47

El lóbrego cielo invernal pendía sobre sus cabezas mientras marchaban a paso ligero hacia el norte. Se encaminaban hacia el extremo septentrional de los territorios de Herodes Filipo, el hermano de Antipas, en las proximidades del monte Hermón, para alejarse del acoso de Antipas y de las multitudes.

Esta tierra salvaje y montañosa, donde nacía el río Jordán, estaba cubierta de árboles y por sus laderas discurrían torrentes que, al precipitarse, llenaban el aire de vapores. La temperatura se mantenía baja, y allá, a lo lejos, se podía divisar la silueta del monte Hermón, que ya estaba cubierto de nieves. En primavera, las aguas del deshielo hacían crecer el río Jordán y subían el nivel del agua del mar de Galilea.

Ojalá pudiese recordar qué dicen exactamente las Escrituras de Dan y Jeroboam, pensó María. Hay alguien entre nosotros —aparte de Jesús— que conoce bien estas cosas, y ése es Tomás. Sí, se lo consultaré a Tomás.

Se le acercó para preguntarle y le notó muy complacido de que ella le considerara un erudito.

—El conocimiento es una gran bendición —le dijo María—. Permite contestar las preguntas sin necesidad de buscar ayuda.

—No es una bendición tan pura como te imaginas —le aseguró Tomás—. A veces, me hace confiar demasiado en mis propias interpretaciones. Puede haber centenares, no, miles de maneras de interpretar los textos sagrados. Es peligroso enfrascarse en una sola.

—Aun así, me gustaría saber más. —Ahora tenía la oportunidad de preguntarle—: ¿Qué opinas de las interpretaciones de Jesús? Supongo que estás de acuerdo, pero ¿no crees que algunas resultan sorprendentes? —En realidad quería decir «escandalosas», si bien no se atrevió.

Tomás reflexionó por un momento antes de contestar; era un hombre siempre cauto.

—Como persona que estudia las Escrituras desde que era niño, a veces, tengo que morderme la lengua cuando él habla. Aunque tiene esa autoridad… y después, cuando repaso mentalmente el pasaje en cuestión, me doy cuenta de que él supo entenderlo mejor o que pudo ir más allá del texto, a la auténtica intención de las palabras. Por eso siempre me interesa escuchar lo que él tiene que decir de cualquier pasaje. Me gustaría que interpretara las Escrituras palabra por palabra. —Dio un suspiro de frustración—. Tendría que vivir mil años para conseguirlo.

Sus palabras melancólicas la afectaron.

—En ocasiones, las Escrituras expresan nuestro anhelo de cosas que sabemos imposibles pero que deseamos, a pesar de todo —continuó Tomás—. Como cuando Dios dice, en Ezequiel: «Depositaré mi Espíritu en ti y vivirás». —Calló por un momento—. He de creer que Dios lo hará. Pienso que Jesús puede mostrarnos cómo eso es posible. ¡No lo puedo explicar! Sencillamente, creo que él sabe ciertas cosas… —Su voz se apagó—. Más que yo, con todos mis estudios. —Hizo una nueva pausa—. Por eso decidí seguirle. Para aprender de él. Y cada día aprendo un poco más.

Cada uno tiene sus razones personales para unirse a nuestro grupo, pensó María.

—¿De qué estáis hablando con tanta seriedad? —Judas les había alcanzado y echó a caminar a su lado. Parecía ansioso por participar en la conversación.

Tomás se apartó un poco para dejarle espacio.

—Estábamos hablando de nuestras razones para estar aquí. De por qué vinimos y por qué nos quedamos. ¿Por qué lo hiciste tú?

Judas se encogió de hombros.

—No sé si es posible contestar a esta pregunta. —Les miró a ambos, tratando de descifrar sus expresiones para sopesar su respuesta—. Todos hemos oído lo que necesitábamos oír —dijo al final.

—¿Qué necesitabas oír tú? —insistió Tomás.

—Él parecía tener todas las respuestas. —Judas contestó tan rápido que fue evidente que había ensayado sus palabras—. Pero ¿dónde creéis que nos lleva? No me gusta esta situación, tengo un mal presentimiento, es como si deambulara sin rumbo, esperando atraer mayor atención de las autoridades. ¿Por qué?

—No lo sé —respondió Tomás—. Estoy de acuerdo contigo, es una situación peligrosa.

—Como mujer —dijo Judas—, sin duda estarás preocupada por tu seguridad. —Se acercó más a María, como si quisiera ofrecerle su protección.

—No más que los hombres —respondió ella. Y decía la verdad, el peligro le parecía indiscriminado. Incluso se podía pensar que, en caso de ataque, respetarían más la vida de una mujer.

Judas se le arrimó aún más.

