54

Trastabillando sobre los adoquines, cegadas casi por las lágrimas y la brutal conmoción, las mujeres, y Juan, siguieron al gentío ya disminuido hasta el palacio donde tenía su residencia Pilatos. Era la hora, apagada e incolora, en que la noche pasa el testigo al día, ese día que el gallo había saludado tan sonoramente. La luna se había ocultado detrás de los edificios, y la única luz provenía de las antorchas agostadas de la gente y del resplandor emborronado que anunciada la llegada del alba a oriente.

Las calles estaban tranquilas. Las celebraciones de Pascua habían terminado y la gente dormía en sus casas. Los más devotos ya habían recogido los restos de la cena festiva, que se amontonaban en pequeñas pilas a lo largo de la calle.

El palacio cedido a Pilatos no estaba lejos de la mansión de Caifás. Parecía cubrir un terreno incluso mayor que el Templo. Sus muros formidables, fortificados con torres de guardia como las ciudadelas militares, lo hacían parecer inexpugnable. Allí dentro, pensó María, se debe de ofrecer todo tipo de placeres, por partida doble y triple, para satisfacer todos los apetitos. Las deslumbrantes paredes blancas, las torres imponentes, las puertas, todo proclamaba el poderío y la grandeza del rey Herodes Antipas de Galilea y exigía el reconocimiento y sometimiento de todos sus súbditos. Pilatos desafió todo eso reclamando el palacio para sí. Roma es más grande, parecía anunciar. Ya podéis erigir torres, ya podéis alzar murallas; cuando Roma esté dispuesta, las derribará o se apropiará de ellas para su diversión.

Cuando llegaron María y los demás, Jesús y sus captores habían desaparecido. La multitud que se apretaba contra las puertas conformaba curiosos y religiosos devotos, estos últimos ataviados con sus chales litúrgicos. También había entre ellos rebeldes acerados, dispuestos a entrar en pelea. Los enemigos declarados de Jesús, los ilustres miembros del Sanedrín, esperaban asimismo cerca de las puertas, preparados para emitir nuevos juicios si fuera necesario.

María y los demás se abrieron camino a empujones hasta la verja misma y se agarraron de los barrotes, tratando de discernir qué ocurría en el interior.

La imagen de Jesús apaleado no se borraba de la mente de María. Jamás dejaría de seguirle.

—¿Qué significa esto, Juan? —preguntaba—. ¿Por qué le han llevado ante Pilatos?

—Porque quieren condenarle —respondió Juan con voz queda.

El Sanedrín le proclamó culpable de blasfemia en su ilegal proceso nocturno. Esta ofensa se penaliza con la muerte por lapidación, pero sólo los romanos pueden ejecutar a los súbditos que se encuentran bajo su jurisdicción. Ahora esperan convencer a los romanos de que lo hagan.

—¿Ejecutarle?

—Ejecutarle —repitió Juan lentamente—. Quieren que Jesús muera, como murió Juan el Bautista.

—Pero… ¡no es culpable de ningún crimen! —exclamó María, como si el propio Juan hubiera pronunciado la sentencia. Aquello no era posible. ¿Qué había hecho Jesús en contra de la ley?

—La blasfemia se considera alta traición contra Dios, es el crimen más deleznable de todos.

María la mayor apareció de pronto a su lado.

—¡Blasfemia! Mi hijo ha respetado el nombre de Dios más que nadie. —Su voz temblaba.

—Uno de los miembros del Sanedrín, José de Arimatea, es discípulo secreto de Jesús. Se me acercó en el patio de Caifás y me dijo que, aunque Jesús no quiso contestar a la mayoría de las preguntas, consiguieron de él una respuesta que se puede interpretar como blasfema.

Otro discípulo secreto, se dijo María. ¿Cuántos seguidores desconocidos tenía Jesús? ¿Y cómo era posible sacarle palabras que él no quería decir? ¿No lo había vaticinado todo en sus sangrientas previsiones?

—Conozco a José a través de los contactos de mi padre en la residencia de Caifás, por eso confió en mí —explicó Juan—. Pero no debemos delatarle.

A quién le importaba José.

—¡Pilatos! ¡Él asesinó a mi esposo! —Y pensar que Jesús comparecía ante él—. Es notorio por su crueldad —susurró María.

—Es notorio por su arbitrariedad —puntualizó Juan—. Podría decepcionar a los acusadores y no satisfacer su demanda. El Sanedrín no tiene utilidad para él, lo ha dejado claro. Sería capaz de proteger a Jesús sólo para contrariarles.

María la mayor escuchaba la conversación sin reaccionar. Parecía estar vacía de toda fuerza y emoción y, sin embargo, se mantenía erguida, sin siquiera tender la mano para buscar un apoyo.

—¿Mi hijo, entonces, tiene que apelar al gobernador romano? ¿Pilatos es nuestra última esperanza?

—Apelar, no —respondió Juan—. El debe defenderse ante el gobernador romano. El Sanedrín ya le ha declarado culpable. Aunque no sabemos si podrán convencer a Pilatos de que Jesús ha cometido un crimen potencialmente perjudicial para el emperador romano.

