
—Lo sé —dijo Juan.
—¡Oh, Dios! —se lamentó Pedro.
—Te sorprendieron, aunque a Jesús, no —prosiguió Juan—. Él lo predijo.
—Es imperdonable. —Pedro sollozaba.
—Jesús ya te ha perdonado —repuso Juan—. Debes aceptarlo.
—No puedo.
—Entonces le traicionas de nuevo. —Juan le miró con severidad—. Él murió en una cruz romana, como querían Caifás y sus acólitos. Todo ha sucedido como ellos lo ordenaron. Jesús fue derrotado silenciado y ejecutado. ¿Estás enterado?
—Me… lo han contado. Aunque desconozco los detalles. —Pedro se dejó caer sobre un taburete—. No creo que pueda soportarlos.
—Cuando te fuiste —dijo María, con esfuerzo— y concluyó el juicio del Sanedrín, llevaron a Jesús ante Pilatos. —Tuvo que callar para poder dominar el temblor de su voz—. Pilatos se mostró tan cruel como dicen que es… Entregó a Jesús a ellos, a la chusma que vociferaba… a pesar de que hacía pocos minutos le había proclamado inocente.
—¡No! —Pedro se levantó tambaleándose—. ¿Pilatos le puso en libertad?
—La gente pudo más que él… verbalmente, quiero decir… le amenazaron, le asustaron… —María meneó la cabeza, incapaz de continuar.
—Pilatos cedió al clamor de la chusma —dijo Juan—. Y Jesús fue ejecutado en lo alto de una cantera desolada conocida como el Calvario. Ahora está muerto, su cuerpo descansa en una tumba particular, gracias a la generosidad del mismo hombre que nos cedió esta casa.
María vio que Pedro hacía muecas de dolor a cada revelación. Había huido como un cobarde. Todo su fervor y todas sus resoluciones no habían podido evitar que escapara para salvar el pellejo.
—¡Perdóname, Dios mío! —Fue la única respuesta de Pedro, doblado en dos por el llanto.
Tomás no dijo nada. Simón parecía tan estupefacto ante la ejecución de Jesús y de Disma que no dejaba de repetir:
—Uno era inocente, y el otro, no. ¿No se daban cuenta?
La liberación de Barrabás le arrancó un torrente de palabras:
—A Barrabás le soltaron… Un asesino. Un enemigo del estado. A Pilatos no le importó. Jesús no mató a nadie. Esto significa que el mensaje de Jesús está equivocado. Él dijo que el que vive con la espada, morirá por la espada, pero ha pasado todo lo contrario.
Esto es lo que no podemos entender, pensó María. Muy propio de Simón presentarlo con esta claridad: Jesús estaba equivocado. Él dijo a Simón que renunciara a la violencia, pero liberaron al asesino Barrabás y en su lugar ejecutaron a Jesús, que nunca mató a nadie. Jesús predijo el fin de esta era, pero el sol ha salido y la luna ha brillado como si no hubiera pasado nada. Jesús se equivocaba. Y, si se equivocaba en estas cosas… ¿en qué más estaba equivocado? Dijo que estaría siempre con nosotros y ahora se ha ido.
¡Quizá fuimos necios en seguirle! Todo ha terminado.
Sólo me queda ungir su cuerpo, pensó María. Porque aún le quiero. Lo haré cuando la oscuridad de la nueva noche haya pasado. Y entonces todo habrá terminado de veras.