48

Mientras se preparaban para dejar Dan, María guardó silencio. Tenía la sensación de que su cara ardía, no sabría decir si de cólera o de vergüenza, e intentaba no mirar a nadie, para que nadie viera su expresión. El revés del rechazo le dolía como una bofetada. ¿El rechazo? Por supuesto, es exactamente lo que fue, se dijo a pesar de las palabras suaves y consoladoras de Jesús. Ella se había expuesto, le había revelado su profundísimo deseo de ser suya y sólo suya, y él, de ella. Y Jesús dijo que no, que eso nunca sería posible. Ahora conocía su necesidad y ninguno de los dos podría olvidar jamás. Aquella escena se interpondría siempre entre ambos.

Los demás ni siquiera se dieron cuenta de su mal humor. Estaban ocupados hablando mientras recogían sus cosas, preguntándose en voz alta cuál sería su siguiente destino. Todos ansiaban abandonar aquel lugar poblado de fantasmas. Pero ¿para ir adónde?

Jesús parecía distante, distraído.

—Nos quedaremos en los territorios de Herodes Filipo hasta Pascua —les dijo—. Podemos acercarnos a su ciudad, no está lejos de aquí.

—¿A Cesárea de Filipo? —Pedro se sorprendió—. ¡No pretenderás entrar en la ciudad!

—¿Por qué no? —repuso Jesús. Su expresión era inescrutable y, por un instante, María le odió. Así era él. Incitaba a las personas, les conminaba a algo, pero él no decía nada; dejaba que los demás se expresasen, que manifestaran sus opiniones. De repente, se le ocurrió que Jesús nunca había promovido un encuentro con nadie; eran siempre los demás los que iban en su busca. Los enfermos, los pobres, los necesitados, todos tenían que acercarse a él y pedir su misericordia. ¡Como ella misma había hecho!

—¡Es una ciudad grande, llena de forasteros, no es lugar para nosotros! —contestó Pedro con firmeza.

—Tal vez sea el lugar para nosotros —dijo Jesús.

—Pero… ¡es cara! —protestó Pedro—. El alojamiento, la comida…

—Tenemos medios —respondió Jesús.

¡Supongo que se refiere a mi dinero!, pensó María.

—Me parece que malgastaríamos nuestros fondos. —Sonó la voz inconfundible de Judas—. Es cierto que tenemos medios, pero ¿es así como debemos emplearlos? Los pobres…

—¿Desde cuándo te preocupan los pobres, Judas? —intervino Simón—. Es la primera vez que te oigo hablar de ellos.

—Creo que en Cesárea de Filipo derrocharíamos el dinero —dijo Judas a Jesús, haciendo caso omiso de Simón—. Podemos acampar en las afueras y ahorrarnos el gasto. Salvo… —Hizo un gesto de asentimiento y prosiguió—: Salvo que desees hablar a los habitantes de la ciudad. En tal caso…

—¡Son gentiles! —exclamó Tomás—. ¿Qué sentido tendría hablarles? ¿No es tu mensaje sólo para Israel? ¿Qué significado puede tener para los gentiles?

—¡El Mesías viene sólo para los hijos de Israel! —afirmó Pedro con rotundidad—. No tiene sentido para los forasteros. Forma parte de nuestra tradición y de ninguna otra.

Jesús escuchaba, de pie sobre la elevación irregular que dominaba la plataforma fantasmal.

—Quizá. Pero ellos también darán cuenta de sus actos. ¿No deberíamos prevenirles? Los profetas incluyeron todas las naciones en su condena, pero también les ofrecieron la posibilidad de arrepentirse. Quizá debiéramos propagar más nuestro mensaje.

—¿Qué estás diciendo? ¿Que también los gentiles serán llamados? —Tomás parecía indignado—. ¡Son pueblos impuros, mancillados!

—Cuando Dios condena a un pueblo, también le ofrece la posibilidad de salvarse —respondió Jesús pausadamente—. Envió a Jonás a predicar al pueblo de Nínive. Amos advirtió a las naciones vecinas. Debo consultar a Dios.

De modo que ahora le preocupa eso, pensó María. Se olvidará de mí y de nuestra conversación en la madrugada.

¿Debo sentirme agradecida u ofendida?