—He puesto los libros en orden —dijo—. Las contribuciones…

Caminando siempre hacia el norte, se adentraron en territorios paganos. De vez en cuando, vislumbraban entre el follaje algún que otro altar erigido en honor de Apolo, de Afrodita o de no se sabe qué dios impío. Lo que antaño había sido territorio de una de las tribus de Israel, la tribu de Dan, ahora pertenecía irrevocablemente al mundo griego. Formaba parte de la gloria perdida tras las invasiones de los asirios, los babilonios, los griegos y los romanos. Los profetas decían que aquél era el castigo que sufrían los israelitas por haber adorado a los ídolos. Ahora que ya no querían tener ídolos en su tierra, estaban obligados a soportar su presencia, en contra de su voluntad.

El tercer día llegaron al emplazamiento de la antigua ciudad de Dan. Un asentamiento romano más reciente se extendía a un lado, pero la propia colina estaba cubierta de vegetación.

—¡Ya estamos aquí, Pedro! —dijo Jesús, rodeándole los hombros con el brazo—. Hemos llegado al lugar que tanto deseabas visitar.

—Está más lejos de lo que creía —dijo Pedro—. ¡Pero mi sueño está cumplido! Visitar lo que fue el norte de Israel en los tiempos de Salomón… —Miró a su alrededor, observando cada detalle—. De modo que estuvo aquí. La frontera de nuestra tierra.

—Sí —confirmó Jesús—. En aquellos días de esplendor, los reyes extranjeros solían detenerse aquí y se estremecían de asombro.

Los bosques aguardaban a su alrededor, en un silencio sólo perturbado por las llamadas de los pájaros. De la espesura emergía una lengua de agua plateada, un arroyo que pronto se uniría al Jordán.

—Quizá necesitemos espadas para abrirnos camino entre las ramas —dijo Jesús. Tenía razón, el bosque se alzaba ante ellos como una muralla infranqueable.

—¡Las tenemos! —exclamó Simón y alzó su espada.

—¡Sí, las tenemos! —repitió Judas y blandió la suya.

Reemprendieron el camino, precedidos por Judas y Simón que abrían paso. Les rodeó una quietud profunda, como si los bosques se hubieran apoderado del viejo emplazamiento y fueran sus guardianes desde antiguo, resueltos a no ceder su dominio. Abriéndose camino entre la vegetación, avanzaban cuesta arriba, siempre cuesta arriba.

El sol se ponía cuando, al fin, llegaron a un claro en el bosque. Alguien había estado allí recientemente. María vio los restos de una hoguera y huellas de pisadas sobre el suelo húmedo. Aún había gente que subía hasta allí a escondidas, algo les atraía de aquella cima.

Con cautela, salieron a una amplia extensión enlosada. Su tamaño era asombroso. En algún lugar de su pensamiento, sin que llegara todavía a conformar una auténtica visión, María vio a la gente de antaño que se reunía en gran número en ese sitio, para ellos sagrado. En el otro extremo del terreno empedrado había una amplia escalinata que conducía a lo que era, a todas luces, un «lugar alto», un altar.

La luz del ocaso acariciaba los escalones y la plataforma vacía. Los árboles y los arbustos de alrededor susurraron y se estremecieron entre el follaje, como si una diosa les hubiera dado orden de actuar al unísono. Obedientes, sus ramas danzaron.

Jesús se detuvo sobre el último escalón.

—Descansaremos aquí —dijo—. En este lugar que fue parte del gran pecado de Jeroboam. —Su túnica de lana ligera, la que su madre le había regalado en Nazaret, resplandecía en tonos rosados a la luz del crepúsculo—. Tomás, tú conoces las Escrituras. Después de la cena, puedes hablarnos de este lugar.

Terminada la cena, se reunieron en torno a la hoguera que a duras penas conseguía iluminar la plataforma oscura e informe a su lado.

—Cuéntanos —dijo Jesús con un ademán de asentimiento.

—Es un relato sórdido —respondió Tomás. Ya se lo había contado a María mientras trepaban por el camino de subida.

—Cuéntalo, a pesar de todo —insistió Jesús—. Tal vez, el mal que aún pervive aquí necesite oírlo.

Tomás relató la triste historia de aquel lugar, una historia de idolatría y apostasía. En la generación que sucedió al rey Salomón, el reino fue dividido. Roboam, el hijo de Salomón, gobernó las tierras meridionales de Judea y Jeroboam, antiguo supervisor de los proyectos de edificación del rey, gobernó los territorios septentrionales, es decir, Israel.

—Ya que el Templo y la orden sacerdotal legítima quedaban dentro de los límites del reino de Roboam, Jeroboam tuvo que inventar su propia religión y sacerdotes, para rivalizar —explicó Tomás—. Lo hizo en Dan y también en Betel, erigió centros de culto donde se adoraban los carneros de oro e instituyó su propio sacerdocio y sus propios rituales.

