Durante la Fiesta de los Tabernáculos todos los israelitas tenían que abandonar la seguridad de sus hogares y vivir siete días al aire libre, en «tabernáculos» construidos de ramas de palmera y de sauce, en conmemoración de los años que sus ancestros y Moisés pasaron viviendo en tiendas, en el desierto. Era una festividad alegre y se celebraba cuando terminaba la cosecha de la oliva y los dátiles, justo antes de que llegaran las lluvias del invierno. A partir de las instrucciones sencillas de Moisés, los estudiosos habían definido con exactitud las características de aquellas construcciones. Tenían que ser independientes y temporales. Debían medir entre veinte codos y diez palmos de altura, y estar provistas de al menos tres paredes, ofreciendo vista libre al cielo y las estrellas. El mobiliario debía ser extremadamente modesto, y los celebrantes tenían que vivir en estos refugios durante siete días, salvo que se lo impidieran lluvias torrenciales. El interior de los tabernáculos se decoraba con hojas y frutas.
Los fariseos y los saduceos diferían en su interpretación de la utilización correcta de las plantas prescritas. Los saduceos, que sólo aceptaban los textos escritos de la Ley, alegaban que el cidro, el mirto, la palmera y el sauce debían emplearse en la propia construcción del tabernáculo. Los fariseos, que aceptaban la tradición oral tanto como la escrita, afirmaban que aquellas plantas tenían que usarse sólo para fabricar una vaina ceremonial que llevar ritualmente. Los seguidores de estas corrientes distintas de interpretación construían sus tabernáculos lejos unos de otros.
—¿Qué haremos, maestro? —preguntó Judas—. ¿Paredes o varas?
Jesús reflexionó por un momento y respondió:
—¿Por qué no ambas cosas? Si no empleamos estos materiales para hacer paredes y varas, ¿qué vamos a emplear? Los cipreses no se prestan a ello.
Las colinas que rodeaban Betsaida estaban cubiertas de bosques y huertos, y los discípulos se dispersaron para recoger ramas. Los bosques estaban llenos de gente que recolectaba mirto y palmeras, y los jóvenes se perseguían riéndose a través de la maleza. Aunque el sol intenso del largo verano había marchitado las flores silvestres, el aire del bosque era fresco y la vegetación, verde. Los robles y los álamos susurraban en lo alto, mientras María y sus compañeros batían el terreno en busca de ramas.
Las voces juguetonas de los muchachos y las muchachas que se llamaban despertaron recuerdos dolorosos en María. Se alegraba por ellos, pero hacían que sintiese un gran vacío. ¿Ya nunca más participaría de aquel alborozo? Todavía no había cumplido los treinta. Todo había sucedido muy rápido y se había ido para siempre.
Ya no eres joven, se dijo con dureza. Tienes casi treinta años. Muchas mujeres de tu edad son viudas y se conforman con lo que tienen, los recuerdos.
Pero Jesús… Miró a sus compañeros que cortaban ramas. ¿Será posible… que no me vea como ve a los demás?
¿Y qué significaría esta diferencia? Para mí, él es distinto a cualquier hombre que haya conocido, pero sigue siendo un hombre.
Algún día se casará. Tendrá que hacerlo. Necesita una compañera.
Sus manos se habían detenido y ya no recogían ramas. El cielo dio vueltas sobre su cabeza.
¿Por qué pienso en estas cosas?, gritó para sí. No debo hacerlo. ¡No es bueno!
Pero ¿por qué no es bueno?, preguntó una vocecita en su interior. ¿Por qué no?, insistió.
¿Era suya aquella voz o de Satanás? ¿Y por qué de Satanás? Jesús era un hombre. Los hombres se casan. Y ésta es la verdad.
En el linde de uno de los campos Pedro blandía una gran piedra para clavar los postes en el suelo, los postes que servían para marcar las cuatro esquinas de la construcción. Eran de la palmera requerida y bastante altos para que Pedro, Natanael y Judas, los tres discípulos más altos, pudieran moverse con comodidad bajo el techo. Hicieron la techumbre también de ramas de palmera, procurando dejar una parte al descubierto, para poder ver el cielo, aunque menor de la que estaba cubierta, según lo estipulado por la Ley. Trajeron piedras grandes para poder sentarse, ya que no querían fabricar muebles sólo para la ocasión.