—¡Jesús no ha cometido ningún crimen! —exclamó su madre—. ¿Por qué juzgarle, en primer lugar?

—Él mismo nos lo explicó. Dijo que ésta es la hora del poderío de las tinieblas —dijo María. Era la única explicación verdadera.

Rompía el alba. ¿Se retirarían ya las fuerzas de la oscuridad?

—¿Pilatos presidirá un proceso a esta hora de la mañana? —preguntó la madre de Jesús. Le parecía poco realista pensar que se ocupara de su caso tan temprano.

—Piden que Pilatos les escuche antes de emprender sus diversiones habituales —dijo Juan—. Están resueltos a llegar a una conclusión antes del mediodía.

—¡Santo Dios!

Retazos de conversaciones resonaban a su alrededor: Sí, ese hombre, ese apóstata abyecto, el tal Jesús, fue llevado ante Pilatos. Muy bien hecho. Y Pilatos sabrá la verdad, que toda esa cháchara acerca del Mesías y la llegada del Reino de los Cielos, todas esas predicciones del fin del mundo inminente, son actos subversivos que ponen en peligro el orden público. Pilatos ya se encargará de él.

Esperaron delante de las puertas del palacio durante lo que les pareció una eternidad. Vieron la entrada y salida de muchos funcionarios, pero nada más. Al final, de repente, una piña de personas salió precipitadamente del edificio, liderada por un magistrado vestido en su toga ribeteada en carmesí.

—¡Pilatos! —murmuró Juan al reconocerle. Avanzaba flanqueado por soldados romanos, escribas y letrados. Y en medio de todos caminaba Jesús, ensangrentado y maniatado. El equipo accedió a una tribuna dispuesta en lo alto del muro.

Pilatos se acercó al borde de la tribuna y contempló a la multitud.

Su mirada se detuvo en los miembros del Sanedrín reunidos junto a la fachada.

—Por respeto a vuestros… peculiares rituales religiosos, me dirijo a vosotros —dijo Pilatos. Su voz sonó estridente y desagradable.

—No necesito hacerlo, pero lo hago para complacer a mi pueblo. —Esbozó una sonrisa burlona—. Ya que no podéis entrar en mi residencia, para no ser mancillados ritualmente, he salido yo. —El tono de su voz dejó claro que el solo hecho de hablarles le ensuciaba a él—. Escuchadme, pues. —Hizo ademán a sus soldados, que empujaron a Jesús hacia el borde—. Este hombre es Jesús de Nazaret. ¿Por qué me lo habéis traído? Si ha ofendido a vuestro dios, es asunto vuestro. A mí, desde luego, este tema no me preocupa, y tampoco a los jueces de Roma. —Pilatos les dirigió una mirada acusadora.

Con cada palabra espetada, con cada movimiento de la cabeza, el gobernador romano manifestaba su desprecio. María observaba con impotencia a ese hombre que había asesinado a Joel y de cuyos antojos dependía ahora la vida de Jesús.

Pilatos era un hombre de mediana edad y estatura, y llevaba el cabello, oscuro, muy corto. Tenía las espaldas anchas y la túnica oficial le favorecía, si bien su porte, erguido, era muy rígido. De hecho, parecía una estatua, como si no tuviera energía humana suficiente para suavizar sus movimientos. Se diría que ya le costaba bastante esfuerzo mantenerse de pie y hacer esos gestos entrecortados y abruptos.

Caifás le gritó su respuesta:

—Hemos declarado a este hombre culpable de blasfemia y de intentar engañar a nuestro pueblo. Se opone a los impuestos que pagamos al César y afirma ser un Mesías, un rey.

Pilatos se volvió para mirar a Jesús; le observó con atención y reprimió con dificultad una sonrisa de sorna.

—¿Eres el rey de los judíos? —le preguntó.

—Tú lo has dicho —replicó él.

Pilatos se rió.

Entonces Caifás gritó de nuevo:

—¡Es un subversivo, un agitador!

Otro miembro del Sanedrín le secundó:

—¡Sus prédicas han sublevado al pueblo de Galilea!

Pilatos miró primero a los acusadores y después a Jesús:

—¿No piensas contestar? ¿No oyes los testimonios que aportan contra ti?

Jesús permaneció callado mientras Pilatos le miraba con estupor finalmente, el romano se echó a reír. Se volvió a la muchedumbre y gritó:

—Proclamo a este hombre inocente.

Una oleada de alivio recorrió a María. Se acabó. Pilatos se había pronunciado. Los enemigos de Jesús habían fracasado.

—Gracias, gracias —murmuró a Dios.

—¡No! ¡No! ¡Es un criminal!

—¡Ordena su ejecución!

El gentío chillaba, mil voces se alzaban para exigir el castigo de Jesús. El rugido de sus voces conmocionó a María. Los enemigos de Jesús debieron de colocar agentes entre la multitud, para arrastrarla a reclamar su perdición.