Optó por lo segundo, o mejor dicho, hizo lo único de lo que era capaz. Sé que debería estar por encima de esto, pensó. Él tiene que cumplir una misión importante. Debe ceñirse a ella y yo no debo entorpecerla. Ya lo sabía, pero la abrasaba la envidia y la decepción. Hasta sentía envidia de los gentiles, que de repente parecían preocupar tanto a Jesús.

Emprendieron el camino que les llevaría a Cesárea de Filipo. El descenso del monte donde había estado Dan, la ciudad que el profeta Amos había denunciado hacía ochocientos años, les llevó la mayor parte de la mañana. Cuando alcanzaron el terreno llano se sintieron todos mejor, aliviados de poder dejar atrás los recuerdos y los espíritus que habitaban aquel lugar maldito.

Numerosos altares paganos se erguían junto al camino, y María vio que algunos de los discípulos tiraban de la manga de Jesús y le preguntaban acerca de ellos. Ella prefirió caminar en la retaguardia, lo más lejos posible de Jesús.

—¿Qué te pasa? —María oyó la voz suave e inconfundible de la madre de Jesús.

¡No podía decírselo!

—Nada, sólo me inquieta la incertidumbre —respondió, evasiva.

—Sí… la incertidumbre. —María la mayor echó a andar a su lado—. Tengo miedo. Algo va a ocurrir. —Respiraba con dificultad. María se dio cuenta de que, para la madre de Jesús, aquel viaje suponía una aventura tanto espiritual como física. Probablemente fuera la primera vez en que emprendía un viaje tan largo.

—¿Por qué abandonaste tu hogar para seguirle? —María tenía que preguntarlo. Era la pregunta por excelencia que todos debían de hacerse, y cada respuesta sería distinta.

La madre de Jesús reflexionó, dando vueltas a las palabras que emplearía.

—Desde que él nació he sabido que tiene una misión especial que cumplir, una llamada a la que responder. Cuando empezó todo, quería estar allí, verlo con mis propios ojos. Llegué un poco tarde, pero aquí estoy. —Hizo una pausa para recobrar el aliento. María aminoró el paso para que la mujer mayor pudiera seguirla sin dificultad.

—Eres dichosa. Tu hijo te permitió acompañarle. No muchos hijos adultos harían lo mismo.

—Lo sé. —La madre de Jesús la miró. María quedó de nuevo impresionada con su belleza delicada y con su franqueza. La mujer caminaba resuelta detrás de su hijo, sin pedir nada más que la oportunidad de compartir su destino, cualquiera que fuese.

Qué distinta es de las mujeres de mi familia, pensó María con envidia. Ellas me han apartado de mi hija, a la que no quieren en absoluto.

Pasaron el invierno en las inmediaciones de Cesárea de Filipo, una ciudad de gran belleza provista de un foro romano, amplias calles fuentes de agua y estatuas de mármol. A pesar de su carácter mundano, pronto cautivó a los discípulos, que ya empezaban a sentirse cómodos en ella cuando Jesús anunció de pronto que les conduciría a las fuentes cercanas, a un manantial subterráneo que brotaba del interior de unas cuevas y daba vida al río Jordán. Un sitio que los griegos consideraban territorio sagrado del dios Pan.

Los discípulos ya sabían que era inútil discutir o cuestionar sus decisiones, aunque les pareció una elección muy extraña. Caminando obedientemente detrás de Jesús, hablaban entre sí con voces quedas y se hacían la pregunta que ya sonaba como un estribillo: ¿Qué significaba aquello?

Las lluvias del invierno ya habían remitido y los signos de la primavera aparecían por doquier: la dulzura del aire, el cielo azul que parecía hecho de porcelana y los almendros silvestres, los primeros en florecer, que lucían sus brotes blancos en los bosques, enmarcados con el verde luminoso de las hojas nuevas. Más al sur, en la lejana Galilea, la estación estaría más avanzada. Y en Judea, la zona que rodea Jerusalén, los vientos del desierto ya abrasarían la ciudad a su paso. Mientras recorrían el camino que conducía a las fuentes, a su alrededor sonaban los cantos de los pájaros que se regocijaban en el despertar de la primavera.

¿Qué nos traerá la primavera a nosotros? María estaba inquieta. No quería ir a Jerusalén, no quería dar a sus visiones la menor oportunidad de hacerse realidad.

