A pesar de que María la mayor le hubiese asegurado que una visita es un modo apropiado de celebrar el Shabbat, y a pesar de que Jesús hubiera buscado a la familia de María para decirles dónde estaba la niña, cuando volvió estaban enfadados con ella.
—¿En qué estabas pensando cuando te fuiste de ese modo? —la regañó su madre—. ¡Perdida justo cuando empezaba el Shabbat, teniendo que pasarlo con una familia de desconocidos! —La miró indignada—. Ese muchacho que vino a hablar con nosotros… no me gustó —añadió.
—¿Jesús? —preguntó María.
—Es evidente que no está bien educado. No se mostró respetuoso. No deberías relacionarte con este tipo de gente.
—Entonces… ¿por qué me permitiste quedarme con ellos? —preguntó la niña con voz azorada.
—Lo que yo quisiera saber es por qué tú querías quedarte con ellos. ¡Ésta es la cuestión!
María deseaba decirle que aquella familia era maravillosa, contarle cuánto le había gustado hablar con ellos y la aventura de la muela de Rut. Pero sabía que la transgresión meditada de José no complacería a sus padres. De modo que bajó la vista y dijo: Parecían muy amables.
En ese momento llegó su padre.
—Nazaret tiene mala reputación —declaró—. Y ese Jesús. Le hice algunas preguntas referentes a las escrituras y él…
—Sabía más que tú —interpuso Silvano, que venía detrás de él—. Cuando le interrogaste acerca de aquel pasaje de Oseas… —Se rió—. Ya sabes, tu favorito, ese que tanto te gusta recitar, que habla de la tierra en luto…
—¡Si, ya! —interrumpió Natán secamente.
—Me pidió que te diera esto —dijo María, tendiéndole el bastón hecho por Jesús y José. Habían insistido en que se lo llevara, como si quisieran ablandar el corazón de Natán. Ella había protestado (era demasiado precioso y habían trabajado mucho para hacerlo), pero se mostraron inflexibles.
—¿Cómo? —Su padre lo agarró y lo examinó con detenimiento. Las comisuras de sus labios se contrajeron. Le dio la vuelta repetidamente, estudiando la obra de artesanía—. ¡Bah! —espetó—. ¡Vanidad! —Tiró el bastón al suelo, y María hizo una mueca de disgusto.
Silvano se agachó y recogió el bastón.
—Es un pecado desdeñar un regalo como éste —dijo.
—¿De veras? —repuso el padre—. ¿En qué pasaje de las escrituras lo dice?
Dio la vuelta y se alejó.
Silvano recorrió el bastón con los dedos.
—Cuando vuelvas a ver a Jesús, pregúntale, por favor. Estoy convencido de que en algún lugar de las escrituras se dice que no se debe profanar un obsequio. Seguro que él sabe dónde.
—Ya no volveré a verle —dijo María. La posibilidad era inimaginable. En cuanto a Casia, su nueva amiga, estaba decidida a visitar su casa en Magdala. Su padre, por supuesto, lo prohibiría. También desaprobaría la amistad con Casia, no le cabía duda. Pero su padre no podía prohibir lo que no conocía.
Magdala les esperaba para darles la bienvenida. Los peregrinos siempre se convertían en foco de un intenso interés los primeros días después de su regreso de Jerusalén, en una especie de celebridades efímeras. «Decidnos —les preguntaban—: ¿Cómo son las calles de Jerusalén? ¿Había muchos judíos extranjeros? ¿Es el Templo realmente tan espléndido como dicen? ¿Fue la vista de sus recintos el momento culminante de vuestra vida?». Aquella atención pasajera, aquella adulación transitoria, podían ser más embriagadoras que la propia peregrinación. Pero al final se desvanecían, inevitablemente. Y el próximo grupo de peregrinos —los que irían a Jerusalén para el Santísimo Día de la Expiación— ocupaba su lugar en el centro de la atención.
Pasaron varias semanas —a las que correspondieron seis Shabbats— antes de que María volviera a ver a Casia. Habían conseguido intercambiar mensajes y concertar un día para que María visitara a Casia y compartiera una comida con su familia. Sería en la tarde que supuestamente iría a una demostración de tejeduría, que celebraría en una casa vecina un maestro tejedor de alfombras venido de Tiro. Asistió realmente a la demostración por un rato y pensó que era un arte hermoso pero que ella jamás sería capaz de hacer algo así. Después se escabulló del sombreado taller a orillas del lago, atravesó a toda prisa el bullicioso mercado y enfiló la calle que conducía al sector norte de la ciudad, la parte montañosa donde estaban las residencias recién construidas.