—¡Empezó alborotando en Galilea —gritó Caifás desde la primera fila del gentío— y luego vino aquí para continuar su actividad subversiva!

—¿Galilea? —preguntó Pilatos sorprendido—. ¿Galilea? ¿Eres de Galilea?

Jesús respondió con un leve asentimiento de la cabeza.

—Entonces perteneces a la jurisdicción de Herodes Antipas en aquella región —dijo Pilatos—. ¡Es Antipas quien debe juzgarte! —Parecía contento, como si así se vengara de Antipas.

Obedeciendo a una señal, los soldados agarraron a Jesús de los brazos y le bajaron a rastras de la tribuna, por las escaleras, hasta la calle. Otros soldados formaron cadena para contener a la multitud.

Al pasar por delante de los discípulos, pareció verles; María intuyó que se daba cuenta de su presencia y que con este conocimiento les daba fuerzas. ¿No podrían darle fuerzas ellos también? ¿No habría alguna manera de ayudarle?

Le siguieron de nuevo a lo largo de las calles estrechas y a través de la plaza pública y el mercado, que bullía con la intensa actividad de primera hora de la mañana. Pronto se irguió ante ellos el palacio ya familiar, los edificios imponentes que se comunicaban a través de galerías y pasarelas, y que se alzaban majestuosos en lo alto de una gran escalinata. Cuando María y Juana habían entrado en el palacio no lo habían hecho desde la puerta principal; María contemplaba por primera vez la entrada oficial a la mansión. Jesús y sus captores remontaron los escalones y desaparecieron en el interior del edificio, seguidos de Caifás y sus acólitos. Los guardias cerraron la puerta tras ellos. Hoy no había manera de colarse en palacio.

Después de lo que pareció mucho tiempo Jesús emergió del edificio. Llevaba ahora una túnica lujosa ribeteada en escarlata, aunque iba siempre con las manos atadas. La sangre del primer apaleamiento se había secado y dibujaba regueros oscuros en sus mejillas.

—¿Adónde le lleváis? —gritó un miembro del Sanedrín—. ¿Qué han decidido?

—Nada —respondió el capitán de los soldados—. No ha habido veredicto. Él se negó a contestar a sus acusadores. Ni siquiera quiso complacer a Antipas cuando le pidió un milagro. Le llevamos de vuelta a Pilatos. —Caifás escuchó la respuesta con expresión de ira y frustración.

Pilatos había vuelto a entrar en el palacio, pero el movimiento y los gritos de la multitud que seguía al Jesús cautivo le obligaron a salir de nuevo. Hizo señal de que le subieran otra vez a la tribuna. Entonces hizo una pantomima socarrona de admiración por la túnica nueva que llevaba Jesús y que colgaba torcida de sus hombros, donde la habían colocado para mofarse de él.

—¡Ecce homo! —exclamó con una floritura de la mano—. ¡He aquí al hombre!

El gentío rugió riéndose. Algunos aplaudieron y silbaron.

—¿Un regalo de Antipas? —preguntó Pilatos—. Tendrás que quitártela, no puedes estar aquí con ropa prestada. —Los soldados le arrancaron la túnica y la entregaron a Pilatos, quien la tiró encima de uno de los asientos de la tribuna—. Así que te ha devuelto. Es una lástima. —Hizo una seña a Caifás—. Ven aquí, tú. Y también todos tus colegas de la corte religiosa o como se llame.

Caifás se acercó a la puerta del palacio pero no cruzó el umbral por temor a contaminarse. Sus seguidores hicieron lo mismo.

—¡Y ahora escuchadme! —gritó Pilatos con voz chillona; parecía la llamada de un cuervo—. Habéis traído a este hombre ante mí, acusándole de incitación a una revolución. He investigado vuestras acusaciones y no le encuentro culpable. Tampoco Antipas, por lo visto. Él no ha cometido ningún crimen capital. Por tanto, ordenaré que sea flagelado y a continuación puesto en libertad.

¡Oh, gracias a Dios! Las palabras silenciosas brotaron de la boca de María cuando oyó la sentencia. Habían desestimado los cargos. ¡Jesús quedaría libre! ¡Dios misericordioso! Tendió ambas manos y tomó la de la madre de Jesús en una y la de Juana en la otra.

—¡No! ¡No! —gritaba la muchedumbre—. ¡No sueltes a este hombre! ¡Si alguien ha de ser puesto en libertad, elegimos a Barrabas!

—¡Devuélvenos a Barrabás! —Sonaron nuevos gritos del otro lado.

—¡Os digo que liberaré a Jesús! —gritó Pilatos en respuesta.

—¡No! ¡No! ¡Tiene que ser crucificado! —Las voces tronaron como el agua de una catarata, ahogando las protestas de los seguidores de Jesús.

—¿Queréis que crucifique a vuestro rey? —preguntó Pilatos.

—¡El único rey es César! —chillaron los sumos sacerdotes una y otra vez, y el gentío repitió su respuesta.

