49

¡Jerusalén! Allí estaba, sobre el horizonte, reluciente en la distancia. Se detuvieron en lo alto del primer risco que les ofrecía una vista de la ciudad. Para algunos de ellos, era la primera. Jerusalén resplandecía luz blanca bajo el sol del mediodía, una ciudad cubierta de pureza y esculpida de mármol.

Cuando el camino que llevaba a Jerusalén empezó a descender las laderas escarpadas, Jesús volvió a detenerse. Miró a sus discípulos, contempló la ciudad cercana y se echó a llorar en silencio. Estaba solo frente a todos ellos, y nadie sabía qué hacer. Al fin, Pedro se le acercó con pasos indecisos y le abrazó, dándole palmaditas en los hombros e intentando consolarle. Juan también se adelantó y le rodeó con un brazo.

Entonces se acercaron todos para ver cuál era la causa de su dolor, y María le oyó decir, con la voz ahogada, sobre el hombro de Pedro:

—¡Jerusalén! Si tú, siquiera tú, supieras el día de hoy cómo alcanzar la paz… pero tus ojos ya no pueden distinguirlo. —Volvió a mirar la ciudad—. Llegará un día en que tus enemigos construirán un muro a tu alrededor, te encerrarán y te acosarán por todos lados. Te derribarán, a ti y a tus hijos dentro de tus murallas. No dejarán piedra sobre piedra, porque no fuiste capaz de reconocer la hora en que Dios vino a ti.

Un muro, un asedio… ¿formaba eso parte de la visión que María había tenido? ¿Era así como entrarían los romanos en la ciudad, para asolarla y profanar su Templo? Jesús también lo estaba viendo.

La madre de Jesús se unió a Pedro y a Juan, y abrazó también a su hijo, con la cabeza baja. Le debía partir el corazón verle tan atormentado. La ciudad se extendía ante ellos en todo su esplendor, celebraba sus festejos y su hermosura, pero Jesús la veía tal como llegaría a ser en el futuro.

Al fin se sosegó, consintió en ser reconfortado. Con un hondo suspiro de aceptación, hizo ademán para que prosiguieran el viaje.

Se encontraron con grandes multitudes que convergían hacia Jerusalén, riadas de gente que venía de todas las direcciones para visitar la ciudad santa; entonaban canciones, como siempre habían hecho los peregrinos, coreaban los salmos que celebraban la llegada a Jerusalén. Las tensiones políticas no hacían mella en el júbilo ni en el orgullo que la ciudad inspiraba en los judíos. En todas las celebraciones y, especialmente, en Pascua, la fiesta que simbolizaba la liberación de todo opresor, los romanos guarnecían la ciudad con tropas adicionales, y Poncio Pilatos acudía desde su sede en Cesárea para controlar las cosas de cerca. En esta ocasión, esperaban a Herodes Antipas en persona. Deben de tener información de posibles disturbios, pensaba María.

Subiendo la colina conocida como el monte de los Olivos, una elevación muy próxima a Jerusalén, se detuvieron en una aldea llamada Betania, donde Jesús, al parecer, tenía adeptos. Gente que posiblemente le había escuchado predicar en Galilea. A María la sorprendió descubrir que allí había personas que seguían a Jesús. Muchas veces les habían advertido que «llamaban demasiado la atención de las autoridades», pero tener auténticos seguidores entre el pueblo llano y tan lejos de casa era algo inesperado por demás.

Jesús les sorprendió todavía más cuando dijo a María y a Judas:

—Quiero que vayáis al pueblo vecino y busquéis un borrico que estará atado en las afueras. Es un animal tan joven que aún no lo ha montado nadie. Desatadlo y traedlo aquí.

—¿Quieres que… lo robemos? —preguntó Judas.

—Si alguien os pregunta, decidle que el Señor lo necesita y que pronto les será devuelto.

