46

El tiempo se ponía feo. La lluvia de la noche empapó el suelo; de la tierra dormida volvería a brotar la vida, y las lluvias colmarían las cisternas y los barriles. Pero, para aquellos que tenían que vivir a la intemperie, eran tiempos de frío y desolación.

Jesús y sus discípulos avanzaban con dificultad. María se preguntaba por qué Jesús había elegido aquella zona. Eran terrenos escasamente habitados y muy accidentados, que las lluvias tornaban intransitables. El suelo empinado resbalaba bajo sus pies.

Por fin alcanzaron una altiplanicie, que se extendía más al norte de la región que María y Juan habían visitado en su misión. Era una meseta desolada, barrida por los vientos, y, al llegar uno tras otro al suelo llano, divisaron los valles que se expandían a su alrededor y las colinas sucesivas, y su mirada casi pudo abarcar el océano. Una región vasta y plana, apenas visible, se extendía entre ellos y el mar.

—La gran llanura de Megiddó —dijo Jesús mientras los discípulos se agrupaban a su alrededor, tratando de recuperar el aliento—. Se dice que aquí tendrá lugar la última gran batalla.

María observó la ancha planicie, que realmente parecía ofrecer cabida a varios ejércitos. En esos momentos, sin embargo, estaba tranquila.

—Al final de los tiempos… En los últimos días… —Jesús miraba fijamente la llanura—. Es aquí donde nos encontraremos todos. Los ejércitos de los justos y los ejércitos del mal. Y aquí se decidirá todo.

—Pero —interpuso María—, dijiste que el mundo que conocemos cambiará, que llegará a su fin, quizá mañana mismo. ¿Quién luchará en esa batalla? —No tenía sentido. Ambas nociones hablaban de finalidad y destrucción, pero las dos imágenes no encajaban juntas.

Jesús se volvió para mirarla y su rostro apareció radiante, casi tan luminoso como en su visión. Aunque no del todo.

—Ésa será la batalla final de todos los tiempos, antes de que el tiempo llegue a su fin. —Veía cosas, cosas que estaban más allá de la imaginación y la capacidad de comprensión de los demás—. Antes no obstante, el Hijo del Hombre ha de venir y juzgar, y habrá gran tribulación en la tierra.

—¿Cuándo sucederá eso? —La pregunta angustiada escapó de los labios de María—. ¿Cuándo, Señor?

—María, María —Jesús se le acercó. La repetición de su nombre la emocionó—. Sólo has de vivir el día a día. Lo que os anuncio no sucederá mientras tú vivas.

—¡Acabas de decir que podría suceder pronto! —protestó Judas.

—Algo sucederá pronto —explicó Jesús—. Algo trascendental. Creo que es el amanecer del Reino de Dios. Pero habrá un largo lapso entre el amanecer y el mediodía, que es cuando se librará la batalla final.

Natanael se le acercó y dijo:

—Yo no veo nada de eso. Sólo veo pacíficas tierras de labranza. No puedo imaginar las cosas de las que nos hablas.

—Es lo único que necesitáis ver —repuso Jesús—. Tenemos que proclamar el mensaje mientras aún haya paz y la gente tenga oportunidad de escucharnos. ¡Oídme ahora! —Dio unos pasos atrás y levantó los brazos—. El final de los tiempos del que os he hablado… sólo el Padre sabe cuándo sobrevendrá. Nosotros debemos predicar y actuar como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo, aun sabiendo que quizá no sea así. Debéis vivir como si estuvieseis ya en la eternidad, donde el tiempo ya no existe.

A él le será fácil, pero a nosotros nos resultará casi imposible, pensó María.

—Seguiremos proclamando el mensaje tal como lo conocemos, día tras día y por todos los días que nos han sido otorgados. —Se volvió para mirar el ancho valle que se extendía delante y debajo de él, pardo y neblinoso—. Yo sí que veo los ejércitos. Aunque no sé cuando se producirá el enfrentamiento. Quizá nos quede mucho tiempo. —Dio la espalda al valle y reemprendió el camino.

No se veía a nadie por ninguna parte. Las colinas barridas por el viento y los altiplanos se multiplicaban en todas las direcciones, pero la única señal de vida eran las cabras, los olivares abandonados y algunos rebaños de ovejas que pacían en las laderas. Aquel lugar parecía estar suspendido en el borde mismo de la tierra.

Empezó a llover de nuevo y la lluvia les empapó. Mientras chapoteaban a través de un campo embarrado, rodeado de suaves pendientes por todos los lados, Jesús dijo de pronto:

—Aquí. Nos detendremos aquí.