El bullicio febril de la multitud que trabajaba en la construcción de tabernáculos prestaba a los campos un aspecto más alborotado del que ofrecían los muelles de Magdala a media mañana. A su alrededor crecían refugios de todo tipo y tamaño, y los trabajadores cantaban compitiendo entre sí para ver quién terminaría primero y empezaría a decorar el exterior con hojas y frutas.
Santiago el Menor y Simón, los menos corpulentos de los discípulos, luchaban por arrastrar hasta el refugio una roca grande y plana, que haría las veces de mesa. Pedro dejó su improvisado martillo a un lado y les echó una mano empujando, mientras ellos tiraban. Pronto la roca ocupó su lugar de honor dentro del tabernáculo. Juana y María la limpiaron antes de reemprender su tarea de colgar calabazas, manzanas y granadas secas del interior de las paredes.
Convencida de que la familia de Tadeo estaría ya en su tabernáculo, María le mandó a su casa a buscar la caja con su herencia, encargándole que comprara algunas linternas.
La larga luz del sol poniente iluminó los campos con su luz cálida, tiñendo los surcos vacíos de rojo vivo. En lo alto de las colinas se vislumbraban las paredes y las torres de guardia de los viñedos, y se imaginaron a los propietarios con su reciente vendimia. Quizá durmieran esa noche entre las cepas podadas después de bailar entre las hileras de vides, a la luz de las antorchas.
La luz menguaba. El tabernáculo estaba terminado y Tadeo, orgulloso, colgó las nuevas linternas de las paredes. Ya habían nivelado y barrido el suelo de tierra como mejor podían, cuando se reunieron en torno a la roca plana que hacía las veces de mesa. En Jerusalén, desde luego, celebrarían elaboradas ceremonias en el Templo pero allí, en el campo, serían sencillas. Tan sencillas como los rituales que el propio Moisés sin duda celebrara en el desierto. Ya estaba preparada la cena, lentejas cocidas en una cazuela pequeña y pan asado sobre ascuas encendidas en el suelo, manzanas troceadas, uvas y olivas de los campos circundantes. El dinero de María, que Tadeo había recuperado sin contratiempos, facilitaba todo aquello, así como un buen vino para el grupo.
María agradecía aquella oportunidad de ofrecerles algo, de poder contribuir en lugar de ser eterna huésped y mendicante.
Jesús llenó las copas de los discípulos de vino y, por último, la suya propia. La luz de las linternas encendió el color rojo oscuro del líquido fermentado. Jesús bendijo el vino y dio las gracias a Dios por él; después partió el pan tostado en pedazos y los ofreció a sus discípulos. Todos se sirvieron lentejas en sus pequeños cuencos de arcilla y esperaron, anhelantes.
—¿Quién quiere rezar y recitar los textos que corresponden? —preguntó Jesús.
Tomás se ofreció voluntario.
—Moisés dijo en el Levítico: «Cuando llegue la Fiesta de los Tabernáculos, el primer día debéis recoger buenas frutas de los árboles, hojas de palmera y ramas verdes de los álamos, y celebrar por siete días ante Dios, vuestro Señor. Viviréis en tabernáculos durante estos siete días. Todos los israelitas nativos han de vivir en tabernáculos, para que vuestros descendientes sepan que yo hice que los israelitas vivieran en tabernáculos cuando les saqué de Egipto».
Jesús asintió.
—Gracias, Tomás. No me cabía duda de que un buen estudioso de la Torá, como tú, conocería este texto. ¿Y los demás?
—Tenemos el Deuteronomio —dijo Natanael, el otro estudioso del grupo—. Añade que nuestra celebración ha de ser sincera. «Celebrad la Fiesta de los Tabernáculos durante siete días después de recoger los productos de la era y del lagar. Regocijaos vosotros, vuestros hijos e hijas, vuestros criados y criadas, y los levitas, los extranjeros, los huérfanos y las viudas que habitan vuestras ciudades».
Los huérfanos. Pobre Eliseba, era una de ellos. Las viudas. Como yo, pensó María. Dios se acordó de nosotras, quiso incluirnos en las festividades.
—Nosotros somos levitas —dijo Mateo mirando a su hermano.
