53

Juntaron sus voces en el canto, y esta unión hizo que las palabras familiares les brindaran consuelo en aquella situación tan poco familiar. Después Jesús inclinó la cabeza y dijo:

—Debo hablar a mi Padre de vosotros, amados míos.

Callaron todos y aguardaron.

—Padre querido, yo revelé Tu nombre a aquellos que Tú me ofreciste en este mundo. Eran Tuyos, y me los ofreciste, y ellos mantuvieron Tu palabra. Ahora saben que todo lo que tengo es Tuyo, porque les di las palabras que Tú me diste y ellos las aceptaron. Rezo por ellos.

»Yo ya no estaré en el mundo pero ellos quedan en el mundo, mientras yo voy hacia Ti. Padre Santo, protégeles en Tu nombre, el nombre que me diste, para que sean uno, como lo somos nosotros. Cuando yo estaba con ellos, les protegí en Tu nombre, el nombre que me diste, y les guardé del mal.

»Ahora voy hacia Ti. Lo digo en este mundo para que ellos compartan plenamente mi alegría. Yo les di Tu palabra, y el mundo les odió, porque no pertenecen a este mundo más de lo que yo le pertenezco. No Te pido que les lleves del mundo sino que les protejas del Maligno. Como Tú me enviaste al mundo, yo ahora les envío a ellos.

»No rezo sólo por ellos, sino también por aquellos que creerán en mí a través de su palabra, para que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo, en Ti. Padre, ellos son Tu regalo. Deseo que ellos estén donde yo esté, que sean testigos de la gloria que me diste, porque Tú ya me amabas antes de la fundación de este mundo.

»Padre misericordioso, el mundo no Te conoce pero yo Te conozco, y ellos saben que me enviaste Tú. Les di a conocer Tu nombre, daré a conocer Tu nombre, para que Tu amor por mí esté en ellos, para que yo esté en ellos.

Jesús hablaba con voz queda y nada más se oía en el comedor; todos escuchaban con atención sus asombrosas palabras. María no podía entender su significado, pero intuía que les estaba encargando una misión muchísimo más importante que la que les había encomendado con anterioridad. Demasiado importante para gente como ellos. «Son Tu regalo… No pertenecen a este mundo… Han mantenido Tu palabra…». ¿Realmente, lo hemos hecho bien? No. Hemos sido una decepción constante, hemos sido débiles e indecisos. Y, sin embargo, él confía en nosotros. En nosotros… De veras que no comprendo. Pero debo confiar en él. Me está pidiendo que le crea, como he creído las otras cosas que ha dicho.

—Venid, mis elegidos, mis amados. No os llamo sirvientes sino amigos —dijo Jesús, y abrió los brazos para rodearles con ellos, a uno tras otro—. Y ahora salgamos de aquí.

Abandonaron el comedor y salieron a la calle, bordeada de las casas lujosas de la Ciudad Alta, el sector predilecto de la vieja aristocracia. Las espaciosas y elegantes residencias que se alineaban a lo largo de las anchas calles enlosadas exhalaban un aire de grandeza y serenidad. Cerca estaba el palacio de Anás y, un poco más allá, la residencia palaciega de Pilatos. La luna bañaba los edificios, resaltando la blancura de sus fachadas. En el interior, pensaba María, los habitantes observaban el ritual de la Pascua con grandes pompas. Los enemigos de Jesús celebraban los festejos con manos que creían limpias. ¿Estaría Judas con ellos? ¿Habría ido a ocupar su lugar en la mesa?

Siguieron a Jesús por las calles escalonadas que conducían a la Ciudad Baja, donde las casas eran cada vez más pequeñas y estaban hacinadas. Pero de las ventanas estrechas salía el mismo resplandor cálido de las lámparas de aceite, porque la Pascua se celebraba con las mismas palabras y con los mismos ritos que en la Ciudad Alta. Porque, en esa noche, todos los judíos eran uno.