Era un páramo desolado. No había árboles y el viento arreciaba, azotándoles con las gotas de lluvia, que les lanzaba como jabalinas.

—Maestro —dijo Pedro—, ¿quieres que construya refugios? —Era, no obstante, una pregunta sin sentido, porque no había materiales con los que construirlos.

—No —respondió Jesús—. Si nos refugiamos, no podrán vernos. —Dejó su carga en el suelo, cogió la de su madre y la condujo al único refugio disponible, un arbusto de tojo cargado de espinas. Jesús lo cubrió con una manta y le indicó que se sentara a su amparo.

El nutrido grupo de seguidores alcanzó el campo llano y se apiñó en torno a ellos, confuso. El sonido de tantos pies chapoteando en el barro recordaba el ruido que hace un hato de bueyes cuando pisotea las márgenes de un río, con su escandalosa succión.

—¡Amigos! —llamó Jesús con voz resonante, tal que llegó hasta el extremo del campo, donde aumentaba el número de recién llegados—. ¡Escuchadme! ¡Habéis hecho un largo viaje sin oírme y así habéis demostrado que realmente deseáis escuchar!

La gente se acercó más; fueron formando grupos apretados y dejaron vacía la mayor parte del campo.

—¡Bienaventurados sois de poder oír! —gritó Jesús—. Porque yo os digo que los propios profetas quisieron ver lo que veis y no lo vieron, quisieron oír lo que oís y no lo oyeron.

¿Se proponía descubrir sus planes definitivos? ¿Por eso les había llevado hasta aquel lugar remoto?, se preguntó María mirando a su alrededor. Entonces, con el rabillo del ojo, vio más personas asomar por el borde del campo. Recién llegados. ¿De dónde habían salido? Mientras miraba, su número creció hasta llenar los espacios vacíos en el campo y formar una enorme multitud.

—¿Os preguntáis si he venido para abolir la Ley de los profetas? —gritó Jesús—. No, no he venido a aboliría sino a cumplirla. Pero no basta con que vosotros la obedezcáis, tenéis que ir más allá. Ya conocéis el mandamiento que ordena: «No matarás». Yo os digo que también será juzgado el que se enoje con su hermano. Y el que llame a su hermano necio. El que lo haga, corre peligro de arder en las llamas del infierno.

María examinó el mar de rostros vueltos hacia arriba y atentos a las palabras de Jesús. Nos está diciendo que debemos refrenar nuestros pensamientos; que los pensamientos son tan reales como los actos.

—Ya conocéis el mandamiento que ordena: «No cometerás adulterio». Yo os digo que el que mire a una mujer con lujuria ya ha cometido adulterio con ella en el corazón.

Unas risitas divertidas resonaron entre la concurrencia.

—¿Os parece una afirmación exagerada? —preguntó Jesús enseguida—. Os aseguro que si vuestro ojo derecho os incita a pecar, debéis arrancároslo y tirarlo. Es mejor perder un ojo que dejar que arrastre el cuerpo entero al infierno.

Las risitas se apagaron y fueron sustituidas por incómodas miradas de soslayo.

—¡Y si vuestra mano derecha os lleva a pecar, debéis cortarla! ¡Sí, cortarla!

Caminaba arriba y abajo por el barro, y el borde inferior de su túnica se arrastraba por el lodo como la cola de un manto real que, en lugar de joyas, lucía fango y hierbajos. Su voz se alzaba por encima de la lluvia y el viento.

—Ya sabéis que Moisés dijo: «Ojo por ojo y diente por diente». Yo os digo que no debéis resistiros a las personas malintencionadas. Si alguien os golpea en la mejilla derecha, ofrecedle también la izquierda. Si alguien os denuncia para quedarse con vuestra túnica, dadle también vuestra capa. —Empezó a quitarse la capa. Dio un paso adelante para ofrecérsela, pero la gente retrocedió.

Simón dio un empujoncito a María.

—¿Se ha vuelto loco? —susurró—. Esta vez ha ido demasiado lejos.

—¡Amad a vuestros enemigos! —gritó Jesús—. ¡Rezad por vuestros perseguidores!

—¡Nunca rezaré por los romanos! —musitó Simón—. Ya es bastante que no les mate.

—Si lo hacéis —prosiguió Jesús—, seréis como vuestro Padre en el Cielo. Él hace que la lluvia caiga sobre todos, los buenos y los malos. —Tendió las manos para atrapar la lluvia—. ¿Qué valor tiene amar sólo a los que os aman? Si sólo saludáis a vuestro hermano, ¿en qué os distinguís de los demás? Esto también lo hacen los paganos. Debéis ser perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial.

