Transcurrieron los cuarenta días, secuestrados por los atardeceres que ponían fin a sus agotadoras jornadas, y llegó el momento en que María y sus compañeros tenían que poner rumbo a Betsaida. Demasiado pronto. Demasiado pronto porque aquel viaje seguía operando cambios en todos ellos, y sentían que aún no era la hora de interrumpir su peregrinación.
Encontraron a Juana y a Felipe junto a un pozo en las afueras de Betsaida.
—No hemos visto a nadie más —dijo Felipe—, debemos de ser los primeros en llegar. Podemos esperar aquí. —Se recostó contra la pared de piedra del pozo, se hizo sombra con la mano y miró a Susana.
—Ha venido para conocer a Jesús —explicó María. Qué bueno ver a Felipe y a Juana otra vez. Era como reunirse con su familia—. ¡La sané! —Prosiguió emocionada—. ¡De los demonios!
—Quieres decir que Dios la sanó —puntualizó Juan.
—Sí, por supuesto. Fue obra de Dios. En Coracín. Apelé a Su nombre y Él respondió.
—Pareces sorprendida —dijo Felipe.
María asintió.
—Es cierto. —Sorprendida de que Dios respondiera a la llamada de una persona como ella. Quizá fuera la confirmación de lo que tanto le costaba creer, que estaba realmente curada y los demonios se habían ido para siempre. Una parte oculta de sí misma pensaba que los demás podían ver lo que había sido durante tanto tiempo. Ahora aquello había desaparecido. ¿Quién había curado a quién?
—No te preocupes, nosotros también nos sorprendimos —dijo Juana—. Cuando llegamos a la primera ciudad, Endor, estábamos tan nerviosos que deseábamos que nadie se nos acercara. —Se dirigió a Susana—. Seas bienvenida. Es un placer tener a otra mujer entre nosotros.
Susana parecía sentirse incómoda, y María explicó:
—No creo que pueda quedarse indefinidamente. Su marido espera su regreso.
—Pero quiero conocer a Jesús —dijo Susana con voz queda—. He de quedarme al menos hasta entonces.
Mientras esperaban, los habitantes de la ciudad acudieron al pozo a la caída del sol, agrupándose a su alrededor después de atar sus asnos a las palmeras que rodeaban el pozo. Llenaron sus jarras con el ánimo alegre, saludaron con efusividad a los discípulos y les hablaron de la vendimia.
—Las mujeres bailan en los viñedos —dijo un hombre fornido con un asentimiento cómplice de la cabeza—. A la luz de las antorchas. ¡Deberíais reuniros con ellas!
Juan se limitó a sonreír. No hacía falta explicar por qué no podían hacerlo.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó Felipe después de que la gente se fuera.
—En las colinas de Galilea superior —respondió María—. Empezamos en Coracín y después nos adentramos más en las colinas, donde vive muy poca gente. En las alturas encontramos montes agrestes y barrancos, y también bosques poblados de cipreses y cedros, pero ninguna población. Luego descendimos hacia el camino de Tiro y Damasco, y visitamos algunos poblados cercanos al lago. Fue en Coracín donde tuvimos el mayor éxito. ¿Y vosotros?
Felipe y Juana les contaron su tentativa de Endor, donde les expulsaron de la sinagoga, y la experiencia más gratificante de poder curar a algunas personas gravemente afligidas de parálisis.
—¿Ningún caso de posesión? —preguntó María.
—Algunos parecían bastante deprimidos, pero no vimos casos auténticos de posesión —respondió Juana—. ¡Y créeme, yo les habría reconocido! —añadió riéndose.
Estaban todos cansados. La tensión de sus experiencias les había agotado, y ahora reponían fuerzas descansando y hablando. Aquella noche compartieron sus alimentos y se acostaron temprano, eligiendo uno de los campos cosechados para dormir. Las festividades de vendimia no eran para ellos, no habrían podido mantenerse despiertos aunque hubieran aceptado ir.
