44

A la mañana siguiente el sol brillaba, cálido y luminoso, y nada indicaba que pronto podría oscurecerse o desaparecer. En la atmósfera afable de la dulce madrugada, las severas palabras de Jesús perdieron su gravedad de la noche. Ni siquiera él mismo parecía preocupado sino que emprendía sus tareas habituales y conversaba con su madre sobre su hermano Santiago y el trabajo en la carpintería. ¿Cómo estaban Simón y Joses? María le dijo que Santiago estaba tan descontento como siempre, pero que demostraba saber administrar bien el negocio, y que Simón era un ayudante con talento. Hasta el momento, ninguno de los dos había mostrado interés en las enseñanzas de Jesús, aunque resultaba imposible no oír hablar de las multitudes reunidas en Cafarnaún o del incidente de los cerdos en Gergesa.

Jesús supo consolarla por su falta de interés aunque, sin duda, también a él debía de herirle la indiferencia de sus hermanos.

—Algún día iré a buscar a Santiago —le prometió.

Cuando salieron del tabernáculo, ya había gente reunida esperando a Jesús. Como de costumbre, algunos estaban enfermos, otros eran pobres y otros más, sencillamente curiosos. Y entre ellos había fariseos, practicantes estrictos de la Ley, escribas y eruditos, como el día anterior. Detrás del gentío, estaban apostados unos cuantos policías de Antipas. Mientras Jesús caminaba entre los congregados, un hombre calvo y fornido se le acercó por detrás y le tocó la manga. Jesús se volvió al instante para ver quién era, aunque el roce había sido imperceptible. Enfrentado a la mirada escrutadora de Jesús, el hombre tuvo que reconocer que venía a pedirle más ayuda.

—Tú me devolviste la vista pero tengo problemas… No me acostumbro… Creía que la ceguera era la causa de todos mis problemas, pero ahora no estoy tan seguro… Me siento confuso. Veo cosas que no se parecen a nada… nada conocido. ¡Tengo que olerlas y tocarlas para saber qué son! —El hombre parecía tan afligido como si padeciera dolores físicos.

Jesús le dio la mano y le habló como si estuvieran a solas.

—¿Las cosas no son como tú esperabas? —preguntó.

—No esperaba nada en particular, sólo poder ver adonde voy, sin necesidad de que me guíen o de llevar un bastón. Me bastaba con no caerme y con no tener miedo de golpearme contra cosas que no podía ver. Ahora caminar me resulta aún más difícil. Veo escalones, barreras, colinas… y no sé distinguir un escalón de una sombra. No sé cuál es la realidad.

Calló, consciente de que todos estaban escuchando. Pero tuvo que continuar:

—Y la luz… Todos esos colores… son tan… inútiles. Antes, cuando tenía una manzana en la mano, la reconocía por su tersura y por su peso, en especial, por su olor. Por el olor era capaz de predecir su sabor. ¡Pero los colores! ¿Qué tienen que ver con nada? El rojo y… Los miro sin entenderlos. Hay más cosas rojas y redondas, las granadas, los caquis… Tengo que tocarlas y olerlas para diferenciarlas, como si todavía estuviera ciego.

—¿No te parecen hermosos los colores? —preguntó María.

—¡No! ¡Sólo desconcertantes! —respondió el hombre—. ¡No me gustan, me dan dolor de cabeza!

Jesús rió.

—El exceso de riqueza es desconcertante, en verdad. Y la escasez, sea de colores o de posesiones, ayuda a aclarar las ideas. Pero la luz fue la primera creación de Dios, y él desea que vivamos en ella. —Hablaba para que todos pudieran oírle pero después bajó la voz, para que le oyeran sólo los que estaban cerca—. Ahora te enceguecen otras cosas. Te aturde la gloria del mundo de Dios. Tendrás que acostumbrarte a ella poco a poco. Sostén la manzana en la mano y contémplala, examina cada matiz de sus colores, pide que te los nombren para así aprenderlos y, con el tiempo, llegarás a reconocer las cosas que te rodean. Aunque tu mirada siempre será distinta a la de los demás, porque tú elegiste ver.

