De nuevo se encontraban en el Templo. Jesús les había conducido allí, y ahora esperaban en el recinto exterior mientras él se preparaba para hablar. Algo en su porte y su actitud atraía a la gente como un imán.
Cualquiera podía predicar en los pórticos del Templo y muchos eran los rabinos que reunían allí a sus discípulos, aunque pocos lo intentarían siquiera en medio del bullicio de las festividades. No obstante, Jesús se colocó cerca de uno de los pilares y esperó, una roca en medio de los remolinos de gente que entraban en el Templo para rezar, curiosear y reservar animales para el sacrificio.
Los puestos de cambistas y vendedores de animales ocupaban su lugar habitual. Sus propietarios miraron a Jesús con recelo cuando pasó por delante, pero él no les hizo el menor caso, actitud que resultó muy curiosa. ¿Por qué estaba dispuesto a pasar por alto la ofensa ese día y no el anterior? Los soldados se fijaron en él y quizás aguzaran la atención, aunque sólo lo siguieron con la mirada. María, sin embargo, observó que una amplia representación de escribas y fariseos aguardaba detrás del gentío.
En cuanto Jesús levantó los brazos y dijo: «Gente de mi pueblo, contestaré a vuestras preguntas acerca de la Ley y las Escrituras», invitación tradicional a los discípulos y alumnos, una gran multitud se congregó alrededor de él. Hubo una avalancha de preguntas, algunas muy sencillas —¿Qué dijo Moisés acerca de la tala de leña en Shabbat?— y otras más complicadas. —¿Honrar a tu padre y a tu madre significa obedecer su elección de cónyuge aunque tengas más de cuarenta años?—. Jesús respondió a todas, sin vacilación aparente, como si tuviera las respuestas preparadas y en espera de ese momento.
—¿Con qué autoridad te pronuncias sobre estos asuntos? —Fue la pregunta clara y vibrante de un fariseo. Un hombre robusto se abrió camino hasta Jesús—. Hablas como si tuvieras una licencia o un privilegio especiales.
Jesús se interrumpió bruscamente y miró al hombre.
—Responderé a tu pregunta si tú respondes a la mía. ¿Te parece justo?
El hombre pareció confuso. Había sido el primero en preguntar, aquello era irregular. Asintió, sin embargo.
—El bautismo de Juan —dijo Jesús—. ¿Fue de Dios o del hombre?
El hombre arrugó el entrecejo y se volvió para consultar a sus colegas. María podía imaginarse sus deliberaciones sin necesidad de oírles hablar. Si responden que es de Dios, Jesús les preguntará por qué no se bautizaron. Si contestan que es del hombre, la muchedumbre reaccionará y se volverá en su contra, porque la gente piensa que Juan fue un hombre santo.
—No podemos decirlo —respondió el fariseo al final, exactamente como esperaba María.
—Entonces, yo tampoco os diré con qué autoridad hago lo que hago —repuso Jesús.
María oyó a la madre de Jesús proferir un grito ahogado. Se volvió hacia ella y preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Tengo miedo —dijo la mujer—. Estas personas a las que desafía… tienen gran poder. Se está granjeando su enemistad. Les ofende en público, a la vista de todos, y no pasarán la ofensa por alto. —Miró a Jesús y se tapó la boca con el puño—. ¡Oh, hijo mío!
—Su poder es limitado —dijo María para consolarla—. Roma les ata las manos.
—Convencerán a Roma de que les apoye —repuso la madre de Jesús—. Apelarán a Roma y después…
—Pero él no ha hecho nada contra Roma —objetó María—. El imperio está sujeto a leyes.
Los fariseos y los saduceos repitieron muchas de las viejas preguntas acerca del matrimonio, las restricciones del Shabbat y las reglas referentes a la pureza, y recibieron las mismas respuestas, desafiantes y definitivas, que habían recibido antes en otros lugares. En esta ocasión, sin embargo, la situación era más seria. Jesús les había desenmascarado delante de sus semejantes, en la sede misma de su poder, en Jerusalén, no en la lejana, poco ortodoxa e insignificante Galilea.
—Venid —dijo Jesús de pronto a sus discípulos—. Acerquémonos al santuario. —Les condujo escaleras arriba, a la Corte de las Mujeres. No fue más allá, puesto que no deseaba excluir a sus seguidoras.
Aquí, en el recinto menor, sólo podían entrar los adeptos de la Ley; ni los romanos, ni los fenicios, ni los mercaderes de otros países. Aquí estaban las trece famosas y anchas cajas de ofrendas, aquí estaban las cuatro cámaras para los sacerdotes, los leprosos purificados, los naziritas y las ofrendas de aceite y vino.
Numerosas personas esperaban su turno delante de las cajas de ofrendas, en las que introducían su dinero. Jesús las miró y dijo:
—Cuando dais limosnas, que vuestra mano derecha no sepa lo que hace la izquierda.
Señaló con la cabeza a uno de los donantes, que retiró bruscamente la mano derecha y se la quedó mirando. Le seguía una anciana encorvada, que metió la mano temblorosa en la abertura y la miró sin pestañear mientras la moneda caía con un tintineo sobre el montón acumulado en el fondo de la caja. El sonido pareció ponerla enferma.
—¡Acaba de ofrendar todo lo que tenía! —anunció Jesús—. Más que los ricos que hacen cola detrás de ella. —Señaló a los hombres bien vestidos que esperaban su turno—. ¡Ellos darán una parte, ella lo ha dado todo!
—Entonces, es una necia. —Judas habló justo detrás de María—. Ahora se convertirá en una carga para la sociedad, en una molestia, tendrá que mendigar o depender de sus hijos. Oh, es un gesto muy bien visto, pero del todo estúpido.
¿De dónde había salido Judas? María no le había vuelto a ver desde su desaparición la noche anterior. No estaba con ellos por la mañana.
—Eres un cínico —fue lo único que ella supo responder.
—Soy pragmático —repuso él, sin intención de disculparse—. No podemos aceptar sin más todo lo que dice Jesús. Algunas de sus palabras no tienen sentido.
En esos momentos, algo pareció llamar la atención de Jesús. Miró por encima de las cabezas de la multitud y se dirigió a las autoridades y a los fariseos que le habían seguido hasta el recinto interior.