—Lo único que nos falta para cumplir el mandamiento, es dar comida a un extranjero —dijo Judas—. Quizás el extranjero sea yo. Soy el único del grupo que no es de Galilea.
—No tenemos criados ni criadas —objetó Andrés.
—Sí, los tenemos —respondió Jesús—. Somos todos nosotros. Criados y criadas del pueblo de Dios.
Pedro parecía confuso.
—Perdonadme pero no lo entiendo —dijo al final.
Jesús le sonrió.
—Ya lo entenderás. Todos vosotros lo entenderéis y tú, Pedro, has hecho grandes progresos. —Tendió su copa y preguntó a Pedro si quería volver a llenarla.
¿Por qué dijo que Pedro había hecho grandes progresos? Viendo su expresión plácida, tan distendida y contenta mientras masticaba un pedazo de pan, a María le costaba atribuirle pensamientos profundos. Intentó no pensar en él, concentrarse en ese momento que compartían todos juntos. La calidez de su compañía, la sensación de proximidad le resultaban reconfortantes, especialmente dada su soledad y la confusión de sus sentimientos por Jesús. Contemplando sus rostros la invadió una cálida oleada de amor.
Terminada la cena, salieron a pasear por los campos. La luz menguante había adquirido una tonalidad purpúrea, y por todas partes correteaban niños, que habían salido de los tabernáculos para jugar al escondite tras los refugios y las últimas hileras de rastrojos. Los muchachos y las muchachas mayores se disponían a aprovechar la luz crepuscular y el ambiente festivo para encontrarse y flirtear. La noche estaba impregnada de gozo y celebraciones.
Una mujer joven —una muchacha— pasó danzando a su derecha, sus tobilleras tintineando y su cabello al viento. La seguía un joven risueño que trataba de atrapar los pliegues de su vestido. Desaparecieron tras un tabernáculo y ya no se oyeron más sus voces.
María pensó en Joel en la tumba. La risa y los correteos eran tan pasajeros, la tumba y su losa tan definitivas.
—Deberíamos llamarnos «Las Hijas Liberadas de los Demonios» —dijo Juana, y enlazó las manos con las de Susana y María, sacándola de sus pensamientos. Se estaba riendo.
—Hubo otra persona poseída, un hombre, que quiso unirse a nosotros cuando Jesús le sanó —dijo María a Susana—. Pero Jesús no se lo permitió. Somos doblemente afortunadas, nos curó y pudimos empezar una nueva vida juntas.
Susana se detuvo y volvió la cabeza, primero hacia María y después hacia Juana.
—¿Debo quedarme? —preguntó—. No sé qué hacer.
¡Cuánto la comprendía María!
—Primero —respondió Juana—, debes saber si deseas quedarte o te sientes llamada a hacerlo. No es necesariamente lo mismo. Después tendrás que preguntárselo a Jesús.
—Mi marido —dijo Susana—. ¿Hay algún modo en que pueda hablarle y explicarle?
—Puedes escribirle una carta, abrirle tu corazón —sugirió María.
—No sé escribir —dijo Susana.
—Yo, sí. Te ayudaré. Escribiré lo que tú me dictes, y después buscaremos a un mensajero que le lleve la carta.
Las cartas, portadoras del alma, pensó. ¿Guardará Silvano mis cartas a Eliseba?
Poco a poco, los juegos y el ruido cesaron en los campos. Los padres llamaron a sus hijos soñolientos y cerraron las delgadas puertas de madera de sus refugios. Dormir en el campo, en los tabernáculos improvisados, era como un juego. En el refugio del grupo de Jesús había espacio suficiente para que todos, una vez acostados, pudieran ver el cielo nocturno desde sus jergones.
—Pensad en nuestros ancestros en el desierto —dijo Jesús cuando hubo silencio. Su voz sonaba suave y soñolienta—. Habían sido esclavos en Egipto, acostumbrados a vivir en casas de adobe y de techos bajos, donde regresaban al final de la jornada para caer rendidos de cansancio. Y, de pronto, se encontraron en el desierto. Allí no tenían casas pero tampoco esclavitud. En el desierto sólo estaba Dios.