»Desafió a Dios y la Ley divina y, como resultado, el reino del norte fue destruido en su totalidad y, con ello, las diez de las doce tribus de Israel.

—Así pereció Jeroboam y su reino —concluyó Jesús.

—¡Aunque no enseguida! —exclamó Tomás—. ¡Tardaron doscientos años en desaparecer! Entretanto, los reyes que le sucedieron fueron cada vez más malvados. ¿No fue Ajab quién también construyó aquí un altar?

—Dios intentó advertirles a través de Sus profetas, pero ellos no quisieron escuchar —dijo Jesús—. Tampoco nosotros les hacemos caso. Estos medios ya no son suficientes. Por eso Dios pondrá fin a la era en la que vivimos. Cuando la maldad haya alcanzado su punto culminante. Y lo ha alcanzado.

Se levantó un viento que arrancó susurros de las copas de los árboles. A su alrededor crecían robles centenarios, cuyas ramas se abrían en todas direcciones y se inclinaban casi hasta el suelo. Parecía que los espíritus de los ídolos se escondían entre las hojas, escuchaban y les prevenían: Todavía estamos aquí, éste es nuestro sitio, cuidado con lo que decís.

Una y otra vez, los profetas predicaban contra los sacrificios paganos «bajo los anchos robles», recordó María. En esos momentos, todo parecía muy real: las ramas bajas que invitaban al culto y la intimidad, que llamaban a buscar refugio a su amparo. Los falsos dioses y los ídolos preferían los lugares altos y los reivindicaban para sí. Se estremeció al sentir la animosidad de los antiguos dioses que pasaban rozándole la mejilla, y al recordar a Asara.

Se acostaron, los hombres a un lado, juntos, y las mujeres a otro, también. El extraño entorno les impulsó a buscar la proximidad física de los compañeros, más que de costumbre. A María no le costó demasiado conciliar el sueño, porque los ecos lejanos de los dioses que aún podían pervivir en aquel lugar no eran nada comparados con los demonios feroces contra los que había tenido que luchar. Sus sueños, sin embargo, fueron inquietantes: vio una imagen fugaz de Jesús en la que le agredían y golpeaban, y sangraba. Después, de la oscuridad y el silencio emergieron algunas siluetas, vestidas con antiguos trajes majestuosos. Ocuparon sus lugares en la plataforma, sobre la que había un altar, y un hombre con vestimentas más lujosas, envuelto en una túnica bordada en verde y oro, les dirigió la palabra. Habló empleando muchas expresiones que María no conocía, mezcladas con otras de extraña pronunciación; apenas podía entenderle. Señaló un objeto cubierto con una tela, y alguien retiró la cobertura y descubrió a un animal reluciente, medio arrodillado y medio apoyado en sus patas traseras. Tenía cuernos y el hocico familiar de los toros. Debía de ser un carnero de oro, y la figura sería la del propio Jeroboam, que volvía a cobrar forma, manifestándose en su mente. Así pues, aún estaba allí. María se incorporó jadeando y abrió los ojos para librarse de aquella imagen. Miró la plataforma vacía, sin carnero, sumida en un silencio roto sólo por el correteo de pequeños animales y por el murmullo de las briznas de hierba que la rodeaban.

Se ha ido, se ha ido, ha vuelto al polvo y a la tierra, y el carnero dorado se ha ido con él, pensó María tratando de reconfortarse. Él ya no existe.

Cuando apenas despuntaba el alba, María vio a Pedro que caminaba arriba y abajo en la plataforma pagana; casi parecía flotar en las sombras purpúreas y azuladas del alto emplazamiento. La niebla del bosque circundante se arrastraba sobre el suelo de la plataforma como incienso salido de incensarios ocultos.

Se levantó y fue hacia él. Parecía estar muy agitado, y la amenaza inquietante que emanaba de aquel lugar encendió su deseo de protegerle. Pedro no percibió su presencia hasta que ella estuvo justo detrás de él y le tocó en el hombro. La niebla se arremolinaba alrededor de los pies de María, hasta sus rodillas.

—¿Qué te pasa, Pedro? ¿Puedo ayudarte? —Intuía que también él había tenido un sueño o una visión.

—¿Ayudarme? —Se dio la vuelta para mirarla. Su rostro expresaba angustia y congoja—. No sé cómo…

—¿Has tenido algún sueño? ¿Una visión? ¿Un sentimiento, siquiera? ¿Has oído alguna voz? —Quizá Jeroboam le había visitado a él también.

Pedro pareció despertarse, volver en sí.