Estaban atravesando aquella parte de la Ciudad Baja que correspondía a la antigua Ciudad de David, un segmento en forma de espolón que se extendía desde el monte del Templo hasta casi el fondo del barranco del Cidro. Hacía mucho que ya no era el centro de la ciudad, pero su asociación con David era imperecedera. Cruzando una pequeña puerta oriental, se encontraron en el barranco del Cidro.

Nadie se atrevía a hablar mientras seguían a Jesús. Su oración en el comedor había sido tan perturbadora y, a la vez, tan noble que no querían desmerecerla comentándola entre ellos. Caminaban, pues, tras él en silencio y ni siquiera intercambiaban miradas.

El camino del monte de los Olivos ascendía delante de ellos. Jesús lo enfiló pero, cuando alcanzó la puerta del jardín de Getsemaní, se detuvo.

—Venid conmigo. Deseo rezar en el jardín. —Entró y mantuvo la puerta abierta para que pasaran.

Como María ya había visto en anterior ocasión, un huerto de antiquísimos olivos se extendió ante ellos. Estaban plantados en hileras, y algunos de los troncos eran tan gruesos como el talle de Pedro. La luna parecía haberse enredado en uno de los altos cipreses que bordeaban el jardín.

Jesús se detuvo y les reunió a su alrededor. Aquéllos eran los hombres —con excepción de Judas— y las mujeres que tan fielmente le habían seguido desde Galilea.

—Necesito rezar —dijo—. Si alguien prefiere regresar a nuestro campamento en el monte, es libre de hacerlo. Yo iré más tarde. No sé cuánto tiempo estaré aquí, por tanto, podéis iros.

Al final, habló Tomás, aunque con voz queda y trémula.

—Maestro… has mencionado repetidas veces algo tremendo que va a ocurrir. Nosotros no lo entendemos. Pero ¿cómo llegar a entenderlo si te dejamos ahora? No veríamos lo que va a pasar.

Jesús suspiró.

—Mi amor y mi confianza en vosotros no decrecerán si no estáis y no lo veis.

Algunos —Santiago el Menor, Mateo, Tadeo y Natanael— decidieron volver al campamento y esperar allí. Los demás permanecieron inmóviles en el huerto oloroso y sereno, esperando a que Jesús les indicara lo que debían hacer.

Él llamó con un ademán a Pedro, Santiago el Mayor y Juan.

—Venid conmigo. —Los cuatro se alejaron entre los árboles, hasta que desaparecieron de la vista.

Los demás se miraron.

—Debemos esperar aquí y rezar —dijo Tomás al final. Se volvió y buscó un lugar donde estar solo.

Incluso en esa luz tan tenue, María vio que la madre de Jesús estaba llorando. Se le acercó y le dijo:

—No llores, por favor. No entendemos qué quería decir ni sabemos qué va a pasar.

María la mayor la miró y respondió:

—Habló de la traición. Habló de su muerte. Dijo que se reuniría con Dios. ¿Cómo puedes decir que no sabemos qué va a pasar? —Casi se le escapó un grito, pero logró reprimirlo—. ¡Oh, no creo que pueda soportarlo!

María la rodeó con el brazo.

—Él espera que lo soportemos —dijo, y sólo entonces comprendió que de eso trataba una parte de su oración. El resto seguía siendo incomprensible—. Sabe que será duro… no, angustioso, pero nos dice que así debe ser. —Calló para aclarar sus pensamientos—. Aunque no sabemos con exactitud qué deberá ser. Tal vez, él tampoco lo sepa. Forma parte de la prueba.

—Estoy cansada de tantas pruebas. He soportado muchas, una tras otra. No puedo más… ¡Basta de pruebas! ¡Ya basta de pruebas! —exclamó la madre de Jesús.

—Dios sabe qué puedes soportar y qué no —repuso María—. Debe de tener confianza en ti. —No entendía de dónde salían aquellas palabras, aunque sabía que expresaban lo que ella pensaba de Dios lo que le había sido revelado hasta entonces, por muy turbio y extraño que fuera—. Ven, sentémonos aquí. —Se acomodaron a los pies de un gran olivo.