Sólo Dios… Sólo Dios… Acostada de espaldas, María contemplaba las estrellas. En el desierto las noches eran frías, pero no hacía demasiado frío donde se encontraban ellos. Dios sabía que, con el tiempo, Su pueblo se olvidaría de la estancia en el desierto con Moisés. Dios disfrutó del tiempo pasado con nosotros, cuando fuimos exclusivamente suyos. Pero sabía que lo olvidaríamos pronto. Por eso estipuló las festividades. Cada año debemos recordar. Debemos ir de nuevo al desierto, con la sola compañía de Dios.
Bajo la luz de las estrellas, con su fulgor blanco y frío ardiéndole en la mente, María volvió a soñar. En esta ocasión, el sueño consistió en una secuencia de imágenes silenciosas; no podía oír nada de lo que decía la gente. Vio su ciudad, Magdala, vio ejércitos luchando en las calles, barcos llenos de hombres armados que combatían en el lago, vio las aguas tornarse rojas de la sangre vertida y la orilla cercana a su casa cubierta de montones de cadáveres hinchados. Justo después de esta imagen espantosa vio la propia Jerusalén llena de combatientes y… ¿Era posible? No, no podía ser.
Se incorporó bruscamente, con el corazón desbocado y el cuerpo bañado en sudor, aunque no hacía calor en el tabernáculo.
El Templo estaba en llamas. Se estaba desmoronando, las paredes se combaban, las piedras volaban en todas direcciones, ríos de sangre corrían por la escalinata, lejos del altar donde sacrificaban animales, un recinto provisto de canales para drenar la sangre. Aquélla era sangre humana… tenía que serlo. No había sonidos en su visión, ni gritos, ni órdenes militares, ninguna lengua que la ayudara a identificar la escena. ¿Quién luchaba contra quién? ¿Quiénes morían? En el revuelo, ni siquiera podía distinguir a los romanos de los demás.
Cayó de nuevo en el jergón, como si una mano invisible la hubiese empujado, y tuvo que soportar más visiones. El resto de Jerusalén estaba en llamas. Las casas construidas en lo alto de la colina, las más cercanas al Templo —donde residía el sumo sacerdote y la clase rica— también ardían. La gente corría despavorida, como ganado presa del pánico. Las murallas de Jerusalén habían desaparecido.
Giró sobre el costado, asfixiada. Olía el denso humo negro y no podía respirar. Nubes de humo se elevaban hasta el cielo. La ciudad entera ardía.
Por fortuna, pudo despertarse, sudada y jadeando. Se arrastró hasta la puerta, ansiando el aire fresco de la noche.
Una vez fuera, gateó trastabillando y tratando de respirar. Los tabernáculos de los celebrantes se extendían hasta donde le alcanzaba la vista, y dibujaban una imagen de paz.
¡Quítame estas visiones!, gritó a Dios. ¡No puedo soportarlas, no puedo! Las lágrimas surcaban sus mejillas.
Aún podía oler la madera, la carne, el yeso quemados. Podía ver el feo color rojo oscuro de las llamas, que lamían las paredes como animales dementes… Sintió náuseas y luchó por recobrar el dominio de sí misma.
Envíame otras visiones, clamó. Visiones buenas, benditas. ¡No me atormentes con imágenes crueles!
Al final recobró el ritmo normal de su respiración y, reconfortada por la tranquilidad y la seguridad de los campos circundantes, se arrastró de nuevo al interior del tabernáculo y buscó a tientas su jergón. Todos dormían apaciblemente.
Encontró el jergón y se acostó. El cielo nocturno, visible desde su lecho, aparecía benévolo de nuevo.
Cerró los ojos, temerosa de lo que podría ver.
No dormiré, se prometió. No, me quedaré despierta.
Pero volvió a quedarse dormida y esta vez vio imágenes distintas. Un grupo de personas reunidas en una paz palpable. No podía ver sus caras, sólo sentir sus emociones. Entonces —qué extraño— vio a Jesús: sus ropas resplandecían y su rostro irradiaba luz. Sintió la intensidad de la luz en los párpados, se despertó y descubrió que era un rayo de sol.
Jesús pasó el día caminando entre los tabernáculos. Entablaba conversación con las familias, especialmente con la gente mayor y con los niños, que se mostraban más desinhibidos a la hora de hablar con él. Parecía disfrutar particularmente de su candidez. Los mayores maldecían a Roma con irritación; los niños le preguntaban si tenía hijos y por qué no los tenía.