—¡Malditos seáis! —gritó señalando con el dedo al grupo de fariseos—. ¡Sí, malditos seáis! Os sentáis en el trono de Moisés pero ponéis cargas pesadas sobre la gente, cargas que no pueden llevar. Todo lo vuestro tiene el único propósito de llamar la atención: los largos flecos de los chales litúrgicos, los puestos de honor en los banquetes, los asientos más importantes en las sinagogas.
Los fariseos se removieron, pero no contestaron.
—¡Malditos seáis, maestros de la Ley y fariseos hipócritas! ¡Cerráis las puertas del Reino de los Cielos a las caras de los hombres!
Los miembros de la élite religiosa se miraron con aire de suficiencia y se encogieron de hombros.
—¡Malditos seáis, maestros de la Ley y fariseos hipócritas! —repitió Jesús—. Dais el diezmo de vuestras especias, menta, eneldo y comino, pero habéis olvidado los aspectos más importantes de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe. ¡Sois guías ciegos! ¡Se os atragantan los mosquitos, pero sois capaces de tragar un camello entero!
La voz de Jesús se elevó hasta el punto de quebrarse de angustia. Sus oyentes, sin embargo, no mudaron el gesto.
—¡Malditos seáis, maestros de la Ley y fariseos hipócritas! —prosiguió—. Construís tumbas para los profetas y adornáis los sepulcros de los justos. Decís: «Si hubiéramos vivido en los tiempos de nuestros antepasados, no habríamos vertido la sangre de los profetas, como hicieron ellos». Con ello os ponéis en evidencia, admitiendo ser los descendientes de aquellos que asesinaron a los profetas. ¡Ya podéis alzaros a la altura de los pecados de vuestros padres!
Ahora el gentío irrumpió en un murmullo enojado y ofendido.
—¡Serpientes! ¡Crías de víboras! ¿Cómo evitaréis ser condenados al infierno? —continuó Jesús—. Dios os envía profetas, hombres sabios y maestros. A unos les matáis o les crucificáis, a otros les hacéis flagelar en vuestras sinagogas y les perseguís de ciudad en ciudad. Sobre vuestras cabezas caerá la sangre inocente que habéis vertido en este mundo, desde la sangre del honesto Abel hasta la de Zacarías, hijo de Berequías, a quien asesinasteis entre el Templo y el altar. ¡Yo en verdad os digo que todo esto caerá sobre las cabezas de esta generación!
María oyó la voz entrecortada de la madre de Jesús:
—No, no —murmuraba—. ¡Ahora le destruirán!
Se volvió para mirarla y vio su hermoso rostro contraído de miedo y angustia.
—No pueden castigarle sólo por sus palabras —dijo, aunque no estaba convencida. Sus palabras eran muy poderosas.
—Cuando le trajimos a este lugar… oh, hace muchos años, para hacer la tradicional ofrenda de agradecimiento por el hijo primogénito —dijo María la mayor—, había un viejo aquí, en los recintos del Templo. Me pareció entonces que padecía demencia y así expliqué sus palabras. Nos miró y dijo: «Este niño está destinado a causar la caída y el encumbramiento de muchos en Israel, se convertirá en un símbolo que atraerá condenas y desnudará los pensamientos íntimos de muchos corazones. Y una espada atravesará tu corazón». ¡Ahora tengo el corazón herido! ¡Ya veo lo que va a pasar! —Asió el brazo de María—. ¿Tú no lo ves?
Con todas mis visiones, ahora no veo nada, pensó María. Después de aquella en que aparecía Jesús maltratado y agredido… no he tenido otra. ¿No debería saber si tal ataque es inminente?
—No, yo no veo nada —trató de consolar a María la mayor.
—¡Oh, te equivocas! —insistió ella—. Sé lo que va a pasar, lo presiento. ¡Oh, hijo mío! —Se libró del abrazo de María y se abrió camino hacia Jesús a empujones, aunque sin lograr atravesar la multitud para llegar hasta él.
María miró a su alrededor con cautela. Vio que llegaban más soldados. Unos lucían el uniforme de Antipas y otros, el de Pilatos.
Han venido para arrestarnos o para informar sobre nosotros. Realmente, hemos atraído la atención de las autoridades. Nos tienen miedo. Pero nosotros no somos temibles, no tenemos ningún poder, pensó.
Observó que Juan era el único que se encontraba cerca de Jesús. Se mantenía a su lado con firmeza, dispuesto a que le arrestasen con él.
Pero no hubo arrestos. Los soldados ocuparon sus puestos y se limitaron a observar la escena. No habían recibido órdenes de intervenir.
Jesús bajó de la plataforma y se mezcló con la gente, contestando a sus preguntas. No hizo caso al contingente que les rodeaba.
—Los sumos sacerdotes no están aquí. —La voz de Judas sonó de nuevo—. Ni Caifás, ni Eleazar, ni Jonatán. No han venido. Ya saben todo lo que les interesa saber.
—No sabría reconocerlos. ¿Y qué es lo que saben, si nunca han visto a Jesús en persona?
Judas se encogió de hombros.
—Creo que ya saben que tienen un problema entre manos. Y, si aún no lo saben, lo sabrán cuando les informen del sermón de las maldiciones.
—Hablas como si estuvieras de su parte. ¿Por qué te has vuelto en contra de Jesús? —preguntó María.
Judas profirió un sonido que podría confundirse con una risita.
—¿En su contra? No sé a qué te refieres. Simplemente, me hago algunas preguntas. ¿Es esto tan malo?
—En cierta ocasión me dijiste que buscabas, buscabas desesperadamente, y él parecía tener todas las respuestas. No eran respuestas previsibles, aunque sí tan convincentes que te veías obligado a considerarlas. ¿Qué pasó después, Judas?
—Consideré las respuestas y no aguantaron el escrutinio. Me temo que vuelvo a emprender el camino de la búsqueda.
Había rechazado a Jesús. María aún no comprendía del todo las consecuencias de aquel rechazo.
—¿Crees que… sus respuestas no son válidas? ¿No te satisfacen?
—Son absurdas —repuso Judas. Estaba enfadado—. Al principio me pareció que él sabía cosas que los demás ignorábamos, pero después se quedó atascado en profecías arcanas y en la lucha contra las autoridades. —Calló para ordenar sus pensamientos—. ¡Las autoridades! ¿Qué importancia tienen? ¡Jesús pierde el tiempo con ellas, habla de diezmos de comino y de menta! ¿Qué filósofo, qué líder, qué Mesías gastaría energías en esas cosas? Es un político, como todos. A mí no me interesan los políticos. No pueden ofrecerme nada.