Aunque no había elevado la voz, el silencio de la multitud, estupefacta, hacía parecer que gritaba.

—Cuando recéis, no hagáis como los hipócritas que procuran rezar de pie en las sinagogas o en las esquinas de las calles, donde todos les puedan ver. Entrad en vuestra habitación, cerrad la puerta y rezad a Dios, que es invisible. Él, que ve todo lo que se hace en secreto, os oirá. Os hablaré de dos oraciones. Un hombre justo fue al Templo y dijo: «Dios, te doy las gracias por hacerme distinto a los demás hombres, los ladrones, los malhechores y los adúlteros, distinto también a este recaudador de impuestos. Yo ayuno dos días por semana y doy a la caridad la décima parte de mis beneficios». El recaudador permanecía a cierta distancia. Ni siquiera se atrevía a mirar al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: «Dios, ten piedad de mí, un pecador». Éste fue el hombre que recibió la justicia de Dios. Porque el que se exalte será humillado, y el que se humille será exaltado.

El viento arreció y ráfagas de lluvia golpearon sus rostros. Algunos se levantaron y volvieron trastabillando al extremo del campo, para buscar un lugar donde refugiarse. Jesús, por el contrario, se quitó la capucha y expuso su cabeza al chaparrón. Contempló a la gente que se alejaba, y María vislumbró en su rostro una expresión pasajera de profunda tristeza.

—¡No juzguéis! —clamó, tal vez tanto para sí como para los que se escabullían bajo la lluvia—. Porque los que juzgan serán juzgados. No miréis la mota de polvo en el ojo de vuestro hermano. ¡Si antes quitáis el puntal de vuestro propio ojo, veréis mejor cómo quitar la mota del ojo de vuestro hermano!

Permaneció inmóvil por un momento, alto y solitario, como un monumento perdido en el campo, mirando las espaldas que se alejaban hasta donde ya no le podían oír. Después irguió el talle y continuó:

—Yo os digo que no debéis preocuparos por la supervivencia, por la comida y por la bebida, ni por el cuerpo, ni por la ropa. Contemplad las aves del cielo; ellas no siembran, ni siegan, ni almacenan sus cosechas. Vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Acaso no sois más importantes que ellas?

María recordó los grandes almacenes donde su familia guardaba pescado seco, ahumado y salado. ¿Cómo desprenderse de los almacenes? Sin ellos, no podrían prosperar en el negocio. Y sin embargo… qué alivio, dejarlo todo atrás.

—No os preocupéis por la ropa. Contemplad los lirios de los valles. Ellos no trabajan ni hilan. Pero ni el propio Salomón, en su esplendor, estuvo mejor vestido que ellos. ¡Si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy está aquí y mañana arderá en la hoguera, cuánto mejor os vestiría a vosotros, hombres de poca fe!

Les miró a todos, en apariencia de uno en uno, antes de proseguir:

—No os preocupéis diciendo: «¿Qué comeremos?». «¿Qué beberemos?». «¿Con qué nos vestiremos?». Los paganos se desviven por estas cosas y vuestro Padre celestial sabe que las necesitáis. Pero antes debéis buscar Su Reino y Su justicia. Entonces, todas esas cosas os serán dadas. —Hizo una pausa—. ¡No dejéis que el futuro os inquiete! Cada nuevo día ya trae consigo bastantes problemas.

Echó a caminar de un grupo a otro, patéticamente encorvado bajo la lluvia. María se esforzó para seguir viéndole mientras se alejaba.

—Si vuestros hijos os pidieran pan, ¿acaso les daríais una piedra? Si vosotros sabéis procurar el bien a vuestros hijos, el Padre celestial sabrá procurar un bien mucho mayor a aquellos que Se lo pidan. Por eso, siempre haced a los demás lo que os gustaría que ellos os hicieran a vosotros.

Se dio la vuelta y repitió sus palabras.

—Si no queréis oír nada más, oíd esto: Haced siempre a los demás lo que os gustaría que ellos os hicieran a vosotros. Aquí está resumida la Ley de los profetas. ¡Si me seguís, os diré más! —Hizo una pausa—. Entre vosotros hay muchos que lloran a seres queridos; yo os digo que serán dichosos, porque serán reconfortados. Otros tienen hambre y sed de justicia, y serán dichosos, porque heredarán la tierra. Y los piadosos son bienaventurados, porque serán tratados con piedad. Los que buscan la paz serán llamados hijos de Dios. Y bienaventurados serán los que son perseguidos por ser justos, porque suyo será el Reino de los Cielos.