Las calles se tornaron tan empinadas que tuvo que detenerse para recobrar el aliento. Las casas a su alrededor eran más y más grandes e impresionantes, amparadas por altas paredes sin ventanas del lado de la calle, hecho que, de por sí, ya indicaba que las cosas en su interior precisaban protección.
La casa de Casia se encontraba al final de la calle y estaba construida de tal manera que, para subir hasta la puerta, había que ascender una serie de escalones colocados en ángulo. La puerta de la entrada era de bronce ornamentado. Antes de que María tuviera tiempo de llamar, Casia abrió con una sonrisa triunfal en los labios.
—¡Has llegado! —exclamó, haciendo pasar a María y abrazándola.
—Sí, pero… ha sido difícil. —Trató de no pensar en el castigo que la aguardaba si sus padres descubrían que había dejado la demostración de tejeduría. Pero ahora estaba allí, donde quería estar. Entró en la casa y enseguida llamó su atención el amplio y penumbroso atrio que la rodeaba. Era asombroso que pudiera estar tan fresco en un día tan caluroso.
Quedaron mirándose, un poco incómodas. La amistad que tan rápida e intensamente habían forjado hacía un tiempo ahora les parecía un equívoco, un producto de su imaginación.
—Bien —dijo Casia al fin—. Estoy contenta de verte. Ven, te enseñaré la casa. —Tomó a María de la mano y la condujo fuera del atrio y a través de una serie de estancias adyacentes. Había muchísimas, dos y tres veces más de las habitaciones que tenía la casa de María.
—¿Tienes habitación propia? —preguntó la niña.
—Oh, sí, y hay más habitaciones en la segunda planta. —Su voz era amistosa y desenfadada, juguetona, como si todo el mundo viviera de aquella manera.
María se esforzaba por no delatar su asombro. Pero las estancias cavernosas parecían salidas de un sueño. A pesar de tener sólo tres paredes, con la cuarta abierta a un patio bañado de sol, las habitaciones estaban en penumbra. Cuando su vista se acostumbró a la luz tenue, vio que las paredes estaban pintadas de color rojo oscuro, herrumbroso; en una de las habitaciones, eran de color negro. Por eso conservaban la oscuridad.
Casia siguió tirando de ella hasta que dejaron atrás los aposentos formales de la casa y llegaron a las habitaciones de la familia. Allí, María entró en una alcoba de paredes amarillas y con el techo más bajo, amueblada con sillas pequeñas y una mesa, sobre la que habían dispuesto copitas y jarras en miniatura. El suelo estaba fresco, pavimentado con piedra pulida, y en uno de los rincones había una elegante cama individual de patas torneadas, pintada de negro y con barrotes dorados. El cubrecamas era de seda lustrosa.
—¡Oh! —exclamó finalmente María, contemplándolo todo estupefacta—. ¿Es aquí dónde vives? ¿Aquí duermes?
—Sí —respondió Casia—. Desde que tengo memoria. —Ambas se echaron a reír, porque eran conscientes de que siete u ocho años no es tanto tiempo y recordarlos no es gran hazaña.
María no se podía imaginar viviendo en una casa como aquélla. Me pasaría el día admirándola, pensó. Observó las copas y platos diminutos encima de la mesa, salseras, jarras y cuencos decorados, de tamaño minúsculo.
—¿Comes aquí? —preguntó indecisa.
Casia rió.
—Oh, no, sólo son juguetes. ¡Tengo demasiado apetito para satisfacerlo con porciones tan pequeñas!
¿Tendría muñecas? Las muñecas estaban prohibidas; seguro que no habría ese tipo de juguetes en la casa.
—Son para mí y mis amigos imaginarios —explicó Casia—. Y, ahora que estás aquí, para una amiga real. ¡Podemos pretender que celebramos un banquete! ¡Un banquete de comida invisible, que no deja manchas ni te obliga a fregar después!
—Nunca he tenido un lugar donde celebrar mis banquetes imaginarios —dijo María. ¡Qué divertido sería todo esto!
Entonces la timidez que se interponía entre ellas se disipó. Eran realmente muy parecidas, estaban destinadas a ser amigas.
—Ven, ha llegado el momento de comer de verdad, y quiero que conozcas a mis padres. Y, por supuesto, a mi hermano pequeño, Omri.
Omri. María nunca había conocido a nadie llamado Omri. Recordaba vagamente el nombre, pertenecía a un antiguo rey malo. Aunque tampoco había conocido a otra niña llamada Casia. Era obvio que esa gente prefería no dar a sus hijos nombres normales, como María, Jesús o Samuel.
