El interior del tabernáculo estaba en penumbra e inesperadamente fresco. Ni el calor ni la luz palpitantes conseguían atravesar las hojas de palmera y, cuando María entró, le costó unos momentos poder ver a su alrededor. Las paredes de ramas despedían un perfume seco y dulzón.
Varias personas yacían en los jergones, los ojos cubiertos con los antebrazos. ¿Dónde estaba Jesús? ¿Haría bien en molestarle? Cuando pudo ver mejor, le descubrió en el otro extremo del refugio, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, con la cabeza baja. Estaba rezando.
María se le acercó y esperó respetuosa. Pasados unos minutos sin que él levantara la cabeza, se arrodilló a su lado.
Jesús alzó la vista al momento.
—¿Qué quieres? —preguntó con voz suave.
—Maestro, he traído… Tu querida madre está aquí —dijo María al fin, tirando suavemente de la mano de la otra mujer, que se inclinó para mirar a Jesús a la cara.
Sería difícil decir quién de los dos se emocionó más, si Jesús o su madre. Él pareció estupefacto aunque feliz, y ella, como si no pudiera creer que estaba de nuevo a su lado. Se inclinó aún más y se abrazaron. Después Jesús se puso de pie y la ayudó a incorporarse a la vez.
—Madre —dijo, y la palabra encerraba una satisfacción sin límites—, por fin has venido.
—Por fin he venido a ver… —Habló en voz tan baja que María no pudo oír el resto. Sólo vio a los dos abrazándose con fuerza.
Así permanecieron un largo rato. Luego relajaron su abrazo y Jesús se volvió hacia sus discípulos.
—Amigos —dijo y sólo María detectó la sutil diferencia en el tono de su voz, sintió el cambio operado en él—, mi madre ha venido de Nazaret para unirse a nosotros. —Se volvió para mirarla y echó a reír—. ¿O me he precipitado? ¿Has venido para visitarnos o para quedarte?
La mujer les miró de uno en uno. Su belleza impresionó a María de nuevo.
—Vine para visitaros pero… me quedo para unirme a vosotros —dijo lentamente. Su voz tenía la misma profundidad que María recordaba como su mayor distintivo, los años no la habían empañado.
—¿Eres su madre? —preguntó Pedro. Se puso de pie y abrió los brazos—. ¿Él tiene madre? —Se rió con su propia broma.
—Todo el mundo tiene madre —respondió Jesús. La actitud de Pedro parecía decepcionarle.
Judas se levantó también.
—¡Bienvenida! —Hizo un gesto hacia María la mayor—. Ojalá las madres de todos nosotros vinieran a vernos.
—¿Dónde está la tuya? —preguntó la mujer.
—Me temo que ella no puede venir —respondió Judas—. Murió hace bastantes años.
—Eso es duro —interpuso Andrés—. Muy duro.
—Sí, lo es. —Judas pareció avergonzarse de su comentario—. Aunque es frecuente. Tantas personas pierden a su madre que no es habitual que un adulto la tenga todavía a su lado. Te envidio —dijo a Jesús y se sentó de nuevo en su jergón.
—Te oí hablar con los fariseos y con el saduceo —dijo María la mayor—. ¿Han hecho todo este camino para retarte?
Jesús sonrió.
—Para ponerme a prueba, diría yo.
—Para tenderte una trampa, diría yo.
—Tal vez sea lo mismo. —Jesús suspiró—. Perdóname, madre, pero sus pruebas me han cansado mucho. —Se arrodilló en su jergón—. Necesito dormir un poco. Quédate aquí, conmigo.
Le hizo espacio para que se acostara y todos se dispusieron a dormir en la quietud calurosa de la tarde.
María, sin embargo, tenía miedo de dormir, miedo de tener visiones espantosas. Las horribles imágenes de guerra que se le habían aparecido por la noche la acompañaron toda la mañana, mientras recorrían los campos y presenciaban los interrogatorios de Jesús. Cerraría los ojos, pero dormir… En las ramas de la techumbre sonaba el zumbido penetrante de una mosca.