Los discípulos le seguían los pasos, observando con atención su comportamiento.
—Quizá debimos hablar con más personas durante la misión —dijo Juan a María, preocupado—. Quizá debimos prestar más atención a lo que nos decían.
Pedro se había abierto camino hasta la primera fila e intentaba llamar la atención de Jesús. Siempre tan pesado, pensó María. Oyó que preguntaba a Jesús si quería que echara a los niños, porque sin duda debían de molestarle. Incluso trató de apartar a uno empujándolo. Jesús le reprendió y le dijo:
—El Reino de Dios es como esos pequeños. ¡Dejad que vengan a mí! —Levantó a un niño y le meció de un lado a otro, haciéndolo chillar de gozo.
Cuando el soñoliento calor amarillo del mediodía se apoderó de los campos segados y hasta las mariposas dejaron de revolotear, un gran grupo se reunió en torno a Jesús. Por sus vestimentas, María supo que eran fariseos, expertos y autoridades en religión, que venían de la ciudad para acosarle.
—Maestro —dijo un magistrado corpulento, que llegó a la cabeza de un grupo que atravesó resueltamente los surcos cosechados hasta acercarse a Jesús—. Necesitamos tu interpretación de un tema legal muy difícil.
Jesús miró los anchos campos que les rodeaban.
—¿Habéis hecho todo este camino para pedir mi opinión?
—Así es —dijo el hombre—. Aunque seamos de Jerusalén, tenemos familia aquí…
—Por supuesto —asintió Jesús—. Ésta es la razón de vuestra visita. —Hizo una pausa—. ¿Sobre qué tema deseas conocer mi opinión, amigo mío?
—Maestro, ¿es legítimo que un hombre se divorcie de su esposa?
—Veamos —dijo Jesús—. ¿Qué ordenó Moisés al respecto?
—Ya sabes que Moisés permite que un hombre redacte un documento de divorcio y la repudie. Él dijo…
—«Si un hombre desposa a una mujer que después deja de complacerle, porque encuentra algo indecente en ella, y redacta un certificado de divorcio, se lo entrega y la expulsa de su casa…». —Jesús terminó la cita—. En el resto de este pasaje, Moisés especifica si este hombre tiene o no derecho a desposarla de nuevo, si cambia de opinión. Aunque Moisés sólo os dio su permiso porque vuestros corazones estaban endurecidos. Dios no permite el divorcio. Dice en el Génesis: «Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su esposa, quien será carne de su carne».
En lugar de mostrarse defraudado, el fariseo se sintió vindicado.
—Así que afirmas que Moisés cometió un error.
—Incluso nuestro último profeta, Malaquías, dice: «Dios, Señor de Israel, dijo: “Abomino el divorcio.”» —respondió Jesús—. Así se expresa Dios sobre el asunto. Lo hace con claridad. No es Moisés quien nos ocupa aquí, sino Dios.
El fariseo asintió e hizo ademán de marchar, pero cambió de opinión y se acercó más a Jesús.
—Herodes Antipas te está buscando —susurró en voz tan baja que sólo los que estaban a su lado pudieron oírle—. He venido para advertirte. —Su tono había virado del desafío a la preocupación. Quizá fuera ésta la auténtica razón de su visita, pensó María, y la pregunta acerca del divorcio, un simple pretexto.
—¿Antipas? —preguntó Jesús en voz alta—. Dile a ese zorro que hoy y mañana expulsaré a los demonios y curaré a los enfermos, y el tercer día alcanzaré mi meta.
El fariseo le miró desconcertado.
—Yo he cumplido con mi deber. Te he prevenido —musitó y se volvió para irse.
La respuesta de Jesús tampoco tenía sentido para María. ¿El tercer día? Todavía estarían allí el tercer día.
Sólo después de que el fariseo y sus acompañantes se fueran, entró en escena otro grupo, encabezado por un hombre bien vestido, de mediana edad. Se acercaron a Jesús con actitud autoritaria.