A la mañana siguiente aparecieron Mateo y Tomás, ya antes del alba, seguidos de Judas y Santiago el Mayor. Mateo había adelgazado sensiblemente, las largas caminatas y la pobreza habían hecho estragos en su cuerpo. De hecho, parecía a punto de sufrir un colapso y, tan pronto estuvo cerca del pozo, sacó varios cazos de agua y se los bebió con avidez. Tomás no estaba más delgado aunque sí más grave, como si las cosas que había visto le hubieran dejado su marca.
—Bueno, amigos. ¿Dónde habéis estado? —preguntó Judas. Hasta él, habitualmente tan vivaz, sonaba fatigado.
—Nosotros fuimos a Gergesa —dijo Mateo.
—¡No! —Santiago el Mayor le miró sorprendido. Era el único que no parecía extenuado de las exigencias de su misión, su voz era tan atronadora como siempre—. ¿Vosotros solos?
—Sí —respondió Mateo. Su voz, de ordinario monótona, delataba gran emoción.
—¿Por qué? —inquirió Judas.
—Porque, evidentemente, las gentes de allí tenían grandes necesidades —contestó Tomás.
—Aunque eran muy pocos los que podían comprender la misión —puntualizó Felipe—. ¿Curasteis a alguien?
—A un par —dijo Mateo—. Pero no resultó tan fácil como lo es para Jesús. Y dos de ellos nos atacaron. —Extendió un brazo y levantó la manga, revelando grandes magulladuras y un sinfín de costras—. Pobres, pobres criaturas —concluyó.
—¿Alguno de vosotros tuvo que sacudirse el polvo de los zapatos? —preguntó Juan.
—Nadie se negó en redondo a oírnos —dijo Tomás. Parecía decepcionado, como si en verdad le hubiese encantado realizar la ceremonia de repulsa.
—Juan lo intentó —dijo María—. En Coracín. Creo que sólo le apetecía conocer la experiencia.
—Los lugareños fueron casi hostiles —alegó Juan.
—Aunque no todos —puntualizó María—. Allí pudimos predicar, realizar curaciones y hasta conseguir una compañera. —Hizo una pausa—. ¡Por eso pedí a Juan que bajara el pie!
—¡Nosotros estuvimos en Jerusalén! —anunció Judas—. Mi familia vive por allí cerca, y la familia de Santiago el Mayor tiene contactos en la casa del sumo sacerdote. Por suministrarle pescado. En fin, pudimos entrar en la mansión del sumo sacerdote, que está cerca del Templo, y espiar un poco.
—¡Santiago! —exclamó Juan—. ¡No puede ser! ¡Abandonamos todo aquello, nuestros contactos, cuando dimos la espalda a padre!
—Sólo quería hacerles una visita de cortesía, nada más —respondió Santiago malhumorado—. Nunca está de más tener a gente influyente de tu parte. —Calló y se ruborizó—. ¡Te aseguro que no traicioné nuestra misión!
—Apostaría a que tampoco les hablaste de ella —repuso su hermano.
Aquella noche bajaron a las márgenes del Jordán, donde Jesús les había dicho que se reuniría con ellos. El sonido del agua que fluía en su lecho profundo les tranquilizó y se dejaron arrullar hasta quedar dormidos en sus cercanías. Allí les encontraron Simón y Santiago el Menor al día siguiente. Simón agitó los brazos en saludo y corrió hacia ellos, con Santiago el Menor siguiéndole los pasos.
Después de abrazarse unos a otros, Simón les contó que habían estado en el oeste del país, en los despeñaderos de Arbel y después en Magdala.
—Entonces el leopardo no mudó sus manchas —dijo Felipe meneando la cabeza—. Fuiste a ver aquel lugar, el escondrijo de los celotas.
—Quería ver a algunos de mis viejos amigos —admitió Simón. Después entornó los ojos y miró a su alrededor, poniéndose a la defensiva—. Y quería que ellos me vieran a mí. Deseaba contarles lo que me había sucedido.
—¿Y bien? —preguntó Mateo—. ¿Qué te dijeron? —Era obvio que recordaba demasiado bien al hombre que, cuchillo en mano, había provocado un pandemonio en su fiesta, y para él Simón seguía siendo el mismo de entonces.