—Sí —admitió finalmente. Hizo una larga pausa antes de proseguir—: Pero no puedo revelártelo. Ya sé que crees poseer una intuición especial, una visión o un saber, llámalo como quieras. Yo no confío en él. No puedo olvidar la época en que estabas tan débil y afligida por los demonios… ¡Lo cierto es que, si Andrés y yo no te hubiésemos acompañado al desierto, habrías muerto! ¡Por eso no puedo creer, perdóname pero no puedo, que tu saber espiritual es superior al del resto de nosotros!

—Claro que no —respondió María—. Pero si puedo ayudarte, sea como sea…

—Te pondré a prueba —la interrumpió. Ahora ya no parecía necesitar consuelo, y María se arrepintió de haber ido en su busca—. Dime de qué trataba mi visión, mi sueño. Entonces creeré que posees un conocimiento espiritual especial.

—Sólo Dios puede saberlo —contestó ella.

—Pues pídele que te lo revele —insistió Pedro—. Sin duda lo hará, si eres Su confidente. —Le dirigió una mirada de desafío.

—Pedro, sólo he venido para ayudarte —dijo ella.

—¡Ayúdame, pues! ¡Dime de qué trataba mi visión!

—¿Cómo podría eso ayudarte? Tú ya sabes lo que has visto. Mis palabras nada podrían cambiar. Sería mejor interpretar tu visión.

—¡No! No puedo confiar en tus interpretaciones si no me convences antes de que Dios te hace revelaciones. Por eso debes describirme lo que vi.

Era a Dios a quien ponía a prueba, no a ella. A María no le importaba ser capaz o no de adivinar el sueño de Pedro. No le importaba ser capaz o no de tener visiones. De hecho, preferiría no tener ese don. ¡Ojalá fracase en esta prueba!, gritó a Dios. ¡Sí, haz que fracase y líbrame de todo esto!

—Pediré a Dios que me lo revele —dijo al fin—. No sé cuándo querrá hacerlo, suponiendo que quiera. Tal vez, no lo desee.

Pedro asintió ante su última afirmación.

—Es lo más probable —dijo secamente.

María se envolvió en su capa y se fue, dejando a Pedro allí. Debería sentirse ofendida pero no era así.

Pedro no confía en mí, pensó. ¿Y por qué tendría que hacerlo? ¿Y si yo fuera como él cree, una impostora, una adivina con suerte? ¡Cuánto odio este don indeseado! ¡Ojalá desapareciera tan rápido como apareció! Encontró un sendero medio oculto bajo las malezas y lo siguió hasta la cima de la colina; allí el terreno caía en picado hacia una extensa planicie en el fondo; María se detuvo en ella para descansar.

Dios, Padre mío, rezó finalmente, Pedro ha tenido una visión que, tal vez, le enviaste Tú. Quiere que yo también la vea, para ponerme a prueba y averiguar si es cierto que me haces revelaciones. Muéstrame su visión, si es Tu voluntad. Sólo Te lo pido, sólo lo espero, para glorificar Tu nombre.

Suspiró con alivio. Dios no accedería a revelarle la visión de Pedro, y ella podría librarse, por fin, del extraño don que le había sido otorgado. Estaba lista para aceptar su desaparición. Quizá fuera realmente un efecto perdurable de la presencia de los demonios, de la mayor sensibilidad con que aquella presencia le había dotado, y, en su proceso de reintegración a la vida y las costumbres normales, acabaría por desvanecerse.

Antes de concluir sus reflexiones, sin embargo, la invadió una avalancha de imágenes: Pedro en… debía de ser en Roma, porque las túnicas parecían romanas… Unos hombres le perseguían, le capturaban y le ataban a una especie de travesaño. Él era bastante mayor. Tenía el cabello cano y ralo, y estaba pálido y endeble. Allí había alguien más, un hombre regio que lucía una corona de laureles… un emperador romano, aunque no era Tiberio. Conocía el rostro de Tiberio de las monedas, y aquél no era Tiberio.

¿Qué tenía que interpretar? Estaba todo muy claro. ¿Pedro decía algo? Deseó que la imagen reapareciera y esta vez escuchó con atención las voces. «Así, no —decía Pedro—, no soy digno». Entonces ellos, los soldados romanos, le dieron la vuelta y le ataron cabeza abajo al madero.

Se lo diré, pensó María. Le repetiré estas palabras: «Así, no. No soy digno». Quizás él sepa qué significan.

Permaneció sentada largo rato en el promontorio, saboreando su encuentro a solas con Dios aunque decepcionada de no verse libre de la carga de las visiones. Sin embargo, si aquél era el precio que tenía que pagar por haber sido llamada…

Cuando regresó al campamento, encontró a los demás despiertos, vestidos y listos para afrontar la jornada. Pedro se afanaba recogiendo su manta y hablaba animadamente con Andrés, como si no hubiera pasado nada. Ya habría tiempo de hablarle más adelante.