—Somos parte de la época que nos tocó vivir, y los políticos mandan en esta época, siempre han mandado —dijo María—. Moisés tuvo que enfrentarse al faraón. Ester tuvo que comparecer ante Jerjes. Nos gustaría desmarcarnos de los poderes mezquinos que gobiernan nuestras vidas, pero no podemos.
—Los grandes hombres los trascienden —contestó Judas.
—Sólo después, cuando la historia les juzga. Moisés no hubiera podido convertirse en líder de no haber tenido que luchar contra la oposición del faraón.
Judas emitió un gruñido de desaprobación e hizo ademán de alejarse. María le agarró de la manga.
—¿Crees que Jesús está en peligro? —preguntó.
Judas le echó una mirada de piedad, condescendiente.
—Sí. Sé que lo está.
Sus ojos. Habían cambiado desde que estuvieron en Dan, en la tierra de Jeroboam, el lugar habitado por el mal.
¿Cómo podía saber que Jesús estaba en peligro?
—¿De dónde sacas tu información?
—De mucha gente ajena a nuestra causa.
Gente a la que debió repudiar después de decidir seguir a Jesús. ¡Judas no había renunciado a nada!
—Jesús no es una amenaza para Roma ni para el sumo sacerdote.
—Él representa una amenaza mayor de lo que crees —contesto Judas—. Eres demasiado ingenua.
Ingenua. Nadie la había llamado así jamás. Aunque bien podía serlo, en lo que a política se refería. No era algo de lo que avergonzarse.
—No me lo puedo imaginar como un peligro —repitió.
—Es porque él no amenaza lo que tú representas —dijo Judas.
Pudieron salir de la ciudad sin problemas, a pesar de la vigilancia de los soldados. Acamparon de nuevo en el monte de los Olivos, junto con tantos otros peregrinos. En esta ocasión, sin embargo, cuando se hubieron acomodado, Jesús anunció de repente:
—Un leproso a quien curé hace ya algún tiempo nos ha invitado a cenar en su casa, en Betania. Yo iré. ¿Quién quiere venir conmigo?
Era tarde y estaba oscuro. Todos se sentían cansados y se disponían a acostarse. La idea de salir, reunirse con extraños, tener que darles conversación y regresar a medianoche era demasiado. Muchos declinaron la invitación diciendo que se quedarían para guardar su espacio en el monte.
—Si nos marchamos todos —dijo Mateo—, nos quitarán el lugar.
Supongo que debo ir, pensó María. Miró a las demás mujeres alternativamente, interrogándolas con la vista. ¿La madre de Jesús? María la mayor asintió, a pesar del cansancio. ¿Juana? Sí, ella también. ¿Susana? También iría. Si ellas van… tengo que hacerlo, pensó.
El camino a Betania no era largo pero implicaba subir hasta la cima de la colina para después descender del otro lado. Acompañado de tan pocas personas, Jesús resultó más asequible y dispuesto a conversar de manera distendida con quien tuviera al lado. María deseaba hablar con él, lo deseaba fervientemente, pero algo la retenía. Preferiría estar a solas con él y no correr el riesgo de sufrir interrupciones inesperadas: «Jesús, me gustaría preguntarte…». Optó por esperar un momento más oportuno.
Aún no habían resuelto el problema que pendía entre ambos. Por fin, María estaba preparada para hablar de ello. Ya surgirá la ocasión, pensaba. En cualquier momento. Y, cuando surja, la aprovecharé.
Betania era una localidad pequeña, y la calle principal atravesaba la plaza del mercado y el recinto comercial. Después corría entre las residencias mayores de los más pudientes, que se erguían a ambos lados de la vía.
Para asegurarse de que sus invitados encontrarían con facilidad la casa, su anfitrión había apostado muchachos provistos de linternas en el cruce principal del pueblo, que preguntaban a todos los transeúntes:
—¿Jesús? ¿Jesús de Nazaret?
Cuando él respondió que era aquel que esperaban, condujeron al grupo a una casa imponente, apartada del centro.
La residencia no era tan grande como la de Mateo ni había tantas antorchas y sirvientes en el jardín pero, aun así, era una casa impresionante, sobre todo para alguien que, hasta hacía poco, padecía de lepra.
Una vez en el interior, los sirvientes les lavaron los pies y les quitaron los mantos, y Simón apareció y saludó a Jesús con efusión.
—¡Queridísimo rabino! Quizá no lo recuerdes pero soy uno de los leprosos que se te acercaron junto al lago. Siento no haber podido volver para darte las gracias entonces. Mi corazón está agradecido y ahora puedo expresarte este reconocimiento.
—No sabía quién eras —respondió Jesús—. Sólo me preocupaba que tú y todos los demás afligidos por la enfermedad pudierais volver a ocupar un lugar en la vida en vez de en el cementerio. —Volvió la cabeza y se dirigió en voz alta a todos los que se encontraban en la sala—: ¡Porque he venido para que todos tengan una vida, y una vida de mayor abundancia!
Entonces María vio que la sala estaba llena de gente. Todos se levantaron para saludar a Jesús.
—¡Sí! —exclamaron—. ¡Una vida de abundancia! ¡Es lo que todos deseamos!
—Yo hablo de la vida del alma —dijo Jesús—. No de… —Señaló los cojines y las mesas incrustadas de nácar.
Los discípulos entraron detrás de Jesús y vieron que las mesas estaban preparadas para muchos comensales.
—Por favor —dijo Simón señalando con orgullo el puesto reservado para Jesús. Él se sentó. Indicó que Juan se sentara a un lado y su madre, al otro. Simón ocuparía el sofá contiguo.
—Simón, ¿cómo te recibieron después de tu curación? —preguntó Jesús.
—Fue difícil al principio —admitió el anfitrión—. La gente no quería creer que estaba curado.
María lo entendía perfectamente.
—Hasta a mí me costaba creerlo. Temía que la enfermedad reapareciera. Había vivido tanto tiempo con ella…
—Parece que tu familia cuidó del negocio, para que tuvieras dónde volver —dijo Jesús. Contempló de nuevo el entorno opulento.