Entonces se alejó de los grupos dispersos por el campo y volvió junto a sus discípulos.

—En cuanto a vosotros, los elegidos… seréis bienaventurados cada vez que la gente os insulte, os persiga y os lance calumnias maliciosas por mi causa. Alegraos y sed felices, porque grande será vuestra recompensa en el Cielo. Así fueron también perseguidos los profetas que vinieron antes que vosotros. —Les habló mirándoles de uno en uno y, cuando dijo «la gente os persiga», miró a María.

Ella temblaba y se estremecía de frío, y la palabra «persecución» resonó tan hondo que fue como enfrentarse a un abismo. Persecución. Había tantas formas de persecución: ataques fulminantes, devastaciones y encarcelamientos largos y lentos, aislamientos, torturas. La cisterna en la que tiraron a Jeremías, el pozo donde tiraron a José… La pérdida de Eliseba era la persecución suprema para ella. Sí, había perdido a su hija porque la gente «lanzó calumnias maliciosas» a causa de Jesús. Para María, la persecución ya había dado comienzo.

Jesús dirigió la mirada a los demás, despertándoles uno tras otro a la terrible posibilidad de la persecución. Le devolvieron la mirada con expresión perpleja y atemorizada.

Entonces, de repente, Jesús se volvió hacia la gran aglomeración reunida en el campo. Al fijarse en todos ellos, María no podía explicarse cómo la muchedumbre había crecido tanto.

Ya no se estremecía sólo por culpa del frío. Las palabras de Jesús también la hacían temblar.

La luz se agostaba. Andrés se acercó a Jesús y le dijo suavemente:

—Señor, pronto caerá la noche y estamos en un páramo apartado. Debemos enviar a esa gente de vuelta a tiempo para que lleguen a sus casas sin problemas. Están mojados, tienen frío y pronto tendrán hambre.

También nosotros, pensó María. Yo ya quisiera hacerme un refugio, agazaparme en él, comer el pan y los dátiles que llevo conmigo y tratar de secarme.

—Quizá debiéramos darles algo de comer —dijo Jesús.

Andrés se lo quedó mirando. La lluvia le aplastaba la capucha en la frente, como si fuera un gorro.

—¿Qué podemos darles? ¡No podríamos alimentar a tanta gente aunque sacáramos todas nuestras provisiones, todo lo que compraron María y Juana! Aquí no hay tiendas para comprar comida. ¡Estamos en plena naturaleza!

—¿Qué alimentos tenemos?

Andrés rebuscó en su bolsa, nervioso.

—Pan rancio, pescado salado… es lo único que tengo.

—¿Y los demás?

Sorprendidos, los discípulos miraron en sus bolsas para ver qué llevaban.

—Les ofreceremos esto —dijo Jesús—. No podemos dar más de lo que tenemos. —Y añadió en tono inusual en él—: Recordadlo. Jamás podéis ofrecer más de lo que tenéis, y no debéis disculpas por ello.

Amontonaron los alimentos —dátiles, higos secos, tortas de pan, Pescado salado— en una pila que resultó demasiado pequeña comparada con la multitud que les rodeaba.

—Se los ofreceremos —dijo Jesús.

Cada uno de los discípulos se llenó las manos de víveres y se dispersaron hacia el gentío que esperaba.

—Esto es todo lo que tenemos —les dijeron.

Cuando María les ofreció su carga, la gente se la quitó de las manos y desapareció. Creía que se pelearían por la comida, pero no fue así.

—¡Bendita seas! —exclamó una mujer—. ¡Que Dios te bendiga! —Se abrió camino hasta la primera fila y tocó la cabeza de María, como si quisiera trasmitir la bendición con su contacto.

Cuando terminaron de repartir lo poco que tenían, los discípulos se reunieron en torno a Jesús. La multitud parecía estar contenta, aunque María no alcanzaba a comprender el porqué.

—Nos preocupamos por ellos —dijo Andrés, asombrado—. Y parece que con esto tienen suficiente.

Jesús asintió.

—Nuestro ofrecimiento de alimentos es más importante que los propios alimentos —dijo—. La gente muere por falta de interés, y el espíritu está más hambriento que el cuerpo. Una palabra puede significar más que una hogaza de pan.

De los murmullos de agradecimiento que llegaban hasta sus oídos, María supo que tenía razón. Su gesto, salido del corazón, había sido muy elocuente, más elocuente que el rumor de los estómagos vacíos.

La lluvia torrencial y el cielo encapotado trajeron una noche temprana. Algunos intentaron encender antorchas, pero la lluvia las apagó enseguida. En lugar de dispersarse, sin embargo, la multitud se agrupó formando corrillos e, inesperadamente, echó a andar hacia Jesús, resuelta e incontenible.