Ya mediaba el día cuando llegaron a un terreno abierto, al resguardo de un acantilado rocoso. El sol acariciaba la cara del acantilado, inundando con su luz los rincones más profundos de las miríadas de hornacinas abiertas en la piedra, en cuyo interior albergaban otros tantos ídolos. Cada arco tenía la forma de una concha marina que se abría para revelar su tesoro.

Las estatuas eran hermosas. De talla exquisita, llevaban en las manos gráciles cornucopias, báculos, lanzas y arcos, y sus rostros perfectos sonreían a los fieles, que llegaban en gran número y se apiñaban delante de una amplia gruta, cuya entrada tenía la forma de unas fauces abiertas.

—Quedémonos aquí para observar —dijo Jesús, y les condujo a un punto desde el cual podían ver los nichos, los devotos congregados ante ellos y el pequeño templo construido a un lado, donde ataban las cabras. Sus balidos sonaban como instrumentos musicales antiguos que convocaran a los iniciados de una secta secreta.

—Aquí está su templo. Recordadlo cuando lleguemos a nuestro Templo, en Jerusalén —dijo Jesús—. Mirad. Allí están las cabras, listas para el sacrificio. Aquí están los peregrinos, que han venido para ver y sentir una manifestación sagrada. Aquí están los dioses, que miran desde sus alturas con benevolencia. Cosas hechas de piedra y talladas por manos humanas se convierten en objetos de culto… como si un ídolo tuviera más poder que las manos que lo fabricaron.

—¡Sí! —intervino Tomás de pronto—. Como dijo Isaías, los que fabrican ídolos cogen un trozo de madera, tallan la mitad, se inclinan ante ella y tiran la otra mitad al fuego, para hacer pan. ¡Son idiotas!

—Ellos dirían que no adoran la madera en sí sino a la deidad que representa, y que tiene su morada en otro lugar —dijo Judas—. No son tan idiotas. Isaías fue muy ingenioso y, sin embargo, les subestimó. Nunca es bueno subestimar a tus adversarios.

—Bien dicho, Judas —dijo Jesús—. En cuanto a nuestras diferencias, nosotros no tenemos estatuas en el Templo, pero sí un santuario que representa la presencia de Dios. Sería difícil distinguir las cabras de nuestro Templo de las que hay aquí. O hacer distinción de los peregrinos, que acuden en parte para hacer el viaje y en parte por razones religiosas. Me pregunto si un extraño podría detectar las diferencias entre ellos y nosotros. —Con un amplio movimiento del brazo, señaló el escenario que se abría ante ellos.

El color dorado de las rocas, las hornacinas, las losas rojizas que cubrían el lugar de reunión… todo generaba una impresión de paz profunda y adormilada, el deseo de abandonarse a la calidez del sol, la placidez y el deleite de los sentidos. La religión griega era sofisticada en todos los aspectos, refinada, agradable y complaciente.

—Zeus, Atenea, Hera, Afrodita… están todos felices en sus hornacinas —dijo Judas con un gesto de asentimiento.

—¡Quisiera hacerlos añicos! —exclamó Simón, con el ardor de su antigua calidad de celota—. ¡Coger un palo y romperlos en pedazos!

—El dios principal de este lugar es Pan —dijo Jesús sin prestarle atención—. En esta gruta sacrifican cabras a Pan. Y de esta gruta sale la corriente que acaba convirtiéndose en el río Jordán. Y el Jordán es sagrado para nosotros.

—¡Mancillan nuestra agua sagrada con sus ritos obscenos! —dijo Tomás.

—¿Es así? —preguntó Jesús—. ¿O es exactamente al revés? ¿El hecho de que nuestra historia haya santificado el Jordán, desde los tiempos de Josué hasta los de Juan el Bautista, anula los rituales paganos que se celebran en sus fuentes? ¿Es la santidad la que se propaga o la iniquidad que contamina? Reflexionad detenidamente en esto.

No iba a darles la respuesta. María se preguntó por qué Jesús se comportaba así, por qué les inquietaba con preguntas a las que luego se negaba a responder, a pesar de que sin duda conocía las respuestas.

—Amigos míos (he de llamaros amigos, ni seguidores ni discípulos sino amigos, porque es lo que sois) estamos listos para emprender nuestro viaje, como hace el río Jordán. Como el Jordán, que fluye desde sus fuentes hasta el mar Salado atravesando espesuras y yermos desolados de los que no hay salida, tampoco yo podré salir de Jerusalén. Como el Jordán, terminaré en el lugar adonde me dirijo desde aquí.