—Les decepcioné —reconoció Simón—. Dijeron que he perdido mi valor, que me he vuelto cobarde.
—¿Alguno mostró interés en seguirnos? ¿O en venir a escuchar a Jesús? —preguntó Mateo.
—Uno —respondió Simón—. El más joven. Los mayores… no; dijeron que prefieren morir por la espada.
—Después nos fuimos de las cuevas y los acantilados, y bajamos a Magdala —dijo Santiago el Menor. Su cabello estaba más revuelto que nunca y su ropa le venía demasiado ancha.
—¿Qué pasó allí? —María hizo la pregunta aunque temía oír la respuesta.
—¡Nos ganamos algunos conversos! —proclamó Santiago el Menor—. ¡Es cierto! Llegamos a esa ciudad tan concurrida, llena de barcas, mercaderes y pescadores, y nos dirigimos al paseo del puerto, en el corazón mismo de Magdala, para predicar. Les hablamos de Jesús y de su misión. —Hizo una pausa para apartar un mechón de cabello de sus ojos—. Oh, muchos se burlaron de nosotros, pero también los hubo que mostraron curiosidad. Se nos acercaron dos inválidos y yo… nosotros… rezamos y posamos las manos sobre ellos y… pudieron caminar. Erguidos y sin cojear. Después vinieron otros más, y hablamos y hablamos…
¿Quiénes serían?, se preguntó María. ¿Amigos, vecinos míos? Tal vez mis propios padres fueran a escucharles. ¿Habrán cambiado de opinión acerca de Jesús?
—Algunos dijeron que vendrían aquí para ver a Jesús con sus propios ojos —concluyó Santiago el Menor. Estaba tan agitado que le faltaba el aliento.
—Buen trabajo, Santiago.
Aquella voz era inconfundible. Había llegado Jesús.
Se volvieron y le vieron a poca distancia de ellos, de pie entre dos surcos segados cerca de la orilla. El sol le iluminaba por detrás, dibujando los contornos de su túnica con líneas doradas.
—Lo habéis hecho muy bien —añadió, y avanzó hacia ellos. Les saludó a cada uno por separado, llamándoles por sus nombres—. ¿Os resultó muy difícil?
Empezaron a hablar todos a la vez, contándole sus experiencias en el desierto, las montañas, los acantilados y las cuevas. María y Juan le informaron con gran entusiasmo de su éxito en expulsar los demonios de Susana. Después Mateo y Tomás hablaron de su encuentro con los demonios en Gergesa.
—¡Vimos a Satanás caer del cielo como un rayo!
—¡Sí! —intervino María, que revivía el momento de exaltación cuando ordenó al demonio que abandonara a Susana—. ¡Los demonios nos obedecen! —La recorrió de nuevo el cosquilleo del orgullo de sentirse especial. Ella, antes infestada de demonios, ahora tenía el poder de obligarles a obedecerla.
Jesús les miró uno tras otro.
—¿Os alegráis de poder someter a los demonios? —preguntó como si considerara esa actitud un error—. Haríais mejor en alegraros de estar inscritos en el libro de la vida.
¿Qué quiere decir con esto?, se preguntó María. Sin embargo, deseaba presentarle a Susana y, tomándola de la mano, la condujo hasta él.
—Maestro, esta mujer estuvo poseída por los demonios, como yo. Quiere darte las gracias por haberla liberado.
Susana se arrodilló a los pies de Jesús y agachó la cabeza.
—Nunca podré agradecerte bastante que me hayas devuelto a la vida —murmuró.
Jesús la tomó de la mano y la ayudó a ponerse de pie.
—Fue Dios quien te devolvió a la vida —dijo—. Es Su poder lo que debemos agradecer.
Miró de uno en uno a los discípulos reunidos, aún cubiertos de polvo y sin haberse recuperado por completo de su misión.
—No olvidéis nunca que es Dios quien os otorga el poder de combatir el mal en Su nombre —dijo—. Este poder no es vuestro.
¡Dios, sin embargo, elige a sus agentes!, pensó María.