Casia condujo a María a otra sección de la casa, a una estancia bien abierta al patio interior. Las paredes eran de color verde oscuro, y en los paneles superiores había pinturas de árboles y flores, bien hechas que parecían reales. En el centro había una mesa baja de mármol, rodeada de cojines apoyados en respaldos de piedra. El calor no llegaba al interior de la estancia, aunque la luz, sí.
—Madre, padre, ésta es mi amiga María —dijo Casia con orgullo, presentándoles a María como si fuera un juguete valioso—. Os acordáis, os conté que la conocí en el viaje de vuelta de Jerusalén.
—Ah, sí. —Una mujer alta vestida con sedas color carmesí se inclinó para saludar a María, mirándola con gran solemnidad, como si estuviera en presencia de alguien muy importante, de otro adulto, no de una niña—. Estoy muy contenta de que Casia y tú seáis amigas —murmuró.
—Bienvenida —dijo el padre de Casia, Benjamín. Por su edad y estatura, resultaba bastante parecido al padre de María, aunque lucía varios anillos de oro en los dedos y sus vestimentas eran más llamativas que las túnicas sencillas que prefería Natán.
Un chiquillo de cara redonda, algo más joven que la propia Casia, se acercó a la mesa arrastrando los pies y se apoyó en ella.
—Hola —musitó finalmente.
—Éste es Omri —dijo la mujer—. ¿No podrías sonreír, Omri? Dices «hola» pero no pareces muy dispuesto a dar la bienvenida a esta muchacha.
—¡Vale, de acuerdo! —Suspiró Omri, dibujando una parodia de sonrisa—. Bienvenida —dijo, exagerando la palabra.
—¡Omri, eres un bicho! —dijo Casia.
—Ya lo sé —repuso el chiquillo, orgulloso. Se dejó caer en un cojín y esbozó una sonrisa traviesa.
María se sentó con movimientos lentos y se quedó inmóvil. Qué diferente era todo aquello de su propia casa. Ojalá no cometiera errores embarazosos delante de esa gente. Pero ella nunca había comido así, en una mesa de mármol, y tampoco la habían atendido sirvientes. ¿O eran esclavos?
Miró de reojo a las mujeres que traían las bandejas. No parecían ser esclavas; no eran extranjeras y, cuando hablaban, lo hacían sin acento. Debía ser gente local, contratada para realizar las labores del hogar. Esta idea la hizo sentirse algo más cómoda.
Muchos de los platos contenían alimentos que no le eran familiares. Había un cuenco de queso blanco con vetas rojas en sus rugosidades, y otro lleno de hojas saladas de color verde oscuro, y una fruta que no conseguía identificar. ¿Serían alimentos… impuros? ¿Podía ella comerlos?
Aunque esta familia había estado en Jerusalén; seguro que observan la Ley, pensó la niña.
—Casia nos dijo que tu padre es Natán, el dueño de la gran pesquería que hay junto al lago —dijo el padre—. He tenido ocasión de tratar con él y debo reconocer que su honestidad y sus elevados principios son raros de encontrar en la industria del pescado. Me temo que la mayoría son personajes tan escurridizos como sus mercancías.
—Gracias, señor —respondió María. No le resultaba cómodo hablar de su padre en esos momentos. ¿Y si la estaba buscando? ¿Y si la demostración de tejeduría había terminado temprano?
—¡Mi padre es joyero! —anunció Casia con orgullo—. Tiene un taller muy grande, y muchos artistas trabajan para él. ¡Mira, mira qué anillos! ¡Son de nuestra propia tienda!
Eso explicaba por qué llevaba tantos. Ya no parecía un acto de tremenda vanidad. Sencillamente, mostraba las obras de su arte más allá de los límites de su joyería. María deseaba que esta familia fuera intachable y confiaba en que, si ella no encontraba nada que criticar en sus actitudes, tampoco lo encontrarían sus padres.
—¿Has visitado alguna vez nuestro taller? —preguntó el padre de Casia—. Está justo al otro lado del mercado central.
María creía que no, pero no estaba segura. Sus padres no compraban joyas de oro, no parecía haber razones para visitar la tienda de un joyero.
—Iremos juntas esta tarde —propuso Casia—. Has de volver al taller, padre, ¿no es cierto?
—Sí, iré un poco más tarde. Os enseñaré el taller donde los orfebres trabajan las láminas de oro puro, y donde hacen las filigranas.
Esta tarde… No, no podía ir. Sin duda la descubrirían si demoraba tanto su regreso a casa.
—Hoy no me es posible —farfulló María. ¡Qué rabia tener que decir eso! ¡Qué ganas de visitar la joyería!
