La luna brillaba sobre Jerusalén, bañándola en su luz de azul y plata. El Templo resplandecía como una perla sumergida en el mar, y los palacios y edificios de mármol diseminados por toda la ciudad relucían como joyas, destacando entre sus hermanos de piedra caliza. María los miraba desde su jergón, incapaz de conciliar el sueño. Los muros de la ciudad reflejaban la luz como gigantescas hojas de cuchillo, erguidas en defensa de las casas y las espléndidas construcciones que quedaban tras su línea de demarcación. Pronto llegaría el alba, los sacerdotes abrirían de par en par las grandiosas puertas del Templo y los guardias ordenarían la abertura de las puertas de la ciudad. Un ritual eterno, reconfortante. Un lugar sagrado que siempre estaría allí.
Vio que Jesús estaba ya de pie no lejos de ella, contemplando también la ciudad. Le daba la espalda y no podía ver la expresión de su cara, pero la actitud de su cuerpo denotaba tristeza. La sola vista de Jerusalén parecía despertar una honda aflicción en él.
Su vigilia impedirá que Judas se escabulla, pensó María, aliviada. El traidor estaba atrapado en la ladera del monte, fueran los que fuesen sus planes para esa noche, ya no podría llevarlos a cabo. Y ella podría dormir.
Cuando al fin quedó dormida, sin embargo, su sueño no fue tranquilo. La luz radiante de la luna atravesaba sus párpados, deslumbrándola, y penetraba en sus sueños, agitados y violentos. Pero cuando despertó sólo recordaba uno de ellos.
Imágenes de Jesús, ensangrentado y tambaleante. Ya había tenido ese sueño antes, aunque nunca con tanta nitidez. En esta ocasión, además de ver cómo le golpeaban y le herían, había visto los edificios que le rodeaban, construcciones reconocibles: los patios exteriores del palacio de Antipas y una de las puertas de entrada a Jerusalén, aunque no era ni la del norte ni la del este, por las que habían entrado hasta ahora en la ciudad. Había visto la cara de Pilatos —por primera vez, aunque le reconoció por su atuendo, una toga romana oficial— y la de Antipas, desdibujada en los límites de la imagen. Allí estaba también Disma, el sicario que viera de pasada en el banquete de Mateo, hacía ya tanto tiempo. Se estaba muriendo. ¿Qué tenía que ver aquel hombre con Jesús? Se había olvidado de su nombre hasta que alguien lo susurró en el sueño: «Disma. Disma».
Poco a poco, se desveló. Los demás empezaban a moverse. Rompía el alba, el cielo aparecía teñido de un delicado color rosáceo y, a la luz tierna de la mañana, la ciudad ofrecía una imagen de palpitante belleza etérea. Desde la distancia, parecía satisfacer las más elevadas expectativas de esplendor y santidad.
Se sentaron alrededor del fuego matinal mientras los gallos anunciaban, a lo lejos, la llegada del día. Jesús les habló dulcemente, como si estuviera satisfecho por demás con lo que les deparaba la jornada.
—Nos reuniremos para celebrar la Pascua en el lugar convenido —dijo—. Creo que encontraréis la mesa pía y satisfactoria. Os conducirán hasta allí los discípulos que ayudarán a prepararla. —Señaló con un gesto de asentimiento a las mujeres, a Pedro y a Juan—. Celebraremos la Pascua juntos. Estoy impaciente. —Alzó el tono de su voz, y María detectó una nota de alegría en ella.
Y los golpes, los latigazos, la sangre… ¿no debería hablarle de ello? ¡Debo decírselo!, pensó María. ¡Debo comunicarle todo lo que me han revelado mis visiones!
Jesús iba hacia ella. Era el momento de decírselo.
Él sonrió.
—María, voy a retirarme en el jardín del que me hablaste, al huerto de olivos que hay a los pies de la colina.
—Es un lugar tranquilo y, si buscas la soledad, allí la encontraras —dijo ella—. Pero antes debo contarte lo que vi…
—Yo también lo vi —interrumpió él al instante—. No hace falta que me lo cuentes. —Calló por un momento—. María, voy a ocupar mi lugar en estas visiones. Y esto es sólo el principio. Hay más, mucho más, que las visiones no nos pueden revelar. Tienen sus limitaciones. Yo, sin embargo, lo veo, mi Padre me habla de ello. Me lo revela. —Le tomó las manos—. Tu visión, no obstante, tiene gran valor para mí. Te agradezco que me la comuniques, como has hecho siempre.