La luna trepó a lo alto del cielo, escapando de las ramas de los cipreses. Brillaba ahora intensamente, iluminando el huerto entero y convirtiendo los árboles robustos en bestias plateadas formadas en filas, un ejército de elefantes.

Justo en ese momento María vio la luz de las antorchas y oyó de lejos el sonido acompasado de las pisadas. Se levantó con celeridad —la madre de Jesús dormía un sueño inquieto en el suelo— y escudriñó la zona justo detrás de la puerta.

Un grupo enorme había aparecido de repente, con gritos y linternas. Derribaron la puerta, sin molestarse en abrir el pestillo, e invadieron el huerto. Los discípulos dormidos despertaron y se incorporaron, sobresaltados y aturdidos. Simón fue el primero en reaccionar; se lanzo hacia el grupo y trató de impedirles el paso.

—¡Deteneos! ¡No os acerquéis! —gritó, agitando los brazos.

Quiso desenvainar la espada, pero uno de los soldados se la arrebató y le empujó a un lado como si fuera un niño, y el Celota desarmado tuvo que desistir. María vio que la gente que encabezaba el grupo llevaba bastones y garrotes, pero la seguían los soldados del Templo, armados con espadas, picas y escudos. Hasta podría haber soldados romanos en el fondo, invisibles todavía desde el huerto, solo una orden oficial podría haber legitimado su presencia allí.

Los soldados entraban sin parar, una hilera interminable de ellos. María y las demás mujeres se hicieron a un lado, impresionadas con la magnitud del destacamento enviado para detener a Jesús. Su madre también presenciaba la escena, tensa aunque ya sin lágrimas.

De pronto, Jesús surgió desde el fondo del huerto.

—¿A quién buscáis? —preguntó con voz potente.

—A Jesús de Nazaret —respondieron varios soldados a la vez. Otros agarraron a los apóstoles y les inmovilizaron.

—Soy yo —dijo Jesús—. ¡Soltad a estos hombres!

Curiosamente, le obedecieron y liberaron a los discípulos.

Justo en ese momento Pedro, Santiago el Mayor y Juan aparecieron detrás del contingente. Con ademán rápido, Pedro echó la mano a la espada que llevaba debajo de la capa.

La llegada de más personas desvió la atención de María: un grupo de hombres bien vestidos, entre los cuales se encontraba… ¡Judas!

Judas se abrió camino hacia Jesús con expresión afectuosa, aparentemente colmado de alegría por ese encuentro.

—¡Rabino! —exclamó, como si no le hubiera visto en semanas—. ¡Maestro! —Se le acercó con deferencia y le tomó la mano como haría un buen alumno en señal de respeto y sumisión.

Jesús levantó la mano.

—Amigo, haz lo que has venido a hacer. —Judas se la besó.

Jesús le miró con desaprobación.

—Judas. ¿Traicionas al Hijo del Hombre con un beso?

Judas retiró la mano bruscamente.

Entonces Jesús se dirigió a los demás allí reunidos, haciendo caso omiso de Judas.

—¿Por qué habéis venido a buscarme armados, como si yo fuera un ladrón o un cabecilla rebelde? Nos encontramos en el Templo a diario pero no me arrestasteis allí. Esta es vuestra hora, la hora del poderío de las tinieblas. —Escudriñó sus caras una tras otra, con detenimiento. Muchas le resultaban familiares, las había visto entre la gente que escuchaba sus sermones.

De pronto, Pedro se abalanzó, espada en mano, y atacó a un hombre que aguardaba cerca de Jesús con aspecto amenazante. Le hizo un corte en la oreja, del que empezó a manar sangre. El hombre retrocedió con un grito.

—¡Detente! —gritó Jesús a Pedro—. Los que viven con la espada, morirán por la espada. ¿Acaso no he de beber del cáliz que me ofrece mi Padre?