—¡Entonces iremos para morir allí contigo! —dijo Tomás.

Sorprendentemente, Jesús no le contradijo.

¿Habrían de morir todos? ¿Es lo que les estaba diciendo? María no sabía si tendría el valor de morir. O, incluso, si alguna vez desearía encontrarlo.

Jesús les hizo señal de que le siguieran hasta un sitio más tranquilo, lejos del templo y su emplazamiento. Un bosquecillo de sauces formaba un refugio donde recogerse.

—Judas, ¿tienes las plumas y el papel que utilizas para hacer cuentas? —preguntó Jesús.

Judas asintió y empezó a rebuscar en su bolsa. Cuando alzó la vista, María vislumbró en sus ojos una expresión oscura y velada.

—Creo, amigos, que haríais bien en dirigir algunas palabras a los que habéis dejado atrás —prosiguió Jesús—. Judas tiene papel en blanco para ello. Si deseáis decir algo a alguien, éste es el momento de hacerlo.

¡Nuestras últimas palabras! La mano de María buscó instintivamente el talismán de Eliseba que colgaba de su cuello.

—Maestro —objetó Pedro—, dijiste que teníamos que abandonarlo todo.

—Sí, Pedro, dije que uno debe abandonar la vieja vida cuando empieza la nueva. Muchos de vosotros, sin embargo, no tuvisteis la oportunidad de despediros, y es lo que debéis hacer ahora.

¡El último adiós! Porque después ya no podremos. Porque… ¡«iremos para morir allí contigo»!, se dijo María.

—Yo no tengo a nadie a quien escribir —dijo Judas—. Pero estaré encantado de hacerlo para aquellos que desean escribir y no saben.

—Yo también —dijo María. Habló rápidamente para paliar la vergüenza que quizá sintieran los que no sabían escribir.

Jesús se retiró a las márgenes de un arroyo, dejándoles solos.

—Yo… quiero escribir a Mara —dijo Pedro—. ¿Puedes ayudarme? —Se sentó al lado de María. Le sorprendió que la buscara a ella, una mujer, antes que a Judas. Aunque era evidente que la conocía mejor y desde hacía más tiempo.

—Por supuesto. —Alisó el arrugado trozo de papiro, que no era de la mejor calidad sino del tipo empleado en los libros de cuentas, y le hizo ademán de empezar a dictar.

—Escribe: «Mi amada esposa» —susurró él—. «Espero que tú y tu madre estéis bien. Desde que nos fuimos de Cafarnaún hemos viajado muchísimo, hemos predicado a grandes multitudes y hemos sanado a muchos enfermos. Ahora estamos de camino a Jerusalén, donde celebraremos la Pascua». —Hizo una pausa para que María terminara de escribir la última frase—. ¡Esto es muy duro! —dijo—. Tengo la impresión de que debo explicárselo todo o no decirle nada.

—No hay papel suficiente para contárselo todo —respondió María con tristeza.

—No, claro que no. Veamos: «Rezaré por ti cuando lleguemos al Templo. Has de saber que estás siempre en mi pensamiento. Tu esposo, Simón bar-Jonás». No suelo hablar así, parecen las palabras de otra persona —reflexionó—. Pero… no sé qué decirle. No quiero alarmarla hablándole de los peligros que nos esperan.

—Me parece que el saludo inicial sería más que suficiente para ella, viniendo de ti. No necesita más.

Juan, cabizbajo, escribía enfervecido en su trozo de papel. Su hermano, Santiago el Mayor, refunfuñaba a su lado:

—Basta con que uno de nosotros escriba a nuestra madre. ¡No Pienso escribir a padre!

La madre de Jesús fue a sentarse al lado de María.

—¿Te importaría echar un vistazo a esto? Puedo leer, pero escribir no se me da tan bien. —Y le tendió un pequeño trozo de papel.

A mi amado hijo, Santiago:

Encontré a Jesús en las inmediaciones de Cafarnaún y decidí seguirle. Mi corazón se alegra de haber hecho este viaje y de haberme quedado a su lado, y rezo porque también tú consigas superar el enojo que sientes por nosotros. Dios te ama tanto como a Jesús, y yo te amo tanto como a Jesús. No tengo palabras para expresar lo mucho que significas para mí. Nos dirigimos a Jerusalén para celebrar allí la Pascua. Rezaré por tu salud y tu tranquilidad.

