Era demasiado tarde para volver al Templo. El día declinaba y Jesús ya se habría ido. Tenían que buscarle en la ladera del monte de los Olivos. Había tal aglomeración de peregrinos en el estrecho camino que conducía a lo alto del monte, que María y Juana decidieron desviarse hacia el huerto de olivos que se encontraba al pie de la colina y esperar allí a que pasara el gentío.
En el interior del jardín, al que llamaban Getsemaní por la prensa de aceite que había allí, encontraron un refugio verde y tranquilo, al amparo de olivos antiquísimos, que susurraban secretos olvidados, misterios de los tiempos antes de la restauración de Jerusalén. Qué no habrían visto esos árboles. ¿La reconstrucción de la ciudad bajo Nehemías y Esdras, tal vez? Fueron testigos pacientes del paso de aquellos quinientos años que necesitó Israel para reconstituirse y luchar, primero contra los griegos y después contra los romanos. Los líderes macabeos pudieron reunirse bajo aquellas mismas ramas nudosas. Los soldados de Antíoco pudieron agruparse entre los troncos torcidos.
—Este lugar está habitado por fantasmas —dijo Juana—. Se oyen demasiadas voces. —Estaba sentada bajo un olivo de tronco excepcionalmente grueso.
—Se oyen más los peregrinos allá fuera —repuso María.
Aún estaba bajo los efectos de la conversación que oyeran en palacio. Juana ya podía afirmar que bastaba con prevenir a Jesús para evitar la tragedia. Pero ¿y si no lo conseguían? Judas, su deserción, su fría traición, la turbaba tanto como si hubiera recibido un golpe físico. Agradecía aquel remanso de tranquilidad entre el descubrimiento de la conspiración y el reencuentro con Jesús.
Se recostó bajo el olivo, al lado de Juana. Sus pensamientos zumbaban como un enjambre, más ruidosos que el tumulto del gentío que avanzaba por el camino. Las lenguas, abigarradas, se confundían en un todo indefinido; retazos inocentes de conversaciones sobre comida y cobijo resonaban como un rugido ominoso. Por primera vez en su vida, María cuestionó la validez de la Ley que requería la reunión de tanta gente para las tres grandes fiestas de Jerusalén. Y también por primera vez cuestionó los motivos que habían llevado a Jesús a elegir estos días para ir a la ciudad.
La más importante confluencia de gente, bajo la mirada escrutadora de los romanos, los partidarios de Antipas y las autoridades del Templo… Jesús quería ser blanco de esas miradas, quería atraer el tipo de atención que sólo se dispensaba en momentos como ésos y en lugares como Jerusalén. Quería trascender el territorio de Galilea, lanzarse al corazón mismo de la nación. Todo eso formaba parte de su plan, de un designio grandioso que le relacionaba con el amanecer divino del Reino de los Cielos.
Y ahora Judas se proponía poner fin a este proceso. Provocaría el arresto de Jesús. Antes de que se produjera el clímax que el maestro esperaba, sería silenciado y encarcelado.
Ella y Juana tenían que advertirle a tiempo para protegerle. Pero ¿qué pasaría si Jesús se negaba a ponerse a salvo?
El huerto de los olivos era un refugio tan sereno que se quedaron a respirar su aire manso y benevolente. Les parecía que los árboles susurraban palabras de consuelo, de esperanza: Tranquilizaos… Son cosas del momento… Pensad con claridad… Todo se arreglará… Qué tentación tan grande quedarse allí, respirar profundamente y creer que todo se aclararía, que los acontecimientos seguirían el mejor curso posible.
Después de un largo rato, Juana se incorporó y dijo:
—Tenemos que subir. Se está haciendo tarde.
María tuvo que emerger de sus ensoñaciones para descubrir que las multitudes se habían dispersado y que ya no tenían excusa para evitar seguir su camino. Aunque con vacilación, se levantaron y dejaron atrás la tranquilidad del huerto ajardinado para incorporarse al camino público.
Pronto se reunieron con los demás, que acampaban en el lugar habitual y ya habían encendido el fuego para preparar la cena. Jesús no estaba con ellos; de pie a cierta distancia, contemplaba la ciudad de Jerusalén, apenas visible ya en la oscuridad creciente. Aún se podían distinguir las murallas y el reflejo blanquecino del Templo, pero el resto de la urbe estaba en tinieblas.
¡Debo contárselo!, pensó María. Antes de la cena, antes de que nos sentemos con los demás. Debo contárselo ahora.