Se acercó al hombre herido y le tocó la oreja, rezando para que se curara pronto.

—¡Coged a este hombre! ¡Detenedle! —ordenó el capitán de la guardia, y un grupo de soldados se abalanzó hacia Jesús, agarrándole e inmovilizándole.

Se produjo un forcejeo, un sonido de pies que se arrastraban, y María vio con asombro que los discípulos varones huían despavoridos. Pedro dejó caer la espada y huyó, y lo mismo hizo Santiago el Mayor, precipitándose hacia la puerta. Les siguió Juan y todos los hombres con los que Jesús acababa de compartir la Pascua y las oraciones. Andrés, Felipe, Simón y Tomás. Abandonaron a Jesús a su suerte y corrieron a salvar el pellejo. Sólo las mujeres permanecieron en el huerto y fueron testigos de todo.

Los soldados estrecharon el cerco alrededor de Jesús, y María le perdió de vista. Tantos hombres para arrestar a uno solo… tantos, como si hiciera falta un ejército. «Ésta es vuestra hora, la hora del poderío de las tinieblas». Se volvió para abrazar a la madre de Jesús, que estaba a su lado, trémula y enmudecida. Juana y Susana corrieron también hacia ellas.

La noche se llenó de gritos repugnantes, los gritos del cazador que ha alcanzado a su presa y la tiene arrinconada. Las llamaradas de las antorchas y la luz oscilante de las linternas prestaba al jardín el aspecto grotesco de una fiesta de borrachos convertida en bacanal. Después el tropel se dirigió hacia el hueco donde antes había estado la puerta, llevándose a Jesús con ellos. Justo en el margen de la masa en movimiento, María vio a la única persona que conocía. Judas. Trataba de abrirse camino hasta el centro del grupo, alborotado.

—¡Esperad! ¡Esperad! —gritaba.

María no pudo evitarlo. Consumida por un arrebato de odio, abandonó a María la mayor y se abalanzó hacia Judas, recorriendo la distancia que les separaba con tanta rapidez que él no tuvo tiempo de verla venir. En el camino, ella pasó junto a un muchacho que llevaba una antorcha; lo tiró al suelo de un empujón y le arrancó la antorcha antes de que él supiera qué estaba pasando. Con tres zancadas ágiles alcanzó a Judas, que se había vuelto para mirar a alguien que iba detrás de él. Apenas tuvo tiempo de reconocerla antes de que María blandiera la antorcha y le golpeara con ella en la cara, con tanta fuerza que Judas cayó al suelo. El fuego le había chamuscado el cabello, que estaba humeando. Ojalá le haya desfigurado, pensó María.

Judas giró de costado para protegerse la cara, dejando el cuello y las manos expuestas. María empujó el palo encendido en las palmas de sus manos, sintiendo cómo se hundía en su carne.

—¡Muérete! ¡Muérete! —gritaba, presa de arremetidas del mayor de los odios.

Judas gemía, pero consiguió agarrar el soporte de la antorcha e intentó arrebatársela, arrastrando a María al suelo. Ésta cayó sobre él y empezó a arañarle la cara; sintió que la epidermis quemada se desprendía a jirones y que la piel blanda de debajo se desgarraba, sangrando.

—¡Muérete! ¡Muérete! —siguió chillando María, no del todo consciente de sus actos. Sólo entendía la necesidad de golpear, arañar y arrancar; los demás sentidos la habían abandonado, como los discípulos que acababan de huir.

Judas logró agarrarla por las muñecas y apartar sus manos, que retorció hasta que ella cayó al suelo, al lado de él. Se incorporó con esfuerzo, la cara hinchada y ensangrentada. Le temblaban las rodillas y dio varios traspiés hasta conseguir estabilizarse.

—Maldito seas —le espetó María—. ¿Por qué no te mueres? ¿O no puedes morir?