—¡No entiendo el sentido de los colores! —exclamó el hombre—. ¡No quiero verlos!

Jesús se volvió hacia los demás.

—Esto es lo que hacemos a Dios cada día. Él nos regala la vista, nos presenta las cosas, y nosotros gritamos: «¡No quiero verlas!». Amigo mío, has recibido la bendición de la vista y no puedes volver atrás.

—Quizá no debas curar a los ciegos —sugirió Judas acercándosele—. Nunca se me había ocurrido que la vista puede causar más problemas que la ceguera.

—Siempre es más fácil vivir por debajo de tus posibilidades —le respondió Jesús—. Por eso pregunto a la gente: ¿Realmente quieres sanar? Algunos tienen el valor de admitir que no.

Su madre se acercó también y preguntó:

—¿Cómo es posible que alguien prefiera estar enfermo? Me parece increíble que alguien rechace la salud.

—Creen que la desean, pero no se dan cuenta de las consecuencias —dijo Jesús.

—No puede resultar más fácil ser ciego que poder ver —dijo Tomás—. ¡Me niego a aceptarlo!

Jesús le miró y meneó la cabeza.

—Has oído a este hombre, y él sabe lo que significa ser ciego y poder ver. Nosotros sólo conocemos uno de estos estados y somos incapaces de imaginar el otro.

—Quizá debieras dejar de curar —opinó uno de los oyentes.

—Dios es un dios de la luz y desea que vivamos en la luz —respondió Jesús—. Por muy duro que sea. Siempre es más fácil vivir en la oscuridad.

Entonces un hombre joven se acercó a Jesús y dijo:

—Yo estuve poseído por los demonios y tú los expulsaste. ¿Te acuerdas de mí? Como el ciego, mi nueva condición me resulta muy difícil. Para empezar, la gente sigue tratándome como si estuviera poseído. No confían en mí, sé que dudan de todas mis palabras y me vigilan a todas horas.

El joven tenía un porte erguido y vestía con elegancia. Nada en él sugería debilidad alguna.

—Es duro cuando los demás sólo recuerdan lo que fuiste —dijo Jesús. Hizo una pausa—. Aunque esto no es lo único que te preocupa.

—Pues, no… Tengo miedo de que vuelvan. Quizá sea esto lo que intuye la gente. ¡Que los demonios pueden volver!

—¿Has enmendado tu vida? —preguntó Jesús—. ¿Has expulsado de ella lo que pudo invitar a los demonios en primer lugar? Porque, si solo te has tomado un respiro y has ordenado tus cosas un poquito, el demonio volverá. Y traerá a sus compañeros. ¡Y tú acabarás peor de lo que empezaste!

El joven cayó de rodillas.

—Creo que sí… pero había tanto que hacer, tantas cosas que enmendar.

—Reza para que los demonios se mantengan lejos, continúa con tus esfuerzos por reparar los daños que ellos hicieron, y Dios te protegerá.

Siguió caminando, y los enemigos en el borde del gentío siguieron acercándose. María vio una auténtica muralla de fariseos embutidos en sus túnicas austeras y un grupo apiñado que sólo podía ser de escribas y que asían con firmeza su fardo de materiales de escritura. Detrás de ellos se encontraban los soldados de Herodes Antipas, observando la escena con la mirada impasible de los dioses paganos. Lucían su distintivo uniforme azul y apoyaban la mano derecha en las vainas de sus espadas. El ánimo festivo de la congregación se disipó, ahuyentado por la vigilancia y la tensión.

De repente, alguien gritó:

—¡Una señal! ¡Danos una señal milagrosa!