—Maestro —dijo el hombre—, he oído hablar de tu gran sabiduría y tus conocimientos. Mis alumnos y yo quisiéramos plantearte una cuestión espinosa. —Hizo una reverencia burlona y señaló a los hombres que le acompañaban—. Sabes que la Ley estipula que, si un hombre muere sin dejar descendencia, su hermano debe casarse con la viuda y darle un hijo, para que no desaparezca la línea familiar. Nuestra pregunta es la siguiente, y perdónanos porque hemos de saberlo: ¿Qué ocurre si un hombre muere y ninguno de sus seis hermanos que desposan a la mujer a continuación consigue dejar herederos? Esta mujer habrá tenido siete esposos.
Jesús se rió.
—Y una vida muy interesante, diría yo.
El hombre frunció el entrecejo.
—No es ésta la cuestión. Lo que nos preocupa es lo siguiente: Cuando llegue el fin de los tiempos y se produzca la resurrección de todos los muertos, ¿de quién será ella esposa?
Jesús examinó atentamente las vestimentas de aquel hombre, su capa de lana blanca, las mangas de su túnica bordadas en oro, los tachones de bronce de sus sandalias.
—¿Vosotros también sois de Jerusalén? —preguntó.
—Sí, lo somos —respondió el hombre.
Entonces, tenían que ser saduceos, hombres del Templo, un estamento que no aceptaba la idea de la resurrección y se burlaba de la creencia en seres espirituales, como los ángeles, o en el Cielo. Su pregunta no era más que una mofa disfrazada.
—No dudo de que esta cuestión te preocupa hondamente —dijo Jesús. La sonrisa se borró de sus labios y su mirada penetró a su interlocutor—. La respuesta, no obstante, es sencilla. Cometes un error, porque no conoces las Escrituras ni el poder de Dios.
Si le hubiera abofeteado, no le habría ofendido más que acusando —a esa autoridad del Gran Templo— de no conocer las Escrituras y el poder de Dios. El hombre dio un paso atrás, profiriendo un fuerte gruñido.
—Cuando los muertos resuciten —prosiguió Jesús— ni se casarán ni serán ofrecidos en matrimonio. Serán como los ángeles del Cielo.
—¡Los ángeles! —resopló el saduceo—. ¿Qué ángeles? —Meneo la cabeza y se dio la vuelta, mascullando.
Jesús no le hizo caso sino que se dirigió a los discípulos y demás presentes.
—En el relato de la zarza que ardía, Dios dijo a Moisés: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Él no es el Dios de los muertos, porque eso sería imposible, sino el Dios de los vivos —explicó—. ¡Por lo tanto, cometes un grave error! —gritó al hombre que se alejaba.
—Te acabas de ganar a un enemigo —dijo Santiago el Mayor.
Jesús le miró como si le considerara tan ignorante como al saduceo.
—Él ya era mi enemigo —contestó.
—¿No se supone que deberíamos tratar de convencerles? —preguntó Judas.
—Sí, aunque se niegan a aceptar la verdad —respondió Jesús con tristeza—. Venid. —Quería volver al tabernáculo y descansar hasta que pasaran las horas de calor.
Antes de que alcanzaran la entrada, se les cruzó en el camino un hombre joven y apuesto, vestido con elegancia. Tragó saliva, como si reuniera valor para hablar a Jesús, y al final farfulló cayendo de rodillas:
—¡Buen maestro! ¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna? —Parecía desesperado. Aquélla no era una artimaña, una prueba.
—¿Por qué me llamas bueno? —preguntó Jesús—. Únicamente Dios es bueno. Ya conoces los Mandamientos. Sabes qué debes hacer. «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no mentirás, honrarás a tu padre y a tu madre».
El joven de rostro sincero le dirigió una mirada de decepción.
—Maestro —dijo—, yo he cumplido estos mandamientos desde que era niño.
Jesús permaneció inmóvil por completo durante largo rato, observándole. Finalmente, dio un paso hacia él y le dijo con dulzura:
—Sólo te queda una cosa por hacer. Vende todas tus pertenencias y reparte el dinero entre los pobres. Así tendrás un tesoro en el Cielo. Después ven con nosotros, síguenos. —Señaló a los discípulos que le rodeaban—. Únete a nosotros. Te queremos.