Y entonces resonaron las palabras, aquellas palabras increíbles:

—¡Nuestro rey! —clamaba la gente—. ¡Tú eres nuestro rey!

Avanzaban sin precipitación, marchando de manera ordenada a través del campo, oscuro y encharcado.

—¡Nuestro rey! —coreaban—. ¡Nuestro rey!

Jesús les miraba sorprendido. Retrocedió. Ellos siguieron avanzando y cantando:

—¡Nuestro rey! ¡Nuestro rey!

Jesús vaciló y quiso retroceder más. Se refugió detrás de María y de Andrés, como si necesitara tiempo para ordenar sus pensamientos.

—Te proclaman —balbuceó María mientras pensaba: ¡No, no nos dejes! ¡No te vayas con ellos!

—No saben lo que hacen —respondió Jesús, inmóvil e indeciso.

—¡Tú eres nuestro rey, el Mesías anunciado! —gritaba la gente—. ¡Tienes que conducirnos! ¡Te hemos esperado tanto tiempo!

Las primeras filas ya se acercaban a Jesús, rostros sinceros de hombres y mujeres con valor suficiente para liderar el gentío.

—¿No perteneces a la casa de David? ¡Te conocemos, sabemos quién eres! ¡Derrotarás a Roma y nos liberarás!

—¡Ya no podemos esperar más! —gritaron algunos jóvenes de la primera fila—. ¡Vinimos para ver y estamos satisfechos! ¡Sí, tú eres nuestro guerrero! ¡Te preocupas por nosotros! ¡Nosotros te seguiremos y les expulsaremos de nuestra tierra! —El ruido de pasos se tornó más próximo—. ¡Ha llegado el día! ¡Ha llegado tu día!

María miró a Jesús y vio su cara rígida, tensa, pétrea. Pero la expresión tallada en aquella piedra era de horror y repulsión.

La multitud seguía avanzando. Sólo cuando estuvieron peligrosamente cerca, Jesús se adelantó para hacerles frente.

Se interpuso en su camino y levantó los brazos.

—¡Amigos! ¡Seguidores! ¡Estáis equivocados! ¡Yo no os conduciré contra Roma! —Su voz casi fue engullida por los cánticos: «Nuestro rey, nuestro rey, nuestro rey».

—¡El Mesías! —gritaban—. ¡El Mesías! ¡Romperá las cadenas de Roma, nos devolverá nuestra grandeza!

—Yo no puedo romper las cadenas de Roma —contestó Jesús—. Ningún Mesías podría. Existe el poder terrenal y el poder celestial. Los romanos ejercen el poder terrenal supremo.

—¡Nos prometieron un Mesías! —vociferó el gentío—. ¡Queremos un Mesías!

—El Mesías que vosotros queréis es imposible —replicó Jesús.

La muchedumbre siguió avanzando, aunque a paso aminorado. La palabra «imposible» les había dejado anonadados.

—¡Es imposible! —repitió Jesús—. El Mesías que vosotros esperáis no vendrá jamás. Dios será siempre el Dios del presente. El Mesías militar pertenece al pasado. —Vio que se detenían. La luz del ocaso destacaba sus figuras y sus ropas, aunque no los rostros.

—El Mesías es el ungido de Dios —prosiguió Jesús—. Cuando venga, será diferente a lo que vosotros buscáis. Dios le utilizará para hacer algo nuevo.

—¡Tú! ¡Tú! ¡Tú eres lo nuevo! —coreó la multitud avanzando otra vez. Alcanzaron a Jesús e intentaron tocarle, pero él retrocedió y se ocultó detrás de María y de Andrés.

—No me toquéis —ordenó, y la firmeza de sus palabras consiguió detenerles.

—¡Debes liderarnos! —gritaron—. ¡Tienes que hacerlo! ¡Israel te llama!

—Ningún hombre puede servir a dos amos —respondió Jesús—. Porque amará a uno de ellos y odiará al otro. No puedo servir a Israel como líder terrenal al mismo tiempo que sirvo a Dios.

Mientras hablaba, una línea oscura perfiló los contornos de la congregación. Hombres en uniforme. Cascos. Armaduras. Los hombres de Antipas. Llegaban más y más; rebosaban las márgenes del campo como una riada.

Jesús alzó la vista y les vio.

—Ah. Aquí están. Las fuerzas de este mundo.

La multitud que se había acercado a Jesús para proclamarle su Mesías dio la vuelta para enfrentarse a los recién llegados. Los soldados de Antipas avanzaban con las lanzas en posición horizontal, en formación de ataque.