Se le acercó llena de aprensión. Extendió una mano y le tocó suavemente en el hombro, mientras él seguía contemplando la silueta apenas visible de Jerusalén. Jesús se volvió con presteza y la miró, pero su expresión no era de bienvenida.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Maestro —dijo ella. De repente, la embargó el doloroso recuerdo de su último encuentro a solas y de las cosas que se habían dicho. ¡Dios, por favor, no permitas que aquel malentendido reste crédito a mi mensaje de ahora!, suplicó por dentro.
—¿Qué quieres? —repitió Jesús. La estaba mirando, si bien no con frialdad, sino como si no la reconociera.
—Maestro, hoy Juana y yo pudimos introducirnos en el palacio de Herodes Antipas. Para espiarles… y con mucho éxito, debo añadir. Allí estaba Caifás, el sumo sacerdote, el viejo Anás, Antipas con Herodías…
—Menuda reunión —musitó Jesús—. ¿Te impresionaron?
La pregunta le dolió.
—No —contestó—. ¿Por qué habrían de impresionarme? No tienen mucho de envidiable.
—Mucha gente les envidia —replicó Jesús.
—No soy una de ellas —respondió María, deseando no tener que soportar aquella prueba—. Si alguna vez me ha impresionado la riqueza, recuerda que renuncié a ella en Magdala.
Jesús seguía mirándola sin decir nada. Finalmente, ella se le acercó más y dijo con voz queda:
—Oímos sus conversaciones. Te consideran peligroso. Pretenden hacerte callar.
En lugar de hacer cualquier comentario, Jesús la siguió mirando, penetrándola con los ojos, hasta que María apartó la cara.
—Lo peor de todo es… —Hizo una pausa. ¿Conseguiría reunir el valor de decírselo?—. Judas fue a verles. Judas estaba con ellos. Les habló de ti. Aceptó conducirles hasta ti, en secreto.
Por fin parecía que Jesús la escuchaba.
—Judas. —Se llevó una mano a la frente y empezó a frotarla—. Judas.
—¡Sí, Judas! —María tomó aliento—. Él mismo. Incluso… aceptó cobrar por ello. Sí, aceptó su dinero para conducirles hasta ti.
—Entonces, han malgastado su dinero. Mi paradero no es un secreto.
¿Era lo único que tenía que decir?
—¡Quieren arrestarte en privado! Cuando la gente… las multitudes… no estén aquí para verlo —gritó María.
—Judas —repitió Jesús de pronto—. Judas. Oh, querido Judas. ¡Oh, no!
—Fue él. Le vi y le oí. También a mí me aflige su traición. Se había acercado tanto, había llegado a comprender tantas cosas, su interés parecía sincero… pero maestro, debes protegerte de él. —Respiró profundamente—. ¡Es malvado! ¡Es nuestro enemigo!
—No podemos evitar el mal —dijo Jesús tras una pausa—. Lo que tenga que pasar pasará, pero ¡ay del hombre que sirva de vehículo!
—Jesús… —Tendió su mano hacia él. Tengo que decírselo, pensó, tengo que decirle cuánto lamento lo que le dije en Dan, que ahora ya comprendo, que estoy contenta de…
—No puedo escucharte más. —Jesús la interrumpió—. Te doy las gracias por la información que me has ofrecido. Hacía falta coraje para hacerlo. Vete ahora y no hables más. Debo prepararme, yo y los demás.
Yo necesito hablarte de mis sentimientos, de las cosas que me atormentan, pensaba María.
—Sí, maestro —respondió y, obedeciendo su deseo, se marchó.
Los demás estaban atareados. Simón se había hecho cargo del fuego y ladraba órdenes sobre cómo preparar los pinchos que querían asar. Susana supervisaba los platos y Mateo se había encargado del vino que, según aseguraba, llegaría de un momento a otro. Su inocente preocupación por asuntos tan triviales no hizo más que incrementar el dolor del secreto que compartían Juana y María.
Entonces se acercó también Jesús, sonriente y risueño, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. ¿Pretendía demostrar que los pequeños actos cotidianos son importantes? Él mismo los había condenado, sin embargo, cuando ordenó a sus discípulos que renunciaran a la vida normal.
Quizá ni él sepa qué es lo importante, pensó María. Quizá… ¡Oh, tal vez, sigamos a un nombre que no hace más que aprender sobre la marcha!