Ahora estamos todos aquí, juntos. ¿Qué haremos después, dónde iremos? Las preguntas martilleaban su mente como las lluvias torrenciales del otoño. Todo parece conducir hacia algo concreto, aunque Jesús nunca ha dejado entrever que tenga intención de variar su práctica. ¿Pasaremos toda la vida haciendo lo que hemos hecho hasta ahora?
¿Y qué habría de malo en ello?, se reprendió a sí misma. Es una vida dura pero una sola curación basta para darle sentido. A pesar de todo, me gustaría que nos enseñara más cosas, que nos explicara mejor, que nos abriera su corazón…
Se sobresaltó. Había empezado a quedarse dormida en el sopor de la tarde. ¡No! Se incorporó sobre un codo y sacudió la cabeza. Nadie se movía a su alrededor.
¡Qué suerte tenéis de poder dormir sin temer a los sueños!, les dijo en silencio.
Con el frescor de la tarde, Jesús y algunos de sus discípulos salieron del tabernáculo. Pedro y Andrés fueron a la ciudad a comprar comida con el dinero de María y de Juana. Volvieron con provisiones de lentejas, puerros y pasas, así como con cebada para hacer pan. Las dos Marías se encargaron casi en exclusiva de cocinar y lo hicieron sin apenas hablar, contentas de poder sumirse en sus reflexiones. Era bueno poder trabajar juntas, poder hacer esa ofrenda de trabajo a sus amigos y compañeros. Cuando el resto del grupo regresó, descubrieron que les aguardaba una cena de puerros asados, un guiso de lentejas con pasas y una hogaza de pan de cebada. Pedro levantó el vino que él mismo había elegido y afirmó que provenía de las mismísimas laderas lindantes con Nazaret.
—En tu honor —brindó a la madre de Jesús.
—Espero que sea de los viñedos buenos —respondió ella—. El vino de algunos más vale no probarlo. —Lo dijo, sin embargo, con una sonrisa, como si quisiera indicarle que conocía bien el sabor del vino malo.
La tarde era cálida y agradable, y decidieron cenar sentados en círculo delante del refugio. Antes de empezar, Jesús rezó una larga oración de agradecimiento por los alimentos y los compañeros que le rodeaban, y pidió que Dios bendijera a ambos. Y añadió:
—Doy las gracias a Dios por haberme traído a mi madre. —Con un asentimiento de la cabeza, le tendió la mano. Ella se acercó y se sentó a su lado—. Es una velada muy especial para nosotros —prosiguió Jesús—, porque es testigo de la unión de dos familias, mi familia terrenal y la celestial. —Rodeó a su madre con el brazo—. Las familias de todos serán bienvenidas si desean unirse a nosotros.
Ojalá que lo hicieran, pensó María. Ojalá que lo hicieran.
La brisa de la tarde era dulce y susurraba los placeres de la vendimia y de la vuelta a casa. Saborearon los alimentos del campo: las uvas recién recogidas, las apetitosas y resbaladizas olivas de los huertos cercanos, la espesa y oscura pasta de higos. Los pepinos y los melones jamás les habían parecido más refrescantes. Saboreaban la bondad y la abundancia que Dios les ofrecía a través de los productos de la tierra.
Los campos parecían respirar calidez a su alrededor; les rodeaban con su paz y les daban amparo.
—¿Pasaremos aquí los siete días? —preguntó Judas, el primero de los discípulos en hablar.
—Sí, ésta es la duración estipulada de la fiesta —respondió Jesús.
—Si nos quedamos, entonces, ¿por qué dijiste que el tercer día alcanzarías tu meta?
—Puedo alcanzar mi meta sin moverme —afirmó Jesús.
—¡Me gustaría que dejaras de hablar con acertijos! —le interrumpió Pedro—. Que explicaras con claridad qué quieres decir. O, al menos, explícanoslo a nosotros, en privado. —Sonaba más ofendido que enfadado.
—¿Qué quieres saber, Pedro? —preguntó Jesús.
—Muy bien: ¿Qué querías decir cuando preguntaste a aquel hombre por qué te llamaba bueno? ¿Por qué dijiste que sólo Dios es bueno? Sabes muy bien por qué lo dijo. Y sí eres bueno. ¡No tiene sentido!
—Quería saber si él me ponía en el lugar de Dios.
—¿Por qué iba a hacerlo? Te planteaba una pregunta sencilla y te llamó bueno en señal de respeto.