—Judas… —comenzó a decir María.
—Ha seguido su camino. Lo has intentado, has hecho lo que has podido.
Le miró sorprendida. ¿Cómo lo sabía? ¿Había oído su conversación?
—¿No conoces las escrituras? Tenía que suceder así, estaba predestinado. «El amigo en quien confié, con quien compartí mesa y comida, me ha traicionado». «Si me hubiera injuriado un enemigo, lo podría soportar; si un adversario me mirara con desprecio, evitaría su mirada. Pero has sido tú, mi otro yo, mi camarada y amigo, tú, mi aliado y compañero de camino…». Ya sé que te resulta difícil entenderlo.
—Entenderlo, no —dijo ella finalmente—. Pero creerlo… sí, me resulta difícil creerlo. ¿Cómo puede alguien que te conoce…?
—El conocimiento y la fe no son la misma cosa —dijo Jesús—. Recuérdalo en los días venideros.
Enfilaron el empinado camino que conducía a la ciudad. El aire ya vibraba con la emoción de la noche esperada, la antigua festividad parecía perfumar el espacio con su incienso especial.
María miró de reojo a Judas, que caminaba junto a ellos con una sonrisa fija en los labios, y sintió tanta aversión que hubiese querido recoger una piedra del camino y tirársela a la cabeza, mandarle rodando hasta el fondo de la pendiente, de donde ya no se podría levantar, de tan quebrado y malherido como quedaría.
La intensidad de aquel odio la sorprendió. Jesús dice que debemos amar a nuestros enemigos y rezar por ellos, pensó. ¡Pues, a veces, es imposible!
Cuando se acercaban ya al final de su descenso, justo antes de que el camino se nivelara y cruzara el barranco del Cidro, María aceleró el paso para alcanzar a Jesús, que caminaba junto a Pedro y Juan.
Echó a andar a su lado y le dijo:
—Aquí está el jardín, a la izquierda.
Desde fuera ya se veían los olivos plateados, algunos tan altos que tendían sus ramas al cielo, como robles. Jesús se detuvo para mirarlos.
—Entraré para rezar —dijo.
—¿No irás al Templo? —preguntó Pedro, sorprendido.
—Hoy, no. Hoy no voy a predicar, excepto a vosotros.
—Entonces, ¿no te veremos hoy?
—Nos veremos por la noche —respondió Jesús—. Nos reuniremos todos en el lugar convenido.
Se volvió y se dirigió a la puerta del huerto, sin invitar a nadie a que le acompañara.
Los discípulos siguieron su camino sin él, para entrar en la ciudad y cumplir las tareas que se les había encomendado. Treparon las escarpadas laderas del barranco del Cidro y se dirigieron a la puerta de los Corderos, que cruzaron rodeados de los rebaños de corderos que los pastores conducían hacia el Templo. Los discípulos se apostaron detrás de la puerta y esperaron la llegada de un hombre con un cántaro de agua. No tardó mucho en aparecer un individuo corpulento, que trataba torpemente de equilibrar un cántaro en la cabeza.
Pedro se le acercó corriendo.
—¿Eres tú? —farfulló.
El hombre le dirigió una mirada recelosa.
—¿Si soy el que ha de conduciros a una casa? —preguntó.
—Ese mismo —vociferó Pedro.
El hombre esbozó una mueca de disgusto e hizo un ademán a Pedro. Juan se acercó también.
—Os llevaré —dijo el desconocido.
Le siguieron a lo largo de las tortuosas calles de Jerusalén, que ascendían hacia la parte alta de la ciudad, los barrios residenciales que tan bien conocían Juana y Judas. El hombre indicó una puerta y se fue, como si prefiriera no entrar allí. Pedro se volvió a los demás y dijo:
—Debe de ser aquí. Nos ocuparemos de los preparativos. Los que se han encargado de la compra de la comida, es aquí donde nos encontraremos después. —Les miró uno a uno—. Recordad que hemos de comprar un cordero. Ya debimos haberlo hecho, aunque todavía quedarán muchos entre los que escoger.
Desde luego, los rebaños de corderos que acababan de ver lo garantizaban, pensó María. Nada tenían que recriminarse.
—Vayamos al Mercado Alto —propuso Judas—. Tienen el mejor surtido de productos.