—La gloria que podáis ganar es de Él —prosiguió Jesús—. No es vuestra.
Miró a Susana de cerca.
—¿Quieres unirte a nosotros? —preguntó examinando su rostro.
—Yo… Sólo he venido por poco tiempo. Mi esposo… Sí, puedo quedarme por un tiempo… —Las palabras salían atropelladamente, las dudas mezcladas con la aceptación, como el agua que corre sobre piedras.
—Bien —respondió Jesús—. Te estoy agradecido por este tiempo, por breve que sea.
Nunca me dijo eso a mí, pensó María. ¿Acaso la prefiere a ella? ¡Ah, qué feo es competir, dejarse llevar por el deseo de ser la predilecta!
Primero la ayudo y luego tengo celos de ella, se reprendió a sí misma. ¡Soy un ser perverso! Aunque yo conocí a Jesús primero, le conozco desde hace más tiempo…
—María, no te atormentes con estos pensamientos —dijo Jesús tocándole en el brazo. Ella le miró a los ojos y le resultó imposible aceptar que nadie fuera más querido por él.
—No sé de qué me hablas —contestó secamente y retiró el brazo.
—No te atormentes —repitió Jesús.
Avanzado el día, llegó Pedro con Natanael y, casi pisándoles los talones, Tadeo y Andrés, rebosantes de emoción.
—Nosotros fuimos a Naín —informó Tadeo—. Y los habitantes… ¡Nunca se cansaban de escuchar lo que teníamos que decirles!
¡Naín! Allí vivía la familia de Joel, pensó María. ¿Estaban allí? ¿Habían ido a escucharles?
—¿Hicisteis algo más, aparte de hablar? —preguntó Jesús aunque con voz amable, sin ningún tono de acusación.
—Posamos las manos sobre algunas personas —respondió Andrés—. Aunque no sabemos si están realmente curadas, curadas para siempre. Parecían encontrarse mejor, pero no sé más que esto.
Jesús asintió.
—¿Fuiste a Dan, Pedro? —preguntó.
—Casi —respondió Pedro—. Llegué hasta Thella pero…
—Los pantanos de Huleh nos cortaron el paso —intervino Natanael—. No obstante, derribamos algunos altares paganos que encontramos por el camino.
—¿Qué pasó con la gente? —inquirió Jesús—. Las estatuas no pueden modificar sus hábitos.
—Oh, hablamos con ellos y…
—¿Os escucharon? —insistió Jesús.
—Pues… —Pedro miró a su alrededor con expresión confusa—. Algunos, sí. Pero la mayoría nos dio la espalda.
—¿Adónde fueron? —preguntó Jesús.
—No lo sé —admitió Pedro—. Sólo sé que miré a mi alrededor y su número había menguado.
—No es fácil —dijo Jesús—. Nunca se sabe quién escucha y recuerda las palabras, y quién se olvidará de ellas.
Mientras hablaban el sol se ocultó tras las colinas de Galilea. Los últimos rayos iluminaron la superficie del lago, creando la impresión de una presencia divina sobre las aguas.
—Yo también estuve predicando y enseñando —prosiguió Jesús, y, en la mayoría de los casos, recibí el mismo trato que vosotros. Hay gente preparada para recibir el mensaje y otra que no lo está. Los campos vacíos se extendían a su alrededor. Pronto llegarían las lluvias de otoño para restaurar la tierra, poner fin a la sequía y permitir que los campesinos sembraran sus cultivos—. Cuando el campesino lanza la semilla, nunca sabe dónde caerá —continuó Jesús—. Tiene que sembrar grandes superficies, dispersando las semillas tan lejos como le permita el brazo. Algunas caen sobre las piedras y se malogran sin remedio, Otras caen sobre tierra poco profunda. Germinan por un tiempo y se marchitan por falta de alimento. Otras caen sobre suelo tan fértil que pronto compiten por su supervivencia con la cizaña y otras plantas voraces. —Les miró a todos—. ¿Entendéis lo que esto significa?
Pedro empezó a hablar.
—¡El campesino tiene que preparar la tierra! —dijo.