Jesús se detuvo para ver quién le clamaba. Estaba rodeado de un mar de rostros, era imposible saber quién había hablado.

—¿Una señal? —preguntó—. ¿Y qué harías con esta señal?

—¡Nos convencería de que eres un auténtico profeta! —Volvió a sonar la voz, y vieron que pertenecía a uno de los fariseos, un hombre joven y autoritario apostado en las últimas filas.

En lugar de responderle amablemente, Jesús le gritó también:

—¡Sois una generación malvada y adúltera! ¡No habrá señales para vosotros, ninguna en absoluto!

La gente retrocedió, sorprendida.

—¡La señal de Jonás es la única que recibiréis! —gritó Jesús—. Porque Jonás predicó a las gentes de Nínive, y se arrepintieron. ¡Serán esas mismas gentes de Nínive las que os condenarán cuando llegue la hora del juicio, porque ha venido un profeta más grande que Jonás, y vosotros no queréis escucharle! —Se volvió hacia el resto de los congregados—. ¡Y la reina de Saba os condenará a vosotros en el día del juicio, porque ella acudió de los confines del mundo para conocer la sabiduría de Salomón, y ahora ha venido alguien más grande que Salomón!

—¡Estás loco! —gritó su interrogador—. ¿Te refieres a ti? ¿Afirmas ser más grande que Salomón? ¡Qué disparate!

La multitud empezó a murmurar descontenta, y los soldados de Antipas intervinieron para imponer el orden, blandiendo sus lanzas y apartando a la gente a empujones. Se abrieron camino hasta donde estaba Jesús y su capitán alargó el brazo para apresarle.

—Será mejor que vengas con nosotros —dijo.

Jesús se soltó de un tirón y miró al soldado tan fijamente que pareció inmovilizarle. Intercambiaron miradas silenciosas durante unos largos momentos, hasta que el soldado dio un paso atrás.

—Ya te hemos advertido —masculló, y vociferó hacia los reunidos—: ¡Dispersaos! ¡Volved a los tabernáculos, a los refugios! ¡Dejad solo a este hombre! ¡Dejad de seguirle, de provocarle y de interrogarle! —Señaló al joven fariseo que había pedido una señal—. ¡Estoy hablando de ti! ¡Si no le hacéis caso, pronto desaparecerá! ¡Vosotros generáis la atención que le permite prosperar!

El fariseo contempló al soldado con absoluto desdén, como si fuera un montón de desechos apestosos en medio del empedrado; porque realmente, para los practicantes estrictos, los secuaces de Antipas y de Roma eran tan impuros como los excrementos. No se dignó responder aunque obedeció. Ya no habló más con Jesús.

Los soldados patrullaron por los campos durante el resto de la festividad, y Jesús y sus discípulos permanecieron recluidos en el tabernáculo. Aprovecharon ese tiempo para hacerle preguntas, descansar y reflexionar. María recordaba las visiones una y otra vez, trataba de recuperar hasta los detalles más nimios de las escenas, con el fin de estar mejor preparada cuando llegara el momento. Los colores y los sonidos intensos pervivían en su mente, salpicados con el tinte indeleble y el olor de la sangre, y las siluetas humanas repetían los mismos movimientos, acuchillando, derrumbándose y chillando.

También observaba a Jesús con atención, tratando de discernir sus sentimientos por cada uno de los discípulos. ¿Prefería a Tadeo antes que a Judas? ¿Estaba mejor dispuesto a contestar las preguntas de Tomás que las de Pedro? ¿Con qué intención hablaba a Susana? La mujer seguía con ellos. ¿Acaso Jesús le había reservado una bienvenida especial? María intentaba comparar sus expresiones y su comportamiento con cada uno de ellos y con su madre.

Al mismo tiempo, se despreciaba a sí misma por albergar tales pensamientos, por sentirse inclinada a competir por su aprobación.

No dejaba de preguntarse si ocupaba un lugar especial en los afectos de Jesús o si la complicidad que ella percibía entre ambos no era más que un producto de su imaginación.