—¡No es culpable de nada y no pienso crucificarle! —Pilatos se empecinó—. ¿Qué crimen ha cometido este hombre? —gritó tanto que su voz se quebró. Jesús aguardaba en silencio, no miraba a Pilatos ni a Caifás, sino a sus discípulos perdidos entre el gentío, incapaces de gritar más fuerte que la chusma.

—Si le liberas, no eres amigo del César. Cualquiera que se proclame rey, se opone al César. —La voz grave de Caifás retumbó.

La muchedumbre empezó a mecerse y a avanzar como si pretendiera iniciar un motín.

—¡Te denunciaremos ante Roma! —gritaron—. ¡Nos aseguraremos de que el César se entere de tu deslealtad!

La actitud de Pilatos cambió. Tras un momento de vacilación, llamó a un sirviente y le dio instrucciones. Pronto el sirviente regresó con una palangana de agua.

Pilatos se volvió hacia el gentío y levantó las manos en alto.

—Soy inocente de la sangre de este hombre. ¡Inocente! —El sirviente sostuvo la palangana y Pilatos metió las manos en el agua; se lavó con parsimonia, enjuagándose hasta las muñecas. Después tendió las manos mojadas para que otro sirviente se las secara con una toalla.

—Entregadles a Barrabás —ordenó Pilatos al centurión que estaba de servicio.

Durante los breves minutos que transcurrieron hasta la aparición de Barrabás, Pilatos miraba de la multitud a Jesús y otra vez a la multitud. Jesús no daba señales de haber oído siquiera el veredicto y, por supuesto, no intentó rebatirlo. Cuando los guardias subieron a Barrabás a la tribuna a empujones, Jesús le dirigió una mirada acerada. Se inclinó hacia él y le dijo algo. Barrabás, la cara pálida y tensa, le miró estupefacto.

María no pudo oír sus palabras desde la distancia.

Barrabás bajó las escaleras tambaleándose. En la puerta, el guardia cortó las ligaduras de sus manos. Se abalanzó hacia el gentío, que le saludó con gritos alborotados. Miró a Jesús una última vez antes de perderse entre la multitud.

—¡Flageladle! —ordenó Pilatos, señalando a Jesús—. Después llevadle a las afueras para que sea crucificado. ¡Así sea!

Justo en ese momento se produjo un movimiento violento cerca de Caifás, y María le vio: era Judas. Judas, la cara magullada y cubierta de ampollas, agarró los ropajes de Caifás y empezó a zarandearle. Los dientes del sumo sacerdote castañetearon y su mandíbula se batió varias veces, hasta que sus colegas atraparon a Judas y lo inmovilizaron.

—¡Tomad! ¡Tomad! —chillaba Judas, golpeando a Caifás con una bolsa de cuero—. ¡Os las devuelvo! ¡Dios mío, me habéis mentido! ¡He pecado, he traicionado a un hombre inocente!

Caifás se encogió de hombros y enderezó el cuello de su túnica.

—Y a nosotros, ¿qué nos importa? —contestó—. Es cosa tuya.

Con un grito ahogado y un chillido de horror, Judas huyó. María vio que se precipitaba calle abajo, apartando a la gente a empujones, y corría hacia el Templo.

Había descubierto que los amos a los que servía eran unos embusteros. Aunque demasiado tarde para salvar a Jesús, al maestro que había traicionado. Que le crucifiquen a él, María rogó a Dios. ¡Él ha matado a Jesús! Miró a Caifás, a los demás miembros del Sanedrín, a Pilatos y a la muchedumbre. No. Todos ellos han matado a Jesús.

Y Pedro… Pedro renegó de él, y Jesús le oyó. Y vio a los discípulos huir del jardín de Getsemaní. ¿Cómo ha podido soportarlo?

En ese instante se produjo cierta agitación, sonó el susurro de muchos pies sobre el terreno, y María vio a un grupo de soldados romanos que empujaban a Jesús escaleras abajo y por el patio enlosado del palacio, burlándose de él con desprecio.

Pilatos descendió ceremoniosamente de la tribuna, esbozó un saludo de aprobación a los soldados y desapareció en el interior del palacio.

Los discípulos que aún estaban allí se abrieron camino hasta la puerta, estirando el cuello para ver mejor. Todo era confuso, sin embargo; sólo una imagen borrosa, acompañada de los gritos y murmullos que repetían: Crucificado… Crucificado… María asió la verja de la puerta cerrada y se quedó mirando a los soldados, que se reían y silbaban alborotados. Jesús apareció de repente en medio de todos ellos, las manos siempre atadas, con el rostro ensangrentado vuelto hacia la multitud.

¡Nos está mirando! ¡Nos está mirando! Los ojos de Jesús se encontraron con los de María antes de desviarse hacia su madre, Juana, Susana y Juan. No miraba al gentío ni a sus enemigos, sólo les miraba a ellos.