De nada serviría discutir, porque vivían circunstancias extraordinarias. Todos podían sentirlo. María y Judas se despidieron de los demás y enfilaron el sendero que conducía al pueblo vecino.

Por el camino, Judas miró en más de una ocasión a María, como si quisiera decir algo, pero se reprimió. Finalmente, preguntó:

—¿Te gustaría conocer a mi padre?

—¿A tu padre?

—Sí. Sabes que vive cerca de Jerusalén. Cuando lleguemos… cuando tengamos un momento, me encantaría presentaros.

—Pero… ¿por qué? —Jesús sin duda desaprobaría una visita al viejo hogar.

—Dentro de unos días será Pascua. Ya sé que hemos de celebrar con Jesús y nuestros compañeros, y me parece muy bien, pero quizá pudiéramos pasar un momento por casa, donde estará reunida mi familia.

—No sé qué sentido tendría mi presencia, soy una extraña para ellos —objetó María. La idea le resultaba muy incómoda. Al mismo tiempo, anhelaba tener una visión, por fugaz que fuera, de una familia reunida por la celebración, como su propia familia en Magdala.

—Lo cierto es que creo… Espero… que consideres la posibilidad de formar parte de mi familia.

¡No! ¡Eso no! Las palabras de Judas la conmocionaron y apartó los ojos bajo su intensa mirada.

—Pensaba que, como discípulos, somos compañeros. Adonde Jesús tuviera a bien enviarnos podríamos ir juntos, trabajar juntos. Como marido y mujer.

¿Qué he hecho para inspirarle estas ideas? Debí ser más firme aquella noche en el campamento… Sin dejar de caminar, María buscaba desesperadamente las palabras adecuadas para responderle, y ni siquiera se atrevía a mirarle.

—No… no sé qué decir —farfulló al cabo—. Creo que esto es… demasiado precipitado.

—No, hace mucho que pienso en ello. Ya hace un año entero que nos conocemos, te he observado, te admiro y… estoy seguro de mis sentimientos.

De nuevo se encontraba en el camino con un pretendiente. De nuevo el entorno era hermoso y sereno, aquél, a orillas del lago, éste, en las suaves pendientes que bordeaban Jerusalén. Aunque esta vez todo era distinto. Cuando conoció a Joel era joven, y el único futuro posible era el matrimonio.

Ya he superado todo aquello, pensó. Ahora soy libre, he dejado atrás el matrimonio y toda relación con mi vida anterior. La única persona con la que aún podría comprometerme de esta manera es Jesús.

Y él había dejado claro que tal compromiso no le interesaba.

Por un instante, revivió el dolor intenso del rechazo que tuvo que soportar cuando Jesús se desentendió de sus deseos, y vio con claridad la distancia que aún les separaba desde entonces. ¡Ojalá yo no inflija un dolor similar a nadie!, pensó.

Seguían caminando. Al menos, necesitaba detenerse. María lo hizo y esperó hasta que Judas se detuvo también.

—Creo que ahora deberíamos dejar estos asuntos a un lado —dijo con extrema delicadeza—. Recuerda lo que dijo Jesús: «En el Reino de Dios no habrá matrimonios». Si todo ha de terminar pronto, será mejor que evitemos complicaciones.

—¿Complicaciones? ¿Al amor entre un hombre y una mujer lo llamas «complicación»? ¡La unión de dos fieles sería muy especial, una unión bendita! —Judas parecía enfadado porque María no podía entenderle o porque insistía en fingir que no le entendía. Tenía que ser más clara con él aunque, ¡santo Dios!, quería evitar herirle a toda costa.

—Judas… no es posible. No puedo ser tu esposa. La verdadera causa son mis sentimientos, que no me lo permiten. —Cómo ocultar la auténtica razón, cómo darle cierto consuelo, la oportunidad de salvar la cara—. Mi viudez es muy reciente. Todavía no sé lo que quiero. Pasarán muchos años antes de…

—Esperaré —contestó Judas con expresión solemne.