—Prefiero que reflexione en cómo ha de llamar a la gente, en lugar de hacerlo sólo para halagar —dijo Jesús tras una pausa.
—¡Desde luego, a partir de ahora reflexionará!
—¿Qué quiere decir que recibiremos a hermanos y hermanas nuevas, que sustituirán a los que perdimos? —preguntó María.
Jesús señaló a todos, que estaban sentados formando un círculo.
—¿No te parece que ya los habéis recibido? —respondió quedamente—. Y habrá muchos más. ¿No dije cien veces más?
—Pero también dijiste que habría persecuciones. «En esta era», fueron tus palabras.
—Ya habéis sido testigos de su comienzo —dijo Jesús—. Mucha gente se ha vuelto contra nosotros. El discípulo no está por encima de su maestro, ni el sirviente por encima de su amo. Si han llamado al amo de la casa Belcebú, ¿cómo repercute esto en sus sirvientes? —Jesús suspiró—. Aunque nada de esto es del presente. Disfrutemos de esta velada, libres de toda carencia y persecución. Nos hará bien recordarla más adelante.
—«En esta era». Siempre utilizas esta frase en lugar de decir «ahora». ¿Por qué lo haces? —Una vez empezadas las preguntas, ya no podían parar.
—Os lo diré cuando entremos en el tabernáculo —dijo Jesús—. Y mi explicación será sólo para vuestros oídos, como habéis deseado. Aquí fuera, con tanta gente paseando y escuchando… —Calló para permitir que sus palabras hicieran efecto y, en ese momento, oyeron voces y movimientos muy cerca de ellos—. Éste no es el lugar apropiado. —Sin embargo, parecía que le apetecía seguir al aire libre, y sus discípulos quedaron en silencio a su lado, disfrutando de la brisa de la noche.
Cuando al final entraron en el refugio, Jesús depositó la lámpara en el centro de la habitación y dijo:
—Me habéis preguntado adonde os conduzco, y realmente tenéis derecho a saberlo, porque habéis arriesgado muchas cosas para seguirme. Ahora os explicaré de qué hablo en todos mis mensajes, a qué hago referencia en todas mis oraciones y en qué pienso sin cesar.
Esperaron sin saber qué. María sintió la boca reseca. Se produjo un silencio tan profundo que se oían sus respiraciones.
—La era actual, tal como la conocemos, pronto llegará a su fin —dijo Jesús al cabo—. No puedo ser más explícito. No nos queda mucho tiempo. El fin llegará de forma inesperada, como un ladrón en la noche. Y, cuando llegue, el orden de las cosas terrenales, todo lo que nos es conocido, desaparecerá. Será el amanecer del nuevo Reino de Dios, y los que no estén preparados serán separados de los demás, como la cizaña del grano.
Se lo quedaron mirando. Sí, todos sabían que llegaría el día del juicio y que, seguramente, tenía algo que ver con el Mesías o con el misterioso Hijo del Hombre, pero los presagios que lo auguraban eran vagos.
—¿Sucederá ahora? —preguntó Pedro.
—Quizá mañana mismo —respondió Jesús—. Por eso es tan urgente que trasmitamos el mensaje a la mayor cantidad posible de gente. Tenemos que prevenirles.
—Prevenirles… ¿de qué? —preguntó Judas. Su voz era grave, no desafiante—. ¿Qué se puede hacer?
—Prevenirles de que el nuevo orden será distinto por completo al actual y de que, si no desean ser destruidos en la conmoción, deben arrepentirse y cambiar sus vidas —explicó Jesús—. ¡Todo será distinto, todo! Este es el mensaje. Si tuviera que resumirlo en una frase diría: Los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros. Los pobres serán benditos, los ricos caerán, los poderosos serán débiles, y los débiles y sumisos serán los herederos de la nueva era. —Miró a su alrededor y, de repente, su rostro perdió la expresión amable y adquirió un aire feroz, algo que María nunca había visto antes.
»¿No lo veis? ¿No lo sentís? ¿Qué creéis que significan las sanaciones y los exorcismos? No se producen porque sí, se producen como signos de la llegada del nuevo Reino. El poder de Satanás ha sido desafiado, y ya relaja el puño con el que atenazaba al mundo. Los demonios que expulsamos son testigos de ello. —Mientras hablaba, su expresión cambió de nuevo y se tornó trascendental, de regocijo ante los acontecimientos inminentes.