—Sí, y les estoy agradecido. No tuve que vivir de las limosnas.
María notó que Judas estaba reclinado cerca de ella, masticando una rama de perejil y escuchando con atención la conversación. Pedro y Andrés comían de buena gana; los discípulos raras veces disfrutaban de una buena comida. Santiago el Mayor estaba también absorto en la cena. Nadie se fijó en la mujer que entró en la sala con una jarra de alabastro en la mano, hasta que estuvo justo detrás de Jesús.
¡Una asesina! María se alarmó. Dejó caer su servilleta y se puso de pie, dispuesta a defender a Jesús. La mujer se había apostado junto a su omóplato izquierdo, el lugar ideal para apuñalarle por la espalda. Santiago el Mayor también se levantó.
Ni la madre de Jesús ni Juan, sin embargo, hicieron caso a la desconocida. Siguieron cenando hasta que el ruido de un recipiente descorchado llamó su atención. Entonces Jesús se dio la vuelta y se encontró cara a cara con la mujer, que cayó a sus pies y empezó a besarlos.
¿Quién era? ¿Una discípula secreta, desconocida por todos menos por Jesús? Su gesto no parecía sorprenderle. La mujer se puso de pie y con gestos lentos y reverentes empezó a verter el contenido de la jarra sobre la cabeza de Jesús mientras él comía. El perfume intenso e inconfundible del selecto ungüento de nardos impregnó la sala. Luego la desconocida sacó un paño y, con ademanes tiernos, enjugó con él las gotas que resbalaban por la cabeza y las mejillas de Jesús. Después vació el ungüento restante sobre sus pies y se los frotó con él, incluso las plantas y entre los dedos.
Un silencio profundo imperó en la sala; lo único que se oía eran las manos de la mujer que masajeaban los pies de Jesús, impregnándolos de esencia de nardo. Finalmente, se desató el cabello y secó con él el ungüento con movimientos circulares. El sonido de un llanto ahogado escapó de sus labios, aunque nadie podía verle la cara; su pelo la cubría por completo.
Después se puso de pie y, tapándose el rostro con la mano, hizo ademán de irse. No había hablado a Jesús ni le había pedido nada, sólo le había ofrecido aquel regalo.
—¡Nardos! —La voz de Pedro fue la primera en resonar—. ¡Nardos! ¡El perfume más caro que existe! ¡Debe de valer trescientos denarios!
—¡El sueldo anual de un soldado, por no hablar de un pobre artesano! —Judas estaba indignado—. ¡Qué desperdicio! —Se volvió hacia Jesús—. ¿Cómo has podido permitirlo, maestro?
Jesús le miró.
—Déjala en paz —dijo. Se volvió a la mujer y le tomó la mano—. Ha hecho algo hermoso. Me ha untado de antemano, ha preparado mi cuerpo para el sepelio.
Su madre lanzó un grito.
—Sí, ha hecho un bien, y el mundo la recordará mientras exista.
—Hijo… —Su madre tendió la mano para tocarle en el hombro, pero Jesús no se volvió. Seguía mirando a Judas y a la mujer, alternativamente.
«Mientras exista». ¿Pretendía afirmar que la gente hablaría de aquello en lo sucesivo, incluso la gente del futuro? María no acababa de comprender. ¿Por qué razón hablarían? No tenía sentido, como tampoco lo tenían muchas de las cosas que Jesús decía en los últimos días.
—Judas —Jesús habló al fin—, si tanto te preocupa la suerte de los pobres, recuerda que ellos siempre están allí, esperando recibir el bien que uno quiera hacerles. Nunca es demasiado tarde. En cuanto a mí… yo no estaré siempre con vosotros.
La mujer quiso partir pero, en el momento en que se ponía en marcha, Jesús la llamó:
—Te doy las gracias. Este será el único ungimiento que recibiré; cuando llegue el momento no habrá oportunidad para ello.
Su madre gimió al oír esas palabras. El resto de la concurrencia se puso de pie; ya resultaba imposible terminar la cena. A pesar de los murmullos tranquilizadores de Simón, los invitados se despidieron precipitadamente.
Una gran multitud curiosa se había reunido delante de la casa e, incluso a esa hora avanzada y en ese lugar privado, esperaba ver a Jesús. María no deseaba ver a ninguna de aquellas personas; sólo le preocupaba el estado de la madre de Jesús. Sin duda, él se acercaría y le explicaría qué había querido decir, la consolaría. ¿Cómo podía un hijo hablar tan a la ligera de su propia muerte delante de su madre? Con alivio, vio que Jesús se acercó a su madre y echó a caminar a su lado. Inclinó la cabeza y empezó a hablarle.
De repente, Juana contuvo el aliento.
—¡Es él! —dijo, y agarró a María del brazo, clavándole las uñas en la piel.
—¿Quién?
—¡Eliud! El jefe de los espías de Antipas. —Agachó la cabeza para que el hombre no pudiera reconocerla—. Creí que nunca más volvería a ver su fea cara. Su presencia aquí significa que Antipas sigue los movimientos de Jesús. El incidente con los cambistas… aunque no le hayan arrestado, a partir de ahora lo estarán vigilando.
Se apresuraron en pasar, tapándose las caras con los velos. A través de la tela diáfana, María pudo distinguir el contorno de los rasgos del hombre: facciones toscas y marcadas, labios carnosos. Sus ojos escrutaban a todas las personas que pasaban delante de él.
—Hace mucho que Antipas se fijó en Jesús —prosiguió Juana—. Ahora tendrá su oportunidad. Unirá sus fuerzas con la policía religiosa de los sacerdotes del Templo y le perseguirán. Jesús ha caído en su trampa.
Dicho así, Jesús parecía una víctima imprudente y torpe. A ojos de María, sin embargo, la trampa la había tendido Jesús, ofreciéndose él mismo como cebo. No entendía por qué, pero ésa era la verdad.
—No creo que a Jesús le pase nada que él no desee —dijo al final. Le parecía que Judas tenía razón cuando afirmaba que Jesús estaba orquestando una sucesión de acontecimientos. Su interpretación de este hecho (que Jesús era un impostor) no parecía acertada, pero su observación de partida resultaba muy aguda. Jesús podía orquestar acontecimientos para satisfacer determinados propósitos, especialmente, el de convencer a los demás de algo en concreto, pero era incapaz de realizar actos deshonestos. María estaba convencida de ello.