—No habrá futuro —repuso María—. No podemos pensar en estos términos.

Judas, ofendido, le dio la espalda y reemprendió el camino. Permaneció callado largo rato. Finalmente, dijo con voz queda y decidida:

—De acuerdo. Te pido que olvides todo lo que he dicho. Prefiero olvidarlo. Ahora me causa vergüenza.

María entendía demasiado bien sus sentimientos.

—¡No tienes por qué avergonzarte! —protestó—. Mi situación…

—¡Olvídalo, te digo! —Su voz sonó áspera y desagradable—. ¡No ha sucedido, nunca te he dicho nada!

—Muy bien. —El repentino cambio de Judas la desconcertaba—. Si tú no quieres recordar, yo tampoco. —Si su carácter era tan cambiadizo, se sentía doblemente satisfecha de no estar ligada a él, de no tener que someterse a su temperamento violento.

Siguieron caminando en silencio. María se sentía tan incómoda que hubiera preferido desaparecer. Poco después, sin embargo, Judas empezó a hablar como si nada hubiera ocurrido. Le miró de reojo y vio que mantenía los ojos entrecerrados, aunque su voz sonaba desapasionada.

Por suerte, pronto llegaron a las afueras de un gran pueblo. Atado a un poste, encontraron un borrico blanco. Judas lo desató y, mientras lo hacía, se acercó un muchacho y preguntó:

—¿Qué estás haciendo?

—¡El Señor lo necesita y pronto os será devuelto! —ladró Judas. Nadie se habría atrevido a discutir.

Dieron la vuelta y condujeron el borrico por el camino de Betania. El sonido de los cascos del pequeño animal sobre el polvo del sendero era lo único que rompía el silencio entre ambos.

Jesús les recibió con alegría cuando llegaron con el animal.

—Ahora, amigos míos, debemos ir a Jerusalén —dijo—. Sólo para echar un vistazo. A la noche volveremos aquí a dormir.

Había mediado la tarde. Les quedaban pocas horas hasta que se cerraran las puertas de la ciudad. Jesús colocó una capa sobre los lomos del borrico y montó, y enfilaron el empinado camino de bajada del monte de los Olivos.

Se encontraron rodeados de auténticas hordas de peregrinos que se dirigían a la ciudad santa, cantando y avanzando a empujones. María deseaba pasar desapercibida, fundirse en aquel mar de gente. De repente, sin embargo, todas las miradas se centraron en Jesús, que montaba al burro; curiosamente, al animal no parecía importarle ser montado por primera vez. Pedro lo llevaba de la brida, ya que la bestia no sabría entender las órdenes de su jinete. La muchedumbre se apartaba para dejarle paso. Cuando, al fin, Jesús y los discípulos se acercaron a las puertas de Jerusalén, la gente que les rodeaba empezó a tender sus capas sobre el suelo para que el borrico caminara sobre ellas, y a agitar ramas de palmera, entonando las palabras del Salmo 118:

—¡Bendito es el que viene en nombre del Señor!

Otros se unieron al coro, gritando:

—¡Hosanna al Hijo de David!

—¡Bendito sea el Reino de David, nuestro padre!

—¡Bendito sea el rey que viene en nombre del Señor!

—Paz en el cielo y gloria al Sublime.

Y hubo un grito sonoro y ronco:

—¡Bendito sea el rey de Israel!

—¡El profeta Zacarías lo predijo! —gritó alguien—. «Vuestro rey traerá la justicia y la salvación, montado a lomos de un burro».

—Es todo teatro —dijo una voz familiar al oído de María. La voz de Judas—. Jesús leyó estas profecías, las conoce y decidió representarlas.

María se volvió para mirarle. Vio su expresión sombría e iracunda. Judas se sentía traicionado, no sólo por ella sino también por Jesús.

