—El emperador romano ha muerto. —Natán entró apresurado en la casa y dejó su canasta en el suelo—. Por eso hay tanta conmoción.
Toda la noche habían oído sonidos distantes que provenían de las colinas, un gran alboroto y voces confusas que indicaban que algo malo había sucedido, en algún lugar. Tal vez fuera el bullicio de las tropas romanas que salían de sus campamentos a orillas del lago o bajaban del norte, reuniéndose para evitar disturbios.
—El rey Herodes Antipas ha ordenado luto público generalizado —prosiguió—. Oh, pero no tenemos que hacer sacrificios, no a los dioses romanos, sólo al nuestro, para rezar por el alma del emperador difunto. —Natán parecía aliviado. Tenía ya más de cuarenta años. Las largas jornadas y el trabajo duro del saladero hacían mella en él. Sus dos hijos, casados ya ambos, aliviaban mucho su carga pero aún le quedaba trabajo que hacer.
—No pasará mucho tiempo antes de que le declaren dios, como hicieron con el primero, Julio César —dijo la madre de María—. Me pregunto si esperarán un tiempo decoroso.
Natán resopló.
—¿Qué es un tiempo decoroso, Zebidá? —Se sentó y tomó una manzana de una cesta—. ¿Cuánto tiempo hace falta para convertirse en dios? —Mordió la fruta turgente con energía—. ¿Basta (¡puf!) un instante? ¿O es un proceso lento y prolongado, como el que hace crecer la masa del pan?
Ambos se echaron a reír sin poder controlarse. Se imaginaron al viejo emperador Augusto hinchándose majestuosamente, sus facciones inflamadas, hasta que su cuerpo se elevaba poco a poco de su lecho de muerte.
Cuando al fin pudo controlar la risa y recobrar el aliento, Zebidá dijo:
—Fue emperador desde que tengo memoria. ¿Cuántos años tiene… tenía?
Natán reflexionó.
—Más de setenta —dijo finalmente—. Es una vida larga para cualquiera, y sobre todo para alguien que vive en Roma. —Hizo una pausa—. Después de tantos años, tantas intrigas y tantos matrimonios, el pobre Augusto no tenía un hijo que le suceda. Ser dueño del mundo y el último de tu linaje… —Natán meneó la cabeza.
—¿Quién le sucederá? —preguntó Zebidá, seria ya.
—Su hijastro, Tiberio. La cuestión es que Tiberio nunca le cayó bien, aunque no le ha quedado otra opción al final. Todos los demás, viejos y jóvenes, que podrían haber sido mejores emperadores, ya están muertos. Su mejor amigo, Agripa, sus nietos, sus sobrinos… —Natán se encogió de hombros—. Es muy triste, de veras que sí.
—¿Cómo es este Tiberio?
Ambos se volvieron para mirar a María, de pie en el umbral de la puerta. ¿Cuánto rato llevaba allí?
—Dicen que es un hombre triste —respondió el padre—. Y que sospecha de todos como conspiradores. Ha tenido que esperar demasiado hasta que le llegara su turno de ser emperador.
—¿Qué edad tiene? —Con la adolescencia, María no había perdido ni un ápice de su curiosidad. Ni de su agilidad mental.
—Oh, más de cincuenta —dijo Natán—. Es ya un solterón amargado, si a un hombre se le puede llamar así.
Tan pronto pronunció las palabras, se arrepintió de haberlo hecho. María tenía ya edad para el matrimonio, pero sus relaciones con los posibles pretendientes eran sorprendentemente difíciles. No parecía desear casarse, y su familia no había recibido muchas proposiciones de matrimonio, hecho que resultaba bastante extraño de por sí. La muchacha era guapa e inteligente, y el enlace con su familia ofrecía buenas perspectivas para cualquier hombre joven.
María cerró la boca y fulminó a su padre con la mirada.
—¿Cómo, exactamente, puede ser un romano un solterón amargado? —le espetó al final.
—Tu padre sólo pretende decir que Tiberio es… quisquilloso, remilgado y quejica.
—¿Cómo yo? —inquirió la muchacha—. Se dice de él que asiste a reuniones obscenas, donde se divierte con sus amigos. ¿Cómo puede ser remilgado, si hace esas cosas?