Judas, el rostro quemado cubierto de sangre, la miraba estupefacto, incapaz de asimilar lo que acababa de ocurrir. Hizo intentos repetidos de tocarse la cara, pero el dolor era insoportable.

—Sé por qué no puedes morir —insistió María, al tiempo que se ponía de pie—. Es tal como dijo Jesús. Ésta es tu hora, el poderío de las tinieblas.

—¿Y qué crees que diría Jesús si te hubiera visto hace un momento? —Judas consiguió hablar por fin; su voz era estridente a causa del dolor y la conmoción—. Sabría que ha fracasado. Acabas de demostrar que es imposible seguir sus enseñanzas. Ofrecer la otra mejilla. Yo lo he hecho, y me has quemado ambas.

—¡Ojalá pudiera arrancártelas!

—¿Lo ves? Has estado con Jesús desde el principio pero ahora, cuando te enfadas, obras como si nunca hubieses oído hablar de él.

—Te equivocas. Jamás atacaría a nadie como te he atacado a ti si no fuera por Jesús.

—Eso es lo que crees. Pero Jesús es sólo un pretexto. —Judas calló, tratando de controlar el temblor de su voz—. En el fondo, tú y yo deseamos lo mismo. Proteger a Jesús. Lo hemos intentado de maneras distintas; eso es todo.

La chusma se alejaba en la noche.

—Se van —se burló María—. Les perderás.

—Sé adonde van —respondió Judas—. No voy a perderles.

—¿Y adónde van?

—A la casa de Anás y, de allí, al palacio de Caifás. Investigarán a Jesús, le interrogarán y le retendrán hasta que terminen las celebraciones y los peregrinos se vayan de Jerusalén. Después le dejarán volver a Galilea con sus fieles, pacíficos… —Se tocó la mano quemada.

Sus valientes y leales… —Recorrió el jardín vacío con la mirada antes de añadir—: Sus seguidores.

—Ve a reunirte con tus amos —dijo María. No deseaba estar ni un minuto más en su presencia, ya que no había conseguido matarle. Todavía deseaba hacerlo.

Furiosa y avergonzada —acaso por perder el control, acaso por haber fracasado en el intento de detener a Judas, no sabría decirlo— volvió junto con las demás mujeres, que habían presenciado el ataque, incrédulas.

—¡María! —exclamó Juana—. ¿Qué… cómo has podido hacer eso?

—Tenía que hacer algo por Jesús. —María jadeaba; aún le faltaba el aliento después de la pelea—. No podía permitir que Judas se marchara, sin más.

—Desde luego, le cuesta bastante caminar, gracias a ti.

A lo lejos, del otro lado del barranco del Cidro, se veían las luces titilantes que señalaban el camino que seguía el tropel. Ascendían hacia una de las puertas de entrada a la ciudad.

—Anás. Se van a la casa de Anás —dijo María—. ¿Dónde está? Juana, tú debes de saberlo. Tenemos que seguirles. —Miró a la madre de Jesús, que permanecía callada e inmóvil—. ¿Te sientes con fuerzas para ir? Si prefieres quedarte, una de nosotras se quedará contigo.

—Iré con vosotras —dijo María la mayor—. Aunque tenga que ir a Roma o a los confines de la tierra.

—También nosotras —respondieron las mujeres al unísono.

La residencia de Anás se encontraba en la Ciudad Alta. Delante de la puerta de la casa, que era tan grande que se podía considerar un palacio, se había reunido una gran multitud que murmuraba, inquieta y revoltosa. Era el mismo tropel de gente que había capturado a Jesús y le había llevado hasta allí para entregarle. Remoloneaban como perros famélicos a las puertas del matadero, esperando poder colarse al interior. Sin embargo, las puertas estaban cerradas, y los guardias, ceñudos, vigilaban sus movimientos. Las discípulas de Jesús, las únicas mujeres presentes, se mantenían al margen del gentío y observaban. María no podía ver a Judas. ¿Se había escabullido? ¿O le habían permitido entrar en la residencia, dada su condición de colaborador?