Estaban todos sentados cenando alrededor del fuego. Jesús partió el pan y dio las gracias, como siempre, sosteniendo la hogaza en sus manos hábiles y fuertes. Su manto de lana fina le cubría suavemente los hombros. Nada en su actitud indicaba que aquello no sería eterno. Las reuniones, la partición del pan, las noches apacibles, el predicar por las mañanas… Día tras día y por el resto de sus vidas.
—Mañana será la noche de Pascua —dijo Jesús al final—. Será nuestra última oportunidad de cenar juntos, como hemos hecho siempre. —Les miró a todos, alternativamente. Nadie preguntó por qué la «última oportunidad». Cuando posó la mirada en María, ella sintió que Jesús comprendía su angustia aunque nunca hablarían de ella.
—¡Pascua en Jerusalén! —exclamó Tomás—. Siempre he soñado con ello.
—Será todo un festín —dijo Jesús—. Ya está todo organizado. Pedro y Juan, mañana debéis ir a la ciudad pronto. Entraréis por la puerta de los Corderos, donde os esperará un hombre con un cántaro de agua. Será fácil localizarle, porque los hombres no suelen llevar cántaros. Seguidle por las calles, hasta que entre en una casa. Cuando habléis con el amo de la casa, decidle que el maestro necesita un lugar donde celebrar la Pascua con sus amigos. Os enseñará una sala grande en la planta superior, bien amueblada y adecuada para la ocasión. Allí debéis hacer los preparativos para la cena.
También tiene seguidores en la ciudad, seguidores secretos, de los que nada sabemos, pensó María. ¿Cuántos habrá, cuántos alumnos dispersos le buscaron individualmente, personas que él conoce y que nosotros nunca conoceremos? Estoy atrapada en una red invisible de secretos, de misterios…
—Mis corderos oyen mi llamada —dijo Jesús, respondiendo a su callada pregunta—. Hay otros corderos, que no pertenecen a este rebaño.
Se levantó el viento y las ramas de los pinos se estremecieron. ¿Quiénes eran los otros corderos? Y, de pronto, la duda egoísta, la pregunta prohibida: ¿Les quiere más que a nosotros?
Jesús estaba sentado casi enfrente mismo de ella; la luz titilante del fuego teñía sus facciones de rojo luminoso. Y todos los demás… Juan, sentado al lado de Jesús, como siempre, su rostro pálido ahora coloreado por las llamas; Santiago el Mayor, con la mandíbula apretada; Tomas, su hermosa cara cargada de dudas, como era habitual en él; Pedro, inmerso en una conversación risueña con Simón; Simón, que había cambiado su vieja expresión ceñuda por una sonrisa; Susana, que sonreía relajada y ajena a todo tormento… Les amo a todos, pensó María, sorprendida. Estas personas, que tan difíciles resultan a veces… las amo con locura. Nuestra lealtad hacia Jesús es el lazo que nos une a todos.
Eli y Silvano se habían convertido en un recuerdo borroso. Su madre y su padre se habían esfumado en el pasado. Joel era una evocación lejana aunque todavía dolorosa. Sólo Eliseba seguía siendo real. Observó a Jesús y a su madre, y supo que el lazo de la maternidad no se rompería jamás. Algún día… algún día volveremos a encontrarnos, todo será comprendido y perdonado y, de algún modo, sucederá por mediación de Jesús, a quien Eliseba llegará a conocer. De alguna manera…
—Cuando emprendimos el viaje a Jerusalén os llamé amigos, y amigos sois —decía Jesús—. Y, como amigos, hay muchas cosas que deseo deciros. Después las recordaréis, pensaréis en ellas y buscaréis su significado.
Nadie dijo nada. Tenían miedo de interrumpir a Jesús, de impedirle decir lo que de verdad deseaba contarles, porque él siempre respondía a sus preguntas, por intempestivas que fueran. Así que guardaron silencio, mientras sus vecinos de acampada se preparaban ruidosamente para la noche.
—Ya sabéis que existen señales que anuncian el pronto fin de esta edad —dijo Jesús, como si anunciara una transitoria escasez de agua o una interrupción en el curso habitual del comercio—. Falta poco para que todo termine. El fin sobrevendrá de la mano de Dios. Nosotros sólo podemos inclinarnos ante Su voluntad, someternos a Su causa y servirla lo mejor que podamos, sacrificarnos a Sus propósitos. Yo estoy dispuesto a hacerlo. ¿Lo estáis vosotros?
Nadie habló hasta que Mateo preguntó:
—¿Cómo sabremos que se acerca la hora?