Tu madre que te quiere…

—Esto fundiría el corazón de cualquier ser viviente —dijo María al tiempo que le devolvía la carta.

—No quiero fundirlo, sólo llegar a él —repuso María la mayor con un suspiro.

Cuando se fue, Susana ocupó su lugar y preguntó a María si la ayudaría a escribir a su esposo.

—Me gustaría tanto poder explicarle la situación —dijo.

María sonrió, aunque con tristeza. Susana hablaba como lo hiciera ella misma cuando aún intentaba convencer a Joel.

—Por supuesto —respondió—. Puede ser una carta breve. Ya te ayudé a escribirle una, ¿te acuerdas?

—No sabemos si llegó a sus manos —dijo Susana.

—Es cierto. Como dice Jesús, podemos enviar un mensaje, pero no sabemos adonde irá.

Los ojos le escocían mientras trataba de reunir las palabras adecuadas para su carta a Eliseba. La tristeza la envolvía como un manto, robándole los pensamientos y hasta los propios sentimientos. Abatida por la idea de que nunca volvería a ver a su amada niña, optó por dirigir una nota breve directamente a su hermano Eli, adjuntando un mensaje para Eliseba. Eli ya no le inspiraba temor.

Partieron el día siguiente; irían a Jerusalén atravesando el territorio de Samaria. Era el camino más corto, y Jesús parecía tener prisa ahora, después de su lenta y deliberada espera durante el invierno. Aunque estaban siempre alerta, no vieron soldados de Antipas en su camino a través de Galilea. Cruzaron sin problemas la frontera con Samaria, dejando atrás la jurisdicción de Antipas y adentrándose en la de Roma. María se preguntó si el cambio sería beneficioso para ellos. Antipas se mostraba mezquino y obstinado en la persecución de sus enemigos, pero el poder de Roma era impersonal e implacable y no daba tregua ni posibilidad de apelación.

Prosiguieron su viaje hacia el sur, por caminos que atravesaban valles estrechos, flanqueados a ambos lados por altas colinas. Los samaritanos que encontraban a su paso a veces les abucheaban y otras se limitaban a observarles, taciturnos y en silencio. La animadversión entre judíos y samaritanos no había menguado desde el tiempo en que María hiciera aquel viaje por primera vez. Por el contrario, había crecido. Pero la peregrinación por aquellos caminos era distinta en compañía de Jesús y los discípulos, que no se dejaban amedrentar por los hostigadores ni se asustaban de los posibles enfrentamientos, como ella y su familia hacía tantos años.

La temperatura aumentaba con el paso de las horas, y al mediodía hacía mucho calor. Cuando estuvieron cerca de Sejem, la antigua capital de Samaria, decidieron detenerse para descansar. Encontraron un pozo providencial, y Jesús se sentó en el borde. Envió a los hombres del grupo a la ciudad en busca de comida, mientras él, su madre y las demás mujeres esperaban en las afueras. La quietud del mediodía parecía inmovilizarles dentro de aquel paisaje inerte, cuando se alzaron unas pequeñas nubes de polvo tachonando el camino que venía de Sejem, siguiendo los pasos de alguien que se acercaba. Pronto apareció la silueta de una mujer cargada con un cántaro. Se acercó al pozo y, cuando llegó, Jesús le habló y le preguntó si le daría un trago de agua.

Ella le miró con recelo. Era una mujer de mediana edad, cuyo rostro aún delataba su belleza en la juventud.

—¿Cómo? —preguntó tras cierta vacilación—. ¿Tú, un judío, pides agua a una samaritana?

—Sí —respondió Jesús—. ¿Me dejarías beber un poco del agua que saques del pozo?

La mujer bajó el cántaro a las profundidades del pozo y volvió a subirlo con gestos ágiles y fuertes. Ofreció agua a Jesús, mirándole en todo momento como si le considerara peligroso. Él le dio las gracias y bebió. Después le devolvió el cántaro.

—Se supone que no debemos hablar —dijo la mujer—. Ni beber del mismo vaso.

Jesús rió.

—Mujer —dijo—, si conocieras la gracia divina y supieras quién te ha pedido agua, serías tú quien le pediría un trago, y él te habría ofrecido el agua viva.