—Lo tenía todo preparado —siseó él—. El burro. Las multitudes. Lo del burro lo tenía planeado, eso ya lo sabemos. ¿Qué viene después? ¿Qué hará cuando lleguemos a Jerusalén? Veamos… hay tantas profecías. Aunque no tiene que cumplirlas todas, con unas cuantas será suficiente. La gente quedará… maravillada. —En sus labios, la palabra «maravillada» sonó como una maldición.

María no supo qué responder, porque Judas decía la verdad. Lo del borrico estaba planeado. Quizás hubiera una explicación inocente pero a ella no se le ocurría ninguna. Nunca antes necesitó Jesús montar un animal. Ese hecho le resultaba inexplicable.

Optó por no responder y echó a andar calladamente al lado de Jesús, mientras la multitud le saludaba. Vio soldados y oficiales en lo alto de las murallas, que les observaban con atención. Sin duda, se estarían preguntando: ¿Quién es ese tipo? Tal vez fuera éste el único objetivo de Jesús, conseguir que la gente se hiciera esa pregunta crucial. ¿Quién es él? Los discípulos ya habían encontrado la respuesta; ahora debían hacerlo los demás.

Un grupo de ceñudos maestros de la Ley les estaba observando.

—¡Maestro, desmiente a tus alumnos! —ordenaron a Jesús cuando el gentío volvió a gritar: ¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!

En lugar de rebatirles o de no hacerles caso, Jesús exclamó:

—¡Yo os digo que, si les hago callar, las propias piedras gritarán la verdad!

Los sabios le miraron disgustados.

Jesús y los discípulos alcanzaron las puertas de la ciudad y recibieron permiso de franquearlas, dejando atrás a los seguidores entusiastas. Ahora ya no eran más que unos peregrinos normales. Recorriendo las estrechas calles de la ciudad, María vio a numerosos soldados romanos apostados en cada esquina. No recordaba una presencia militar tan nutrida de su anterior visita, aunque habían pasado muchos años y no estaba segura. Parecían en estado de alerta, listos para intervenir en cualquier momento. María vio en sus miradas duras el desdén y la hostilidad.

Realmente, nos odian, pensó. Odian nuestras fiestas y nuestra religión, y detestan que los hayan destinado aquí, a Jerusalén. Para ellos, no somos más que una fuente de problemas.

Finalmente, llegaron a las inmediaciones del Templo, cerca de la gran puerta que separaba las calles normales de los caminos del recinto sagrado. Los soldados que montaban guardia, aburridos, con las piernas bien separadas, eran los únicos indiferentes a la gloria del Templo.

Su tamaño y opulencia resultaban sobrecogedores. El propio edificio parecía divino, el hogar apropiado del Dios supremo de los cielos.

Los demás pensaban lo mismo. Pedro, siempre con la brida en la mano, se volvió hacia Jesús y dijo:

—¡Maestro! ¡Qué piedras tan enormes! ¡Qué edificio tan magnífico!

—¿Esto te impresiona? —repuso Jesús con voz cortante—. Te digo que muy pronto no quedará piedra sobre piedra.

Desmontó del burro y entró a grandes zancadas en el recinto exterior del Templo, donde los mercaderes vendían animales y los cambistas tenían sus puestos. Se los quedó mirando largo rato; después se volvió en silencio, montó de nuevo el animal y dijo:

—Venid. Ya cae la noche y debemos encontrar un lugar donde dormir.

Bajo los cielos teñidos por el crepúsculo, atravesaron la misma puerta por la que habían entrado en la ciudad y vadearon el mismo arroyo camino del monte de los Olivos, donde habían acampado muchos peregrinos.

A los pies de la colina había un jardín vallado, que contenía un huerto de olivos viejos y una prensa de aceite. Es un lugar encantador, pensó María. Ojalá pudiéramos quedarnos aquí.

A ambos lados del camino, grupos de gente extendían sus mantos sobre el suelo para dormir, indiferentes a la incomodidad que suponía el declive del terreno. Durante las festividades, la población de Jerusalén crecía tanto que el único lugar donde podían dormir los peregrinos era fuera de las murallas, al aire libre.