—¡No, elijamos primero el cordero! —repuso María—. Es lo más importante. —Se dirigió a los demás—: Necesitamos el cordero, no podemos celebrar la Pascua sin él. No nos queda mucho tiempo, en las próximas horas deberá ser sacrificado y preparado…
—¿No deberíamos examinar antes el lugar de la reunión? —preguntó Judas.
—No —contestó María—. No hay tiempo que perder. —No estaba dispuesta a aceptar ninguna de sus sugerencias.
El Templo era un hervidero de gente. Menos mal que Jesús no pensaba acudir ese día. De haber intentado hablar o predicar, nadie le habría hecho caso. Los más rezagados convergían en los lugares de venta de corderos, los demás se apretujaban en dirección al altar, donde sonaban las trompetas sacrificiales. La confusión reinaba en el recinto.
Los discípulos se acercaron a empujones a los vendedores de corderos. Centenares de animales atados con ronzales balaban y corcoveaban, apiñados. Ya nadie recordaba a Jesús y su ataque contra los mercaderes; la gente esperaba en filas de a diez delante de los puestos de los cambistas. Cuán fútiles habían sido los actos de Jesús, qué poca importancia les había dado la gente, pensó María. La tristeza le pesaba como un lastre.
Sería preferible disponer de tiempo para elegir un animal pero, dadas las circunstancias, sólo podían señalar a un cordero de buenas proporciones y gritar:
—¡Éste! ¡Éste!
—Muy bien, señor —respondió el mercader—. ¿Querréis encargar los preparativos? Mi socio, aquí, tiene una buena cocina que todavía puede aceptar reservas… —Señaló a un hombre que sonreía a su lado.
Al final, acordaron que el mercader proporcionaría el cordero asado, de acuerdo con lo estipulado en la Ley Mosaica. Felipe y Mateo, sin embargo, dijeron que ellos mismos llevarían el animal al Templo, para que fuera sacrificado correctamente. No quisieron contratar a un agente.
Judas buscó en su bolsa de monedas.
—Necesitaréis dinero para comprar lo necesario —dijo.
¡No, no! María casi tiró las monedas al suelo, antes de recordar que la mayor parte venía de otra gente, ella misma incluida. Ese dinero no estaba mancillado.
Judas contó las monedas de una en una.
—Yo me ocuparé de otras cosas —dijo—. No me necesitáis para comprar comida —concluyó, e hizo una reverencia, sonriendo.
¿Por qué no preguntaba nadie de qué cosas se tenía que ocupar? Cuando confías en alguien, no se hacen preguntas.
—Vamos —dijo Natanael, sin sospechar nada.
—Natanael —farfulló María—, Judas es… Judas va a… —Quería romper su promesa a Juana y descubrir la traición de Judas a los demás. Si se enteraban, sin embargo, Pedro, Simón o Santiago el Mayor Podrían enfadarse, gritar y amenazar, y dar a Judas el aviso que necesitaba para cambiar sus planes a tiempo.
—¡Síguele! —dijo a Natanael—. ¡Averigua adonde va!
Natanael miró a su alrededor.
—Ya se ha ido. Le hemos perdido. ¿Por qué habría de seguirle?
María no pudo responder, las palabras se helaron en su garganta.
El Mercado Alto era un campo sembrado de cestas, todas llenas a rebosar de productos suculentos. Tenían mucho que comprar: verduras amargas, rábanos picantes, harina de trigo y de cebada para elaborar pan ácimo, manzanas, almendras, dátiles y uvas pasas para el charoset, huevos, olivas y vinagre y, por supuesto, el vino, de la mejor calidad que se podían permitir. También mostaza, miel y uvas para la salsa que acompañaría al cordero. Los vendedores les hacían señas, cada uno de ellos prometía el mejor trigo de los campos de Zanoa, higos de Galilea vino de los viñedos de Zereda, dátiles de Jericó y lechugas de las granjas de cultivo de Jerusalén.
María no tenía ganas de liderar aquella expedición. No podía dejar de pensar en Judas y en cómo desbaratar sus planes. Los demás, sin embargo, esperaban, pendientes de ella.
—Queridísima María —dijo al final a la madre de Jesús—, tú tienes mucha experiencia. Has presidido muchas cenas de Pascua. Creo que tú deberías elegir las hierbas amargas y los ingredientes para el charoset.