—Ah. En otra ocasión, entonces —dijo el padre encogiéndose de hombros—. ¿Fue éste el primer viaje de tu familia a Jerusalén?
—Sí —respondió la niña.
—¿Qué les pareció? ¿Fue lo que esperaban? —preguntó la madre de Casia.
—No lo sé —admitió María—. No sé qué esperaban, exactamente.
—¿Y qué esperabas tú? —La madre de Casia se inclinó hacia ella, como si la respuesta de la muchacha le interesara de verdad.
—Esperaba ver algo que no fuera de este mundo —respondió María después de una breve reflexión—. Me imaginaba que las piedras refulgirían como el cristal, que las calles serían de oro y de zafiros, y que me desmayaría en cuanto viese el Templo. Pero las calles solo estaban pavimentadas con adoquines y el Templo no era mágico, aunque sí colosal.
Dijo el padre de Casia:
—Esperabas ver la ciudad que el profeta Ezequiel vio en su visión. Pero aquélla fue una promesa de lo que podrá ser. Las visiones son eso: promesas de Dios.
¡Las visiones! ¿Serían como un sueño vivido?
—¿Aún hay gente que tiene visiones? —preguntó María.
—Quizá —respondió el padre—. No podemos saber qué sucede en las casas de la gente.
—Nuestros amigos, los romanos, eran bien visibles en Jerusalén —interpuso la madre de Casia—. No creo que los romanos formaran parte de la visión de Ezequiel.
—¿Nuestros amigos? —María se sintió escandalizada al oír llamar a los romanos «amigos».
—¡Lo dice en broma! —explicó Omri—. En realidad, quiere decir todo lo contrario. —Se cruzó de brazos con ademanes autoritarios.
—Gracias, Omri. Se me ocurre que nunca deberías plantearte una carrera en la diplomacia. —El padre, sin embargo, le sonreía en lugar de reprenderle—. De hecho, algunos romanos sí son amigos nuestros. Son varios los que frecuentan nuestra tienda, y compran los más hermosos collares y pendientes para sus esposas. ¡Un hombre que cubre a su mujer con joyas de oro no puede ser tan malo!
María, acostumbrada a las arengas de su familia contra la vanidad, por no hablar de sus diatribas contra los romanos, se echó a reír. Sí, sería apasionante visitar la tienda de un joyero, con plena libertad para elegir lo que más le gustase.
Una brisa fresca sopló desde el patio abierto. Desde la altura de la casa, María podía divisar el resplandor del lago. La residencia de la colina estaba bien ubicada para recibir los vientos de verano. Pero ¿qué Pasaría en invierno, cuando se levantaban tempestades?
El tintineo de una rueda de cristales colgados componía una música dulce al paso de la brisa. Sonaba como un arpa acariciada por el viento.
—En invierno nos retiramos al interior —explicó la madre de Casia—. A las habitaciones pintadas en negro o en rojo, como está de moda en el extranjero. Dan sensación de calidez y de comodidad. Aunque, ¿quién puede pensar ahora en el invierno? —El campanilleo sonó de nuevo, como un suspiro cosquilleante de notas leves.
El feo invierno, que levantaba tormentas sobre el lago poniendo en peligro los barcos de pesca, con sus temporales, sus nieblas y sus fríos que se colaban hasta los rincones mejor resguardados de las casas… No, mejor no pensar en él. Ahora no, en pleno verano, cuando la tierra se abre a la luz y al calor, cuando el lago es afable y seguro, lleno de embarcaciones de todo tipo y tamaño.
—María es un nombre muy bonito —dijo el padre de Casia—. ¿Cómo se llaman tus hermanos?
María es un nombre muy común, pensó la niña. Es muy amable por elogiarlo.
—Tengo dos hermanos. Uno se llama Eli y el otro, Samuel. —Nombres comunes, también—. Mi madre se llama Zebidá —añadió. Este sí que era inusual, era el nombre de la madre de uno de los antiguos reyes de Judea.
—Nunca he conocido a nadie llamado Zebidá —comentó la madre de Casia.
—¡Y yo no había conocido nunca a una Casia ni a un Omri! —confesó María.
—Casia era el nombre de una de las hijas de Job —explicó la madre—. Después de que Dios restaurara su fortuna. Significa «flor de canela», que es una especia. Ambos pensamos lo mismo cuando vimos su cabello rojizo.
—¿Y Omri? —Seguro que de él no escuchaba nada bueno.
—Omri fue uno de los reyes del reino del norte de Israel —dijo el padre—. El padre de Ajab.
¡Lo sabía! ¡Era malo! Le costó un gran esfuerzo no llevar la mano a la boca en un gesto de estupefacción.