María notó, al pasar, que muchas miradas seguían a Jesús, como si aquella gente supiera quién era y observara sus movimientos. ¿Cómo podían conocerle todos aquellos peregrinos? ¿Y por qué le habían aclamado por la tarde?

Jesús eligió el lugar donde pernoctarían y después se apartó, evitando cualquier conversación. Hasta su madre buscó la compañía de las demás mujeres. Jesús mandó a Juan y a Santiago a devolver el burro, y su actitud no aceptaba discusiones.

Los discípulos oían el murmullo adormecido de centenares de voces a su alrededor, las voces de los peregrinos que se disponían a dormir y que les rodeaban como un ejército.

A la mañana siguiente el monte entero bullía de gente que se despertaba y se preparaba para la jornada. Había mucho que hacer: reservar los corderos que, según el protocolo, tenían que ser sacrificados en el Templo en la víspera de Pascua, y procurar las hierbas y el vino requeridos para ello. A Jesús no parecía preocuparle eso. En cambio, dijo de pronto:

—Volvamos a Jerusalén. Debemos ir al Templo.

Sin darles apenas tiempo para recoger sus pertenencias, puso rumbo apresurado a la ciudad. Al pasar por delante de una vieja higuera que asomaba sobre un muro de piedra, tiró de una de las ramas Examinó las hojas por ambos lados y dijo:

—¡No hay higos, aunque este año prometía! —Sacudió la rama y la soltó—. ¡Ya nunca más darás higos! —gritó.

¿Por qué estaba alterado? María nunca le había visto comportarse de un modo tan irracional. Debía saber que aquélla no era la temporada de los higos. ¿En qué estaría pensando?

Miró a Juan, que caminaba a su lado, y vio la misma perplejidad en sus ojos.

Leales como siempre, siguieron caminando al lado de Jesús sin hacer preguntas.

Un gran gentío se apretujaba delante de las puertas de Jerusalén, esperando que se abrieran. Cuando lo hicieron, una riada de gente las cruzó y se precipitó hacia el Templo. El recinto bullicioso ya estaba listo para hacer negocio: las puertas abiertas invitaban a entrar, y el jolgorio de voces del recinto exterior indicaba que los ciudadanos de Jerusalén habían acudido al Templo a primera hora, para adelantarse a las multitudes de visitantes.

La periferia de la Corte de los Gentiles estaba llena de animales y cambistas. Había jaulas con palomas, puestos con cabras y ovejas, y una interminable hilera de mesas atendidas por cambistas.

Todo aquello era necesario, ya que la Ley estipulaba el sacrificio de determinados animales. Su traslado desde localidades lejanas resultaba, sin embargo, poco práctico, de modo que se debía facilitar su obtención en la propia ciudad de Jerusalén.

En cuanto a la presencia de cambistas, las únicas monedas aceptadas eran las de plata de Tiro, más pura que el patrón romano. Todas las demás debían ser cambiadas. Y, si los cambistas facilitaban esta labor al público, era lógico que se les permitiera un margen de beneficio. Éste era el planteamiento. A fin de cuentas, también tenían que ganarse la vida, y aquél no era un asunto de caridad.

La algarabía de las transacciones reverberaba por el recinto, una ofrenda de ruido tan densa como el incienso que emanaba de los altares, y los cánticos de los levitas.

—¡Cabras! ¡Cabras! ¡Comprad aquí vuestras cabras! ¡Son las mejores! —Fue el primer grito que les saludó.

—¡Sin tacha! ¡Mis animales no tienen tacha! Recordad las palabras de Malaquías: «¿No es pecado llevar animales ciegos al sacrificio? ¿No es pecado sacrificar animales lisiados o enfermos? ¡Maldito el estafador que sacrifica animales impuros al Señor!». Dios escupe sobre las ofrendas impuras. ¡Las mías son perfectas! —vociferaba un vendedor a voz en cuello. Al mismo tiempo intentaba controlar un grupo de cabras revoltosas, que balaban y trataban de escapar.