La mujer retrocedió ante sus palabras. Aquel hombre debía de estar loco.

—Señor —dijo al final—, no tienes con qué sacar el agua, y este pozo es muy profundo. ¿Cómo sacarías el agua viva? Hasta Jacob, nuestro ancestro común, en toda su grandeza, tuvo que cavar este pozo para encontrar agua.

—Cierto, y todos los que beban de él volverán a sentir sed. Pero aquel que beba de mi agua, ya nunca se encontrará sediento. Llevará en sí un manantial rebosante, que fluirá hacia la vida eterna.

—¡Entonces, dame tu agua, así no tengo que volver aquí a sacar del pozo! —exclamó la mujer.

—Ve a buscar a tu marido y os la enseñaré —dijo Jesús.

—No tengo marido.

—¡Dices la verdad! Porque has tenido cinco maridos, y el hombre con el que vives ahora no es tu esposo.

La mujer se quedó tan asombrada que se olvidó de asustarse. En cambio, farfulló:

—¡Veo que eres un profeta! —Se dio la vuelta para ir a la ciudad, olvidándose del cántaro con las prisas. Dio unos pasos y se detuvo—. Señor, nosotros, los samaritanos, siempre hemos adorado a Dios en esta montaña de aquí. —Señaló al monte Gerizim—. Mientras que vosotros, los judíos, insistís en que el lugar de culto verdadero es Jerusalén. ¿Por qué?

Jesús meneó la cabeza.

—Créeme, mujer, cuando te digo que se acerca la hora en que a Dios no se le adorará en ninguno de estos dos lugares sino en el espíritu y en todas partes. Dios es espíritu, y sus fieles deben adorarle en espíritu.

—Sé que vendrá un Mesías —dijo la mujer— y, cuando venga, nos explicará todas estas cosas.

—Mujer —Jesús pronunció lentamente las palabras—, el que te habla es Él.

La mujer se tapó la boca con las manos y huyó corriendo en dirección a la ciudad. María la oyó gritar a la primera persona que encontró en el camino:

—¡Ven a ver a un hombre que conocía toda mi vida! ¿Crees que es el Mesías?

Tropezó con los discípulos que ya estaban de vuelta y siguió corriendo hacia la ciudad. Pronto un torrente de ciudadanos acudió para escuchar a Jesús, y él y sus discípulos se vieron de nuevo rodeados de una gran multitud.

¡Había dicho que era el Mesías! ¡Lo había dicho! María estaba tan anonadada como la mujer de Samaria. Miró a la madre de Jesús y vio que estaba sonriendo.

—Lo sabías. —María la tocó en el brazo y habló bajo, para que la oyera sólo ella—: ¿Siempre lo has sabido?

María la mayor se volvió para mirarla directamente a los ojos. Los suyos, castaños y llenos de sabiduría, buscaron en la profundidad de su alma.

—Lo sabía —admitió—. Aunque él tenía que descubrirlo por sí mismo. —Tomó la mano de María y la apretó.

—¡Venid! —llamó Jesús—. Vayamos a Sejem a predicar. —Para enorme sorpresa de los discípulos, se puso de pie y les hizo ademán de que le siguieran.

Pasaron muchos días en Sejem, donde la gente escuchó con atención las enseñanzas de Jesús, y muchos le aclamaron y le abrazaron como Mesías.

—¡Ahora que le hemos oído —dijeron a la mujer del pozo—, lo creemos todo!

Pedro, Tomás y Simón estaban escandalizados. Jesús comía con aquellas gentes, las mismas que habían sido consideradas indignas para ayudar en la reconstrucción del Templo hacía ya siglos, las mismas que, desde entonces, representaban una espina en el costado de todo judío. ¡Jesús les aceptaba como fieles y seguidores! ¿Quiénes serían los siguientes? ¿Los egipcios? ¿Los romanos, acaso? Los tres se mantenían al margen, negándose a sentarse al lado de los samaritanos y a compartir la comida con ellos. Cuando llegó el momento de proseguir el viaje, empaquetaron sus pertenencias con tanta prisa y ansiedad que Jesús les encontró esperándole en las afueras de la ciudad.

La palabra «Mesías» se cernía sobre sus cabezas mientras marchaban hacia el sur, aunque nadie se atrevía a pronunciarla en voz alta.