—Oh, ya sé que le tachan de malo, porque ahora todo y todos relacionados con el reino del norte se consideran malos —dijo el padre de Casia—. Pero examinemos las pruebas.
María no sabía cómo examinar las pruebas, pero estaba ansiosa por descubrirlo.
—Fue fundador de la gran ciudad de Samaria. Una ciudad destinada a ser rival de Jerusalén. Reconquistó los territorios perdidos al este de Jordania y conquistó Moab. Firmó la paz con Judea y puso fin a las guerras continuas entre estados hermanos. ¡Es un hombre de quien estar orgulloso, a quien emular!
—Queríamos que nuestro hijo fuera fuerte, valiente y lleno de vigor —añadió la madre de Casia—. Por eso le llamamos Omri. Los que conocen las hazañas de Omri lo entienden. En cuanto a los demás… ¡son necios ignorantes y fanáticos!
Como mi familia, pensó María. No tienen buena opinión del reino del norte.
—¡Sara! —exclamó su esposo—. Exageras mucho. Son ignorantes pero no deberíamos llamarles necios.
—Si lees nuestra historia, tú mismo verás hasta qué punto son ciegos. —¿Leer la historia? ¿Aquella mujer sabía leer?
La madre de Casia se dirigió a María:
—¿Estás aprendiendo a leer? —preguntó—. Casia acaba de empezar.
—No, yo… yo quiero aprender, lo quiero más que nada en el mundo.
—¿Te gustaría compartir las clases de Casia? Las lecciones son más divertidas cuando hay más alumnos que maestros.
—¡Sí, por favor! ¡Te gustará mi tutor, es muy divertido!
¿Podía hacerlo? ¿Podría escapar de su familia para ir a aquella casa a aprender a leer? La sola posibilidad le produjo una sensación de vértigo.
—Las clases son dos veces por semana —dijo Casia—. A media tarde. Cuando la mayoría duerme la siesta.
—Puedo… preguntar —dijo María en voz baja. Pero ya conocía la respuesta. No tenía sentido preguntar.
—¿Quieres que hable yo con tus padres? —se ofreció la madre de Casia—. Podría ampliar la invitación…
—¡No! —respondió María apresuradamente. Eso la obligaría a explicar a sus padres cómo había conocido a la familia de Casia y toda la historia. Y la respuesta seguiría siendo negativa—. Yo… preguntaré —concluyó.
—¿Cómo nos comunicaremos? —quiso saber Casia—. Podríamos dejarnos mensajes en el árbol que hay junto al lago. Ah, pero tú no sabes escribir.
En ese momento María decidió que aprendería a leer y a escribir, no importaba a qué artimañas tuviera que recurrir para conseguirlo.
—Dejaré un pañuelo rojo en caso de que pueda venir y un pañuelo negro si no puedo —resolvió.
—¿Dónde has estado? —La madre de María se irguió en el momento en que entró en el atrio, un atrio que ahora le parecía pequeñito.
En el camino de vuelta a casa, María había preparado su coartada. Después de la demostración de tejeduría había ido al mercado a buscar lanas de colores, como aquellas que les había enseñado el maestro tejedor. No había sido su intención demorarse tanto.
Dijo su mentira con valentía. La madre la observó:
—Fui a la demostración poco antes del final. No estabas allí —dijo.
—Me fui un poco antes, para llegar al mercado antes que la muchedumbre —explicó María.
Zebidá asintió en aprobación.
—Sí, es mejor así —admitió—. Si un mercader tiene que atender a un gran número de clientes, sabe que la venta está asegurada. Se atreverá a elevar el precio. Entonces ya no puedes comprarle a él, porque ha subido el precio.
—¿Y si el precio, incluso el aumentado, es justo? —preguntó María. Estaba tan aliviada de haber podido ocultar su excursión secreta que no tenía inconveniente en hablar de mercaderes y mercaderías.
—Aun así, no debemos premiar este tipo de actitudes —respondió la madre.
—¿Qué hay de malo en ello? —insistió la niña—. ¿Qué hay de malo en subir el precio si el mercader ve que hay mucha gente interesada en sus mercancías? Cuando un vendedor no tiene clientes, baja los precios de sus productos. Tú has comprado artículos a precios más bajos. ¿Por qué una cosa es mala y la otra, no?
—No puedes entenderlo —dijo la madre.
Pero María sabía que lo entendía muy bien.