De pronto, se produjo un alboroto. Alguien salía de la casa al patio.

—¡Dispersaos! —gritó una voz. Pertenecía a un hombre vestido con el uniforme de los soldados del Templo—. ¡Abrid paso! —No había terminado de gritar cuando una procesión salió de la casa y cruzó el patio—. ¡Abrid la puerta! ¡Atrás, atrás!

Abrieron la puerta, y un contingente de guardias del Templo salió a la calle, alerta a cualquier conato de disturbio entre la multitud reunida. Les seguía un grupo reducido de escribas y sacerdotes, todos muy abrigados para protegerse del frío de la noche. En medio de ellos caminaba Jesús: atado, cautivo, con la mirada fija al frente. No buscó a los discípulos ni vio a las mujeres; los soldados que le flanqueaban le obstruían la visión.

El grupo y su prisionero enfilaron la pendiente de bajada en dirección a la residencia de Caifás. Las mujeres les siguieron en silencio y aprisa para no perderles de vista; ni siquiera hablaban entre sí.

El palacio de Caifás era una mansión grandiosa, situada muy cerca del palacio de Antipas —donde, de momento, se alojaba Poncio Pilatos— e incluía varios edificios de dos plantas, un gigantesco patio central, fuentes de agua, arcadas y otros patios, circundantes y anexos. A la luz de la luna, las columnas de las galerías proyectaban sombras compactas, como dedos largos que se extendían hacia el centro del enorme patio.

Las puertas se abrieron y la guardia, con apremio, hizo pasar a Jesús y a sus captores. Con la misma celeridad volvieron a cerrar las puertas, dejando fuera al gentío con sus antorchas, bastones y linternas.

—¡Idos! —gritó un guardia a la multitud—. ¡Marchaos de aquí! No saldrán en toda la noche. ¡Idos a casa!

Algunos le obedecieron. Ya era tarde, pasada la medianoche. Otros, sin embargo, decidieron quedarse y vigilar. María seguía sin descubrir un rastro de Judas. Quizá le hubiera causado heridas graves. Así lo esperaba, desde luego.

El gentío se apretujaba contra la puerta y trataba de convencer a los guardias de que les dejaran pasar. Los soldados estaban atizando una hoguera en el patio, y la gente suplicaba que les permitieran entrar para calentarse. Los guardias, no obstante, no les hacían caso.

Al final, alguien consiguió convencerles de que abrieran la puerta un poquito. María vio a dos hombres delante de la puerta, hablando animadamente con los guardias. Entonces, el resplandor de la luna iluminó las facciones de uno de ellos. ¡Era Juan!

Antes de que él y su acompañante pudieran deslizarse al interior María y las otras mujeres se abrieron camino con valentía entre el gentío y se reunieron con ellos.

—¡Juan! ¡Juan! ¡Oh, has venido! —María estaba exultante de que otro discípulo de Jesús hubiera decidido seguirle. El otro hombre volvió la cabeza. Era Pedro.

Juan la mandó callar con un gesto. Ella se dio cuenta de que el guardia le conocía personalmente y no sospechaba que fuera uno de los discípulos de Jesús. Recordó apenas que el padre de Juan, Zebedeo, tenía contactos en la corte del sumo sacerdote, aunque no podía recordar cuáles eran, en concreto. Aquello les permitiría entrar en el palacio, acercarse más a Jesús; no importaban los medios que se empleasen para conseguirlo.

Su viejo compañero de misión la miró con pesar.

—María, vete. Es peligroso estar aquí. No es para tus ojos. Se ha reunido el Sanedrín, a estas horas de la noche. Celebrarán una vista preliminar. Es irregular en extremo. De noche no se puede celebrar juicios legales.

—No, tenemos que estar con Jesús —insistió ella—. No podemos volver atrás. Hemos ido demasiado lejos. —Y se apretó contra Juan, con el fin de atravesar la puerta con él.

