40

Queridísimo hermano, Silvano:

Cuánto anhelo hablar contigo. El breve tiempo que pasaste en Cafarnaún, valioso como fue, debió ser un principio y no un fin. Te doy las gracias por tus palabras, te doy las gracias por haber venido, te lo agradezco de todo corazón.

Te escribo esto sentada en la entrada de una cueva. Sí, una cueva en lo alto de las colinas. Cuando bajemos a la llanura, buscaré a alguien que te lleve la carta.

Después de dejarte, recibimos la terrible noticia de la muerte de Juan el Bautista. Jesús cree que tiene la obligación de continuar su misión y nos envió a trabajar como ayudantes suyos. Nos envió de dos en dos, y yo estoy con Juan, el hijo de Zebedeo. Nos dijo: «Os envío como corderos entre los lobos. Sed listos como las serpientes e inofensivos como las palomas». ¿Y sabes qué más? No debemos llevar nada con nosotros. Oh, es tan duro mendigar, aceptar la caridad de los demás. (No te preocupes, no me deshice de los dineros que me trajiste, están guardados, en espera de encontrarles un buen uso).

Ahora somos tres, otra mujer se nos unió en Coracín. Ha estado poseída, como yo. Y, como yo, está casada. Como yo, dejó a su marido para conocer a Jesús. No sabemos cómo reaccionará el esposo pero, probablemente, hará lo mismo que Joel. Le cuesta creer que está curada de verdad y por eso necesita alejarse de todo por un tiempo. Tal vez —aunque sería un milagro—, tal vez su marido lo entienda.

El eremita que vive en la cueva dio a Juan material para escribir, y él también lo está haciendo. No es en absoluto como yo creía. Tiene un temperamento variable, como ya sabes, pero también un lado soñador. Nos dijo que le solía gustar cuando hacía mal tiempo y no podían salir a pescar, porque así podía quedarse en casa a soñar. Se divertía inventando historias. Las escribía para no olvidarlas. Le he dicho que debería escribir todo lo que ha ocurrido desde que conocimos a Jesús. Dice que tal vez lo haga algún día, porque hasta ahora Jesús no nos deja tiempo para eso. Me temo que, cuando dispongamos al fin de tiempo, se nos habrán olvidado muchas cosas.

Me he salido del tema. ¡Cómo ves, me pasa lo mismo que cuando hablamos!

Coracín fue nuestro primer destino. Desde entonces, hemos estado por toda Galilea: en las colinas, donde el aire está fresco y enrarecido, y en la llanura, por donde pasa la vía principal. Hemos hablado de nuestra misión con todos los que quisieron escucharnos. Querido Silvano, he de serte sincera: la mayoría, como tú, no nos hizo mucho caso.

No somos rebeldes. Subiendo un camino empinado, encontramos a un eremita feroz, uno de esos ascetas religiosos que viven retirados del mundo. Se enfureció como un oso que hiberna al ser molestado en su guarida. Pero, de todas las personas que hemos conocido, es el que más se interesó por el mensaje de Jesús cuando le dijimos quiénes éramos y por qué invadíamos su colina. Nos invitó al momento a su cueva, donde yo no tenía ganas de entrar. Después de mi experiencia en el desierto, esperaba no volver a estar en una cueva en mi vida.

A diferencia de la que yo conocí, esta cueva está mal ventilada y huele a humedad. En el interior ardía una vela derretida de sebo rancio, y los alimentos podridos que vi sobre una piedra plana explican por qué está tan esquelético. No obstante, tiene pilas de papiros y gran cantidad de papel. Es el papel lo que uso para escribirte, un regalo muy amable de su parte.

Nos empezó a interrogar acerca de Jesús de inmediato, tratando de averiguar si cumplía todas las predicciones referidas al Mesías. Te alegrará saber que no. (Mejor dicho, es Eli quien se alegraría. Creo que a ti te da igual que lo sea o no).

Lo primero que quiso saber es si Jesús alega ser el Mesías. Cuando le respondimos que no, al menos en nuestra presencia, asintió con la cabeza. Después preguntó si desciende de la línea de David. Le dijimos que no lo sabemos. Entonces dijo que, de ser así, seguramente Jesús nos lo habría dicho. (Preguntaré a su madre, si la vuelvo a ver alguna vez. Jesús no me respondería, se limitaría a sonreír).

«¿Está ungido?», preguntó también el eremita con el brillo de la pequeña lámpara reflejado en los ojos.

«No veo cómo podría estarlo —respondió Juan—. Sólo lo está el sumo sacerdote de Jerusalén».

«Si fuera el Mesías, vendría… Veamos… —apartó ansioso uno de los papiros y desenrolló otro—,… según el profeta Micah, vendría de Belén. ¿Jesús es de Belén?». Nos miraba fijamente, y yo no estaba segura de si quería que contestáramos que sí o que no.