María la mayor asintió. Ese pequeño gesto la desconcertó, le resultaba incómodo que la madre de Jesús obedeciera las instrucciones de una mujer más joven.
—Y el resto de nosotros… cada uno debería encargarse de comprar algo. Juana, tú te ocupas de la harina para el pan ácimo. Susana, compra los ingredientes para la salsa. —Detestaba dar órdenes, aunque alguien tenía que hacerlo si querían cumplir la tarea—. Los hombres buscarán cosas que les apetecen, no alimentos rituales, sino comidas que han echado de menos. Yo compraré los huevos. —Se asignó esta tarea humilde de manera deliberada.
Recorriendo sola el mercado oía retazos de conversaciones y prestaba oído atento: la gente hablaba de Barrabás y de un par de soldados romanos que habían sido apuñalados, corrían rumores sobre los próximos días y se decía que Antipas y Pilatos se estaban preparando para reprimir una revuelta inminente. Apostados por todo el mercado, en las esquinas y detrás de los puestos de los vendedores, los soldados romanos vigilaban cautelosos, las manos en las empuñaduras de sus espadas.
El viento trajo un olor acre a sangre recién vertida. Centenares, no, miles de corderos estaban siendo sacrificados en el Templo. El cabeza de cada familia pasaba el cuchillo por el cuello del animal elegido. La sangre quedaba recogida de acuerdo con el antiguo ritual y, finalmente, los sacerdotes la derramaban a los pies del altar, desde donde se drenaba. Incluso desde el mercado se podían oír los chillidos y los balidos de los animales condenados a morir.
¿Realmente Dios desea esto?, se preguntó María. Es cierto que se lo ordenó a Moisés hace mucho tiempo, pero había poca gente implicada. ¿De verdad Moisés previó lo que está sucediendo ahora, las multitudes, los preparativos necesarios para el sacrificio de miles de animales? Esto es repelente, nauseabundo. Sintió que se ahogaba cuando una ráfaga de viento trajo una intensa oleada de olor a sangre. Y la necesidad de celebrar la Pascua sólo en el Templo… ¿no es causa de grandes tribulaciones para muchas familias devotas? No es fácil llegar hasta aquí y cuando llegas… ¡te espera un sinfín de gastos!
Miró a su alrededor y tuvo que reconocer que el ambiente era cualquier cosa menos piadoso. El gentío que regateaba a voces los precios de los corderos y de la comida; la escasez de alojamiento; la falta de intimidad, de un espacio sereno donde poder meditar, todo iba en detrimento de la fe, en lugar de potenciarla.
Las peregrinaciones masivas nada tienen que ver con la fe, pensó María de pronto. Quizás ayuden a la gente a sentir que forman parte de un mismo pueblo, que son judíos, que son hermanos, pero esto fomenta las relaciones entre los hombres, no la relación con Dios.
¿Cómo puedo acercarme a Dios? ¡Es a Dios a quien busco, a quien necesito, no a esta jauría de peregrinos!
Enfiló el camino de vuelta a la casa que habían reservado para celebrar la Pascua. Necesitaba un respiro. Ojalá Jesús estuviera allí, pues sus palabras podrían conseguir que se sintiera mejor.
Pero Jesús no estaba allí; sólo las otras mujeres, atareadas ya en la preparación de la cena.
El espacio reservado para ellos era un amplio comedor en la planta superior, con vistas a los tejados de la ciudad. Ya estaban dispuestas las mesillas bajas y los sofás reclinatorios. El comedor resplandecía a la luz del mediodía.
—¿Cenaremos al estilo romano? —preguntó María observando lo dispuesto.
—Encaja en el ceremonial —respondió Susana—. No contradice las viejas leyes.
—¿Y nuestro número? —insistió María. Cenar al estilo romano requería siempre múltiples de nueve: tres sofás en torno a cada mesa tres comensales en cada sofá.
—Oh, no pretendemos ser puristas —explicó Juana—. Juntaremos varias mesillas auxiliares en el centro y sofás a cada lado de ellas. Somos casi veinte. ¿No deberíamos compartir la misma mesa? —Se rió—. Moisés nada dijo al respecto, y me imagino que los fariseos nada tendrían que objetar.