—Madre —dijo—, el maestro tejedor dará clases a principiantes dos veces por semana…
Fue un verano placentero, de largos días calurosos y noches refrescantes. El ardid de las clases de tejeduría dio buen resultado, y dos veces por semana María subía a la casa de Casia, yendo de las clases del tejedor directamente a las clases de lectura. Los padres de Casia estaban tan contentos de que su hija tuviera una compañera de aprendizaje, que en modo alguno quisieron cobrarle su parte. Y con cuánta avidez estudiaba María, con qué ansias deseaba aprender a leer para entrar en un mundo nuevo, que hasta entonces le era vedado.
Era la víspera de Rosh Hashaná, del año nuevo de tres mil setecientos sesenta y ocho. María yacía en la cama, emocionada, cuando una voz tenue que llamaba: «¡María!»; como si alguien susurrara nombre en el otro extremo de la alcoba.
Aunque era una voz dulce, la asustó. Se incorporó y escudriñó las sombras. ¿Había sido un sueño? Allí no había nadie.
Debió de ser un sueño. Supongo que me quedé dormida sin darme cuenta, pensó.
Ahora, sin embargo, estaba totalmente despierta. Despierta para saber que la voz sonaba de nuevo: «María». Contuvo el aliento. Nada más se oía en la habitación, ninguna respiración, ningún susurro de tela.
—María. —La voz ya parecía venir de un punto muy cercano.
—¿Sí? —preguntó con un hilo de voz.
Pero no hubo respuesta. Y no se atrevió a levantarse.
A la luz del día, recorrió la alcoba con la mirada, pero no pudo ver nada. ¿Había sido un sueño? No dejó de pensar en lo ocurrido toda la mañana y llegó a preguntarse si no sería lo mismo lo que le había sucedido al profeta Samuel cuando era niño. Cuando vivía con el sacerdote llamado Eli, él también había oído una voz que le llamaba en medio de la noche y pensó que era el sacerdote. Sin embargo, era Dios quien le llamaba y a Samuel le enseñaron a responder así: «Habla, tu siervo te escucha».
Si vuelvo a oír la voz, responderé lo mismo, se prometió María. No podía evitar un sentimiento de alborozo ante la idea de que ella pudiera haber sido elegida para algún cometido.
No fue hasta la hora más oscura y silenciosa de la noche siguiente, cuando la niña dormía profundamente, agotada por el duermevela de la noche anterior, que un sonido llegó a sus oídos.
—María, María —decía. Era la voz sedosa de una mujer.
Luchando por emerger de las profundidades de su sueño, María dio la respuesta que había estado ensayando:
—Habla, tu sierva te escucha.
Hubo un silencio. Luego la voz dijo con voz suave:
—María, me has abandonado. No has cuidado de mí como me corresponde.
La niña se incorporó agitada. ¡El Señor… le hablaba el Señor! ¿Cómo responder? Aunque Él, que todo lo sabe, también debía de conocer sus faltas y debilidades.
—¿Cómo? —Se esforzó por encontrar las palabras adecuadas—. ¿Por qué te he abandonado? —Se acercaba el Día de la Expiación. ¿Iba Dios a acusarla de una gran omisión?
—Me has escondido y no me contemplas. No es así como se me debe tratar.
¿Qué quería decir? A Dios no se le esconde ni se le contempla.
—No comprendo —dijo.
—Claro que no, pues eres una niña tonta. Fuiste lo bastante inteligente para reconocer un objeto valioso, lo bastante lista para protegerlo pero, más allá, eres una ignorante.
La voz era ligera y juguetona al mismo tiempo. En absoluto se parecía a la voz de Dios, al menos no como decían que le habló a Moisés.
—Entonces, instrúyeme, Señor —respondió con humildad.
—Muy bien —dijo la voz—. Mañana has de contemplarme de nuevo, y te diré lo que debes hacer. Ahora duerme, tontita. —La voz la despidió, apagándose en la oscuridad.
¿Dormir? ¿Cómo podría dormir? María se hundió en la cama, sintiéndose desdichada. Dios la había reprendido. ¿Por qué razón? Debería sentirse honrada de que Dios le hablara, pero le dolía su desaprobación.
«Fuiste lo bastante inteligente para reconocer un objeto valioso, lo bastante lista para protegerlo… Mañana has de contemplarme de nuevo…».
Proteger… contemplar…
Antes de que la luz del día iluminara por completo la habitación, María se despertó con un sobresalto: era el ídolo de marfil lo que le había hablado.
Sí, había sido la figurita. Eso explicaba la voz femenina y la queja de estar escondida. Porque María realmente la había escondido en una caja, bajo una capa de invierno, y la caja estaba en el otro extremo de la alcoba, de donde provenía la voz. Y se había olvidado de ella.
La niña se levantó de la cama con cautela y metió la mano debajo de los pliegues de la capa de lana, buscando el bulto envuelto en telas. Sí, allí estaba. Lo asió y lo sacó a la luz grisácea del alba. Lo desenvolvió con cuidado y contempló el rostro sonriente de la enigmática diosa.