A Jesús no se le veía por ninguna parte. Debió de haberse alejado, buscando intimidad para rezar o poner sus pensamientos en orden. Los demás deambulaban por el claro, esperando sus direcciones.

La niebla se había disipado, y los bosques y el altar pagano no parecían tan misteriosos ni tan ominosos a la luz del día. La mañana traía consigo el consuelo y la seguridad.

Finalmente, Jesús reapareció, repuesto y fortalecido.

—¿De qué estáis hablando? —les preguntó.

—Maestro —dijo Pedro, expresando la pregunta que todos se hacían en silencio—, ¿por qué nos has traído aquí?

Jesús reflexionó un largo momento.

—Porque es un lugar apartado. Incluso Galilea tiene lazos estrechos con los poderes de Jerusalén y de Roma. Necesitaba tranquilidad para poder pensar, reflexionar en lo que debo hacer y en dónde me necesitan más.

—¿Ya lo sabes? —La voz de Judas sonó clara.

—Sí, me temo que sí —respondió Jesús en voz baja—. Ojalá no lo supiera.

—¿Qué has decidido? —insistió Judas.

—Debo ir a Jerusalén —contestó Jesús al instante—. Y lo que allí ocurra… Ya sabéis que Jerusalén da muerte a sus profetas. —Calló un momento—. No podría esperar menos.

—¡No, maestro! —Pedro se levantó y corrió hacia él, posando las manos sobre Jesús como si así pudiera evitar el desenlace—. ¡No debes ir! ¡No lo permitiremos!

Jesús se soltó. Una expresión de horror profundo cruzó su rostro.

—¡Vete, Satanás! —ordenó con el mismo tono de voz que empleaba en los exorcismos.

Pedro retrocedió, estupefacto.

—¡Silencio, Satanás! —gritó Jesús—. ¡Ves con los ojos de los hombres, no según los deseos de Dios!

Pedro había caído sobre una rodilla y ahora levantaba los brazos, como si quisiera evitar un golpe.

—Pero, maestro, soy un hombre —dijo al final—. No puedo ver con los ojos de Dios. Sólo sé que quiero protegerte de cualquiera, de cualquier cosa que pudiera hacerte daño.

Jesús cerró los ojos y apretó los puños; parecía rezar. Tras un prolongado silencio, relajó las manos y dejó fláccidos los brazos a ambos lados de su cuerpo.

—Pedro —dijo—, ¿quién creen los hombres que soy?

—¡Algunos dicen que eres Juan el Bautista vuelto a la vida! —exclamó Tomás impulsivamente.

—¡Otros dicen que eres Elías! —gritó Andrés sin que nadie se lo pidiera.

—¿Quién crees tú que soy? —preguntó Jesús mirando a Pedro a los ojos.

—Yo… yo creo… —Luchó por encontrar las palabras adecuadas—. Yo creo que eres aquel a quien hemos estado esperando, el ungido, el que inaugura el Reino de Dios… —Se arrodilló a los pies de Jesús—. Quizá seas el elegido de Dios, Su hijo, el que Le entiende y comprende Su voluntad más que cualquier otro hombre vivo…

Jesús miró a Pedro con fijeza desde arriba y le agarró los hombros.

—Ah —dijo—. Esto te fue revelado por Dios, mi Padre celestial. —Se inclinó y ayudó a Pedro a ponerse de pie—. Levántate. —Miró a los discípulos reunidos a su alrededor—. Reconozco que todo esto me desconcierta. Pero habrá más revelaciones.

Los discípulos se dispersaron por la plataforma. Miraban el entorno, los árboles, las piedras del enlosado y sus propios pies; miraban cualquier cosa menos a Jesús. No soportarían ver la incertidumbre en sus ojos. Se había mostrado siempre tan seguro de sus actos, tan firme, como una roca. ¿Qué sería de ellos si Jesús desfallecía?

—Esperaré a recibir direcciones —anunció Jesús al cabo—. No me moveré hasta que las reciba.

—¿Aquí… en este lugar? —Judas parecía alarmado. También él había percibido el influjo maligno del lugar. De hecho, desde que se había despertado aquella mañana, su mirada era distinta, velada.

—Es bueno enfrentarse al enemigo —contestó Jesús—. Si Satanás tiene poder aquí, debemos hacer nuestros planes a su sombra, no a la luz inocente del sol.