¿Soy tan sólo una viuda solitaria que trata de imaginar lo que necesita allí donde no hay nada? La respuesta variaba de día en día, según las palabras o los actos de Jesús.

Es cierto que aún lloro por Joel y estoy desconsolada, admitía para sí. También es cierto que me siento distinta y no tan sola cuando estoy con Jesús. Pero desconozco sus sentimientos. Él y yo compartimos mis visiones y así puedo ayudarle, pero quizá sea esto lo único que hay… Quizá no exista nada de lo que ocurre entre un hombre y una mujer.

¿Lo sabré alguna vez?, se preguntaba. ¿Me atrevería a averiguarlo?

Cuando la fiesta de los tabernáculos terminó Jesús les condujo lejos de Betsaida, a las colinas. Su madre se quedó con ellos, y también Susana. Juana y María habían usado otra parte de sus pertenencias personales para comprar provisiones en Betsaida y asegurar la supervivencia del grupo en la siguiente etapa de su peregrinación.

Caminaban de dos en dos, y a veces María se encontraba al lado de Jesús; otras, no. Siempre era un privilegio poder caminar junto a él, ya fuera conversando o en silencio. En cierta ocasión, al quedarse deliberadamente atrás para permitir que los hermanos Zebedeos caminaran al frente, al lado de Jesús, oyó una conversación que la ayudó a superar toda la culpa causada por su deseo de ser ella la discípula preferida.

Jesús les había llamado con un ademán y, cuando los hermanos ocuparon el lugar de María, les preguntó:

—¿De qué estabais hablando allí atrás?

—De nada en particular —respondió Santiago el Mayor.

Cuando Jesús permaneció callado, mirándole, se encogió de hombros.

—Estábamos hablando de Antipas y de lo que significa la vigilancia de sus soldados.

—Pero estabais discutiendo —insistió Jesús—. Tú y Juan, y cuatro o cinco de los demás.

—Discutíamos sobre quién será el más importante en el nuevo Reino, cuando todas las cosas serán distintas, como nos dijiste —admitió Santiago el Mayor—. Juan y yo… queremos pedir tu permiso para sentarnos a ambos lados de ti. Queremos ser tus ayudantes especiales.

¡Hete aquí! ¡Todos se confabulan para ocupar un puesto mejor, todos quieren ser discípulos predilectos de Jesús!, pensó María. Yo sólo quiero su afecto y su estima, mientras que ellos desean prestigio y una posición especial. El descubrimiento la hizo sentir superior.

—¡Ellos no tienen derecho! —protestó Felipe, que se había adelantado por el camino—. Yo te conocí primero.

—Yo también estuve desde el principio —opuso Pedro.

—Yo te llevé a Jesús —le corrigió su hermano—. Yo fui el primero.

—Jesús tuvo una visión en la que yo aparecía bajo una higuera —interpuso Natanael—. Fui uno de los primeros a los que llamó.

Jesús se detuvo, y los demás hicieron lo mismo. Les envolvió el polvo que habían levantado con sus pies y que se suspendía como niebla en el aire.

—¡Mis Hijos del Trueno! No sabéis qué significa lo que me pedís —dijo a Santiago el Mayor y a Juan—. ¿Podéis tomar vosotros el cáliz que yo he de beber?

—Sí que podemos —respondieron con firmeza.

Jesús meneó la cabeza.

—En verdad, beberéis de mi cáliz, pero no soy yo quien puede autorizaros un puesto a mi lado. Estos lugares pertenecen a aquellos para los que fueron dispuestos por mi Padre.