Un silencio total cayó sobre los discípulos. Nadie deseaba hablar.
¡Yo no quiero que esto termine!, pensó María. No quiero que desaparezca, no puedo desprenderme de ello…
—No podemos llegar a todo el mundo —dijo Tomás al final—. No hay forma de prevenirles a todos.
—¿Es por eso… que piensas que los esfuerzos de gente como yo de liberarnos de los romanos no tienen valor? —preguntó Simón, planteándose el asunto por primera vez.
—Ahora lo entiendes —contestó Jesús—. Luchar por una nimia causa política, cuando todo está llegando a su fin y los que no están preparados serán condenados, es una desgracia. No importa quien gobierna a quién, ni la cantidad de los impuestos, ni si es justo o no que un romano pueda obligar a alguien a que cargue con su equipo en el camino. Llevarlo a cuestas una milla o dos, ¿qué más da? Tanto el romano como su equipo pronto habrán de desaparecer.
—¿Quedará algo? —preguntó Pedro con vacilación.
—Quedarán las obras buenas, y ésta es la razón por la que debemos llevar la carga una milla extra. Tu buena obra perdurará, el romano y su equipo, no. No es fácil entenderlo, pero forma parte del misterio de Dios.
María se aventuró a preguntar:
—Quizá sea una pregunta tonta, maestro, pero… ¿será doloroso? —Jesús asintió con tristeza.
—Para los que no están en paz con Dios, sí. Habrá llantos y rechinar de dientes, pero ya demasiado tarde. Grandes lamentaciones, peores que en la caída de Jerusalén en tiempos de Jeremías.
La caída de Jerusalén… Aquel sueño pavoroso… ¡Santo Cielo, fue aquello lo que vi!, pensó María. La bañó un sudor frío. Y sucederá pronto, éste debió de ser el mensaje de mi visión.
—¿Cómo sabremos que ha llegado el momento? —preguntó la madre de Jesús—. ¿Cómo podemos prepararnos?
Él la miró, como si se sintiera aliviado de tenerla allí consigo, de poder ser él mismo quien la advirtiera.
—La única preparación posible es estar siempre listos. Caerá sobre nosotros con tanta rapidez que nadie podrá hacer nada. De dos personas que yacen en la misma cama, una podría salvarse y la otra, no. Cualquiera podría ser testigo de la desaparición de su compañero. Será un día terrible y los que le sigan serán peores. Habrá señales en el cielo, cataclismos que supondrán el fin del mundo. Lo sé. Este conocimiento me fue dado. Debéis creerme.
—Maestro, no nos has pedido que prediquemos este fin —dijo Pedro—. Sólo nos pediste que llamásemos al arrepentimiento y a creer en la llegada del Reino de Dios, para que la gente tomara partido por él.
—¿Qué más necesitan saber? —preguntó Jesús—. Si no responden a este mensaje, ¿crees que les convencerían los detalles? Yo os digo que será como en los días de Noé. La gente siguió comiendo y bebiendo y divirtiéndose hasta el fin, hasta que empezó a caer la lluvia, aunque ellos también habían sido advertidos. Optaron por seguir con su vida normal hasta el mismísimo momento en que Noé entró en el arca y cerró la puerta.
—Entonces… ¿qué sentido tiene advertirles? —preguntó Mateo.
—Dios ordenó que lo hiciéramos —respondió Jesús—. A todos los profetas les ordenó que hablaran, que comunicaran el mensaje, Porque la culpa caería sobre ellos si no lo hicieran. —Hizo una pausa—. Si alguien escucha el mensaje y no responde, la culpa es de él. Si el mensaje no se divulga, la culpa es de la persona que lo calla.
—¿No deberíamos anunciarles claramente la llegada del fin? ¿Advertirles en firme? —preguntó el hermano de Mateo, Santiago, tomando parte en la conversación. Su mente legalista buscaba cubrir todas las posibilidades.