Si hubiesen viajado hasta allí para admirar el paisaje y descansar, la belleza de aquel entorno sería ideal. La colina donde habían erigido el altar hacía casi mil años dominaba una magnífica vista del monte Hermón y, a lo largo de los días que pasaron en el lugar, las lluvias se apiadaron de ellos y cesaron. Los árboles que poblaban las laderas eran reminiscencias de los bosques que en tiempos cubrían el país: robles, terebintos y cipreses erguían sus copas majestuosas y proyectaban su sombra sobre el bosque entero.

Mientras esperaban la decisión de Jesús, María buscó a Pedro para contarle lo que sabía de su sueño. La expresión de Pedro cambio cuando ella mencionó a los soldados romanos y el grueso madero. Y, en el momento en que María repitió las palabras que le había oído pronunciar, se tambaleó y tuvo que buscar apoyo en el tronco de un árbol cercano.

—¿Oíste esas palabras? —susurró.

—No sé qué significan —dijo María—. Pero, sí, las oí.

—Lo que me asusta es que tampoco yo sé qué significan. Y los soldados… las ataduras… —Se estremeció—. Sea lo que fuere, ocurrirá en un futuro lejano. Yo era ya viejo. —Así trató de reconfortarse.

—Jesús dijo algo de tu futuro. «Cuando seas viejo, abrirás los brazos y otros te vestirán y te conducirán adonde no querrás ir». ¿Se estaría refiriendo a eso? —reflexionó María en voz alta.

—¡Dios mío! —exclamó Pedro—. Esos hombres… ¿eran mis verdugos? —El miedo ahogó su voz—. Yo creía que hablaba de la vejez, la senilidad, cuando no podría vivir sin la ayuda de mi familia. —Parecía estar a punto de llorar—. ¡No de mi ejecución! ¡Por los romanos!

—Pedro, nosotros no vimos sino unas sombras. —¿Qué significaba, entonces, la visión de Jesús apaleado?—. No podemos saber qué significan, exactamente.

—Pero… Dios te reveló mi visión —repuso Pedro—. Y esto me lo demuestra: tus visiones y tus vaticinios son reales. Debo respetarlos. Nunca volveré a cuestionarte. Perdóname, tenía que estar seguro.

—Te respeto por ello. Las escrituras están llenas de falsos profetas. No quiero ser una de ellos. ¡A decir verdad, no quiero ser profeta, ni falsa ni auténtica!

—Dios lo dispuso de otra manera —dijo Pedro—. Es un extraño compañero de vida. —De pronto, estalló en risas—. ¡Qué irrespetuoso suena eso!

María también rió.

—No. Sólo significa que Le conoces lo suficiente para usar términos de familiaridad con Él.

Necesitaba hablar con Jesús. Necesitaba contarle el sueño que había tenido de él. Jesús se levantaba cada día con las primeras luces, se alejaba en silencio antes de que los demás despertaran y regresaba cuando caía el crepúsculo; entonces hablaba con ellos dulcemente durante el corto rato que pasaban juntos alrededor del fuego. No les comentaba sus ideas ni sus conclusiones pero, noche tras noche, parecía estar más afligido y consternado. Los discípulos esperaban, temerosos del momento en que decidiera comunicarles su mensaje.

Cuando oyó que se alejaba, María apartó las mantas de un manotazo, se puso las sandalias y le siguió. Cruzó apresurada la antigua plataforma, tropezando con algunas matas de hierba. Es él, pensaba observando su manera característica de caminar. Le siguió por el sendero que atravesaba el bosque.

Él avanzaba despacio, buscando su camino casi a tientas en la penumbra. Ella corrió, le alcanzó y le asió del brazo.

—María.

—Maestro. —Dejó caer la mano—. Necesito hablar contigo en privado. —Pero, ahora que tenía la oportunidad, enmudeció de pronto.

Jesús esperó. No dijo «¿De qué se trata?», ni «¡Habla, pues!».

—Ya sé que éstos son momentos difíciles para ti… que hemos llegado a un punto de inflexión…

—Así es.

—Quería decirte que tuve otro sueño, otra visión o como se llame. Trataba de ti. Debo contarte lo que vi.

Él suspiró.

—Sí. He de saberlo. —En la penumbra, ella no podía ver su cara, sólo oía su voz.

Le relató con celeridad sus impresiones: Jesús en manos de alguien, golpeado, ensangrentado. Agredido.

—¿Pudiste ver dónde sucedía? —se limitó a preguntar.

—Al fondo… se veía una ciudad. Llena de gente. Y con grandes edificaciones.

—Jerusalén. —Jesús pronunció el nombre casi exultante—. Jerusalén.

—Maestro, no lo sé. No puedo identificar el lugar ni sé qué estaba ocurriendo en la escena que vi.

—Era Jerusalén —afirmó él—. Lo sé. Y sé que moriré allí.