—¡Lo mejor son los corderos! —gritaba otro—. ¡Corderos! ¡Puros y dóciles, aptos para el Señor!

—¿Llevas moneda impura? —Un hombre agarró la manga derecha de María—. ¡No puedes entrar con ella en el recinto del Templo! ¡Tienes que cambiarla aquí!

—¡Es un ladrón! —Otro la agarró de la manga izquierda—. ¡Un embustero, un estafador! ¡Mira yo! —Le puso un puñado de monedas bajo la nariz—. ¡Busca todo lo que quieres, no encontrarás ni una moneda falsa! ¡Ni una!

De repente, Jesús se volvió contra una de las mesas.

—¡Ladrón! —chilló—. ¡Timador!

El vendedor se quedó petrificado, después miró a su alrededor para ver si le habían oído. Aquella acusación no se podía tomar a la ligera.

—¿Disculpa? —gritó—. ¡Yo no timo a nadie! ¿Cómo te atreves a decir eso? Tendrás que responder, señor, en una corte de justicia, por difamar…

—¡Todos sois ladrones! —gritó Jesús—. ¡Todos vosotros! —Se abalanzó sobre las mesas y empezó a volcarlas, tirando al suelo las pilas de monedas y los libros. Antes de que nadie pudiera reaccionar y detenerle, había volcado una fila entera, dispersando lo que había sobre ellas por el recinto—. ¡Víboras, chupasangres! Está escrito en Isaías: «Mi casa será una casa de oración para todos los pueblos». ¡Y vosotros la habéis convertido en un nido de ladrones, como dijo Jeremías!

Las monedas rodaban alrededor de sus pies, y los mercaderes gateaban para recuperarlas. Un vendedor de porte distinguido agarró el hombro de Jesús y le dijo:

—¿Acaso hemos de desobedecer la Ley de Moisés? ¿De qué otro modo podrá la gente atenerse a lo prescrito? ¡Nosotros ofrecemos un servicio público!

—¡Un servicio público! ¡Convertir el recinto exterior del Templo en un vulgar mercado! —gritó Jesús.

—La Ley de Moisés no nos deja elección —insistió el hombre, que se resistía a perder la calma—. Reconozco que produce esta escena desagradable de mesas y animales y pilas de monedas. Pero ¿qué quieres que hagamos? ¿Infringir la Ley? Tenemos la obligación de respetarla.

Sin hacerle caso, Jesús se revolvió y quitó el látigo a un hombre que pasaba con una aguijada en la mano. Luego atacó a los cambistas y a los vendedores de animales, azotándoles con el látigo —que tenía nudos dolorosos— y llamándoles profanadores. Asustados y coléricos, los mercaderes se dispersaron. Jesús pisoteaba el revoltijo formado en el suelo, blandía el látigo, les gritaba y les perseguía. Los soldados romanos observaban la escena desde fuera, en silencio aunque, sin duda, estaban recopilando información para Pilatos.

Entretanto, los discípulos estaban demasiado pasmados para preguntar siquiera: ¿Qué estás haciendo? Aquel Jesús era muy extraño, de algún modo, semblaba un desconocido.

María nunca le había visto tan enfadado por algo en apariencia tan trivial. Esperaba la oportunidad de hablar con él, arreglar los asuntos que quedaban pendientes entre ambos. Ahora se preguntó si tal reconciliación sería posible. El hombre a quien creía conocer, a quien creía amar, sólo era una parte de ese profeta, esa persona que, de pronto, parecía tan distante a todos ellos. Instintivamente, se volvió hacia la madre de él y vio la misma expresión escandalizada en su rostro.

Las autoridades del Templo acudieron corriendo, enfadadas y vociferantes.

—¿Qué significa esto? —gritó uno de ellos—. ¿Cómo te atreves a causar tal escándalo en un lugar sagrado?