Se lanzaron contra el gentío, haciendo fintas y golpeando con sus armas. La gente se disolvió y corrió en busca de refugio, chillando de sorpresa y de dolor. Se suponía que estaban en un lugar secreto. La invasión de Antipas era un ultraje y causó conmoción. La gente estaba convencida de que su brazo no llegaba a esas regiones apartadas.

—¡Escoria! ¡Chusma! —gritaban los soldados—. ¡No podéis escapar! ¡Muerte a los traidores!

Avanzaban agrediendo, y Jesús les esperó pacientemente. Cuando llegaron tan cerca que podían oírle, dijo:

—No hemos hecho nada que merezca este castigo. Hablé a mis seguidores, les distribuí comida, les dije que yo no soy un rey.

Los soldados de Antipas se detuvieron delante de él, los pies hundidos en el barro.

—Lo hemos oído. Pero este tipo de reunión es peligroso. Al rey Antipas no le gusta. No es lo que se dice sino las expectativas de la gente lo que importa.

—Eso no puedo remediarlo —repuso Jesús.

—Antipas no opina lo mismo —dijo el capitán—. El cree que alimentas estas expectativas. Si no desistes de tu actitud, ordenará tu arresto.

—¿Con qué cargos? —Jesús no parecía preocupado.

—Agitación —respondieron—. Da igual que rechaces esa historia del Mesías. Cualquier aglomeración se considera subversiva.

—¿Incluso cuando es para hacer caridad? —preguntó Jesús.

—Sobre todo entonces —repuso el capitán—. Es una crítica al propio Antipas. Él ha sido generoso en su caridad; si la gente pide más y recurre a otra persona que se la dé… ¡No podemos permitirlo!

—¿Soy libre para marchar? —preguntó Jesús secamente.

—Sí —respondió el capitán con cierta vacilación—. Pero te estaremos vigilando. A la primera equivocación… —Hizo un ademán brusco hacia el sur y añadió—: Irás directo a Antipas. —Dio la orden de retirada y los soldados abandonaron el campo, echando miradas de amenaza hacia atrás y produciendo un desagradable ruido al caminar sobre el fango.

También la multitud, decepcionada por la negación de Jesús de ser proclamado rey, siguió a los soldados y pronto desapareció del campo. Era casi noche cerrada, y los caminos escarpados y resbaladizos serían demasiado peligrosos en la oscuridad. Se fueron apresuradamente, y pronto el ancho campo se encontró vacío; la muchedumbre había sido como un sueño.

Jesús y los discípulos se acurrucaron en una tienda improvisada que montaron bajo un gran roble, en un extremo del campo. Allí el suelo estaba menos mojado. Los que tenían las mejores capas se las quitaron y las emplearon a modo de toldo, pasando un extremo por encima de una rama baja. En el interior, el número de personas era suficiente para generar calor, y Jesús, envuelto en su capa de lana ligera, la abrió para cubrir las espaldas de Juan y Santiago, que estaban sentados a ambos lados de él.

—Así, por fin, os concedo vuestro deseo —les dijo—. Uno está sentado a mi derecha, y el otro, a mi izquierda. —Se rió quedamente, aunque parecía estar agotado—. Os enfadasteis tanto, mis queridos Hijos del Trueno, que creí que la vida del capitán corría peligro por vosotros.

Santiago el Mayor meneó la cabeza.

—Si tuviera una lanza…

—Me pregunto si oíste algo de lo que dije —le interrumpió Jesús—. La violencia es un arma de este mundo, y a nosotros no nos interesa este mundo.

—Creo que tampoco la gente te entiende —dijo María—. Ni Antipas. ¿Cómo podrían entender?

Jesús asintió y le dijo:

—Es difícil. No todos pueden comprender lo que tú entiendes con facilidad.

—¡Supongo que te refieres a nosotros! —dijo de pronto Santiago el Mayor—. ¡Somos demasiado estúpidos para entenderte!

—¿Por qué te pones siempre de su parte? —dijo Pedro de pronto—. ¿Qué es lo que ella puede entender y el resto de nosotros, no? Escucha, maestro. La conozco desde hace años, es buena persona, pero estuvo poseída por los demonios y ahora tiene visiones. ¿Eso la convierte en sabia? ¡Ella es… bueno, como el resto de nosotros! —Se detuvo para recuperar el aliento. El golpeteo de la lluvia sobre la tienda endeble sonaba como un tambor tribal que repiqueteaba para dar énfasis a sus palabras.