¿Cómo he podido olvidarme de ti? Fue su primer y espontáneo pensamiento.
—Por fin. —La voz parecía sonar dentro de su cabeza. El rostro exquisito se veía con más claridad a la luz creciente del día. Las líneas talladas en el marfil dibujaban el cabello que caía sobre los hombros, los ojos soñadores entrecerrados, los motivos de su vestido y las alhajas simbólicas; todo sugería un poder grande aunque afable, como una visión antigua, de los tiempos en que las diosas gobernaban la tierra y controlaban los vientos, las lluvias, las cosechas, los nacimientos y las artes. ¡Vuelvo a nacer a la luz del sol!
El bello rostro miraba a María.
—Ponme donde pueda sentir la luz. Llevo tanto tiempo encerrada en las tinieblas, bajo tierra. Envuelta en trapos y oculta al sol.
Obediente, María depositó la delgada efigie de marfil —muy delgada, tallada en un fragmento de colmillo— a los pies de la cama, donde un rayo de sol acariciaba la colcha.
—Ah… —La niña juraría que la efigie había emitido un prolongado suspiro de alivio. La examinó con atención, viendo cómo la luz del día revelaba la delicadeza de su talla.
Mientras crecía la luz, el ídolo parecía resplandecer, absorbiéndola. Justo en ese momento María oyó a su madre delante de la puerta. Se apresuró a esconder la efigie bajo la capa y empujó la caja al rincón de la alcoba.
—Perdóname —susurró.
—¡María! —dijo la madre desde la puerta—. ¿Ya estás levantada? ¡Es una buena manera de empezar el año!
Pronto anocheció de nuevo. Acostada en la cama, María contemplaba la luz temblorosa de la lámpara de aceite depositada en una hornacina. La llama vacilante proyectaba sombras movedizas sobre la pared encalada. Su luz había sido siempre un consuelo en la noche, pero ahora ya no le parecía tan reconfortante.
No me levantaré de la cama, se decía a sí misma. No iré allí. No es más que un trozo de marfil tallado por manos humanas. Carece de poder.
—Mi nombre es Asara, hija mía —dijo la voz dulce—. Asara —siguió murmurando. Y María supo que aquél era el nombre del ídolo y que así deseaba ser llamada.
Asara. Un nombre hermoso, tan hermoso como la propia efigie. —Asara —repitió María con respeto.
Temblando de miedo, se prometió a sí misma en secreto (porque Asara no podría leer su pensamiento) que al día siguiente la sacaría de la casa y la tiraría al barranco. No, iría a los hornos del pueblo y la lanzaría a las llamas. No, no debo hacer eso, pensó, podría contaminar el pan. Iré a… Quedó dormida tratando de pensar en un fuego purificador y definitivo.
Pero el día siguiente resultó muy ajetreado, y no tuvo oportunidad de sacar la talla de su escondite y de la casa. Su mente estaba serena; no sintió la voz del ídolo hablándole y sus temores se apaciguaron.
El gran Día de la Expiación —un día de ayuno estipulado por Moisés— se acercaba rápidamente. En ese día, en Jerusalén, los sacerdotes harían las ofrendas de rigor y celebrarían los rituales necesarios para ganar el perdón por los pecados del pueblo de Israel, pecados conocidos y también desconocidos. Finalizados los ritos de expiación de la culpa colectiva, soltarían un chivo solitario al desierto, portador simbólico de los últimos residuos de pecado. Allí acabaría pereciendo, expiando las culpas de la nación.
Para las personas, el día era de ayuno y pesadumbre. Tras una ceremonia de alabanza a Dios celebrada al amanecer, los fieles quedaban confinados en sus casas, vestían sayales y se cubrían la cabeza de cenizas. Guardaban ayuno y rezaban el día entero, recordando sus pecados, confesándolos y confiando en la misericordia de Dios para su perdón.
Amaneció un día glorioso, que hizo la tarea de contrición muy difícil. Para atormentar a los fieles y cautivar sus pensamientos, el sol llamaba a salir de las casas, hablándoles de frutas maduras y festivales de recolección, de los hermosos regalos de la vida que distraen a las personas del examen profundo del lado más oscuro de sus almas.
La familia de Natán no atendió la llamada de la naturaleza; todos sus miembros permanecieron encerrados en casa, en sus habitaciones privadas, observando una vigilia silente y en ayunas.