—¿Un lugar sagrado? —gritó Jesús a su vez—. El comercio profana la sacralidad del lugar. ¡Y lo hace con vuestro permiso y connivencia!

—Sólo ofrecen un servicio necesario —contestó el hombre—. ¡Nos debes daños y perjuicios!

—¡Sois vosotros quienes debéis daños a Dios! —chilló Jesús.

—Sabemos quién eres —dijo el hombre—, aquel rabino de Galilea que embauca a la gente con su retórica y su parloteo mesiánico. Jesús de Nazaret. ¿No eres tú? Ayer organizaste una entrada grandiosa en Jerusalén. Mucha gente se inclinaba ante ti y agitaba las palmas. Alimentas las esperanzas populares de un Mesías, engañas a la gente para glorificarte.

—No sabéis nada —repuso Jesús.

—Sabemos lo suficiente para encerrarte. Pon fin a esto de inmediato o tendrás serios problemas. —El hombre se le acercó un poco más—. Mira, amigo, ya hemos tenido bastantes problemas aquí, y las autoridades romanas están preparadas para cualquier eventualidad. Ayer mismo un rebelde llamado Barrabás tendió una emboscada a un contingente entero de soldados. Mató a dos de ellos antes de que le capturaran. Ahora sus seguidores amenazan con más violencia. Será mejor que te tranquilices si no quieres que te confundan con esos malhechores.

—Ya advertí a los rebeldes —respondió Jesús—. Les dije que debían detenerse.

—Pues no les das buen ejemplo —repuso el hombre—. ¿Por qué habrían de hacerte caso? —Con un amplio ademán señaló las mesas volcadas y los animales que habían escapado.

Curiosamente, les permitieron marchar sin impedimentos. Los soldados apostados a cada lado del pórtico permanecieron inmóviles como estatuas de madera y no les pusieron las manos encima. Los vendedores recogieron sus mercancías murmurando y preguntándose cuánto tardarían en volver a ordenarlo todo. Jesús era un fastidio aunque —esperaban— un fastidio pasajero, como un granizo inesperado o una plaga de langostas.

Después de abandonar la ciudad bajo la silenciosa dirección de Jesús, los discípulos pasaron junto a la higuera y vieron que la rama y las hojas se habían marchitado, como fulminadas por la maldición de la mañana. Los diminutos brotes primaverales estaban ennegrecidos y la rama colgaba inerte.

—¡Maestro! —exclamó Pedro—. ¿Qué es esto? ¿Cómo ha podido pasar? —Sostuvo la rama muerta. Su expresión delataba miedo y confusión.

—¿Te sorprende? —preguntó Jesús—. Si tienes fe, puedes ordenar a una montaña que se mueva y se tire al mar. ¡Esto no es nada! —Cogió la rama, la examinó y la dejó caer—. Todo lo que pidáis en vuestras oraciones os será concedido, si tenéis fe.

¿Qué tiene que ver esto con la fe?, pensó María.

Era una situación turbia y misteriosa. Nada tenía que ver con la fe, ni con la voluntad de ayudar a la gente, ni con el deseo de predicar, ni con la expulsión de los demonios, ni con ninguna de las cosas que ella creía que definían la misión de Jesús. Pero ella le había seguido por estas cosas, todos le habían seguido por estas cosas.

Aquella noche cenaron en silencio, con las cabezas gachas. María observó que también la madre de Jesús estaba azorada y que mantenía la cabeza baja, como los demás. Aparte de rezar, Jesús casi no habló, y, justo después de la cena, Judas se levantó y se fue. María le vio bajar la abrupta pendiente. ¿Había decidido ir a casa a visitar a su padre? Jesús no lo aprobaría, pero quizás a Judas no le importara su aprobación. Posiblemente estuviera disgustado por la violenta exhibición en el Templo y por el castigo de la inocente higuera.