Nadie habló, y el silencio demostró que todos estaban de acuerdo con Pedro. Él había expresado el sentimiento común. María se sintió turbada, avergonzada por completo, como si hubiese intentado sobresalir entre sus compañeros a propósito.

¡No es cierto!, pensó. Ni las visiones ni las voces son un truco para llamar la atención y mejorar mi posición. ¡Díselo, Jesús!

Pero Jesús miraba los rostros que le rodeaban alternativamente, como si esperara que alguien hablara. La voz de la lluvia era la única que se oía en la tienda.

Aunque… es verdad que pensé que, si soy la única que tiene visiones, puedo ofrecer a Jesús algo que los demás no pueden, admitió María para sus adentros. No quería que nadie más tuviera visiones. Si alguien las tuviera, de repente, sería una amenaza para mí.

—Los profetas tienen visiones —dijo Jesús al final—. Las visiones auténticas identifican a los verdaderos profetas. Pedro, ¿has tenido visiones alguna vez?

—No —reconoció él—. Pero las visiones no bastan para denotar grandeza. ¿Acaso, a veces, no tienen visiones las personas corrientes?

—Sí —respondió la madre de Jesús, apartándose el cabello mojado de la mejilla—. Hasta yo tuve visiones. Cuando era más joven… Visiones de ti, hijo mío. No fueron muy claras y nunca te hablé de ellas pero, no obstante, fueron visiones. ¿Esto me convierte en una profeta, en una persona santa?

Jesús asintió.

—Yo creo que lo eres —dijo—. No obstante, pienso que a María le fueron otorgados unos dones espirituales muy especiales, no debido a su valía o sabiduría sino por elección misteriosa de Dios. Él elige y, a veces, su elección puede parecer demasiado ordinaria. Moisés se quejaba de ser lento en su forma de hablar. Gedeón afirmaba ser el menos importante de su tribu y hasta de su propia familia. ¿Acaso Dios no dijo: «Tendré piedad de quien quiera tener piedad y compasión de quien quiera tener compasión»?

—Sí, pero la compasión y la piedad no son lo mismo que los privilegios —repuso Pedro—. Yo podría apiadarme de un cuervo, pero no quedaría prendado de él.

¿Tan obvio ha sido que deseaba el favor de Dios?, pensó María. Se sintió extremadamente incómoda.

Pareció transcurrir una eternidad antes de que Jesús respondiera:

—En el Nuevo Reino, todos seremos tesoros para Dios, como lo fuimos en el Edén. Pero María ha tenido más experiencias que vosotros, vivencias que moldean el alma. ¿Qué moldea el alma? El sufrimiento. Es triste pero, sin sufrimiento, nuestros ojos espirituales casi nunca se abren. María fue presa de los demonios, fue vilipendiada y perdió a su marido, tanto su afecto como su vida. Le quitaron a su hija. Estas experiencias cambian a las personas, del mismo modo que la madera seca no es igual a la madera verde. Por tanto, no se trata sólo de sus visiones.

—¿Nos estás diciendo que somos como la madera verde? —Pedro parecía agraviado. Se puso de pie y miró al grupo.

—En comparación, sí —respondió Jesús.

—¿Como este fuego estúpido que encendimos aquí fuera, que humea y apesta porque la madera está verde? —Pedro sonaba incrédulo.

—Deja de cuestionar la posición de María. —La voz controlada de Judas irrumpió—. No tienes derecho.

—¿No ves lo que está pasando? —insistió Pedro—. ¡No debería haber favoritismos!

—¡Pedro! —exclamó Jesús—. Yo soy carpintero. ¿No crees que entiendo de maderas, estén verdes o secas? No tiene sentido decir de la madera verde que es inútil. Toda madera está verde, al principio.

—¿Entonces, debo esperar a que pase el tiempo para que el verdor desaparezca? ¡Yo quiero ser útil ahora! —Pedro suplicaba.

Jesús le miró con una sombra de tristeza en la expresión.

—Oh, Pedro —dijo—. Ahora eres joven, puedes vestirte e ir adonde te plazca. Cuando seas viejo, abrirás los brazos y otros te vestirán y te conducirán adonde no querrás ir.

Pedro abrió la boca para protestar, pero se quedó sin argumentos. La imagen que Jesús acababa de describir, esa especie de predicción… ojalá no la hubiese oído. Volvió a sentarse pesadamente.

Un profundo silencio imperó entre los reunidos. María pudo oír la respiración de cada uno de ellos. Se sentía tan incómoda que deseaba poder escapar en lugar de quedarse encerrada en la tienda, con todas esas personas que no le tenían simpatía.