Serían trece hombres y cuatro mujeres. Juana cantaba mientras colocaba las mesas y los sofás. La madre de Jesús se afanaba en la cocina preparando el charoset, troceando manzanas y moliendo la preciada canela que habría de aromatizar el vino. Susana amasaba la harina de trigo y cebada para el pan ácimo; tenía que hornearlo aquella misma tarde y dejar que se enfriara dentro del horno, para que saliera crujiente. María tenía que cocer los huevos y picar los rábanos en vinagre para elaborar el condimento amargo de las hierbas. Mientras trabajaban, las mujeres pensaban en la cena.
—Será una buena velada —dijo Susana. María detectó cierto tono de tristeza en su voz. Debía de acordarse de Coracín, preguntándose tal vez qué haría su esposo, dónde celebraría el ágape.
—Pon las copas en la mesa —le decía la madre de Jesús, tendiéndole una bandeja cargada con copas de cerámica. No había suficientes, María, no obstante, las colocó en su lugar y volvió a la cocina a buscar más.
—Qué amable ha sido el dueño al proporcionarnos copas y bandejas —dijo la madre de Jesús—. ¿Dónde está? Deberíamos darle las gracias.
—Pedro y Juan son los únicos que le han visto y todavía están ocupándose del cordero —respondió Juana—. Nuestro misterioso anfitrión debe de ser muy tímido.
O, simplemente, no desea identificarse, pensó María. Es peligroso tratar con Jesús o ser visto con él en público.
La cocina, situada en la planta baja, era pequeña aunque funcional y bien equipada. Tenían a su disposición tablas de cortar, morteros y majas, y toda una hilera de cuchillos listos para cortar y picar. Aun así, les resultaba difícil desenvolverse a gusto en la cocina de un desconocido.
El pequeño horno construido dentro de la cocina —todo un lujo— ya estaba caliente y listo para recibir la masa de pan ácimo, que Susana estaba moldeando en porciones planas y circulares.
—¡Date prisa, Susana! —dijo Juana—. ¡Más rápido, si quieres que los fariseos lo aprueben! —Se volvió a las dos Marías y explico—: Han calculado el tiempo exacto que debe transcurrir entre el amasado y el horneado del pan. No debe exceder el tiempo necesario para recorrer una milla romana a paso lento.
—¿Qué pasará si somos más lentas? —preguntó la madre de Jesús.
—Nuestro pan ácimo no será apropiado para la celebración —respondió Juana—. Por suerte, ni vendrán fariseos a la cena ni nadie nos está observando ahora. Vamos, Susana, mételo en el horno.
—Son este tipo de cosas lo que mi hijo critica con dureza —dijo María la mayor—. En última instancia, es por ellas que las autoridades religiosas se enemistan con él y quieren condenarle. —Estaba a punto de llorar—. Él merece una oposición más noble, no una discusión sobre el tiempo que hace falta para hacer pan ácimo.
—Como los profetas —dijo Juana—. Elías desafió a los sacerdotes de Baal, Natán se enfrentó a David, Moisés se opuso al faraón… Nada que ver con los fariseos, sus diezmos y sus reglamentos de cocina. Tal es la mezquindad de nuestro tiempo.
María dejó la canasta con los huevos sobre la mesa y escogió los que iban a ser horneados con el pan. Moisés estipuló que debemos proceder así, pensó, y nosotros todavía lo hacemos. Con gestos reverentes, colocó los huevos en la bandeja para el horno. Quizás, en el fondo, éstas sean las cosas que podemos saber, que podemos entender. Normas e instrucciones sencillas. Dios puede confiarnos al menos estas cosas sencillas.
El crepúsculo cayó sobre la ciudad. Por las ventanas del comedor se veían los últimos rayos del sol, que se retiraban de los tejados para ser sustituidos por el cálido resplandor de las paredes calizas. Cuando esta luz se apagó también, la ciudad se sumergió en un halo azulado. Se levantó la luna, pálida contra el cielo nocturno. Empezaba la Pascua judía.
Uno tras otro, los discípulos subieron la escalera y entraron en el comedor. Felipe y Natanael llegaron primero y quedaron admirados.
—¡Es una sala preciosa! —dijo Felipe—. ¿Quién es el dueño?
—Todavía no lo sabemos —respondió la madre de Jesús—. Tenemos que esperar a que se dé a conocer.
Detrás de ellos entraron Mateo y Andrés, seguidos de Tadeo, Santiago el Mayor y Tomás, que subieron las escaleras corriendo y jadeando. En la entrada se detuvieron maravillados, de tan hermoso y bien arreglado como estaba el comedor.