«Que yo sepa, no —respondí—. Su familia es de Nazaret».

«Oh. —Pareció decepcionado. Señaló otro papiro—. Zacarías dice algo de entrar en Jerusalén a lomos de un asno. —Hizo una pausa—. De hecho, hay varias profecías referidas al Mesías y la ciudad de Jerusalén. —Escrutó el papiro de Zacarías—. Aquí dice que en Jerusalén ocurrirán muchas cosas. “Vertiré sobre la casa de David y los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y súplica. Me contemplarán como a aquel a quien laceraron, y llorarán como quien llora a un hijo único, y se lamentarán como quien se lamenta por la muerte de su primogénito. Aquel día habrá grandes llantos en Jerusalén”. Y luego dice: “Aquel día se abrirá una fuente en la casa de David y entre los habitantes de Jerusalén, cuyas aguas lavarán sus pecados e iniquidades”. En fin, no sé si esto os dice algo acerca de vuestro Jesús, puesto que él no está en Jerusalén». Y volvió a enrollar el papiro con mucho ruido.

«Aunque —añadió de repente—, el libro de Daniel nos dice que alguien que se llama hijo del hombre reinará y nos juzgará. Creo que las palabras exactas son: “Hubo antes que yo un hijo del hombre, que vino con las nubes del cielo. Se acercó al Antiguo de los Tiempos y fue llevado a su presencia. Le otorgaron autoridad, gloria y poder soberano, y todos los hombres, pueblos y naciones de todas las lenguas le adoraron. Sus dominios son dominios eternos que jamás perecerán, y su reino nunca será destruido”».

Cuando vio que meneábamos la cabeza, lo intentó por otro camino:

«Isaías habla de un siervo que sufre, que será golpeado y maltratado para salvarnos», sugirió.

«Jesús es fuerte y sano», repuso Juan.

«Pues, entonces… —El eremita se encogió de hombros—. No parece cumplir ninguna de las profecías. —Hizo una pausa—. Había oído hablar de sus buenas obras en Galilea. Las profecías no mencionan Galilea, naturalmente, excepto… A ver… ¡Sí! Dice Isaías… —Consultó el papiro—. Dice que “en el futuro honrará la Galilea de los gentiles, por los caminos del mar y a lo largo del río Jordán… La gente que camina en las tinieblas verá una luz deslumbrante”. Pero esto es todo». Suspiró.

En realidad, aunque a él le preocupe que Jesús sea el Mesías o no, a mí no me importa en absoluto. Jesús es Jesús, y con eso basta.

«Por otro lado —insistió el eremita—, quizá sea mejor que este hombre no afirme ser el Mesías porque, como sabéis, la ley de Moisés dice claramente que a los falsos profetas se les ha de dar muerte».

Yo no lo sabía. A diferencia de la ley referida a las brujas y los videntes, aquélla apenas nunca se aplica.

Le ayudamos a recoger los papiros —los había revuelto todos y la humedad de la cueva dañaría los textos— y luego él me dio este papel y me dijo que debería anotar mis pensamientos. Él haría lo mismo. Señaló una pila de papiros en el otro extremo de la cueva. «Allí están todas mis reflexiones desde que vine aquí», me explicó con orgullo. Me pregunto quién cree que las va a leer. Aunque a los escritores esto no les preocupa, sólo sienten la necesidad de escribir. Ya llegarán los lectores, piensan… pensamos.

Queridísimo hermano, te mando mi amor y te pido, como ya sabes que lo haría, que leas a Eliseba la pequeña carta adjunta y se la guardes para cuando sea mayor. Ve a la tumba de Joel una mañana y dile que le quiero, de mi parte y con mis palabras. Ya sabrás cómo hacerlo.

Tu hermana, María.

Queridísima niña:

Pienso en ti todos los días y todos los días veo cosas de las que me gustaría hablarte. Hoy he visto una gran tortuga, escondida bajo un arbusto en la colina. La vi por casualidad, porque estaba totalmente inmóvil y tenía los colores de la tierra y de las hojas que la rodeaban. Si pudiera, te la llevaría como mascota. Las tortugas son animales buenos, a pesar de esa piel tan rara y escamosa y de sus grandes garras. Si alguna vez tienes una tortuga como mascota, no cometas el error de pensar que son lentas. ¡Si les das la espalda y miras a otro lado un buen rato, se escapan y nunca más las vuelves a ver!

Dulce Eliseba, mañana encontraré otra cosa que contarte de este mundo maravilloso en que vivimos. Cuando volvamos a reunirnos, iremos a ver juntas todas estas cosas de las que te escribo de la mañana a la noche. Que el Dios de Abraham e Isaac, de Jacob y José, de Sara, Rebeca, Raquel y Lía te ampare en Sus brazos, hasta que pueda hacerlo yo.

Tu madre, que te quiere.