En el interior del patio ardían hogueras. El frío de la noche primaveral se había intensificado, y los sirvientes del sumo sacerdote —obligados a estar dispuestos a todas horas— se calentaban cerca de las llamas. Allí había también un amplio contingente de soldados, que caminaban sin cesar y se frotaban las manos para entrar en calor. Era un grupo más tranquilo y ordenado que la muchedumbre que aguardaba en la calle, aunque también más ominoso, con su autoridad oculta al amparo de los uniformes oficiales.

María vio a Jesús y a sus captores, que entraban en el palacio. La luna seguía alta aunque ya había iniciado su declive. Más de la mitad de la noche había pasado, aunque todavía quedaban muchas horas de oscuridad.

Jesús desapareció en el interior de la mansión y la puerta se cerró con un golpe sonoro. Ya no se podía hacer más que esperar, esperar en el patio central. Juan y Pedro estaban acercándose al fuego. No miraron a las mujeres ni una vez, no dieron señal alguna de conocerlas, para el bien de todos.

¡Hacía tanto frío! El fuego era una tentación. María condujo a la madre de Jesús hacia él, procurando no acercarse al lugar donde Juan y Pedro se estaban calentando las manos.

¡Qué agradable era el calor! María extendió las manos y dejó que el calor de la madera chisporroteante las calentara. Sólo entonces se le ocurrió mirar si tenía heridas. Sí, tenía algunas, aunque muchas menos de las que recibiera Judas. La idea la complacía.

—Oh, María, ¿qué crees que va a ocurrir? —susurró la madre de Jesús. No sonaba tan asustada como resignada, como si se estuviera preparando para lo peor.

Los sueños, las predicciones sangrientas de Jesús, su insistencia en un desenlace terrible… ¿Era posible que su madre no recordara aquellas palabras?

—No lo sé —tuvo que responder—. Debemos rezar para que esta investigación y este juicio sean justos. Si lo son, se hará como dijo Judas. Al final de las celebraciones le permitirán volver a Galilea. —Tomó las manos de María la mayor entre las suyas—. Le tienen miedo. Es importante que lo tengamos en cuenta. Debemos recordar la situación política y cómo su mensaje puede haberle hecho parecer peligroso. Cuando descubran, sin embargo, que no lo es, cuando se convenzan de que no supone para ellos ninguna amenaza… —Se interrumpió porque Pedro estaba diciendo algo.

De pie junto al fuego, Pedro estaba envuelto en su capa, que casi ocultaba sus facciones. Extendió las manos, que aparecían pálidas y exangües a la luz de la luna.

—¡Eres uno de sus seguidores! —Sonó la voz de una criada que se estaba calentando en la hoguera—. ¡Sí, tú! ¡Eres uno de sus discípulos!

Pedro se volvió al instante, sujetando su capucha. ¿Se le había caído?

—¿Qué? ¡Mujer, no sé de qué me hablas! —exclamó con voz ofuscada.

—¡Tú! —Uno de los guardias del Templo se adelantó y señaló directamente a Pedro—. ¡Te vi en el huerto de los olivos! ¡Atacaste a mi tío, le cortaste la oreja con tu espada! ¡Es cierto, eres uno de los seguidores de ese Jesús!

—¡No! —gritó Pedro, apretando los puños—. ¡Os digo que no conozco a ese hombre!

—¡Eres de Galilea! ¡Tu acento te traiciona! ¡Es obvio que eres uno de ellos! ¡Tienes que serlo! —gritó la criada.

Pedro le dio la espalda y no le respondió. Juan dio unos pasos atrás, tratando de ocultarse en las sombras.

Entonces otro hombre, uno de los sirvientes del sumo sacerdote señaló a Pedro y dijo:

—¡Yo te vi, juro que te vi! ¡Eres un seguidor de ese Jesús!