Ya había oscurecido mucho cuando Judas apareció en lo alto de la escalera. Tampoco ahora llevaba su elegante túnica azul, a pesar de la solemnidad de la ocasión. Quizá se imaginaba que sólo la túnica —no su persona— estaba mancillada por su traición. También él quedó impresionado con las mesas.
—Esto es magnífico —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿A quién debemos agradecerlo?
—A un discípulo leal aunque secreto —contestó Juana, escudriñando su expresión.
—Ya entiendo —dijo Judas—. Él elige a los suyos. —Y se volvió bruscamente.
Casi era noche cerrada cuando llegaron Pedro y Juan con el cordero asado en una bandeja cubierta.
—¡Es buena carne! —dijeron—. ¡Y está muy bien asada, mejor que las demás! Aunque el cordero estaba tan gordo que necesitó más tiempo. —La bandeja despedía un olor delicioso. Raras veces tenían ya la oportunidad de comer carne.
Sólo faltaba Jesús. Tras una espera que les pareció interminable, apareció en lo alto de la escalera y entró en la sala.
Está tranquilo y descansado, pensó María de inmediato. El jardín de Getsemaní le ha hecho bien. ¡Gracias a Dios que lo descubrí y pude recomendárselo!
—Os saludo, amigos —dijo Jesús—. Me siento feliz de poder estar aquí con todos vosotros.
Su madre se le acercó y le dijo algo en privado. María vio que él asentía, antes de decir:
—Ocupemos nuestros lugares.
María se procuró un asiento en un sofá cercano al central, aunque ella y las demás mujeres se encargarían de servir los platos y no siempre podrían ocupar los asientos asignados. Juan se sentó al lado de Jesús, para poder cuidar de él.
Pero, en lugar de sentarse e iniciar el antiquísimo ritual, Jesús se levantó y se quitó la ropa de abrigo, incluida la preciosa capa que le había tejido su madre.
—Todos vosotros seréis sirvientes —dijo, mirándoles alternativamente—. Los mayores servirán a los menores. He venido para daros ejemplo. —Se envolvió en una toalla, se colgó otra del brazo y pidió una palangana con agua. María se levantó y bajó a la cocina para buscarla.
Jesús la cogió y dijo:
—Es necesario que os lave. Deberéis serviros unos a otros de esta manera. —Inclinándose, tomó los pies de Tomás y empezó a lavarlos; después los secó con la toalla. El único sonido que se oía en el comedor eran las manos de Jesús que removían el agua.
Cuando le tocó el turno a Pedro, éste se puso de pie de un salto.
—¡No, no puedo permitir esto! —exclamó y se apartó.
—Si no te lavo, no tendrás una parte de mí —dijo Jesús.
Pedro le miró fijamente por un momento.
—¡Entonces, no sólo mis pies sino mi cuerpo entero! —gritó, y volvió a sentarse, levantando el faldón de su túnica.
—A los que sois limpios, basta con que os lave los pies —dijo Jesús—. A los que no son limpios… —Miró a Judas, quien se descubrió los pies rápidamente y los tendió para que se los lavara.
Dejando a Judas, Jesús se acercó a Santiago el Mayor y repitió el ritual en solemne silencio. A continuación, se inclinó a los pies de María, que apenas soportaba sentir que la tocara y se arrodillara ante ella como un criado. Aquello no estaba bien. Jamás un hombre había realizado una tarea tan humilde para ella, y el hecho de que fuera Jesús lo hacía parecer aún más inapropiado. Al mismo tiempo, sin embargo, sentía que aquel gesto les unía de un modo que nada más hubiera podido conseguir.
Cuando terminó de lavarles a todos, Jesús dijo:
—Recordad esto. Debéis serviros los unos a los otros. —Volvió a vestirse y ocupó su lugar en el sofá principal.
En las mesillas auxiliares ya estaba dispuesto el primer plato, lechuga, escalonias y semillas de sésamo. También había panales de miel, manzanas y pistachos. Eran los alimentos elegidos por los hombres, los que más echaban de menos en su dieta frugal de cada día.
—Reconozco los higos de Galilea —dijo María—. Sé que los echas en falta, Simón. Pero el pescado seco de Magdala… ¿a quién podría apetecerle más que a mí? —La presencia del pescado en la mesa fue como una bendición mística para ella. Todo aquello que el pescado simbolizaba, los rituales y las rutinas de su antigua vida, estaban presentes también, no se habían olvidado ni habían muerto.