—Pues, si alguien puede ser remilgado e indecente a la vez, Tiberio lo es —sentenció su padre—. Menudo reinado nos espera —profetizó—. Con suerte, estará demasiado atareado en Roma para ocuparse de nosotros.
—¿Dónde has oído hablar de sus tejemanejes? —preguntó la madre. ¿Y qué había oído, exactamente? Las habladurías que habían llegado a oídos de la propia Zebidá contaban situaciones anormales, repugnantes.
—En todas partes —replicó María con altivez. Ella y Casia habían hablado interminablemente de él, en especial de sus orgías. Le usaban como medida de la disolución, con la que medir a los hombres de Magdala. «Al menos, fulano no tiene papiros con dibujos obscenos, como Tiberio… Al menos, hace lo que hace en privado, a diferencia de Tiberio… Él no distribuye vales especiales para los que quieran asistir a sus orgías, como hace Tiberio…». María no pudo evitar una risita al recordar los detalles de aquellas conversaciones.
Su padre suspiró. El interés que su hija mostraba en asuntos como ése harían su matrimonio mucho más difícil. Los hombres la verían como un mal negocio, a pesar de su encanto y de ser bien parecida. Las prefieren dulces, aunque sean feúchas, pensó Natán. Observó a su hija con ojos de mercader que intenta evaluar las cualidades comerciales de un producto. El pelo, bonito. Las facciones, atractivas, especialmente la boca y la sonrisa. Un pelín demasiado alta, aunque esbelta. La voz, agradable. La muchacha hablaba griego, además de arameo, y tenía buen conocimiento de las escrituras.
Por fortuna, la mayoría de sus encantos eran obvios a primera vista, mientras que sus defectos no se apreciaban enseguida. ¿Qué defectos? Su mente inquieta e inquisidora. Su tendencia a ser desobediente. Su interés en asuntos prohibidos, como el tema de la lujuria de Tiberio. Sus ataques de melancolía, que no se preocupaba en ocultar. Cierto gusto por el lujo y los objetos preciosos. Un genio vivo y bastante obstinado. Y un carácter demasiado reservado.
—Supongo que no es asunto de risa —dijo María finalmente—. No, mientras el viejo Augusto está de cuerpo presente. Pero es triste pensar que ellos, me refiero a los romanos, creen de verdad que se convertirá en dios.
Su padre añadió la facilidad de cambiar de tema a la lista de los rasgos indeseables de María.
—Me pregunto si lo creen de veras —dijo Zebidá— o sólo lo proclaman por conveniencia política. En cierto modo, resulta más extraño que la fe en el poder de los ídolos, cuando la gente sabe de sobra que son simples trozos de piedra y de madera.
O de marfil, pensó María con un sobresalto. Hacía mucho que no recordaba su secreto infantil.
—Sí, los que adoran a los ídolos afirman que no es la piedra en sí lo que veneran, sino lo que ella representa, algún poder, una fuerza invisible —dijo Natán—. Pero pensar que un hombre mortal se pueda convertir en dios… —Meneó la cabeza, en un gesto de perplejidad.
—¡Y pensar que dejan el cuerpo de Augusto sin sepultura durante tantos días! —añadió María—. Para después incinerarlo. —Un estremecimiento recorrió su cuerpo—. Me parece una costumbre bárbara, aunque los romanos son precisamente esto: unos bárbaros.
—Paganos —puntualizó su padre—. No son bárbaros, son paganos. No es lo mismo.
—Podríamos decir que todos los bárbaros son paganos, aunque lo contrario no es necesariamente cierto —añadió Zebidá.
—Son dignos de lástima, todos ellos —afirmó Natán con total convicción—. Los paganos, los bárbaros y los gentiles, se llamen como se llamen.
El cuerpo de César Augusto, quien había fallecido lejos de Roma, fue transportado lentamente a la capital, viajando de noche y reposando de día. El viejo emperador tardó dos semanas en llegar a Roma, la ciudad donde había conspirado y sacrificado, y a la que se había entregado por completo durante medio siglo. Se le atribuía la frase: «Encontré una Roma de ladrillo y os la entrego de mármol». Y, por cierto, su cortejo fúnebre recorrió las calles de una ciudad magnífica. No escatimaron ritos ni detalles para que su último viaje terrenal estuviera a la altura de los anteriores. Cuando al fin encendieron la pira funeraria, un ex pretor llamado Numerio Ático vio al espíritu de Augusto ascender al cielo; eso juró después ante el Senado.