Jesús rió.
—Verdaderamente, lo tuyo es la pesca. Nunca has visto trabajar a un agricultor. ¿Hay campesinos entre vosotros?
Todos negaron con la cabeza, el Celota, los hermanos recaudadores de impuestos, los hermanos pescadores, el rabino erudito, el ciudadano de Jerusalén, la dama de honor del palacio, el pintor de frescos, y María, el ama de casa.
—Inicié mi ministerio en Galilea y no encontré a un solo agricultor —se rió Jesús—. Esto es lo que quería decir: La semilla es la palabra de Dios. Puede caer en terreno pedregoso, un suelo hostil o vigilado por Satanás, que secuestra la palabra de Dios para que no sea oída. El suelo poco profundo simboliza a los que se entusiasman fácilmente con todo y, con la misma facilidad, pierden el interés. La tierra fértil es el mundo. El mundo que ofrece tantas riquezas, distracciones y preocupaciones que pronto ahogan la palabra de Dios.
Hizo una pausa.
—Hay, sin embargo, otro lugar donde puede caer la palabra de Dios. El suelo receptivo. Allí podrá producir una cosecha abundante. Cuando sembramos, sólo somos responsables de lanzar la semilla lo más lejos posible. No sabemos dónde caerá. Todos lo habéis hecho bien. Estoy orgulloso de vosotros. Que Dios cuide de la cosecha.
«¿Veis estos campos de cebada? Ahora están desnudos pero, cuando llegue la época de la cosecha, estarán cubiertos del blanco cereal y sus granos. Necesitaré vuestra ayuda para cosechar».
—¿Quieres que recojamos cebada? —preguntó Pedro decepcionado.
—Cebada, no, sino almas —explicó Jesús—. Mira: ¿Ves a la gente en el otro extremo de los campos? Están preparándose para la Fiesta de los Tabernáculos. Construyamos aquí nuestro propio tabernáculo y festejemos con ellos. —Les miró con afecto—. Pero antes volveremos junto al río. Hay algo que debemos hacer allí.
Dio la vuelta y les condujo a las márgenes herbosas del Jordán. El caudal había mermado. Ya no lo alimentaban las lluvias de invierno ni el deshielo primaveral, y el agua fluía borboteando plácidamente en su lecho.
—Venid —dijo Jesús, al tiempo que les indicaba que descendieran las márgenes escarpadas hasta la orilla misma del agua. Cuando estuvieron todos reunidos, Jesús se agachó y llenó las palmas de sus manos—. Juan bautizaba en el Jordán, un bautismo de arrepentimiento. Yo no bautizo a nadie, aunque más tarde lo haré con fuego. Ya lo veréis. Ahora debéis bautizaros unos a otros, no en señal de arrepentimiento sino de unión entre hermanos y hermanas. Aunque, para los que me siguen, no hay varón y hembra, ni esclavo y hombre libre, ni griego o judío.
Se miraron. No había esclavos entre ellos, ni había griegos. ¿Los habría más adelante?
—Juan, llena tus manos de agua y viértela sobre la cabeza de uno de tus hermanos o hermanas —dijo Jesús.
Juan recogió el agua y se dio la vuelta; el agua se le escurría entre los dedos mientras trataba de decidir a quién elegir. Levantó las manos por encima de la cabeza, de María, y ella sintió el líquido frío que la salpicaba y oyó la voz de Juan:
—Con esta agua nos unimos a Jesús y entre nosotros.
Con el agua chorreando por su cara, María se agachó, recogió agua del río Jordán y la vertió sobre la cabeza de Juana.
—Con esta agua juramos lealtad a Jesús y entre nosotras.
El rito se repitió a lo largo de la hilera de los discípulos que aguardaban su turno. Las palabras variaban pero, una vez concluido el ritual, todos volvieron sus rostros resplandecientes hacia Jesús, que les estaba sonriendo.
—¿Quiénes son mis hermanos y mis hermanas? Sois todos vosotros.
A la luz decreciente, el verde oscuro de las aguas del Jordán se tornó pardo y siguió fluyendo, fluyendo sin cesar.