—A mí también me apetecía —dijo Pedro—. ¿Crees que no echo de menos las cosas que dejé atrás? Tú no eres la única.
Era claro que tenía razón. Todos habían tenido que renunciar a mucho. María lo reconoció con un gesto de asentimiento.
Todos comían despacio. Había achicoria en vinagre y una salsa de uvas pasas elaborada por Juana. María y las demás mujeres se levantaron para llenar las copas de todos y regresaron a sus puestos antes de que Jesús levantara su copa de vino para dar inicio al ágape propiamente dicho. A continuación sirvieron el plato principal. De nuevo, las mujeres fueron a buscar las bandejas con el cordero asado la pasta de dátiles, las cebollas asadas y el condimento de cilantro. La bandeja con los alimentos rituales ya estaba preparada —pierna de cordero, huevos cocidos, berros, agua salada y pan ácimo—, y la colocaron en la mesilla delante de Jesús.
La cena transcurrió según el ceremonial antiguo, y Tadeo, el más joven de los discípulos, hizo las preguntas rituales.
Terminadas las preguntas, Jesús se sirvió más vino y levantó su copa.
—No volveré a beber el zumo de la uva hasta que esté en el Reino de Dios —dijo, y tomó un sorbo—. Ésta es mi sangre de la nueva alianza, que será vertida por el perdón de los pecados. Cada vez que la bebáis, recordaréis mi muerte. —De repente, añadió—: Uno de vosotros me va a traicionar.
Todos le miraron sorprendidos y después se miraron unos a otros.
—¿Seré yo? —balbuceó Tomás, asustado.
—¿Seré yo? —preguntó Tadeo, inquieto.
Todos murmuraban y hacían examen de conciencia. Todos tenían dudas. Todos temían que, sin querer, pudieran traicionar a Jesús. María vio que Juan, a instancias de Pedro, se inclinaba hacia Jesús y le susurraba algo al oído.
—¿No seré yo, maestro? —preguntó Judas, en voz tan baja que se confundió con los murmullos.
—Será aquel cuya mano descansa con la mía sobre la mesa. —Jesús habló aún más bajo; María sólo pudo entender sus palabras porque le leyó los labios.
Sólo había dos manos sobre la mesa, la de Jesús y la de Judas. Este retiró la suya precipitadamente. María parecía ser la única que había oído la pregunta y la respuesta de los dos hombres.
Jesús cumplió con serenidad el ceremonial de la cena. Tomo un trozo de pan ácimo, lo partió en pedazos y dijo:
—Éste es mi cuerpo, que será ofrecido por vosotros. —Repartió los pedazos a los discípulos. Cuando terminaron de comérselos, pensativos y en silencio, Jesús mojó un pedazo en el cuenco con los restos de la cena y se lo tendió a Judas—. Lo que has de hacer, hazlo rápido —le dijo.
Judas se levantó deprisa, volcando casi la mesilla auxiliar tras la que estaba sentado. Los demás le miraron pensando que se proponía salir para repartir dinero entre los pobres, ya que era el único responsable de las finanzas del grupo.
También María se levantó. Tenía que detenerle. Jesús hizo un gesto de advertencia:
—No, María. —Era una orden, y ella volvió a sentarse, desconcertada.
Judas desapareció escaleras abajo y se perdió en la noche.
Sólo quedaban los fieles en el comedor de la planta superior.
—Deseaba ardientemente celebrar esta Pascua con vosotros —dijo Jesús—. Sois mis elegidos. Y ahora debo hablaros.
«Hijos míos, no estaré con vosotros mucho tiempo más. Me buscaréis pero, donde yo voy, no podéis seguirme. Os daré un nuevo mandamiento: Amaos los unos a los otros, como yo os he amado a todos. Ésta será la señal que os identificará como discípulos míos: vuestro amor mutuo».
Entonces habló Pedro:
—¿Adónde vas, maestro? ¿Por qué no puedo ir contigo?
Jesús le miró con tristeza.
—Ay, Simón, Simón —murmuró.
—¡No, llámame Pedro! —objetó él.
—Satanás exigió que seas cribado como el trigo —contestó Jesús con voz áspera—. Y yo recé para que la fe no te falle. Cuando hayas recapacitado, deberás infundir fuerzas a tus hermanos y hermanas.