Una sombra pareció cruzar el rostro del joven, nublando su expresión, haciendo nido en las curvas y los huecos de sus ojos y mejillas. Su boca se movió, pero ningún sonido salió de ella. Quiso levantar las manos y tenderlas hacia Jesús, pero sus brazos cayeron a ambos costados y él se puso de pie con dificultad, dirigió a Jesús una mirada angustiada y se marchó.
Jesús le observó mientras se alejaba, y María vio lágrimas en sus ojos.
—Debe de ser muy rico —dijo Santiago el Mayor—. Es evidente que no se ve capaz de abandonar sus riquezas. —Habló con cierto engreimiento, como si quisiera recordar a Jesús que él y Juan habían sido capaces.
Jesús estaba tan acongojado que no pudo responder. Cuando al fin habló, dijo:
—¡Es muy difícil que los ricos entren en el Reino de los Cielos!
Pedro le agarró del brazo y exclamó:
—¡Nosotros lo abandonamos todo para seguirte!
—Y seréis recompensados —dijo Jesús—. En verdad os digo, el que haya dejado su hogar, sus hermanos y hermanas, su madre, su padre, sus hijos y sus propiedades para seguirme a mí y mi mensaje, recibirá cien veces más en esta era: hogar, hermanos, hermanas, padres, hijos y propiedades. Y con ellos, se ganará persecuciones y, en la próxima era, la vida eterna.
¡Yo no quiero otros hijos, pensó María, sólo quiero a Eliseba! Nadie más podría satisfacerme, ni si me ofrecieran cien sustitutos. Ni todos los niños que están reunidos aquí…
Antes de que llegaran al tabernáculo, otro hombre se cruzó en su camino y les obligó a detenerse. Tenía aspecto de ser fariseo. María hizo una mueca. ¿Cuántos más brotarían del suelo, como cardos, antes de que Jesús consiguiera descansar?
—He oído tus predicaciones —dijo el hombre—. Te oí en Cafarnaún y también en el campo. Tus palabras son sabias. Dime: ¿cuál crees tú que es el mandamiento más importante? —Hablaba con humildad y parecía sinceramente impulsado por el interés.
Jesús respondió de inmediato:
—El que reza: «Escucha, oh Israel, Dios, nuestro Señor, Dios es Único. Ama a Dios, tu Señor, de todo corazón, con toda el alma, con toda la mente y todas tus fuerzas». Y el otro: «Ama a tu prójimo tanto como te amas a ti mismo». Son los mandamientos más importantes.
El hombre le miraba impresionado.
—¡Oh! —dijo—. Tienes razón cuando dices que Dios es Único y que no hay más dioses que Él. Amarle de todo corazón, con todo el poder de la mente, con todas tus fuerzas, y amar a tu vecino tanto como a ti mismo son más importantes que cualquier ofrenda y sacrificio —Jesús sonrió.
—No estás lejos del Reino de Dios —dijo.
Aunque estaban rodeados de gente que escuchaba conteniendo el aliento, después de esto todos callaron y nadie le hizo ya más preguntas. Despacio, Jesús y los discípulos recorrieron la distancia hasta el tabernáculo. Lo único que se oía era el crujido de los rastrojos secos bajo el peso de sus sandalias.
Un grupo de mujeres aguardaba a un lado, las caras protegidas del sol del mediodía con los pañuelos que les cubrían las cabezas. Debían de ser de todas las edades. Algunas se encorvaban con la característica deformidad de la vejez, otras aparecían erguidas y fornidas como la mayoría de las mujeres de mediana edad, y otras más eran esbeltas y lucían la piel sedosa de la juventud. María se fijó en ellas al pasar y se preguntó ociosamente si compondrían un enorme clan familiar, pensando que eran dichosas de poder celebrar la fiesta todas juntas.
Algo le retuvo los pasos y se volvió para examinar las caras con atención. Miró a cada mujer a los ojos aunque, por lo general, le hubiera parecido una descortesía hacerlo. Ojos de un castaño tan oscuro que casi parecían negros; ojos rodeados de pestañas tan pobladas que proyectaban sombra en las mejillas; ojos del color leonado que tienen los caparazones de las tortugas; incluso un par de ojos sorprendentemente azules, tan azules como los de cualquier mujer macedonia. María las miró a todas y se sintió invadida de gratitud a Dios, que había creado aquella preciosa variedad de matices, tan definida como las obras de un joyero. De pronto, reparó en un par de ojos castaños y los reconoció. No era la primera vez que veía a aquella mujer.