—Habrá señales… señales inequívocas en los Cielos y sobre la tierra. Hasta que aparezcan, no os equivoquéis. No os dejéis engañar. Manteneos firmes. Amigos míos —prosiguió Jesús—, habéis sido todos un regalo de Dios. Y Le he prometido que no perderé a ninguno de vosotros (excepto al hijo de la perdición, el que está condenado a la destrucción) pase lo que pase. No temáis, pues.
Judas, que no había dicho ni una palabra a lo largo de la cena, se sobresaltó cuando Jesús habló del que «está condenado a la destrucción» y volvió rápidamente la mirada a María. Sus facciones estaban tensas y no la miró a los ojos, pero los suyos delataban un vasto vacío interior, que María reconoció con un escalofrío. Ya no llevaba el lujoso manto azul. Acaso lo hubiera escondido en el tronco de algún árbol cercano, listo para lucirlo de nuevo cuando se reuniera con sus amigos del Templo.
Los rescoldos de la hoguera iluminaban el rostro de la madre de Jesús. Era la única que parecía aprensiva, como si reuniera fuerzas para afrontar lo que venía. Se mantenía inmóvil, sin embargo.
Se quedaron largo tiempo junto al fuego, disfrutando de la luz y el calor menguantes. Después se levantaron uno tras otro y se dirigieron a sus jergones. De nuevo, Jesús se acercó a un promontorio, lejos de los demás. María le siguió.
El promontorio dominaba un valle deslucido al que llamaban Gehena, al sur de Jerusalén, un vertedero donde ardían noche y día los desperdicios y las basuras de la ciudad. Un humo acre emanaba de las ascuas y les picaba la nariz cada vez que el viento lo arrastraba hacia ellos. María recordó el estercolero donde Joel y ella habían tirado los ídolos rotos, hacía ya tanto tiempo.
—Inmundicia —murmuró Jesús—. Allí abajo arde la mugre y la depravación. —Se volvió para mirar a María, como si la hubiese estado esperando—. ¿Sabes por qué arden fuegos eternos en este valle?
—No lo sé —admitió ella.
—Es allí donde ofrecían sacrificios humanos a Moloc —explicó Jesús—. Los propios reyes de Israel, los mismos que adoraban a Dios en el Templo, sacrificaban a sus hijos y a sus hijas al dios Moloc. Cuando Josías accedió al trono e impuso sus reformas, consignó el lugar dedicado a los altares de Moloc como vertedero de basuras. Y basuras lo cubren, hasta el día de hoy. El mal, sin embargo, aún no ha sido erradicado. —Suspiró—. Nuevas acciones son necesarias. El mal no desaparece sólo con el paso del tiempo.
—Hay demasiado mal e inmundicia allí abajo —dijo María, señalando a Gehena y el humo que cubría el valle—. Pero Juana y yo descubrimos un lugar tranquilo y agradable a los pies del monte. Es un viejo huerto de olivos, y está desierto incluso en la hora de gran afluencia de gente. Quizás pudieras reponerte allí.
—Un lugar tranquilo —repitió Jesús admirado—. ¿En medio de todo esto?
—Pues, sí. Justo a la izquierda del camino principal. Hay una Puerta, pero se puede abrir.
—Tengo que ir a verlo —dijo Jesús—. Quizás a primera hora de la mañana.
Un ruido a sus espaldas delató la presencia de alguien.
—Horrible espectáculo. —Judas se había detenido justo fuera de su alcance. ¿Les había oído? ¿Se había enterado de la existencia del huerto?
—Es la manifestación del pecado —respondió Jesús—. Si pudiéramos ver el pecado, ésta sería su cara.
—Por desgracia, no podemos verlo —dijo Judas con voz triste.
—Satanás no desea que lo veamos, por si huimos de él horrorizados. —Jesús se fue, dejando a Judas y a María solos. Se dirigió al lugar que había elegido para dormir.
Judas seguía mirando el barranco.
—Sí, el pecado es muy feo —dijo María—. Y a veces se muestra sin reservas. ¿Qué deberíamos hacer, Judas?
—Prenderle fuego, por supuesto —respondió él en tono frívolo—. Como hizo Josías.
—Las personas no arden tan fácilmente.
Judas se volvió para mirarla.
—¿Las personas?
—Las que eligieron el camino de Satanás, las que le prestaron oído. —Se produjo una pausa muy tensa—. Judas… —Le odiaba, pero aún estaba a tiempo de abandonar el camino emprendido, aún podía traicionar a Caifás en lugar de a Jesús—. Ya sabes a qué me refiero.