Sabía que no debía contradecirle. No lo soportaría si se volviera contra ella y le gritara «¡Vete, Satanás!», como había gritado a Pedro. Cada fibra de su ser, no obstante, deseaba desmentirle. Se limitó a decir:

—No te mataban, sólo… te hacían daño.

—Sólo viste el principio —dijo Jesús—. Dios te ocultó el espantoso final. —Su rostro empezó a cobrar facciones a la luz creciente del alba—. Estos últimos días, he tenido varias revelaciones. Algunas son tan horribles que me cuesta hacerles frente. Pero ahora ya veo, ya se, que mi primera intuición fue… incompleta. Habrá realmente un final, y Dios intervendrá para inaugurar la nueva era, aunque no será tan sencillo como creía. Yo formo parte integral del proceso, no sólo he venido para anunciarlo, como hizo Juan el Bautista. Por alguna razón, es necesario que vaya a Jerusalén, al corazón mismo del reino, donde está el Templo, el lugar sagrado de Dios. No acabo de entenderlo, pero es lo que Dios me reveló.

—Pero ¿por qué? ¿Qué ha de suceder allí?

—No puedo responder a eso —dijo Jesús. Ahora ya se le veía con nitidez, sus ojos turbados y confusos—. Sólo sé que debo obedecer.

—Obedecer, ¿qué?

—Dios me ha dicho que debo ir a Jerusalén durante la Pascua. ¿Te acuerdas de tu viaje cuando eras niña? —El tono de su voz cambió de manera repentina, y la pregunta sonó como un comentario sociable, superficial.

—Sí —respondió María—. Aunque sólo recuerdo las multitudes, la magnitud del Templo, la reverberación cegadora de las piedras blancas y los adornos de oro.

—¿No percibiste la santidad?

—Si la percibí, se me ha olvidado —admitió María—. Perdóname.

—Si no la sentiste, quizás intuyeras lo que ha de venir. —Su voz delató angustia—. Tal vez los niños perciban la presencia de la auténtica santidad mejor que los adultos.

—Era demasiado pequeña.

—Razón de más. —Parecía convencido—. Dios repudia el Templo y a los sacerdotes corruptos —añadió—. En pocos años, no quedará piedra sobre piedra.

María contuvo el aliento, a pesar de sí misma. El Templo era un edificio gigantesco, casi tan sólido como una montaña.

—¡Oh, no! —Y, sin embargo, su visión…

—Sí. Nada quedará de él. —Jesús se volvió y la tomó suavemente de los hombros—. Ya te dije que la era actual llegará a su fin. El juicio final se iniciará en Jerusalén y de allí se extenderá al resto del mundo.

—El Templo… Nos enseñaron que es la morada de Dios. ¿Quieres decir que Él se irá y nos abandonará?

—Jamás nos abandonará —contestó Jesús con voz autoritaria—. No sé qué significa la destrucción del Templo. Sólo que he de obedecer la llamada e ir a la ciudad. Cuando llegue, Dios me dirá qué debo hacer.

—Mi visión…

—Fue verdadera. Aunque desconocemos las circunstancias que la rodean. —Jesús le tomó las manos en las suyas—. Te agradezco que me la hayas revelado. Y doy gracias a Dios por permitirte ver estas cosas. —Le apretó más las manos—. Y Le doy las gracias por permitirte venir a buscarme y hablarme con franqueza.

Sus palabras la colmaron de emoción y se sintió honrada, como si una fuente impoluta brotara impetuosa en su interior.

Jesús reconocía los lazos misteriosos que les unían. Los aceptaba y hasta daba las gracias a Dios por ellos. No sabría darles nombre, eran demasiado singulares para definirlos, sencillamente eran y… ¡Oh! Dios la había conducido hasta allí, la había creado justo para eso.

Cuando, por fin, las palabras cobraron forma en su mente, ésta fue la frase que hilvanaron: «¡Jesús es mío!».

La invadió el júbilo de la posesión. Jesús era suyo, la veía con ojos distintos que a todos los demás, la honraba por encima de los demás, eran espíritus gemelos. Ambos recibían revelaciones, que no eran las mismas pero se complementaban. Ella podía ofrecerle algo que nadie más tenía. La quería. Ahora ya lo sabía. ¿Por qué no podía hablar? Llevó la mano al cuello, como si quisiera forzar la salida de las palabras. Necesitaba hablar, decir algo. Pero siguió mirándole, su rostro alargado, sus ojos hundidos. Todo lo que ella había sido, todo lo que había deseado en la vida, parecía estar en aquel rostro.