Quiero decirte… Quiero decirte… María rompió en sollozos mal contenidos. Debo decírtelo, tengo que pedirte perdón… Yo no pretendía… Oh, por favor… Incluso en esos momentos, la dominaba el absurdo deseo de caer a los pies de Jesús y contarle las cosas intrascendentes que la habían estado preocupando. Deseaba decirle lo que sentía por él. Hacerle saber que, por fin, lo comprendía todo.

Aparecieron dos soldados que llevaban una túnica de color púrpura, la sostenían con reverencia y avanzaban, y la gran túnica se combaba tras ellos como una vela desplegada. Envolvieron con ella los hombros de Jesús y se la abrocharon con mucho esmero. Otro soldado tejía una corona de espinos, imitación de las coronas radiadas que tanto gustaban a los emperadores romanos y que denotaban divinidad.

—¡Aquí la tienes! —El soldado la agitó con orgullo y la depositó sobre la cabeza de Jesús con una floritura. Algunas espinas se proyectaban hacia dentro; le desgarraron la frente, abriendo pequeños regueros de sangre en cada punta. La sangre resbaló por sus mejillas, pero Jesús no podía levantar la mano para limpiársela.

—¡Ave, rey de los judíos! —Algunos de los soldados se inclinaron en profunda reverencia.

—¡Esperad, le falta el cetro! —Un soldado tendió un trozo de caña y la metió en la mano atada de Jesús—. ¡Ya está! —Cayó de rodillas, en una burla de adoración—. ¡Tu esplendor me enceguece! —dijo, cubriéndose los ojos.

—¡Rey de los judíos, rey de los judíos! —corearon los demás soldados y se inclinaron ante él, uno tras otro—. ¿Qué podemos hacer para servirte, majestad?

Jesús permanecía quieto y no daba señal de haber oído siquiera sus burlas.

—¿Quieres que corramos a Siria a buscar hielo para tus bebidas? —preguntó un soldado joven.

—¿Tal vez su majestad prefiera un plato de codornices o un melón fuera de temporada?

—Podemos aplastar a vuestros enemigos, a los edomitas, los jebusitas y los canaanitas… a cualquiera que luche contra vuestro pueblo. ¡Ay, se me olvidaba, ellos ya no existen! Bueno, encontraremos un sustituto.

Siguieron inclinándose y burlándose pero, al ver que Jesús no reaccionaba, empezaron a escupirle, gritando:

—¡Haz algo, cobarde!

Como él no hizo nada, un hombre le quitó la caña de la mano y empezó a golpearle en la cabeza con ella.

—¡Di algo, estúpido! —gritaba.

—Ya es suficiente —intervino el capitán—. Desnudadle y prosigamos.

Le quitaron la túnica púrpura y le llevaron a rastras hasta un poste erigido en el extremo más lejano del patio. Cortaron las cuerdas que le ataban las manos, le hicieron abrazar el ancho poste y volvieron a atárselas.

—¡El látigo!

El capitán se acercó a Jesús y desnudó de un tirón su cuerpo hasta la cintura, para exponer la carne desnuda al látigo, que uno de los soldados esgrimía con placer malicioso. Era un azote de cuerdas múltiples, rematadas con bolas de plomo, que se hundían en la carne como colmillos de perro.

La Ley judía autorizaba treinta y nueve azotes, pero los romanos no se sentían afectados por esas normas. Pocos hombres eran capaces de sobrevivir cuarenta golpes, por eso la Ley establecía el límite en treinta y nueve. Se creía, no obstante, que la flagelación rigurosa iba en beneficio de los condenados a morir en la cruz. El reo ya estaba medio muerto antes de enfrentarse a la muerte más horrenda de todas, reservada exclusivamente para los prisioneros no romanos, los criminales y la escoria de la sociedad. Estaba prohibida la crucifixión de ciudadanos romanos. Los pueblos conquistados —como los judíos—, los esclavos y los enemigos eran merecedores de la cruz.

María no era capaz de pensar; ni siquiera era capaz de sentir. Ya había visto todo aquello, la sangre y la violencia, pero no había visto la muerte de Jesús. Nunca le había visto muerto, en ninguna de sus visiones. Se volvió hacia su madre. Tenía que pensar en María, la madre de Jesús. Sí. Lo único que podía hacer ya era ayudar a la madre.

María la mayor tenía la mirada perdida en el patio donde flagelaban brutalmente a Jesús. La expresión de su cara era de pura agonía. Se habían borrado de su rostro la dulzura, la profunda capacidad de comprensión que solían iluminar sus facciones. Sólo quedaba el dolor. Torcía el gesto de un modo tan violento que su cara parecía una réplica del rostro de Jesús, como si ambos fueran una sola persona.

—¡Basta! ¡Es suficiente! ¡Fuera! ¡Al Gólgota! —Un soldado barrigudo agitó los brazos—. ¡Atrás! ¡Atrás! —Y avanzó amenazador hacia e gentío, mientras los soldados armados se disponían a abrir las puertas. Otro soldado recogió del suelo la túnica ajada de Jesús y le cubrió con ella.