Pedro le traspasó con la mirada y gritó, enfurecido:

—Que la maldición de Yahvé caiga sobre mí, que muera ahora mismo y que mi familia desaparezca del mundo de los vivos si conozco a ese hombre… a ese Jesús…

En la quietud de la noche, sonó el canto de un gallo muy cerca de las murallas de la ciudad. Su llamada ronca y estridente reverberó por el gran patio.

Pedro calló bruscamente. El gallo volvió a cantar, esta vez más fuerte.

Justo en ese momento se produjo una conmoción y se abrió una de las puertas en el otro extremo del patio. Un grupo de hombres la cruzó; Jesús iba en medio, atado y flanqueado por soldados.

Pedro se quedó anonadado, lo mismo que Juan, y María, y los soldados, y los curiosos. Jesús pasó muy cerca de ellos, se volvió y miró a Pedro con tristeza. Pedro profirió un grito ahogado. Jesús se alejó, conducido por los guardias de Caifás y los soldados del Templo y seguido por un grupo nutrido de representantes de la autoridad, visiblemente cansados: los miembros del Sanedrín. Éstos y los soldados llevaron a Jesús hacia los pórticos.

—¡Dios mío! —gritó Pedro, y salió a la calle corriendo y llorando—. ¡Dios mío! —El gallo cantó por tercera vez y la puerta se cerró a sus espaldas.

Algunas de las personas que se calentaban al amor de la lumbre permanecieron en su sitio. Otras se precipitaron hacia el pórtico para ver qué pasaba, con la esperanza de hallar cierta diversión para aliviar el tedio y el frío de la noche. Las discípulas de Jesús —y Juan con ellas— corrieron también y llegaron a los soportales umbríos antes que el resto de la gente.

Jesús estaba de pie, atado y rodeado de sus enemigos. Habían abandonado cualquier intento de parecer jueces imparciales y ahora ya se comportaban como carceleros y torturadores declarados. Caifás caminaba en círculos alrededor de Jesús, como un animal al acecho; su tupida barba, su cabello alborotado y sus cejas pobladas enmarcaban un rostro de expresión leonina. Uno de los hombres del consejo estaba canturreando:

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Estás condenado a muerte por tu vil blasfemia!

Los otros dos le escupieron, riéndose. Uno de los soldados se adelantó, sacó un trozo de tela y le vendó los ojos. Otro le golpeó en la cara y otro más le asestó puñetazos por la espalda.

—¿No eres un profeta? —gritó uno de los miembros del consejo—. ¡Adivina quién te ha golpeado!

—¡Sí, sí! ¡Tú puedes ver cosas, dinos qué ves! —Un nuevo golpe obligó a Jesús a caer de rodillas. Entonces otro guardia le golpeó en la cabeza con un bastón, haciéndole caer a gatas.

—¿No puedes adivinar quién ha sido? ¿Qué te pasa?

Un clamor de risas reverberó bajo las arcadas.

—¡Falso profeta, falso profeta!

María, que no había tenido reparos en atacar a Judas, estaba paralizada. Se sentía drenada de toda fuerza y no era capaz de moverse, aunque le parecía que cada golpe que Jesús había recibido también caía sobre ella. Ya conocía aquella imagen de Jesús agredido y ensangrentado. Su visión, sin embargo, había sido borrosa; esta escena era terriblemente clara y nítida.

¡Muévete, muévete!, gritaba una voz en su mente. ¡Muévete, haz algo para ayudarle! Pero permanecía inmóvil e impotente. Sólo fue capaz de tender una mano para tomar la de María la mayor.

—¡Levántate! —Uno de los soldados rodeó a Jesús con una cuerda y le obligó a incorporarse tirando de ella—. ¡De pie, como un hombre!

Otro soldado le golpeó con los puños. Entonces Caifás dijo:

—Ya basta. Tiene que comparecer ante Poncio Pilatos, nuestro ilustre gobernador. Ahora mismo. —Y le arrancó la venda de los ojos. Jesús se volvió para mirarle, pero Caifás apartó la vista.

Uno de los soldados aguijoneó a Jesús con una pica.

—¡En marcha!