El 17 de septiembre, casi un mes después de la muerte de Augusto, el Senado le declaró oficialmente dios. Le iban a dedicar templos, le asignarían un culto de sacerdotes y celebrarían festividades en su honor. Ya se podía jurar oficialmente «en nombre de Augusto».
El nuevo juramento fue aceptado de inmediato en todos los confines del Imperio, incluida la tierra de Israel, en centros administrativos como el de Cesárea. En las ciudades de Jerusalén y de Magdala, no obstante, el endiosamiento de Augusto coincidió con los días santos que daban entrada al nuevo año de tres mil setecientos setenta y cinco. Y aquellos que rezaban por el perdón de sus pecados y hacían examen conciencia el Día de la Expiación pondrían la proclamación de la divinidad de un mortal en la cabeza misma de su lista de abominaciones, si tuvieran la debilidad de proferir el juramento recién instituido aunque fuera por importantes razones comerciales.
El rito anual de la expiación había adquirido visos de tediosa rutina para María. Cada año echaba las cuentas de sus pecados y se arrepentía sinceramente de ellos, jurando a Dios que nunca más los cometería; el año siguiente, se encontraba encerrada en su habitación arrepintiéndose de los mismos pecados. A veces aparecían suavizados y no resultaban tan escandalosos, podía apreciar cierta mejoría en sus actitudes, aunque las faltas perduraban, a pesar de todo, obstinadas como las piedras que se desgastan al paso de los asnos, sin llegar a desaparecer nunca de los caminos.
Este año, además de los viejos pecados conocidos, María tenía que añadir unos cuantos nuevos a su lista. En el invierno pasado había salido de la niñez para entrar en ese estado discretamente caracterizado por sus «cosas de mujer». El paso conllevaba toda una serie de normas y requisitos nuevos, algunos de los cuales databan de los tiempos del propio Moisés y tenían que ver con la impureza ritual; y otros, más modernos, estipulaban normas de conducta. La transición significaba que ya tenía edad para casarse y, aunque su padre todavía no había insistido en la necesidad de buscar un marido, ella sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que lo hiciera.
Tanto deseaba tener un esposo como no, y la contradicción le creaba confusión. No casarse era una deshonra y, por supuesto, no deseaba esa deshonra para sí. Quería lo mismo que quería todo el mundo: vivir una vida normal, ser bendecida con aquellas cosas que todos consideraban regalos de Dios. Salud, prosperidad, respetabilidad, una familia, un hogar. Pero, a la vez, deseaba ser más libre, no menos, y las responsabilidades de una familia significaban, en términos prácticos, que viviría una vida esclavizada. Estaría ocupada en todo momento cuidando de los que vivían bajo su techo. Veía lo duro que trabajaba su madre y lo duro que trabajaban sus cuñadas, aunque cada una a su manera particular y diferente a las demás. La única alternativa, sin embargo, era convertirse en una carga para su familia, imponerles la ignominia de la hija soltera. Las escrituras abundaban en admoniciones sobre los huérfanos y las viudas, hablaban de su desdicha y predicaban la necesidad de cuidar de ellos, y las hijas solteras compartían el mismo estatus, si no otro inferior. La única diferencia era que el padre o el hermano podían, por lo general, cuidar de la muchacha que no se había casado.
Pero la vida era demasiado dulce para vivirla esclavizada. María se había fijado en que las amas de casa de Magdala parecían mucho más viejas que las mujeres griegas que a veces visitaban el saladero con sus esposos. Había oído que las extranjeras tenían derecho a la propiedad e incluso podían viajar solas. Algunas administraban la economía familiar a la vez que un negocio propio. Se dirigían a los hombres de igual a igual, sin tener que bajar la mirada. María había sido testigo de ello y las había visto dirigirse así a los hombres de su propia familia. Hasta Eli parecía disfrutar de ese trato, como si le satisficiera de un modo prohibido. Lucían túnicas transparentes, llevaban el cabello descubierto y tenían nombres exóticos, como Fedra o Febe. Nombres parecidos a… Asara.
El nombre irrumpió en su pensamiento como un relámpago. Asara.