Aunque no les soy antipática a todos, pensó. Ni siquiera le soy antipática a Pedro; él sólo se resiente de mi «posición especial». Miró a la madre de Jesús, a la regia Juana y a la indecisa Susana. A ellas no les soy antipática, siempre las he sentido cerca. Y Andrés, Felipe y Natanael se han mostrado siempre amistosos. Hasta Simón parece tenerme afecto, a mí y a los demás. En cuanto a Mateo, Santiago el Menor y Tadeo… no les conozco bien, son poco comunicativos, pero nunca he percibido una actitud hostil en ellos. Entonces, es sólo Pedro. Pedro, que está celoso de mis visiones. No debería sentirme incómoda con los demás por culpa de él.

Aunque así me siento. Los sentimientos de cada uno de nosotros influyen en el ambiente que se genera entre todos. De la misma manera en que… una sola ramita verde levanta una gran cantidad de humo.

—Ahora deberíamos cenar —dijo Jesús, y se acomodó de nuevo sobre sus piernas cruzadas, como si nada supiera de la escasez—. Creo que algo nos debe de quedar. ¿Tenéis todos algo que ofrecer?

Pedro se puso a rebuscar en su bolsa enseguida, con la cabeza gacha. Los demás hicieron lo mismo y, para su gran sorpresa, descubrieron que aún les quedaba un surtido de provisiones. Uno tras otro, se acercaron a Jesús y depositaron los alimentos a sus pies, para que los inspeccionara. Había algunas tortas de pan, pasteles de higos secos, uvas y trozos de pescado seco.

—Nuestro festín —dijo Jesús con una sonrisa, y la calidez de su voz disipó la incomodidad que pendía sobre sus cabezas. A pesar de sus defectos, les quería a todos por igual; lo podían sentir.

—Amigos, demos las gracias. —Cogió un pequeño pedazo de pan y lo partió en trozos menores—. Dios, Padre nuestro, Te damos las gracias por este trozo de pan. —Sostuvo dos pequeños trozos en las manos, la izquierda y la derecha, manos fuertes de carpintero, y los pasó al resto del grupo. Cada uno de ellos partió su pedazo por la mitad y, aunque no debería quedar nada cuando le tocó el turno a María, que estaba sentada al final, llegó a sus manos un buen trozo. Miró a los demás y vio que hacían grandes esfuerzos por permanecer impasibles.

—Bendito sea el nombre de Dios, que siempre satisface nuestras necesidades —dijo Jesús. Observaba sus expresiones con una sonrisa, como si les estuviera diciendo: Podéis estar seguros de que Dios no os olvidará. Él no tiene favoritos. Si da de comer a la multitud, también os dará de comer a vosotros—. En cuanto a los cuervos, ni cultivan la tierra ni almacenan el grano, pero Dios les da alimento. Imagínate si no te lo dará a ti… Pedro.

Al ver que Pedro se sobresaltaba al oír su nombre, que casi se encogía, como si esperara recibir una reprimenda, Jesús añadió:

—No tienes por qué preocuparte. Dios te ama tanto como a los cuervos. Aunque es más difícil aceptar lo contrario, es decir, que ama a los cuervos tanto como a ti. —Hizo una pausa—: Dios reprendió a Job diciéndole: «¿Quién proporciona alimento al cuervo cuando sus crías lloran y deambula en busca de comida?». Job, no, desde luego.

En el interior de la tienda miserable, la atmósfera tomó el cariz de un banquete real, como si estuvieran reclinados en los más exquisitos sofás de pies dorados y almohadones de seda, y en compañía distinguida. Como si aquélla fuera la reunión de las personas más privilegiadas del mundo. María, que hacía un momento se había sentido tan excluida, se vio invadida por un intenso afecto por todos ellos. Miró a Jesús, que reía y se inclinaba hacia Santiago el Mayor y hacia Juan, sentados a ambos lados de él. Todos sonreían, y se fijó en que Judas trataba de atraer su atención. Incluso él parecía ahora relajado y benévolo.

Cuando volvió a mirar a Jesús, vio que su rostro resplandecía como un arco iris entre las nubes y que sus vestimentas emitían luz. El resplandor lastimó sus ojos.

De manera instintiva, miró a los demás y descubrió que seguían comiendo tranquilamente, con la mirada puesta en los platos. Pedro, sin embargo, no apartaba los ojos de Jesús; tampoco Juan ni Santiago el Mayor. Veían lo mismo que ella.

Era la imagen que se le había revelado en su visión. La túnica resplandeciente, el rostro iluminado. Se había cumplido, y demasiado pronto.