—Quizá no haya previsto lo que ocurrirá a partir de ahora —insistió Juana—. Las cosas pueden dar giros inesperados. Creo que podría averiguar cuáles son los planes de Antipas. —Inclinó la cabeza y bajó el tono de su voz, tanto que María tuvo que aguzar el oído para entenderla—. Antipas se encuentra en su palacio de Jerusalén —dijo Juana—. Conozco todas las entradas y salidas, podría entrar fácilmente y espiar un poco.
—¡No! ¡Es demasiado peligroso!
—Claro que es peligroso —contestó Juana—. Pero todos nosotros estamos en peligro. Estoy dispuesta a arriesgarme para ayudar al resto.
—¡Jesús jamás lo permitiría!
—Lo sé, está resuelto a llevar la peor parte. Pero ¿por qué fui liberada de los demonios? Tal vez para poder cumplir esta tarea. Nadie más tiene acceso a la residencia de Antipas. Debo ser yo.
—Iré contigo.
—Ahora soy yo quien dice: ¡No!
—Y yo podría responder: ¿Por qué, si no, fui liberada de los demonios? En situaciones como ésta, dos pasan más desapercibidas que una. Insisto en acompañarte.
No hizo falta más para convencer a Juana. En el fondo, agradecía la ayuda.
—Mañana, entonces, cuando entremos en la ciudad…
—¿De qué hablan estas mujeres con tanta seriedad? —Judas estaba a su lado. ¿Cuánto había oído?
—Comentábamos lo largo que se hace el camino de vuelta —dijo María rápidamente.
—Sí, siempre parece largo cuando uno tiene ganas de llegar —apostilló Judas. Su actitud era afable, ya no se mostraba turbado ni sarcástico—. Yo, desde luego, no veo el momento de acostarme.
A la mañana siguiente volvieron al Templo donde Jesús se proponía predicar aunque, en esta ocasión, sólo a la gente corriente. Sus encuentros con las autoridades habían terminado; ya les había dicho todo lo que tenía que decirles.
María y Juana habían decidido esperar hasta que Jesús estuviera ocupado predicando a la multitud antes de escabullirse hacia el palacio. No les sería difícil en medio del gentío. Nuevos peregrinos llegaban a la ciudad a diario, agravando el estado de confusión.
Era fácil oír retazos de conversaciones, porque la gente hablaba con demasiada ligereza. Entre el parloteo normal —«Hemos traído el cordero directamente a las puertas del Templo», o «Han venido todos los primos, y estamos hacinados en la casita de mi tío»— sonaban comentarios políticos en voz baja —«Antipas está aquí… ¿Pretenderá enfrentarse a Pilatos?», o «Anás es un necio, intenta dirigir el sacerdocio como si fuera aún sumo sacerdote», y también «Ese hombre a quien sigue la gente…».
Más inquietantes eran los rumores de que había sicarios en las calles, dispuestos a atacar en cualquier momento. Barrabás estaba encarcelado, pero había muchos más que ansiaban usar los cuchillos y no tenían nada que perder más que la vida, que arriesgaban alegremente. En el aire vibraba una mezcla de tensión, miedo y emoción.
—¡Ahora! —Juana tiró a María de la manga.
Jesús peroraba y se reía, y un grupo de niños le había rodeado y le hacía preguntas diligentes. Las mujeres les dieron la espalda, abandonaron el recinto del Templo, atravesaron apresuradas las enormes puertas y salieron a las calles, donde fueron engullidas de inmediato por la riada de gente. Sólo faltaban dos días hasta Pascua y la concurrencia se encontraba en su punto culminante.
—Se aloja en el viejo palacio —dijo Juana—. Cuando Pilatos viene a la ciudad, ocupa el palacio moderno que Antipas mandó construir cerca del muro. ¡Pobre Antipas! Tiene que conformarse con mármol de colores en lugar de blanco, y con corrientes de aire en los salones. Aunque supongo que le merece la pena, si así aplaca al amo de Roma.
El alcázar, conocido como Palacio Asmoneo, se encontraba muy cerca de la colina del Templo. Un lugar muy conveniente para la reunión y posterior dispersión de los conspiradores.
—Hay una puertecilla aquí atrás que sólo la conoce la servidumbre —dijo Juana, y condujo a María por un callejón sin salida. Un portón bajo se abría en la ancha pared. Antes de entrar, Juana tuvo que morderse el labio para hacer acopio de fuerzas. En ese momento no parecía tan confiada, tan segura de su habilidad para penetrar en la fortaleza del enemigo.
—Si no intuyera que aquí dentro se están tramando planes vitales para Jesús, no tendría valor para entrar. —Se detuvo y tragó saliva—. Ni siquiera ahora estoy segura de tener este valor.
—¡Sí que lo tienes! —la animó María. Quizá por eso tenían que ir juntas, para darse ánimos la una a la otra.
Reuniendo fuerzas, Juana giró el pomo de la puerta y franqueó la entrada. María entró detrás de ella.
Se encontraron en un pasadizo oscuro; no había linternas ni lámparas de aceite iluminando el camino. Evidentemente, raras veces se utilizaba aquella entrada.
—Ven, conozco el camino —dijo Juana—. ¿Tienes el velo a mano?
María asintió. Llevaba un velo ancho para ocultarse la cara.
Avanzaron de puntillas por el corredor, hasta que Juana encontró la salida a la luz; dejaron atrás otro pasillo y entraron en una sala abovedada, de techos altos y paredes encaladas. Tenía aspecto de almacén corriente: filas de tarros y pilas de manteles se alineaban en estantes de madera.
—¡Por aquí! —Juana sabía con exactitud adonde dirigirse. Salieron en una antecámara que daba acceso a dos corredores. Allí se detuvo y miró furtivamente por la esquina—. No hay guardias. Aquí abajo está el comedor y ya casi es la hora del almuerzo. Podríamos servirles y aprovechar para observar.
¿Y si alguien se fijara en Juana y la reconociera? Si los comensales ignoraban su caída en desgracia, no habría problema, sería parte de su disfraz. Pero si sabían que ella ya no pertenecía al séquito de Antipas…
Numerosos criados desfilaban ya a toda prisa por la galería, llevando grandes bandejas al comedor. María y Juana se unieron a la procesión.