—Así, no, María. —Fue Jesús quien habló—. No escuches la voz de Satanás. —Parecía casi derrotado—. Ya esperaba su oposición. Sí, la esperaba, aunque no así. Pedro y tú, los dos. Satanás os habló y vosotros le escuchasteis. —Hizo una pausa y prosiguió con dulzura—: María, escúchame ahora a mí, no a Satanás. Ya sabes que aprovecha nuestros dones para atacarnos, y tú tienes muchos. Los convierte en fuente de orgullo para ti.

¿Orgullo? ¡Yo no soy orgullosa!, pensó ella.

Mirando a Jesús a los ojos, sin embargo, se sintió avergonzada. Él advertía su placer secreto ante la idea de saber más que los demás o cuando recibía una revelación que a ellos les era negada, aunque fingiera no desear las revelaciones, incluso ante sí misma.

—Perdóname —dijo al final, hundida. La emoción se había disipado y sólo deseaba huir.

—No quiero ser duro —dijo Jesús—. Siempre es más fácil ver la intervención de Satanás en los demás que en uno mismo. María, recuerda que él sólo ataca a los que tratan de hacer el bien. Yo no te juzgo.

Aunque, evidentemente, lo hacía. Le disgustaba su orgullo; lo había visto; lo había desenmascarado. Le sería imposible amarla… de aquella manera.

—No es tu orgullo lo que más interesa a Satanás —dijo Jesús.

¡No! ¡No más, por favor, que no vea más cosas en mí!, rogó María para sí.

—Su objetivo principal es manipular lo que nos es más natural y convertirlo en un obstáculo. —Jesús calló, como si no se atreviera a seguir—. Hablo del amor que un hombre siente por una mujer, y una mujer por un hombre. María, sé que me amas.

Se sintió mortificada. Porque era claro que sus palabras siguientes no serían «Yo también te amo». Quería alejarse corriendo de él, huir de aquella vergüenza. ¿Por qué exponía sus sentimientos de ese modo si no era capaz de corresponderla?

¿Por qué negarlos, por otra parte? Si él ya lo sabía todo. ¿Qué podría ser peor que lo ya dicho?

—Sí, te amo —admitió—. Y tú también me amas. ¡Lo sé! —añadió en tono de desafío, aunque ya no lo creía.

—Te amo, es cierto —respondió Jesús—. Amo tu valentía y tu integridad, tu sensibilidad y tu sosiego y, si me fuera dado seguir otra dirección en la vida, te elegiría a ti para acompañarme. Aún ahora te elijo para recorrer el camino conmigo. Pero se trata de un camino singular, que no es el que sigue la mayoría: el matrimonio, los hijos, el hogar. No puedo pertenecer a nadie de ese modo. Satanás sabe bien lo difícil que esto me resulta y no deja de recordarme las cosas a las que debo renunciar.

—¡No lo entiendo! ¿Por qué no puedes seguir ese camino?

—Porque el camino que me ha sido asignado lo he de recorrer solo. A partir de cierta encrucijada, no cabe más que un caminante en él.

—¡Que te ha sido asignado! Tú mismo lo elegiste. —María sintió la necesidad de contraatacar, de disimular la confusión de sus propios sentimientos—. ¡Nos tomas el pelo con tus misteriosas indirectas y alusiones, y nosotros te seguimos, pero no sabemos adonde vamos ni por qué estamos aquí!

—Para mí tampoco es fácil. Vosotros, al menos, os tenéis los unos a los otros.

—Si estás solo es porque… No sería lo mismo…

—Es porque así lo elegí, como tú has dicho. Y no quiere decir que no valoro la compañía que me es permitido tener.

—No… no lo entiendo. —María intentó evitar que su voz se quebrara.

—Ya lo entenderás. Entonces recordarás mis palabras y sabrás el porqué. De momento, has de saber que yo te amo aunque no como te amó Joel. ¡No me abandones! Necesitaré tu fuerza. ¡Te lo suplico!

Ella quiso apartarse. Deseaba correr, huir, huir lejos.

—¡Por favor, María, por favor, quédate conmigo! Sin ti… los demás no podrán aguantar.

—Los demás… los demás… ¿qué son ellos para mí? —Lo único que les mantenía unidos era Jesús. Sin él…

—Sois hermanos de bautismo. Ellos te necesitan. Te necesitarán.

Pero María no quería que nadie la necesitara; lo que quería era que alguien satisficiera sus necesidades. No respondió; enfiló el camino de vuelta al campamento. Los discípulos ya debían de estar despertándose, buscándoles.

—Tengo que ir a Jerusalén. Es allí donde debo hablar, en el corazón mismo de la morada sagrada de Dios. Debo ir, aunque tenga que hacerlo solo. —Habló con voz quejumbrosa, como si le suplicara que comprendiese, que prometiera que le seguiría hasta el final.

María le dio la espalda y le dejó solo en la plataforma. Se sentía tan destruida que no soportaría verle ni un instante más.