Asara, que permanecía oculta en el lugar donde la había escondido hacía tantos años. Asara, que había sobrevivido a la intención de María de sacarla de casa y destruirla. Asara, quien, de pronto, estaba intensamente presente.
En cuanto termine la jornada, se dijo María, haré lo que juré hacer tiempo atrás. Me desharé de ella. Dios me ordena que lo haga. Él prohíbe la posesión de ídolos.
Durante el resto del día, mientras el sol recorría el cielo y la luz iba menguando en la ventana de su habitación, orientada al este, María reflexionó obedientemente sobre sus faltas. Debería ser más sumisa y aceptar la sumisión con más alegría. No debería obstruir los esfuerzos de su padre por encontrarle un esposo. Debería dejar de soñar despierta y dedicarse a tareas más útiles. No debería ser tan vanidosa con su cabello ni desear aplicarle henna para darle un tinte rojizo. Debería dejar de leer poesía griega. Era poesía pagana e incendiaria. Retrataba un mundo que le estaba prohibido y despertaba en ella la codicia. La codicia era un pecado.
Nunca te casarás si no cambias estos hábitos nocivos, se dijo la muchacha. Y tienes la obligación de casarte, es tu deber ante tu padre. Dios desea que obedezcas. ¿Qué había proclamado Samuel en el nombre de Dios? «Es mejor obedecer que ofrecer sacrificios, es mejor escuchar a Dios que derramar la sangre de los corderos en su honor».
Una idea se le ocurrió de repente. Dios había hablado a Abraham, a Moisés, a Samuel, a Gedeón, a Salomón, a Job, a los profetas… ¡Pero la única vez que habló a una mujer, fue para anunciarle que iba a tener un hijo!
De pronto se sintió angustiada, a la vez que trato de rebatir la lógica de su pensamiento. ¿Es realmente así? Bueno, también habló con Eva. ¿Y qué le dijo? «Agravaré los dolores de tus partos; con dolor traerás a tus hijos a este mundo». Y con Agar. «Estás encinta y tendrás un hijo; le llamarás Ismael». Ni siquiera habló directamente a Sara ni a Ana, aunque les dio los hijos deseados, destinados a cumplir una promesa o a servir a Dios. Hijos, por supuesto. Siempre hijos varones. Tiene que haber hablado a alguna mujer, pensó María. A alguna mujer, alguna vez, le tiene que haber trasmitido un mensaje que nada tuviera que ver con la maternidad. Pero, aunque permaneció allí sentada hasta casi entrada la noche, no se le ocurría nadie.
Y entonces otra idea se abrió camino hasta su conciencia: Asara es una diosa. Una diosa que habla a las mujeres.
La vida de María ya era parecida a la de un ama de casa, en muchos aspectos. A la edad de trece años, los muchachos judíos habían completado sus estudios de la Ley sagrada —salvo que prosiguieran, con el fin de llegar a ser escribas y eruditos— y pasaban a ocupar un lugar propio en la congregación de varones que se reunían para la oración. También para entonces habían iniciado su formación en un oficio, el paterno u otro cualquiera. Las muchachas judías de trece años, en cambio, quedaban relegadas a la realización de las tareas domésticas, esperando que llegara su momento de contraer matrimonio. La vida cotidiana de María en nada se diferenciaba de la de su madre, en este aspecto. Consistía en una rutina ardua y aburrida, que no ofrecía más interés que el de terminar las duras faenas antes de la puesta del sol. María era muy eficiente y, casi todos los días, conseguía completar su trabajo pronto, para así disponer libremente del resto del día.
Le gustaba salir a caminar hacia el sur de la ciudad, dejando atrás el paseo empedrado que corría paralelo a la orilla del lago, más allá de los muros que se prolongaban dentro del agua, proclamando su función protectora de la urbe, y a lo largo de la orilla solitaria, A menudo se sentaba en la misma roca, lisa y redondeada, junto al agua, para contemplar la luz evanescente. Al alba y al anochecer el lago parecía resplandecer con luz propia, como si el sol tuviera su morada secreta en las profundidades. Un silencio caía sobre el mundo, las brisas enmudecían, las hojas y las olas dejaban de murmurar, y el día mismo parecía suspirar como hiciera Dios el día de la Creación, susurrando: «Es hermoso, es muy hermoso». Después llegaba apresurado el crepúsculo, como un telón que caía sobre la luz, mudándola del rosa al violeta.