—¡No deberían actuar así, a nuestras espaldas! —protestó Pedro—. A hurtadillas, tratando de asegurarse…

—¡Pedro! —Jesús alzó la voz—. ¡Y todos vosotros! ¡Escuchadme! —Se dio la vuelta lentamente, para cerciorarse de que todos pudieran oírle—. ¿Queréis ser como Antipas y sus soldados? ¿Queréis ser como los romanos? Ellos viven de acuerdo al rango y les encanta imponerse unos a otros. Vosotros debéis hacer lo opuesto. El más grande de entre vosotros deberá ser un sirviente, no, un esclavo de los otros. Como yo sirvo a los demás.

—¿Un esclavo? —Pedro parecía ofendido—. ¿Un esclavo? ¡Dices que somos los hijos de Dios, y los hijos de Dios no pueden ser esclavos!

—Debéis ser esclavos del Reino de Dios. —Jesús pronunció las palabras con toda claridad—. En el Reino del Señor no hay lugar para la ambición.

Juan y Santiago el Mayor se rezagaron, desconcertados, dejando que María y Juana ocuparan su lugar.

—Maestro —dijo María—, yo no tengo ambiciones.

Jesús se volvió hacia ella y le dirigió una mirada penetrante. En ese momento, supo que podía leer su mente.

—María, me temo que sí tienes. —Fue lo único que dijo.

Sus palabras la dejaron anonadada, como si la hubiera alcanzado un rayo. ¡No era cierto! ¿O sí? Jesús tenía razón en cuanto a los demás… Sintió que sus mejillas se arrebolaban de vergüenza.

Entonces Juana empezó a contar las cosas que sabía de Antipas y a opinar sobre su más probable curso de acción. Haría que les siguieran, afirmó. A partir de ese momento, nunca dejaría de vigilarles. Al menor desliz, correrían todos la suerte de Juan el Bautista, serían encarcelados, si no ejecutados.

—Hasta el propio Antipas debe obedecer algunas leyes —opuso María—. No puede encerrarnos sin más. —Agradecía la posibilidad de seguir hablando con Jesús, aunque de un tema menos espinoso. Desde luego, prefería hablar de Antipas que de sus sentimientos hacia Jesús.

—Ya encontrará un pretexto —le contestó Juana—. Le conozco, sé cómo piensa.

—Tienes razón, Juana —dijo Jesús—. Aunque nosotros no nos ocultaremos ni modificaremos nuestro comportamiento. Lo que hacemos, lo hacemos abiertamente. Que Antipas haga lo que quiera.

—¡Sí! —afirmó Juan, que caminaba justo detrás de ellos; su hermoso rostro resplandecía—. ¡Sigamos adelante con valentía, aunque sea hacia la muerte!

—Si las cosas llegan tan lejos, Juan —respondió Jesús pausadamente—. No es deshonroso intentar salvar la vida. Cuando yo me haya ido, espero que huyáis de las persecuciones mientras no reneguéis de mí.

¿De qué estaba hablando? ¿Cuando se haya ido? De repente, María se sintió asustada. La túnica blanca, las palabras: «Está llegando, es la suerte que me aguarda…».

—¡No debes hablar así! —exclamó, empujando a Juan a un lado y asiéndose de Jesús—. ¡No, por favor!

—María, María —dijo Jesús—, no podemos negar lo que ha de ser. Debemos estar preparados.

—Y tu mensaje… ¿Qué será de los que aún no lo han oído, si te hacen callar? —insistió Tomás.

—Por eso debo seguir hablando, seguir moviéndome mientras aún me lo permitan. Después, seréis vosotros los que hablareis por mí.

«Después… Cuando me haya ido…».

Nunca antes les había hablado así. Al son de aquellas palabras, a María le pareció que una sombra atravesó la mañana luminosa, como sí las alas de un águila enorme hubiesen tapado el sol al pasar. Si Jesús desaparecía, nunca más haría calor. Un auténtico escalofrío recorrió su cuerpo.

No podía ser. No se le había aparecido en visiones. ¿Cómo podía ser cierto si no había visiones de ello? Las visiones se lo decían todo. Ésa fue la primera vez en que accedió a reconocerlo, bajó la guardia ante el contenido revelador de sus visiones.