¡Así que Satanás había reclamado a Pedro, no sólo a Judas!
—¡Señor —exclamó Pedro—, estoy dispuesto a ir a la prisión y a morir contigo!
Jesús meneó la cabeza.
—Te digo, Pedro, que antes de que cante el gallo negarás conocerme tres veces. —Después se volvió a los demás con expresión pétrea—. ¿Os faltó algo cuando os envié a predicar sin dinero, sin provisiones ni sandalias?
—No nos faltó nada —respondieron Tadeo y los demás. María asintió con la cabeza.
—Ahora será distinto. Llevad dinero, llevad provisiones y, si no tenéis una espada, vended vuestro abrigo para comprar una. Porque las escrituras deben cumplirse: «Él fue contado entre los malvados».
Simón y Pedro sacaron dos espadas y las agitaron.
—¡Mira, señor, ya tenemos dos espadas!
Jesús pareció satisfecho.
—Es suficiente —respondió—. Venid. Tengo que hablaros, hablaros como a amigos y no como a sirvientes. —Indicó que debían retirarse a la otra parte de la sala, donde había asientos y almohadones esperándoles.
—Sentaos, amados míos —dijo Jesús, hablándoles a todos como a enamorados—. Tengo tantas cosas que deciros… y se me parte el corazón.
Se acomodaron en los almohadones y en los espacios dispuestos para el descanso. Jesús permaneció de pie.
—Debo dejaros. Aunque esto ya lo sabíais. Lo que no sabéis es que será mejor para vosotros que me vaya, porque después de irme os enviaré al Consolador, al Espíritu Santo. No os dejaré huérfanos; vendré a visitaros. Y prepararé un lugar para vosotros allá donde voy.
Todos le miraban sin saber qué decir.
—Os dejo en paz; os doy mi paz. No os la doy como se dan las cosas del mundo. No permitáis que vuestros corazones sufran ni tengan miedo.
Siguió hablando, pero sus palabras resultaban confusas. María sólo podía entender que se marchaba.
—Regocijaos, porque voy con mi Padre —añadió Jesús.
Después dijo que él era la viña y ellos, las cepas nuevas. No tenía sentido, nada tenía sentido; ahora no, esta noche, no.
—Es para gloria de mi Padre que produzcáis muchas frutas y seáis mis discípulos. Como el Padre me ama a mí, yo os amo a vosotros.
La palabra «amor»… ¡cuánto la he necesitado!, pensó María. Aunque en su sentido personal, no en el general. No para compartir con todos los demás, como una ración distribuida de una manera equitativa.
—Lloraréis y sufriréis —decía Jesús— mientras el mundo festeja. Estaréis afligidos, pero vuestra aflicción se tornará alegría. —Les miró de uno en uno, demorándose en cada rostro—. Volveremos a vernos, y vuestros corazones se alborozarán, y nadie podrá quitaros esa alegría.
¿Qué intentaba decirles? Todo lo que hacía esa noche resultaba muy misterioso. Les había lavado los pies. Había llamado al vino sangre y al pan, carne. Y las espadas… Y ahora esto. Lo único que quedaba claro era la parte que se refería a Judas.
Aunque sólo nos queda claro a Juana y a mí, pensó María. Quizá todo sea igualmente claro, y nosotros seamos incapaces de entenderlo. No podemos entenderlo.
Tenía ganas de caer a los pies de Jesús y gritar: ¡Explícanoslo! ¡Explícanoslo todo, por favor, para que lo comprendamos!
—Entonemos los tradicionales Salmos de Pascua —decía Jesús—. Empecemos por «Yo amo al Señor»: «Yo amo al Señor, porque ha escuchado mi voz y mis súplicas. Porque Él me prestó su oído, yo invocaré Su nombre mientras viva».
Su expresión era distante y sus pensamientos, lejanos. Ya no estaba con ellos.
¡Vuelve!, quería gritar María. Tendió las manos pero Jesús la miró severamente, adviniéndole que no debía tocarle, y ella las dejó caer. Él siguió entonando el Salmo: «Oh, Señor, soy Tu siervo. Tu siervo soy, el hijo de Tu sierva».
Su voz se elevó, sostenida y quejumbrosa, y traspasó las paredes de la casa, perdiéndose en la noche.