Cuando María y los demás discípulos no quisieron apartarse, los soldados abrieron las puertas y les barrieron a un lado con ellas.

Jesús salió tambaleándose a la calle, cargando un grueso travesaño de madera a los hombros. Aunque era un hombre fuerte, estaba tan debilitado que trastabillaba bajo el peso. Era la viga transversal de la cruz, que fijarían sobre el palo vertical cuando llegaran al lugar de la ejecución.

—¿Adónde van? —gritó María—. ¿Dónde está ese lugar?

—Sólo podemos seguirles —dijo Juan.

María y la madre de Jesús, dotadas de una fuerza casi masculina, se abrieron camino entre el gentío compacto que formaban los enemigos de Jesús. La gente sudorosa se apelotonaba, y un olor agrio impregnaba el aire. Había envites y empujones violentos, como si la falta de espacio hubiera convertido a las personas en animales conducidos por una rampa estrecha. Al mismo tiempo, vociferaban y se reían, felices de formar parte de aquella procesión macabra.

Abriéndose camino a codazos, retorciéndose y esquivando cuerpos, María y la madre de Jesús lograron al fin alcanzarle, se le acercaron por la espalda, agarraron su túnica y consiguieron tocarle en el hombro.

—Hijo mío, hijo mío —decía su madre—. ¡Oh, Jesús!

Jesús la miró a los ojos. Su mirada, en lugar de estar empañada por el dolor, parecía más viva que nunca.

—Madre —dijo. Su voz sonó muy baja—. No te aflijas. Nací para este trance. Yo lo elegí.

—¡Hijo! —Su madre le tendió las manos con un gran sollozo, pero los soldados empujaron a Jesús hacia delante.

María consiguió situarse delante de él.

—¡Amado mío! Debo decirte… Tengo que decirte… Oh, estaba equivocada… cuando te dije, cuando pensé…

Él se detuvo por un breve instante. Estaba rodeado de enemigos que le empujaban y no le dejaban en paz.

—Lo sé —respondió—. Sé lo que siente tu corazón. El mejor de los corazones. —La miró a los ojos, aunque sólo por un instante—. Lo sé todo. —Y, al arrancar de nuevo la marcha, añadió—: Cuento con tu amor.

Durante años María recordó esas palabras, tratando de rememorar el tono exacto de su voz al pronunciarlas, intentando comprender su significado. En ese momento, sin embargo, sólo sintió un alivio enorme, una bendición. Él comprendía. Él perdonaba.

Un contingente de soldados romanos abría el camino. Toda ejecución debía tener lugar fuera de las murallas de la ciudad, para que la muerte no contaminara Jerusalén. Las calles estaban abarrotadas de curiosos que miraban con avidez lo que para ellos no era más que un espectáculo y una diversión. Aún no era mediodía. ¿Cómo era posible que tan sólo veinticuatro horas antes estuvieran comprando la comida para Pascua?

María no lo recordaba. Todo sucedía en un torbellino. Hasta ayer Jesús podía irse sin más. Si hubiera optado por celebrar la cena y salir para Galilea, Judas no le habría encontrado. Nada de eso habría sucedido.

No obstante… Judas sabía de dónde venían. Las autoridades les podrían haber seguido hasta Galilea. ¿Lo habrían hecho?

¿Qué había dicho Jesús? María trató de recordar. Que su muerte era necesaria. Que iría a Jerusalén para morir. Como si lo hubiera provocado él. De no haber existido Judas, ¿se habría entregado voluntariamente a los sumos sacerdotes?

Ahora ya no tenía importancia. Ahora sólo quedaba el sol, que iluminaba las calles de la ciudad como si fuera cualquier día normal y feliz; quedaban las multitudes, una mezcla de gente curiosa, hostil y aburrida. Y quedaba Jesús, que luchaba con su pesada carga. Detrás de él —aunque María no tenía tiempo para pensar en ellos— trastabillaban los demás hombres que iban a ser crucificados al mismo tiempo; salidos de otras cárceles y otros procesos, tropezaban por las calles arrastrando sus travesaños.

María y la madre de Jesús empleaban todas sus fuerzas en poder mantenerse detrás de él. Caminaba encorvado bajo su carga, ya sólo sostenido por su fuerza innata, labrada durante los años de trabajo en la carpintería y en sus peregrinaciones por Galilea. Su hermosa túnica estaba sucia y ajada; sus sandalias —qué extraño que María se fijara en las sandalias y los pies— estaban mal abrochadas y entorpecían sus pasos. Mientras miraba, Jesús tropezó en el enlosado resbaladizo y cayó.

Cayó de rodillas, y el travesaño se desplazó hacia un lado y resbaló de su hombro. Él trató de incorporarse pero no tenía fuerzas para levantar la viga. Nadie le ayudó, y los soldados apartaron a empujones a los que lo intentaron. También apartaron sin miramientos a María y a la madre de Jesús. Finalmente, uno de los soldados le levantó de un tirón y le empujó hacia delante. Jesús dio unos pasos tambaleantes por la calle.