Le había visto envuelto en una túnica deslumbrante, ennoblecido, glorificado. Dicen que la túnica del martirio está glorificada… ¿Será posible que fuera éste el contenido de su visión?

Detrás de ella, los discípulos trepaban por una pendiente empinada, algunos ayudándose con bastones, otros, los más rezagados, gruñendo quejidos. Juan y Santiago se habían quedado atrás, avergonzados de su reciente conversación con Jesús. A su lado, los demás discípulos ambiciosos seguían discutiendo.

En la medida en que ascendían, sentían el aire más fresco de las alturas, y las ramas de los pinos, que se erguían altos como en los bosques, susurraban al paso de la brisa. María estaba tan inmersa en sus pensamientos que no se dio cuenta de que Judas caminaba a su lado hasta que él le habló.

—A Jesús sólo le puede seguir la gente joven —dijo. Avanzaba clavando su bastón en el suelo, como si necesitara de un ancla para dar el siguiente paso.

—Su madre nos sigue sin problemas —contestó María, mirando a la mujer que caminaba resuelta al lado de Pedro.

—No es muy mayor —dijo Judas—. No creo que haya cumplido los cincuenta todavía. Mateo casi tiene la misma edad. Simón, también. Fue celota durante mucho tiempo. Por eso está tan desmejorado. Ser celota durante tanto tiempo y no ver resultados… eso ha de envejecerte a la fuerza.

—Parece más joven desde que se unió a nosotros.

—Sí —admitió Judas—. Jesús tiene ese efecto en la gente.

—Pero ahora dice que su misión será reprimida por Antipas. ¡No podemos permitir que eso ocurra! —Judas sería su aliado en cualquier plan de oposición a Antipas. Era inteligente, imaginativo y más mundano que los demás. Recordó una frase de Jesús; había dicho que los hijos de este mundo son más listos que los hijos de la luz, al menos en lo que se refiere a determinadas cosas. Judas daba la impresión de ser un hijo muy competente de este mundo.

Judas reflexionó por un momento; María sólo oía los golpes sordos de su bastón contra el suelo. Finalmente, dijo:

—No, no podemos permitirlo. —Y añadió algo sorprendente—: Si Jesús se vuelve demasiado provocador, debemos detenerle.

¿Detener a Jesús? Sonaba a deslealtad aunque… ¿no sería mejor impedirle que se expusiese a peligros?

—¿Cómo? —preguntó.

—Por medio de la persuasión. Estoy seguro de que su madre nos ayudaría. Y si todo fracasara… somos más numerosos que él.

La idea de recurrir a la fuerza para impedir a Jesús que hiciera lo que se proponía no sólo parecía aborrecible sino también impracticable. Si se trataba de salvarle la vida, sin embargo…

—Pues sí. Si las cosas llegan a este extremo. —María se sintió aliviada y conspiradora a la vez. La sombra desapareció del cielo, aunque seguía haciendo frío.

Judas siguió caminando a su lado en silencio. Al cabo, dijo:

—Sé que tú y Juana habéis contribuido en nuestra alimentación. ¿Necesitas de alguien que cuide de tus finanzas? A mí se me da muy bien.

¿Por eso la había abordado?

—¿Conoces el oficio? Me parecía que Mateo…

—Él quiere olvidarse de su vida anterior —dijo Judas—. Lo mismo ocurre con su hermano, Santiago. ¿Quién más hay? ¿Los cinco pescadores? ¿El estudioso de la Torá? Estos hombres no tienen experiencia en el manejo del dinero. Jesús, sin duda, admira sus virtudes sencillas, la «sal de la tierra» pero, evidentemente, no son apropiadas para esto. Tenemos el dinero de nuestros miembros; recibimos contribuciones de simpatizantes; tenemos gastos de bebida y alimento. Alguien tiene que administrarlos. Yo tengo experiencia. ¿O preferirías hacerlo tú? —preguntó en tono cordial.