El olor a comida casi pudo con ellas. Había pepino cocido con hinojo, almendras y uvas en salsa de vino, un manjar que ninguna de las dos había probado en mucho tiempo. Se hicieron fuertes para no pensar en la comida, porque se les hacía la boca agua. Entraron en el comedor y vieron los sofás dispuestos alrededor de las mesas de mármol, adornadas con incrustaciones de gemas relucientes.
Allí estaba Antipas, reclinado sobre uno de los sofás; Antipas y también su ilícita esposa, Herodías. Juana agarró con fuerza el antebrazo de María.
—Allí están —susurró. Sus manos temblaban, y bajó el velo para ocultar su cara. Miraron a los criados que depositaban las bandejas en las mesillas dispuestas delante de los señores.
Antipas no tendría más de cincuenta años pero parecía mucho mayor, avejentado por las preocupaciones y la vigilancia incesante. Su esposa, su Herodías, irradiaba un encanto ansioso y atildado. ¿Valía su amor la vida de Juan el Bautista?, se preguntó María. ¿Y cuánto amor les quedaba ya? Ambos habían envejecido, y la pasión no perdura. Demasiado tarde para Juan el Bautista.
Antipas levantó la tapa de una de las bandejas y meneó la cabeza. La criada la retiró enseguida y se apresuró hacia la puerta. María y Juana la siguieron.
Este palacio, este estilo de vida y su esposo, Chuza, son las cosas a las que tuvo que renunciar Juana, pensó María. ¿Las echaba de menos? ¿Su presencia ahí despertaba emociones extrañas? No podía ser de otra manera.
En la cocina las cocineras se afanaban con el siguiente plato. El pescado se presentaría en una bandeja cubierta con berros de Sumeria y adornada con puerros y cebolletas en vinagre, y no debía servirse ni demasiado caliente ni demasiado frío. A nadie le pareció extraña la presencia de las dos mujeres en la cocina. Juana se desenvolvía con tanto aplomo, conocía tan bien el lugar de cada cosa, que resultaría vano preguntarle qué hacía allí. Antipas era famoso por su hábito de tender trampas e introducir espías, y ésa podía ser una más de sus artimañas. De modo que las cocineras entregaban a Juana y a María las bandejas preparadas con una sonrisa.
María observaba a Juana para ver cómo se debían presentar los alimentos a los señores. Había que seguir un protocolo. Destapar la bandeja. Sonreír. Hacer una reverencia. Servir los platos. Y retirarse. Aunque no debían abandonar el comedor, sólo apostarse discretamente en las sombras, en un extremo de la sala.
Un anciano ataviado con un mantón rojizo entró apresurado, seguido por un hombre de mediana edad y pobladas cejas negras. Se sentaron a la mesa, junto a Antipas y Herodías, y empezaron a hacer aspavientos y a hablar acaloradamente.
—¡Son los sumos sacerdotes! —susurró Juana—. El actual, Caifás, y el anterior, Anás. Les reconozco. Demasiadas veces les he visto a ambos.
—El sumo sacerdote… ¿aquí? —María siempre había pensado que el alto dignatario no salía del Templo.
A Juana se le escapó una risita, que reprimió de inmediato.
—Tienen que inclinarse ante su amo. Por supuesto, Antipas no es el amo supremo. Ese es Pilatos. —Reflexionó un instante—. El viejo Anás es el suegro de Caifás. El sagrado oficio se rige por los intereses de dos familias. El auténtico cerebro es Anás; Caifás es un estúpido. Hace lo que le manda el viejo Anás. Siempre ha sido así.
—Tenemos que acercarnos más —dijo María. Desde su puesto no oían nada.
—Nos acercaremos —respondió Juana—. Después del almuerzo se retirarán a una sala de recepción. Ven. —Y la condujo a la sala.
La sala de recepción tenía altos techos abovedados que descansaban sobre vigas incrustadas en oro. Las ventanas se abrían a dos panoramas distintos: una daba a la colina del Templo; la otra, a las anchas avenidas de los barrios opulentos de Jerusalén.
María y Juana se apostaron como criadas obedientes junto a la pared del fondo de la sala. Pronto Antipas y Herodías hicieron su entrada a pasos lentos y majestuosos, arrastrando sus mantones reales; les seguían Caifás y el viejo y quisquilloso Anás. Cuando, no obstante, apareció Judas, María y Juana apenas consiguieron mantenerse en sus puestos y no echar a correr.
Un sirviente entró con cálices de oro. Todos aceptaron uno.
¡Judas! Allí estaba, vestido con el fino mantón azul que nunca se había puesto desde que seguía a Jesús, hablando sonriente con Antipas, Herodías, Anás y Caifás. Asentía desenfadado y parecía estar en su casa. Era bienvenido en palacio. Aquella gente ya le conocía de antes.
María se sintió mal. Le observaba —no podía apartar los ojos de él— incrédula. ¡Judas! Uno de los discípulos de Jesús, ahí, con aquella gente.
Hablaban, sonreían y decían cosas que ni María ni Juana podían oír. Era necesario que se acercaran más. En silencio, ambas hicieron un gesto de asentimiento, se bajaron aún más los velos y avanzaron hacia el grupo.
Por el camino, María cogió una jarra de una de las bandejas dispuestas en la sala.
—¿Más vino? —murmuró con la cabeza gacha y tratando de alterar su voz. El miedo de ser descubierta la hacía temblar, y resultaba difícil no derramar el vino.
Judas la miró con rostro sonriente e inexpresivo. No daba signos de haberla reconocido.
—Gracias —dijo con un asentimiento, y ella rellenó el cáliz con ademanes trémulos.
¡Ojalá se emborrache!, pensó. ¡Ojalá se emborrache y hable por los codos, así sabré qué está tramando! No se atrevía a mirarle a los ojos —aquellos ojos tan cambiados— por temor a que la reconociera aunque ansiaba ver qué ocultaba su mirada.
—Ya basta con el tipo ese —dijo Anás con voz quejumbrosa—. Esto tiene que acabar.
—¿Más vino? —preguntó Juana, y rellenó el cáliz del sacerdote con gestos exquisitos. Este le dirigió una mirada de agradecimiento y asintió, complacido.