La túnica obligatoria de tela áspera que María llevaba puesta —el tradicional sayal de arrepentimiento— picaba tanto que pensó que tenía pulgas. No alcanzaba a comprender cómo pudieron vivir en el desierto los hombres santos con ese atuendo. Tampoco comprendía cómo ni por qué esto les hacía santos y les acercaba a Dios.
Esforzándose por ser piadosa, recitó humildemente los diez mandamientos con la cabeza inclinada.
«No tendrás más dioses que yo. No adorarás a los ídolos. No te inclinarás ante ellos ni les rendirás culto».
¡Asara! Aunque no la hice yo, pensó María, ni me inclino ante ella ni la adoro. Además, me desharé de ella. ¡Lo prometo!
«No pronunciarás en vano el nombre de Dios, tu Señor».
No, no lo hago. No pronuncio el nombre de Yahvé, excepto en mis oraciones.
«Observa el día del Shabbat y respeta su santidad».
Siempre lo hacemos. Siempre obedecemos las reglas.
Recordó, no obstante, que había aplaudido la decisión de José de violar una de esas reglas. ¿Soy culpable por ello?, se preguntó.
«Honra a tu padre y a tu madre».
¡Las clases! ¡Las clases de lectura que mantenía en secreto! Se sintió abrumada de culpa. Al mismo tiempo, pensó que las clases en sí no eran malas, sólo el hecho de mentir para ocultarlas.
«No matarás».
Emitió un suspiro de alivio.
«No cometerás adulterio».
«No robarás».
Otro suspiro de alivio.
«No levantarás falso testimonio contra tu vecino».
Ella era una niña, y a las mujeres no se les permitía ser testigos en un juicio, de modo que la ley la protegía de ese pecado.
«No codiciarás el hogar de tu vecino».
Codiciaba el hogar de Casia, aunque no por lo que había en él sino por el espíritu de las personas que lo habitaban.
«No codiciarás a la mujer de tu vecino, ni a su criado y doncella, ni a su buey y asno, ni a nada que le pertenezca».
Desde luego, de eso sí era culpable. Codiciaba muchas cosas, cosas que desearía que fueran suyas. No podía evitarlo cuando las miraba y eran tan deseables…
¡Eso no es ninguna excusa! La voz severa de Yahvé pareció resonar en sus oídos.
Tiene que haber algo más, pensó la niña. Los diez mandamientos son tan… tremendos. ¿Qué hay de las cosas pequeñas, de las cosas cotidianas? El asesinato no es algo cotidiano.
Para mí, el verdadero pecado sería… decidir hacer algo que sabes que está mal, pensó. ¿Es malo aprender a leer y a escribir, aunque a mí me parezca bueno, sólo porque mis padres no desean que yo aprenda?
¿Y qué hay de los malos pensamientos?
Lo peor que yo he hecho es albergar malos pensamientos. Por cada acto malo, hay cien malos pensamientos.
Su estómago se quejó. Tenía mucha hambre. Y le dolía la cabeza. Es para recordar que dependemos de Dios para nuestro alimento, se dijo, y darnos cuenta de todas las ocasiones en que nos olvidamos de agradecérselo. El dolor de sus entrañas, sin embargo, no le dejaba concentrarse.
Se sentó obedientemente sobre el suelo duro de su habitación, mareada de hambre, tratando de descifrar los mandamientos de Dios y reflexionando en sus pecados infantiles.
El Día de la Expiación había sido interminable. Durante la cena tranquila que tomaron para poner fin al ayuno, Natán dijo con voz muy queda:
—Es la misericordia de Dios que nos permite vivir y arrepentimos.
Pero ¿serían mejores dentro de un año?, se preguntó María. ¿O pasarían el año entero luchando por vencer las mismas tentaciones, sólo para seguir atormentados por ellas?
Quizá no nos esforzamos bastante, pensó. Voy a intentarlo con todas mis fuerzas. Lo repitió en voz muy baja, moviendo los labios: «Lo intentaré con todas mis fuerzas». Era un juramento. Sabía que Dios escuchaba y le pediría cuentas. Debo deshacerme del ídolo. Debo deshacerme de todo lo que disgusta a Dios.
Estuvo más que feliz de ir a la cama, aunque apenas había salido de su pequeña habitación en todo el día. Yacer a oscuras era un modo de correr un velo ante un día también muy oscuro; ennegrecido por culpas desagradables y el cargo de conciencia.
Seré mejor persona, volvió a prometerse a sí misma y a Dios. Pensó en el chivo que estaba deambulando por los páramos del desierto, llevando a cuestas los pecados del pueblo. Pasarían días antes de que sucumbiera a la muerte, suponiendo que muriese. Podría encontrar agua y comida. El misterio consistía en que nadie lo sabría, jamás.