—No —respondió María. Deseaba estar libre para dedicar su atención a Jesús y su mensaje, para poder ayudarle siempre que pudiera.

—Te ofrezco, pues, mis servicios —concluyó Judas.

Pasaron la noche en un bosque, al amparo de los pinos y los robles. Aquellos bosques eran supervivientes de los tiempos antiguos, de los días de Josué y la conquista de la tierra prometida. Fueron testigos pacientes de la historia de David, Salomón, Josías y Elías, cuando aquellos grandes hombres fueron guardianes de la tierra. Ahora les tocaba el turno de proteger a Jesús y a sus discípulos. Ladera abajo había más seguidores, los que le acompañaban a distancia y los que no le conocían bien y, sin embargo, se sentían atraídos por sus palabras.

Los discípulos encendieron un fuego bajo los pinos y se sentaron en torno a él. Podían oír el murmullo de la gente un poco más abajo, personas que ansiaban unirse a Jesús y que buscaban un líder poderoso.

Reunidos, sin embargo, alrededor del fuego, observaron que Jesús parecía triste y distraído, en absoluto ofrecía el aspecto de un gran líder. Las llamas se elevaron cuando las ramas de pino cayeron en el fuego, engullendo las agujas verdes con gran chisporroteo. Su luz iluminó los rostros de Jesús y sus compañeros, destacando cada línea y cada músculo de sus caras y cuellos.

Si somos jóvenes, pensó María, esta noche no lo parecemos. Éstos no son los ojos de personas jóvenes.

Jesús les contemplaba, recorriéndoles con la mirada.

—Amigos míos —dijo al fin—. Y madre, mi mejor amiga. —Hizo un gesto de asentimiento hacia ella—. Hemos entrado en una nueva fase de nuestra peregrinación. —Miró alrededor—. No sólo porque nos encontramos en una parte de Galilea que casi todos desconocemos sino porque hemos atraído la atención de los romanos, de Antipas y de las autoridades religiosas. Pronto tendremos que ir a Jerusalén para enfrentarnos a ellos.

¡A Jerusalén!

—A Jerusalén, no —susurró María—. ¡No, maestro! —Sólo cosas malas les aguardaban allí.

Jesús inclinó la cabeza y cerró los ojos por un momento.

—Doy gracias a Dios por todos vosotros —dijo. Una expresión de angustia asomó en su rostro—. ¡Sois tan pocos, sin embargo, de tantos que me han escuchado!

En la distancia resonaba el barullo del gentío que les seguía y que se aglomeraba en la ladera inferior.

—Somos completamente tuyos —le aseguró María.

—Ahora estamos amenazados por los romanos y por Antipas, antes de concluir siquiera nuestro viaje por esta tierra. Debemos proseguir nuestro camino. Os pregunto: ¿Estáis dispuestos? ¿Seréis perseverantes? Será difícil.

Hubo un murmullo de asentimiento, aunque nadie elevó la voz.

—Ya me habéis oído hablar del fin —continuó Jesús—. Pero no nos está dado conocer cuándo llegará. Sólo podemos hacer lo que se nos ha asignado, hasta el último momento.

—Hijo mío —intervino su madre—, ¿cómo puedes hablar de la hora final? ¡Tu vida apenas ha empezado!

Jesús se rió, pero con una risa queda.

—Siempre pensamos así de nuestros seres queridos. Lo cierto es, amada madre, que han pasado muchos años desde la primera vez en que me tuviste en tus brazos. Cuando se trata de los que amamos, el tiempo siempre pasa rápido. —Volvió la cabeza y miró a los demás con ojos fieros. Después detuvo la mirada en Santiago y en Juan—. Él decide cuál será la hora final. No yo.