—No hay problema —contestó Caifás arqueando las pobladas cejas—. Le arrestaremos.
—¿Con qué cargos? Perdiste tu oportunidad hace dos días, cuando permitiste que el alboroto que organizó en el Templo pasara sin consecuencias. —Judas habló con voz irritada—. Ahora ya no tienes ningún pretexto. —Se inclinó hacia delante—. Él no te dará motivos. Es muy inteligente. Sabe exactamente qué hacer y dónde poner los límites.
—Entonces, crearemos un motivo —repuso Caifás.
—Eres un asno —le espetó su suegro—. Cualquier pretexto tiene que ser válido a ojos de los romanos. Si sospechan tejemanejes, se volverán contra nosotros.
—No te preocupes, se lo creerán —insistió Caifás, empecinado—. Ese hombre es un peligro para nuestro pueblo, una amenaza para el acuerdo que hicimos con los romanos. Acabará provocando una rebelión. No podemos permitir que siga.
—Me sorprendes, Caifás —dijo Anás—. A veces, hasta eres capaz de pensar. —Se volvió hacia Judas—. Es demasiado popular, sin embargo. Eso es un inconveniente. Cuando todo termine la gente estará contenta, tarde o temprano todo se olvida, no cabe duda, pero ahora… Si le arrestamos delante de las multitudes… Ya le visteis en el Templo, visteis cómo le saludaba el gentío el primer día en que entro en Jerusalén… Tendremos problemas. Tenemos que actuar con discreción. Lejos de las multitudes. Por eso te necesitamos.
—Y esto es, justo, lo que vengo a ofreceros. —El movimiento incesante de los pies de Judas era lo único que delataba en él cierto nerviosismo—. Yo puedo conduciros hasta Jesús cuando esté solo. Conozco todos sus movimientos. Os garantizo un arresto rápido y fácil, lejos de la gente que le adora. —Las palabras fluyeron de su boca.
—Muy bien —asintió Anás.
—Espero, sin embargo, una buena remuneración. Soy el único que puede ofrecer este servicio. —La voz de Judas se tornó pastosa y quebradiza.
—Diez monedas de plata —dijo Caifás, con su sonora voz sacerdotal.
Judas se rió.
—Veinte. —Caifás levantó las manos, palmas arriba, en señal de benevolencia—. Veinte siclos tirios.
Judas meneó la cabeza con pesar.
—Me decepcionáis, nobles señores —dijo—. Yo os ofrezco algo que no tiene precio, y vosotros tratáis de estafarme.
—Treinta. —El viejo Anás habló con autoridad—. Es nuestra última oferta.
Judas volvió a menear la cabeza.
—Es muy poco —contestó.
—Lo tomas o lo dejas. Lo que ofreces es la posibilidad de un arresto privado. Podemos arrestarle en público sin pagar nada.
—Y sufrir las consecuencias.
—Ya nos arreglaremos. Llevaremos una cohorte romana. ¿Hay alguna situación que los soldados de Roma no puedan manejar? Unos cuantos legionarios, unos cuantos muertos… eso no les preocupa. Es su pan de cada día. Desde luego, preferiríamos un arresto discreto, pero estamos dispuestos a proceder en público.
—De acuerdo —accedió Judas—. Treinta monedas.
—Pasa por mi oficina —dijo Caifás—. Te pagaré allí.
—No. Seguro que llevas la suma encima, no es tanto dinero, como ya he dicho. Prefiero cobrar ahora. No tengo ganas de dar explicaciones a tus secretarios.
Refunfuñando, Caifás rebuscó en su monedero y sacó varias monedas de plata.
—Cinco… diez… Aquí tengo dos más…
Judas tendió la mano y las aceptó.
—¿Sigue siendo válido nuestro acuerdo? ¿No le haréis daño?
—Si no quieres verle sufrir, ¿por qué le entregas? —preguntó Anás.
—Creo que necesita ser protegido de sí mismo —respondió Judas lentamente. María ya le había oído hablar así, eligiendo sus palabras con cuidado para causar una determinada impresión, para cubrirse las espaldas. No obstante, en cierta ocasión también a ella le había dicho que era necesario evitar que Jesús se hiciera daño. ¿Creía de verdad que su entrega tendría ese efecto? ¿Utilizaba a las autoridades del Templo para cumplir ese propósito, como antes había pensado en utilizar a la madre de Jesús?
—Ha despertado expectativas muy grandes, que jamás podrá satisfacer. Cuando se descubra que no es capaz, la gente se volverá contra él. Su arresto puede darle la oportunidad de reflexionar, antes de que sea demasiado tarde.
—Y, de paso, tú te haces rico.
—¿Con treinta monedas de plata de Tiro? Señores, debéis de pensar que soy un campesino de Galilea. No es mucho dinero, pero me doy por satisfecho —se apresuró en añadir. Aún tenían que darle dieciocho monedas. Cayeron en la palma de su mano una tras otra, tintineando contra la pila que ya estaba en ella.
—Decidiste seguirle —dijo Caifás—. Algo debiste de ver en él. ¿Qué es lo que atrae a la gente? No lo entiendo.
Tres, cuatro, cinco, seis. Las últimas monedas se amontonaron en la palma de Judas.
—Creí en él —respondió con su voz normal—. Creí que él tenía las respuestas que buscaba. Tenía respuestas, desde luego, pero no las que yo quería o necesitaba oír. No es lo mismo. Yo estaba dispuesto a aceptar lo que necesito, aunque fuera doloroso. Él no puede proporcionármelo. Por tanto… —Extendió las manos, y añadió con su voz falsa—: Lo mínimo que puedo hacer es protegerle. ¿No os parece, nobles señores?
María sintió que se le revolvía el estómago, creyó que tendría que salir corriendo afuera para vomitar. Judas no pedía garantías ni quería saber los detalles de cómo iban a proteger a Jesús.
¡Tenemos que advertirle, Juana y yo! Tenemos que contarle la traición de Judas. Que sepa qué le espera.
Judas. Volvió a mirarle, elegante y sofisticado, meciéndose en sus túnicas lujosas. Oh, Judas… casi lo habías conseguido. Casi habías comprendido. Se sorprendió llorando por él y reprimió sus sollozos para que Juana no se diera cuenta. Lloraba por Judas en lugar de por Jesús. No entendía por qué, pero era Judas quien le partía el corazón.