Lejos del clamor y el ajetreo de la ciudad, María sacaba sus lecturas favoritas y devoraba poesía griega y las historias que narraban las gestas de los héroes antiguos, como Heracles. En Israel no existía la literatura popular, todos los textos se referían únicamente a la religión. Las historias y las canciones del pueblo pertenecían a la tradición oral, jamás eran escritas. Los que quisieran leer relatos de aventuras, tratados de filosofía y textos de historia tenían que recurrir al griego, el latín o el egipcio. En los mercados florecía el comercio de esos escritos, porque la gente los leía con avidez, dijeran lo que dijeran los sabios de Jerusalén. Delante de las puertas de la ciudad, bajo las mesas de lino y de pescado, se ponían a la venta y reventa manoseadas copias de la Ilíada y la Odisea, de obras de Safo y Cicerón, del poema épico de Gilgames, de piezas de Catulo y de Horacio.
Ahora María estudiaba al poeta Alceo, luchando tanto contra las dificultades del griego como contra las de la luz crepuscular. Su hermano Silvano había sido su cómplice y profesor secreto de la lengua griega. Llevaba días descifrando trabajosamente los versos, que trataban de un naufragio. Hoy, henchida de emoción triunfal, habría de completar la última frase. Su frágil decisión de abandonar la poesía griega se había disipado.
… y nuestro barco es engullido por las olas.
Terminó la lectura, enrolló la hoja de papiro y contempló el lago. Como todo poema que se precie, este que acababa de leer le hacía ver mares tormentosos en lugar de las aguas quietas y pacíficas que se extendían ante sus ojos. El recuerdo de tormentas pasadas en este lago, notorio por sus peligros, se alzó ante ella cual oleaje embravecido.
Se puso de pie. Pronto caería la noche y debería encontrarla dentro de los muros de la ciudad. Aunque quedaba una cosa por hacer, una vieja promesa por cumplir.
De una pequeña bolsa sacó un objeto envuelto en trapos. Llevaba así escondido mucho tiempo. Era el ídolo, la efigie de Asara. Lo tiraría al lago, al lecho profundo del agua, donde podría hechizar a los peces, las piedras y las algas.
Lo sostuvo en la mano, dubitativa. Jamás volveré a verlo, pensó. Hace tantos años que ni siquiera puedo recordar su aspecto.
No lo mires, se dijo con severidad. ¿Acaso no te habló una vez? ¿No fue ayer mismo cuando intentó irrumpir en tus pensamientos?
Extendió el brazo hacia atrás y afianzó los pies en el suelo para poder arrojarlo lo más lejos posible en el agua.
No soy tan débil, se desafió a sí misma. ¿Miedo de contemplar un ídolo pagano? Me avergüenzo de este miedo. La única manera de vencerlo es mirándolo a la cara. Si no lo hago ahora, le cederé poder sobre mí hasta el fin de mis días.
Con ademán lento bajó el brazo. Abrió la mano y contempló el bulto cubierto en su palma. Con la otra mano, empezó a desenvolver lentamente los trapos. A la luz violácea del crepúsculo, pudo ver de nuevo el rostro de marfil; sus labios parecían sonreírle.
Se inclinó para verlo mejor a la luz crepuscular. Era tan hermoso que le quitó el aliento. Más hermoso que las estatuas de mármol blanco de los cuerpos de atletas que había tenido ocasión de ver mientras las transportaban a la orilla opuesta del lago, a la ciudad pagana de Hipona; más bello que los sensuales retratos de plata grabados en las monedas de Tiro, que pasaban de mano en mano en los puestos extranjeros de los mercados.
Sería un error destruirlo, pensó. Podría venderlo al mercader griego que pasa por aquí regularmente, camino de Cesárea. Debe de valer mucho dinero. Por un instante, se le ocurrió que podría guardar ese dinero para salvarse de un matrimonio no deseado, pero enseguida se amparó en una idea más piadosa: donarlo a la empresa de su padre o dárselo a los pobres.
En cualquier caso, arrojarlo al mar sería un desperdicio.
Con un suspiro de alivio por haber podido vencer su premura, María volvió a esconder la efigie en la bolsa.