El gentío cerró filas de nuevo, pero tuvo que detenerse cuando Jesús volvió a caer. En esta ocasión su madre se precipitó hacia delante, deslizándose entre el ovillo de soldados, y consiguió llegar hasta él. No intentó ayudarle a levantarse sino que apoyó su cabeza en el regazo y le limpió la cara. No quería que él se levantara ni que diera un solo paso al frente.

—¡Apártate de él! —Un soldado corpulento tiró de ella y casi la lanzó contra la gente. Un gemido de dolor salió por vez primera de los labios de Jesús.

—¡Y tú, de pie! —Dos soldados le agarraron de las axilas y le levantaron, empujándole para que siguiera caminando.

—¡Oh, querida amiga! —María abrazó con fuerza a la madre de Jesús, aunque parecía un gesto inútil. No había consuelo posible para ella, sólo horror. Horror, miedo y un profundísimo dolor por los dos.

Jesús volvió a caerse.

—¡Tú! ¡Tú, allí! —Los soldados detuvieron la procesión. Señalaron a un hombre que, a todas luces ignorante de los acontecimientos del día, acababa de cruzar una de las puertas de la ciudad para atender sus negocios—. ¡Ven aquí!

El hombre, sorprendido, obedeció y se acercó al capitán de los soldados. Era joven y de hombros muy anchos.

—¡Tú llevarás esta viga! —Le ordenó el capitán—. Este hombre no puede.

Antes de que Jesús o el extraño pudieran protestar, los soldados quitaron el travesaño de los hombros de Jesús y lo cargaron al recién llegado.

—No te preocupes —dijo el capitán—. ¡A ti no te crucificaremos! —Y se echó a reír.

Cuando Jesús quedó libre de su carga, se le acercó un grupo de mujeres que lloraban y lamentaban a grandes voces el tormento de los tiempos, de ese tiempo.

—¿Lloráis por mí, mujeres de Jerusalén? —susurró Jesús con voz dulcificada por el agotamiento—. Llorad mejor por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque, si los hombres actúan así cuando la leña está verde, ¿qué no harán en tiempos de sequía?

Leña verde… Sequía… No era la primera vez que las mencionaba, recordó María.

Jesús reemprendió su camino y ellas le siguieron, dejando a un lado a las mujeres que se lamentaban, llorando también ellas. Porque María y la madre de Jesús no lloraban por Jerusalén ni por sí mismas, sino sólo por Jesús, por el cuerpo encorvado que tropezaba sobre las piedras lisas del adoquinado.

Ahora los dos hombres caminaban juntos, recorriendo las calles que separaban la residencia de Pilatos del lugar de la ejecución.

María se inclinó hacia la madre de Jesús. Se le acababa de ocurrir que ellos cinco —María la mayor, Juana, Susana, Juan y ella misma— podrían ayudar a Jesús a escapar. Podrían provocar una conmoción que le permitiera escabullirse de sus captores.

—Cuando lleguemos a ese lugar, María, esté donde esté… ¿le ayudarás a escapar? Si creamos una gran confusión, podríamos conseguirlo.

—Pues… Yo no… —Sumida en su dolor anonadado, María la mayor no supo qué contestar.

María se volvió a Juan, Susana y Juana.

—Podemos poner fin a esto. Tenemos alguna posibilidad. Hemos de hacerlo. ¡Es necesario! —Miró a su alrededor—. ¡Somos lo único que le queda!

—¿Crees que nos seguiría? —preguntó Juan—. Por las cosas que nos dijo, me temo que él acepta esta situación, que la celebra, casi.

¿No había ayuda posible? ¿Nada en el mundo que pudiera ayudarle?

La muchedumbre crecía, más gente acudía de sus casas y mercados para ver la procesión. Todos tenían prisa por concluir sus negocios antes de la puesta del sol, que daría entrada al Shabbat. La clientela de última hora abarrotó la calle estrecha, obligando a los verdugos y a sus víctimas a desfilar en fila única ante las miradas escrutadoras de los curiosos.

—¡No debemos alejarnos de él! —dijo Juana mientras empujaba hacia delante, apartando a los demás a codazos.

Habían quedado rezagados. María miraba la espalda del hombre que cargaba con el travesaño y que luchaba por tirar adelante, aunque era joven y sano. Jesús caminaba delante de él, flanqueado por dos centuriones que vigilaban con ojos recelosos la multitud en busca de posibles libertadores. Pero no había ninguno, sólo un gentío indiferente y apático. Una mujer salió de la masa y se precipitó hacia Jesús para enjugarle la frente sudorosa con el pañuelo, pero los centuriones la empujaron a un lado. Otras tendían las manos con cuencos llenos de agua, pero Jesús no podía alcanzarlos.

Durante todo ese tiempo estaban bordeando los altos muros exteriores del palacio, que parecían una segunda muralla de la ciudad.