—Os contaré una historia —dijo Jesús—. Y su significado no es ningún secreto. Hubo una vez un hombre rico que se negaba a dar siquiera un mendrugo de pan al pobre mendigo que esperaba a su puerta. Aquel mendigo se llamaba Lázaro. Cuando ambos murieron, Lázaro se encontró al lado de Abraham mientras que el rico bajó al infierno. El rico, abrasado de sed y desesperado por una gota de agua, suplicó a Abraham que permitiera que Lázaro se mojara un dedo para humedecerle la lengua. Pero, aunque Lázaro era bondadoso y habría ofrecido de buen grado lo que el rico le había negado en vida, no podía hacerlo. Un gran abismo separa al Paraíso del infierno. Entonces el rico suplicó a Abraham: «Deja que Lázaro hable con mis cinco hermanos que les prevenga, para que no corran la misma suerte que yo». Abraham contestó: «Tienen a Moisés y los profetas. Si no escuchan a Moisés y los profetas, tampoco les convencerá nadie más, aunque vuelva de entre los muertos para advertirles». —Jesús les miró de uno en uno—. ¿Está claro?
—Maestro, con todos mis respetos, no estoy de acuerdo —dijo Judas—. Es fácil olvidar las advertencias generales, como también las admoniciones generales. «Sé limpio. Paga tus deudas. Sé bondadoso con las viudas». La gente pasa esas cosas por alto. Pero, si alguien les dijera «¡Esta noche morirás!», prestarían atención. Quizá debamos hablarles con más claridad.
Antes de que Jesús pudiera responder, Tadeo irrumpió, angustiado:
—¿Cuándo sucederá todo esto?
—Nadie sabe el día ni la hora —contestó Jesús—. Aunque será pronto. Muy pronto. —Les miró a todos—. Deberíais alegraros. Regocijaros de formar ya parte del Reino. Y de tener el privilegio de llevar este mensaje a los demás.
Se arrastraron hasta los jergones para dormir. El espíritu alegre y jovial de la celebración se había disipado como el mundo cuando toca a su fin. Ahora todo aquello les parecía trivial, la recogida de ramas, la comida, las normas de construcción de los tabernáculos y la conmemoración de la experiencia en el desierto.
María yacía inquieta en su jergón. ¿Qué le pasaría en el futuro? ¿Y a Magdala? Aquella horrible visión de Magdala… ¿fue la imagen de sus últimas horas? ¿Cómo abandonar a su hija a aquel destino?
Cuando oyó que Jesús se levantaba y salía del tabernáculo, se levantó apresurada y le siguió afuera. Tenía que hablarle de las visiones.
La luna a medio crecer asomó sobre las colinas, bañando los tabernáculos en un tinte azulado. María distinguió la silueta de Jesús que caminaba hacia las laderas arboladas que dominaban los campos. Estaba solo. Muy pocas personas quedaban despiertas, y el sonido de sus cantos y sus risas flotaba sobre los segados. Recogiéndose la túnica, intentó alcanzarle. Jesús caminaba a grandes zancadas. María echó a correr y, justo en la entrada del bosque, le alcanzó y le tocó la manga.
—Jesús, tuve otra visión. Anoche. Me temo que fue del final que os has contado. Necesitaba decírtelo. —Las palabras salieron atropelladas.
—¿Por qué no me lo dijiste cuando estábamos todos juntos? —Se volvió para mirarla y ella vio la determinación en su rostro. La fría luz de la luna le prestaba un aspecto severo, sentencioso.
—Pues… —Le pareció que la acusaba de guardar secretos—. No me fío siempre de estas visiones, no quería alarmar a los demás. —¿Habrá pensado que buscaba una excusa para estar a solas con él? María creía que se alegraría de verla. Se sintió decepcionada—. Las visiones fueron desagradables.
—Cuéntamelas. —Su voz sonó un poco más amistosa.
Una brisa liviana acarició los surcos segados, cálida y cargada de perfumes, antes de desaparecer entre los árboles. El mundo no iba a terminar todavía.
—Tuve tres —dijo María en voz muy baja, como si temiera que la oyera la tierra y desesperara—. La primera fue de Magdala. Se libraba una guerra terrible, había combates… Vi soldados de Roma a caballo asaltando la ciudad, luchando contra sus habitantes. Aunque fue aún peor la visión del lago lleno de barcos que combatían entre sí.