—Estamos dispuestos —dijeron todos al unísono—. Estamos dispuestos. —Sus voces eran tristes y guturales.

Durante la noche empezó a llover. El invierno había llegado de golpe. Hace tan sólo un año, las lluvias de invierno me empapaban mientras buscaba la salvación (cualquier forma de salvación) de los demonios, pensó María. Entonces aún no conocía a Jesús. Él no había iniciado su misión. Y ahora ya se siente amenazado.

Se cubrió la cabeza, agradecida de haberse preparado un lecho al amparo de un pino protector. Oía las gotas que caían salpicando a su alrededor, frías y pesadas.

Son muchos los que ya le han oído predicar. Pero son muchos más lo que aún no han tenido la oportunidad. No podrá llegarles a todos, pensó, mientras la lluvia azotaba las ramas por encima de su cabeza.

Oyó a los demás que trasladaban sus jergones improvisados para resguardarse del agua.

—¿María? —Era la voz de Judas. ¿Había estado cerca de ella todo el tiempo?

—¿Sí? —Se sintió incómoda. ¿Y si él pensaba… si se imaginaba que ella…?

Yo sólo pertenezco a Jesús. Las palabras, inesperadas y definitivas, refulgieron en su pensamiento.

—No comprendo cuál será nuestro destino —decía Judas—. Estoy confuso. Jesús no ha respondido nunca realmente a mis preguntas, las preguntas que deseo plantearle desde el principio, cuando nos conocimos en el desierto. —Hablaba en voz baja y tono de confesión.

¿A qué preguntas se refería? María sólo podía recordar frases de desafío.

—Quizá le pareciera que no deseabas recibir de verdad una respuesta —sugirió finalmente. Arrastró su jergón un poco más lejos de él.

—Debió de saber que mis preguntas eran sinceras —insistió Judas. Con un susurro, acercó su jergón al árbol.

A lo mejor no pretendía abordarla. A lo mejor sólo intentaba mantenerse seco. María se reprendió por pensar siempre lo peor de todos. A Jesús no le gustaría esta actitud mía, se dijo. Él espera lo mejor de cada uno y corre sus riesgos con gente como Simón y Mateo. ¿Cómo podría aprender a pensar como él?

—Mi búsqueda era sincera —prosiguió Judas—. Me temo que he pasado la vida buscando.

María se incorporó para poder oírle mejor y contestarle sin molestar a los demás.

—Tu búsqueda debió quedar satisfecha —susurró—. Te uniste a él.

—Sí, me uní a él, y hay momentos en que doy la búsqueda por concluida pero… —Su voz se hizo menos audible, como la última voluta de humo de un fuego que agoniza—. Quizá la culpa sea mía, pero hay otros momentos en que me abruman todas esas preguntas sin respuesta.

María inclinó la cabeza y cerró los ojos. Entendía demasiado bien lo que Judas quería decir.

—A veces hay que darle un voto de confianza —dijo al final. Fue lo que ella había hecho: depositar en Jesús su confianza, asumir un compromiso ferviente y ciego. Construir una muralla contra todo lo demás. Pisotear las dudas.

—Algunos de los que nos siguen, aquéllos, los de la parte baja de la colina, se han ido —dijo Judas. Su voz sonó sedosa en la oscuridad—. Oí que Jesús preguntaba a Pedro por ellos. Y añadió, muy afligido: «¿Os iréis también vosotros?». Pedro respondió: «¿Adónde iríamos? Tú tienes la palabra de la vida eterna». Lo mismo siento yo. Quiero oír sus palabras, con la esperanza de que una de ellas, una palabra milagrosa, responderá a todas mis preguntas. Si me marcho, jamás la oiré.

Era una razón negativa para quedarse junto a Jesús, aunque María no podía culparle. Lo importante se mantenía firme: estaban allí con él no se habían dispersado. Y tal vez una palabra elusiva bastaría para ganarse a Judas por completo, si estuviera allí para oírla.