Desde lo alto les contemplaban las piedras blancas encajadas a la perfección. En la base del muro, sin embargo, los espectadores se apiñaban contra las piedras y estiraban el cuello para ver a los hombres ensangrentados que daban traspiés bajo sus cargas, les seguían como perros que ansían la oportunidad de lamer la sangre en el lugar de la ejecución. Detrás de ellos venía el tétrico desfile de los demás condenados. María no sabía cuántos eran.

Cuando Jesús tropezó, uno de los soldados le agarró de un hombro y le enderezó de un tirón.

—¡Ya no falta mucho! —le dijo.

Cuando Jesús volvió a tropezar, un poco más adelante, y cayó de rodillas, el centurión le dio una patada.

—¡Levántate! ¡Levántate! —Jesús gateó un poco antes de conseguir ponerse otra vez de pie. Caminaba oscilando de un lado al otro, incapaz de mantenerse erguido.

María trató de llegar a él, pero uno de los soldados se volvió contra ella y le golpeó en la cara, obligándola a caer hacia atrás.

—¡No te acerques! —chilló.

La cara le ardía a causa del golpe; María tuvo que retroceder.

—¡Tenemos que hacer algo, Juan! ¡Hay que hacer algo! —suplicó. Ahora ya sabía, sin embargo, que los soldados no dudarían en agredirles.

¡Daría la vida para liberar a Jesús!, pensó. Al reconocer que sería realmente capaz de hacerlo, se maravilló. Ella, que tanto había temido siempre a la muerte.

Se acercaban a una de las dos enormes torres de guardia del palacio, que flanqueaba una de las puertas de la ciudad. María vio a los soldados romanos apostados en lo alto de la torre, quienes, arcos y lanzas en mano, estaban preparados para reprimir cualquier disturbio.

Enseguida cruzaron la puerta y se encontraron fuera de las murallas de Jerusalén. La situación había empeorado. Mientras estaban en la ciudad, aún les separaba cierta distancia del lugar de la ejecución. Ahora se estaban acercando. El terreno era pedregoso; atravesaban el linde noroccidental de la ciudad, donde estaban las canteras de piedra. Era un lugar gris y desolado, coloreado apenas por los distintos matices del color de las rocas: gris, pardo y blanquecino.

Entonces María los vio: altos postes clavados en la loma de la colina, sus siluetas oscuras apuntando al cielo. Era el lugar. Era la otra mitad de la cruz, que aguardaba la llegada de Jesús.

Los curiosos rompieron filas y echaron a correr hacia la colina, peleándose por ocupar los mejores puestos desde donde presenciar la ejecución. Sólo los propios condenados, los guardias y los discípulos siguieron avanzando a paso lento.

Ahora. Si iban a intentar algo, tenía que ser ahora. María miró Juan.

—¿Estás dispuesto? —susurró—. Si les distraigo abalanzándome sobre los guardias, podrías agarrar a Jesús y huir con él. Mira allí, hay acantilados llenos de escondrijos, si consiguiéramos llegar…

—María, haría cualquier cosa, pero eso es ridículo. Nos verán correr en este descampado y nos atraparán con facilidad. ¿Crees que Jesús puede correr rápido en su condición? —La asió del brazo.

¡Piensa, María, usa la cabeza!

Trataba de detenerla, pero no, ella no se lo permitiría. Tenía que intentarlo o se odiaría durante el resto de su vida. Tenía que hacer algo.

Se soltó de la mano de Juan y corrió hacia la cabeza de la procesión; adelantó a Jesús y se enfrentó al centurión. Sorprendido, Jesús la vio arrojar su capa sobre la cabeza del guardia y tirar de ella. El guardia cayó pesadamente sobre una rodilla.

—¡Jesús! ¡Jesús! —Tendió la mano y le tocó en el brazo—. ¡Corre! ¡Por allí! ¡Por allí! —Señaló hacia un lado del pedregal.

Pero Jesús se limitó a negar con la cabeza ensangrentada.

—¿Acaso no he de beber del cáliz que me ofrece mi Padre? —repuso en tono tan firme que ella tuvo que callar—. María, siempre recordaré tu valentía —añadió, y se volvió para seguir su camino hacia los postes erguidos.

—¡Detened a esa mujer! —gritó el guardia mientras se zafaba de la capa, pero el centurión no hizo más que encogerse de hombros. El ataque no tenía importancia para él, sólo era una diversión del desagradable deber que tenía que cumplir.

María ya corría hacia el pedregal en busca de refugio, porque aún no se había dado cuenta de que nadie la seguía. Jadeando, llegó al borde de la pendiente, lo franqueó y se deslizó cuesta abajo. Algunos pinos retorcidos crecían en la ladera, anclados en el suelo escaso. Era un panorama de piedras, pinos, barrancos y tierra cenicienta, y todo convergía en un huerto lejano, un huerto arbolado donde encontraría refugio.

Se detuvo sin aliento. Estaba sola, no la seguía nadie. A lo lejos resonaban los gritos del gentío reunido en el lugar de la ejecución.

Tengo que volver, pensó. Debo estar con Jesús. Volvió a ponerse de pie y se encaminó de nuevo hacia la cantera.