—¿Barcos? ¿En guerra? —preguntó Jesús de pronto—. ¿No eran barcas de pesca?
—Algunos podían haber sido barcos de pesca pero, en mi sueño, estaban llenos de hombres harapientos y desesperados que peleaban, y había otros barcos cargados de soldados romanos. Vi que algunos de los luchadores lanzaban piedras a los romanos sin causarles daño alguno, mientras que éstos les disparaban flechas y acertaban el blanco. Algunos de los barcos se hundieron y, cuando los tripulantes quisieron alejarse a nado, los romanos les cortaron las manos o las cabezas. Se ahogaron todos, y las aguas se tornaron rojas.
Jesús gruñó, como si él también pudiera ver la escena.
—¿Las aguas eran rojas?
—Tan rojas como si hubieran vertido centenares de cubos de tinta carmesí en ellas. Después vi la orilla, cubierta de cadáveres y restos de naufragios, y los cadáveres empezaron a hincharse ante mis propios ojos y… olí el hedor. Fue espeluznante. Aún podía olerlo cuando me desperté.
Jesús se mantuvo callado tanto tiempo que María tuvo que preguntarle:
—¿Pueden ser verdaderas estas visiones? ¿Es esto lo que va a suceder? ¿A esto te referías?
—Los romanos… Dios puede utilizar a cualquiera como azote —respondió Jesús pensativo—. Utilizó a los babilonios y a los asirios. De modo que ahora serán los romanos.
—¡Mi casa! —exclamó María—. No puedo soportar la idea de la destrucción de mi casa. Y los niños. ¿Se salvarán los niños cuando llegue el fin de los tiempos? Ellos no necesitan un mundo nuevo para empezar desde el principio, el mundo ya es nuevo para ellos, no lo han mancillado con sus pecados.
Pareció que Jesús se echaría a llorar. La severidad de su expresión se había tornado dulzura y tristeza.
—¿Se salvaron acaso los niños cuando cayó Jerusalén? No. Y no fueron los babilonios quienes les mataron sino sus propias familias.
—No. No puedo permitirlo. Iré a Magdala y salvaré a mi hija.
—No será posible.
—Sí, lo será. Debo dejarte.
—Puedes dejarme, pero no puedes evitar lo que ha de venir. —Le tomó las manos temblorosas—. No está en tu poder. —La abrazó y la estrechó para calmar su miedo—. Me has dicho que tuviste tres visiones. ¿Cuál fue la segunda?
La segunda. La de Jerusalén. Se la contó rápidamente y con voz muy baja, deseando que no la soltara. Pero al poco la soltó.
—¿El Templo, dices? —exclamó Jesús—. Entonces lo que se me dijo es cierto. ¡Oh, Padre, ojalá que no lo fuera! —Quedó inmóvil y empezó a temblar también él. Fue el turno de María de extender la mano para sostenerle.
—¿Cuándo ocurrirá todo esto? —le preguntó—. ¿Mis visiones significan que será pronto?
—No lo sabemos —respondió él—. La presencia de los romanos… Sí, podría indicar que será pronto. —Hizo una pausa—. ¿Y la tercera visión? —Lo preguntó como si temiera que ésta sería la más terrible de todas.
—Fue de ti. Llevabas una túnica blanca que brillaba y estabas rodeado de un gran número de gente. Aunque no sé dónde estabas ni quiénes eran aquellas personas. Fue la última visión y desapareció con rapidez.
—Ah. —En lugar de sonreír, como ella hubiera esperado, Jesús parecía tan turbado como con las otras—. Así tendrá que ser, entonces. Está llegando y es la suerte que me aguarda si… —Se interrumpió—. Te agradezco que me cuentes tus revelaciones. Puedo confiar en ellas. Puedo confiar en ti.
—Jamás podría ocultarte nada. —Mientras decía estas palabras, María tenía ganas de gritar: ¡Quédate conmigo! ¡No me dejes nunca! Pero, aunque Jesús se lo prometiera, ¿qué sentido tendría su promesa ante el advenimiento del apocalipsis?
«Durante los días que precedieron al diluvio, la gente se casaba y concertaba matrimonios hasta el último momento, cuando Noé entró en el arca».