La forma de aquellos ojos era perfecta, ni redonda ni almendrada, y su mirada reflejaba una inteligencia y una serenidad que María sólo había visto en Jesús.
¡Qué suerte tener tanta paz!, fue lo único que pensó. Si sólo algún día alguien viese tal serenidad en mis ojos, en los ojos de Juan, y de Pedro, y de Judas, y de Juana… De momento, no es así. Nuestras miradas no reflejan paz ni sabiduría, ni nada más que nuestros conflictos humanos.
Volvió a mirar los ojos dulces de la mujer, le sonrió débilmente e hizo ademán de alejarse. Entonces sintió que ella le tiraba de la capa.
—¡María! ¡María! ¿Eres tú? ¿Sigues con él? —preguntó una voz.
Se volvió para mirar a la mujer de ojos bellos, cuya mano asía siempre la lana de su capa. La mujer se quitó el pañuelo y el sol le iluminó la cara.
—¡Oh! —María la reconoció con un sobresalto. Era la madre de Jesús.
—¿Has estado con él todo este tiempo? —insistió la mujer.
María se detuvo, dejando que los demás siguieran su camino. Asió la mano de la madre de Jesús.
—Sí, he estado con él —dijo—. Ven, apartémonos. —La llevó de la mano un poco más allá.
El sol ardiente cayó sobre sus cabezas cuando María descubrió también la suya para que pudieran verse bien.
—La última vez que te vi fue en Cafarnaún, tú y Santiago queríais llevaros a Jesús. Pensabas que se haría daño a sí mismo. ¿Qué pasó desde entonces para que vengas aquí?
—He rezado mucho —respondió la madre de Jesús—. Pedí a Dios que me mostrara la verdad, lo que es bueno. He venido para escucharle, como le escuchan otros; como si le viera por primera vez. —Hizo una pausa y añadió con humildad—: Dios me hizo ver el error, mi confusión, y me ha traído hasta aquí, para estar a su lado.
—Dios te ha traído en el momento oportuno —dijo María—. Pero han sucedido tantas cosas desde que os dejamos en Cafarnaún…
Se retiraron a la sombra de un roble que se erguía solitario en medio del campo, y allí se sentaron. Habló a la madre de Jesús del exorcismo en Gergesa, de las misiones encomendadas a los discípulos, de su propia misión.
—Una misión de prueba, desde luego —explicó—. Y, sin embargo, hicimos progresos, sentimos el poder, pudimos sanar a los enfermos y expulsar los demonios. —Hizo una pausa—. Creo que la visión de Jesús se torna realidad.
Su madre reflexionó, inmersa en sus recuerdos.
—Hubo señales… —dijo—. Mensajes de Dios o, al menos, eso creía… hace muchos años. Aquellas… voces… me decían que Jesús no era un niño normal. Y es cierto, nunca recibí mensajes parecidos en referencia a mis otros hijos. ¡Pero Jesús fue normal durante tanto tiempo! Fue un niño feliz, juguetón. Un joven querido por la gente. Es cierto que sentía pasión por la Torá pero mucha gente la siente… Y una vez nos dejó para vivir en Jerusalén, en el Templo. —Meneó la cabeza—. Llevó una vida tranquila durante muchos años. Luego, de pronto, quiso ir a escuchar a Juan el Bautista y… —Sonrió a María—. Ya sabes qué ha ocurrido desde entonces. Le conociste cuando fue a ver a Juan. ¡Del resto, sabes más que yo! —Su voz delató lo duro que le resultaba admitirlo.
—Está verdaderamente inspirado —dijo María—. Tiene… poderes. —Hizo una pausa—. ¿Has sido testigo de ellos alguna vez?
—No —respondió su madre—. Mientras crecía parecía un muchacho tan normal que dudé de las voces y las visiones que tuve. Sospeché que fueran obra de Satanás. Cuando regresó de su peregrinación al desierto, donde escuchó a Juan el Bautista, e hizo aquella lectura e la sinagoga… significó un comienzo tan escandaloso… Nada parecido a lo que yo esperaba.
—Ven —propuso María—. Te llevaré a él. Te está esperando.