Hubo un silencio prolongado. Judas parecía a punto de confesar; una larga sucesión de expresiones transitó por su rostro pero, al final, se impuso la máscara conocida.
—Me temo que no —dijo—. Quizá debieras examinar tu alma para ver si los demonios se han ido de veras. Parece que sus voces vuelven a sonar y te confunden.
Oh, es muy listo, pensó María. Sabe cómo debe atacar, cómo dejar indefensas a sus víctimas… o eso cree. Como el propio Satanás, según me advirtió Jesús.
—Lo siento por ti, Judas —dijo al final con voz firme—. Te estás equivocando.
—¿Acerca de tus demonios? Ya lo veremos.
—No se trata de mis demonios. Son los tuyos los que me preocupan. —¿Pudo Satanás apoderarse de él en el terrible altar de Dan?
Satanás trató de derrotar a Jesús en el desierto. Fracasó pero en Dan consiguió a Judas.
—Me entristece verte otra vez arrastrada hacia la locura —dijo él con voz de preocupación—. De veras que sí. —Calló por un momento—. Vamos, es hora de dormir. —Quiso conducirla al espacio donde yacían todos rodeándola solícitamente con el brazo.
¿Pensaba esperar hasta que todos estuvieran dormidos para escabullirse otra vez?
El contacto de su piel resultaba repelente. La gente suele pensar que es asqueroso tocar una serpiente pero, en cierta ocasión, María tuvo que coger una pequeña serpiente que había entrado en su habitación para sacarla fuera de la casa, y su piel le había parecido suave, seca y fresca, agradable al tacto. Incluso los camaleones —había domesticado uno de niña— presentaban rugosidades inesperadas que le resultaban divertidas cuando les acariciaba la cabeza. Pero el brazo de este hombre, que había sido incapaz de aceptar lo que le pareciera un rechazo por parte de Jesús, la decepción que el maestro sintiera por él o lo que fuera, era más abominable que el propio ídolo de Asara.
Lo apartó y se alejó de él con un estremecimiento que Judas percibió.
—No estoy loca, aunque te complace afirmar que lo estoy. Más mentiras, a las que tan acostumbrados nos tienes últimamente. ¿No te cansas de mentir y de fingir ser alguien que no eres? —No quiso decir más, por temor de revelar a Satanás que le habían descubierto.
A la luz de la luna casi llena, las hermosas y estilizadas facciones de Judas resplandecían, como si la luz de la luna estuviera enamorada de ellas. Una sonrisa apenada asomó en sus labios.
—Ah, María. Nunca he fingido. Siempre lo he cuestionado todo, y la gente lo sabe.
Ahora, sin embargo, eres un embustero y un traidor, quiso expresar ella. Deseaba decírselo, lanzar esas palabras contra su ego falso y sobrado, pero así le daría información que Judas no debía conocer.
—Te llevarás tus preguntas y tus falsedades a la tumba. —Fue lo único que pudo decir.
—Muchos y más dignos que yo hicieron lo mismo —repuso Judas—. Será un honor pertenecer a su grupo.
—No te confundas con los filósofos y los revolucionarios famosos —protestó María—. Ellos no te aceptarían en sus filas. Tú perteneces… —A los hijos desobedientes de Aarón, a los rebeldes que se levantaron contra Moisés, quería decirle—. Perteneces al grupo de los que tropiezan y se buscan la condena.
Volvió a sonar la risita irónica.
—Necesitas descansar —dijo Judas, aunque esta vez no intentó tocarla.
—Necesitas arrepentirte —replicó María—. Pero ¿quién te perdonaría?
Acostada en el jergón improvisado, tardó mucho en dejar de pensar en Judas. Su caída le resultaba muy dolorosa. No culpaba a Caifás ni a Antipas. Ellos ni siquiera conocían a Jesús. Le consideraban un alborotador de Galilea, cuando era de vital importancia no llamar demasiado la atención de Roma. Judas, no obstante, había sido el más consciente, el más conocedor de todos los discípulos.
Quizá fuera ése el problema, se dijo María. ¿Será posible que el mensaje de Jesús perturbe más a las mentes afiladas?
Para que un movimiento pueda perdurar, es necesario que venza a los Judas. Es necesario que los interrogadores expliquen por qué consideran sus preguntas respondidas, y no en términos sencillos sino con razonamientos complicados.
La deserción de Judas no representaba la simple pérdida de un discípulo de Jesús sino —lo que era más problemático— la pérdida de una oportunidad para el movimiento en general.