María se acercó a la madre de Jesús, que se había sentado bajo uno de los pinos achaparrados que luchaban por erguir sus troncos en la ladera. Tenía la cara hundida en el pliegue de un codo, y María la tocó suavemente en el hombro. La madre de Jesús levantó la cabeza, y María vio que sus ojos estaban bañados en lágrimas. Sin decir palabra, la rodeó con los brazos. La mujer mayor se echó a llorar.

—Ha sido siempre tan respetuoso, tan observante —susurró al fin—. Cuando era niño le encantaba pasar horas enteras en el Templo, e interrogaba a los escribas y los estudiosos hasta que se hartaban de contestar… —Meneó la cabeza—. Y ahora hace esto…

—Está claro que se sintió ultrajado. Quizá pensara que debía redimir al Templo —sugirió María, aunque con la sola intención de consolar a la madre de Jesús.

—¿Qué diría Santiago? —preguntó ésta.

—Ninguno de los dos ha dicho nada —respondió María. Ambos Santiagos habían presenciado la escena, tan anonadados como los demás.

—No me refiero a ellos. Hablo de mi hijo, del hermano de Jesús. ¡Es un hombre muy piadoso! ¡Moriría de vergüenza si lo supiera! Espero que no se entere nadie en Nazaret.

—Nazaret está muy lejos —dijo María—. Ven, sentémonos en un lugar más cómodo, donde podamos hablar.

Al final, se atrevió a hacer la pregunta que la obsesionaba desde hacía tiempo. ¿La familia de Jesús descendía del linaje de David? No debería importarle, pero le importaba. Otra profecía…

—Sí —respondió la madre de Jesús—. Siempre nos han dicho que sí. Saberlo nos hacía sentir bien, nos daba fuerzas cuando las cosas marchaban mal. Era como un estímulo especial, que nos impulsaba a dar lo mejor de nosotros. Aunque hay muchas familias que alegan parentesco con el linaje de David; no es algo insólito.

De modo que era cierto, pensó María. Esa profecía, al menos, se cumplía en la persona de Jesús. Y él no pudo haberla manipulado, no como hizo con el borrico.

Más tarde, cuando María la mayor se acostó para dormir, la joven se levantó y empezó a pasear, inquieta. Vio a Tomás encorvado sobre un pequeño papiro, escribiendo a la luz del fuego. Se agachó para ver qué hacía.

Tomás alzó la vista y dijo:

—Estoy anotando algunas de las cosas que ha dicho Jesús. Frases sueltas. Me temo que, si no las escribo, acabaré olvidándolas. Ya me he olvidado de muchas.

María se agachó más y leyó algunas líneas:

Jesús dijo: «Yo os daré lo que ningún ojo humano ha visto, lo que ningún oído humano ha oído, lo que ninguna mano ha tocado, lo que aún no existe en los corazones».

Jesús dijo: «El que busca, encuentra, y la puerta se abrirá para quien llame».

—Nunca le he oído decir nada de eso —dijo María.

—Él dice cosas diferentes a cada uno de nosotros —explicó Tomás—. Depende de quién esté a su lado en cada momento. Estoy seguro de que tú puedes recopilar tu propia lista.

—Deberías explicar cuándo y por qué dijo estas cosas —propuso ella—. Será más fácil comprenderlas.

—Estas notas son para mí. No olvidaré su significado.

Supongo que realmente dice cosas distintas a cada uno de nosotros, pensó María. ¡Aunque, por mi parte, no sólo nunca escribiré algunas de las que me dijo, sino que ojalá pudiera olvidarlas!

A lo lejos, oyó la voz de Jesús que hablaba con alguien, le hablaba en un tono suave y afable. El sonido de su voz tal como era antes despertó en ella un gran anhelo. ¿Por qué había cambiado? ¿Había cambiado para siempre?

Es tan imprevisible como Judas, pensó.

¿Dónde estaba Judas? ¿Por qué se había ido a hurtadillas?