Judas se despidió y se escurrió como una sombra. Los conspiradores restantes siguieron discutiendo el problema de Jesús. Cuando María pudo controlar sus lágrimas, llevó a Juana a un lado y, tratando de calmar su voz trémula, le preguntó:
—¿Nos quedamos? Podríamos averiguar más cosas.
Juana echó una mirada vacilante a los maquinadores reunidos. Sería difícil penetrar en su círculo. El almuerzo había terminado, y ya les habían servido todo el vino y los postres que les podían apetecer. Todos los criados excepto los sirvientes personales de los gobernantes, se retirarían; cualquier presencia extraña sería detectada enseguida.
—Es demasiado peligroso —susurró Juana. Volvió a mirar al grupo—. Podemos acercarnos una vez más. Fingiremos buscar cálices usados o restos de comida.
Se acercaron a los cuatro tratando de comportarse con normalidad, mirando cualquier cosa menos a ellos. Mantenían la mirada baja.
—… No acabo de fiarme de él —decía uno—. Es peligroso confiar en discípulos desengañados. Resultan extremadamente cambiadizos. Basta que, de repente, Jesús diga algo que le guste a Judas para que…
María se agachó para recoger un cáliz vacío, haciendo una gran reverencia.
—Tenemos que correr ese riesgo —dijo otro—. Judas parecía asqueado. Cínico, diría yo.
—¿Qué es un cínico? —Sonó la voz de una mujer. Herodías—. Un cínico es alguien que amó intensamente y fue traicionado. Es fácil recuperar el afecto de estas personas. Estoy de acuerdo con Caifás.
De modo que quien tenía reservas era Caifás. Quizá no fuera tan estúpido como le creían.
—Y después de arrestarle, ¿qué? ¿Qué haremos con él? ¿Encerrarle, como a Barrabás?
—No, debemos entregarle a los romanos para que le juzguen. Enseguida. Barrabás puede pudrirse en la cárcel, pero los romanos tienen que juzgar este caso antes de dejar Jerusalén y volver a Cesárea, a sus banquetes y sus carreras de cuadrigas. Si se van, pasarán años antes de que estimen su caso. Se lo entregaremos en cuanto le detengamos y presentaremos nuestros cargos contra él.
Juana encontró un cáliz volcado y lo recogió con toda ceremonia, después, sin embargo, hizo señal a María de que debían irse. Su oportunidad había terminado.
Justo en ese momento uno de los invitados se volvió y miró a aquellas sirvientes. Afortunadamente, su mirada se detuvo en María, la desconocida, antes que en Juana, a quien Antipas hubiera podido reconocer.
Se retiraron de la sala y dejaron caer el cáliz.
—No podemos volver a la cocina —dijo Juana—. ¡Marchémonos! ¡Ahora mismo!
Recorrieron la galería y, tomando sucesivos pasillos, alcanzaron la puerta de servicio y salieron al amparo del callejón. Caminaron apresuradas hasta llegar a una calle principal. Allí María tuvo que apoyarse en un muro.
—¡Oh, Santo Dios! —exclamó, invocando el Nombre Sagrado. Se sentía mareada, vencida por lo que había visto y oído.
Juana la ayudó a enderezarse.
—Dios nos ayudó. Quería que nos enteráramos. Pero ¿qué hemos de hacer? Prevenir a Jesús, desde luego, pero… ¿crees que deberíamos enfrentarnos a Judas?
Enfrentarse a Judas. ¿Cambiaría él de opinión si lo hicieran?
—No, no tiene que saber que les hemos oído —contestó María. Estaba convencida de ello—. Será mejor fingir que no ha pasado nada. Pero tenemos que hablar con Jesús. Y con su madre.
—Su madre, no —objetó Juana—. ¿Por qué afligirla? Además, ella no puede hacerle cambiar de opinión. Ya sabemos que la quiere pero no acepta consejos de nadie.
—Juana, estoy muy confusa —admitió María—. Todos nosotros teníamos preguntas que hacer a Jesús, y algunas nunca fueron contestadas. Pero confiamos en él. ¿Cómo puede otro discípulo hacer algo así? ¿Por qué no se limita a irse, a desertar? Muchos lo han hecho. Ha habido seguidores curiosos que se han ido, se han alejado. ¿Por qué Judas hace esto?
—Por despecho —respondió Juana sin vacilación—. Es como un amante traicionado. Estas personas no se van, quieren causar dolor a quien les hizo daño, para que él reconozca su poder, su existencia. Es una manera de hacerse reconocer, a la vez que de vengarse.
—Pero Jesús no le ha hecho daño.
—No sabes qué le pidió Judas, qué esperaba de él, ni cuál fue la respuesta de Jesús.
Era cierto. Nada sabía de la relación de los demás discípulos con Jesús. Cada relación era privada, única, no como las relaciones que otros maestros solían establecer con sus alumnos.
—¡Le odio! —María estalló. Y pensar que ese hombre, Judas, quería tenerla como compañera de su vida.
—No le odies —contestó Juana—. El odio sólo puede turbar tu mente.
—¡Hablas como Jesús! —protestó María—. Ama a tus enemigos…
—¿No es esto lo que debemos hacer? ¿Hablar como Jesús? Él nos pidió que rezáramos por él… por todos nuestros enemigos.
—Lo haré pero… —La ira despertada por Judas, el discípulo perdido, era tan intensa como la pena que la hiciera llorar por él.
—Aunque tenemos que luchar contra él —concluyó Juana—. Rezar por su alma, pero desbaratar sus planes.
Se abrieron camino por las calles atestadas, mirando ansiosamente a su alrededor. Las multitudes rebosaban de peregrinos vestidos con trajes exóticos, de habitantes de Jerusalén, de soldados romanos y de gente misteriosa, cuya procedencia resultaría imposible averiguar. El sol se ponía, y los que debían abandonar la ciudad formaban riadas humanas que fluían hacia las puertas. Llegaba la Pascua.
«¿Por qué es esta noche distinta de todas las demás noches?». Era la pregunta tradicional.
¿Sería esta Pascua distinta de las demás? Muchos peregrinos se hacían esta pregunta. ¿Vendría el Mesías? Cada año existía la posibilidad. Por eso la Pascua era siempre en el presente y nunca en el pasado.