Las deterioradas puertas de madera del pueblo de Coracín, construido en las laderas de una colina, estaban cerradas a cal y canto cuando María y Juan llegaron con el calor del mediodía. Sus túnicas polvorientas y las capuchas que intentaban protegerles de la ferocidad del sol les prestaban cierto aspecto de mercaderes nómadas. Mejor dicho, de mercaderes a quienes les habían robado las mercancías, puesto que no llevaban más que un par de calabazas huecas con las que sacar el agua de los pozos. Avanzaban lentamente, con la fatiga característica de los viajeros que llevan mucho tiempo en los caminos.
Antes de iniciar el viaje, cuando los discípulos salían de la casa que les había acogido en Betsaida, Tadeo había asido a Jesús de la manga y le había dicho:
—¡He cambiado de opinión! ¿Puedo ir con vosotros?
Jesús recorrió la estancia con la vista, abarcando el estante donde se alineaban las jarras y las estatuillas pintadas.
—¿Seguro que estás preparado para abandonar todo esto? —preguntó.
—¡Sí, oh, sí! —Tadeo cruzó la habitación y agarró una estatuilla de cabello largo y ondulante, que recordaba la figura de Afrodita. La levantó como si tuviera la intención de hacerla añicos contra el suelo, Pero Jesús le detuvo.
—Si esto pertenece a tus padres, deberían ser ellos quienes lo destruyan. No podemos agradecer su hospitalidad dañando su hogar. Ven. Te he reservado a Andrés como compañero en tu misión.
Sólo entonces María reparó en que Andrés no tenía compañero; iba a formar un trío con Mateo y Tomás. Jesús debía de saber que Tadeo cambiaría de opinión e iría con ellos.
Cuando los discípulos se separaron en el camino de salida de Betsaida, María y Juan optaron por dirigirse a Coracín.
Pedro anunció que se iría hacia el norte, a Dan.
—Siempre he querido conocerla, y Jesús tenía intención de llevarnos allí antes de que nos viéramos obligados a volver atrás —explicó.
—Pedro, no seas demasiado ambicioso —dijo Jesús—. Dan está muy lejos de aquí.
—¡Tanto mejor! —repuso Pedro.
Los demás siguieron diversas direcciones: más hacia el oeste, a Genezaret, al otro lado del lago, a Gergesa, o hacia los pueblos septentrionales alineados a orillas del Jordán.
En las afueras de la ciudad, Jesús les reunió en la sombra de un gran roble. Unos al lado de otros, formaron un amplio círculo, un grupo fuerte. En el centro, Jesús cerró los ojos y rezó.
—Padre, sé que me oyes. Sé que elegiste a estas personas y me las ofreciste. Revístelas con Tu poder, para que otros puedan verte en ellos y sean llevados hacia Ti. Abre los ojos de aquellos que verán a estas personas y a sus obras, las obras que Tú les asignarás.
Uno tras otro, les tocó en el hombro.
—Recibid este poder. Sabed que lo tenéis.
Cuando le llegó el turno a María y Jesús posó ambas manos en sus hombros y dijo esas palabras, ella cerró los ojos e intentó sentir el poder especial que le era transmitido. Pero no sintió nada.
—Nos encontraremos en las márgenes del río Jordán dentro de cuarenta días —dijo Jesús—. En el punto más cercano a Betsaida. Marchad ahora.
María eligió la ciudad de Coracín porque oía hablar de ella desde que era niña aunque nunca la había visitado. También porque, como ciudad bulliciosa de las colinas de Galilea, no era un pueblo de pescadores. En esos momentos, con los recuerdos tan recientes de su última visita a Magdala, cualquier cosa relacionada con la pesca habría de resultarle demasiado dolorosa. Mejor hablar con campesinos, tejedores, comerciantes y albañiles, pensaba. Cualquier cosa menos pescadores.
Cuando Juan y ella echaron a andar hacia el oeste, hacia Coracín, por el camino polvoriento que ascendía alejándose del lago, María sintió que su vieja vida quedaba enterrada junto a Joel y que empezaba otra, nueva. Jesús debió darle un nuevo nombre, como hiciera con los demás.
Ahora que ella y Juan entraban en la ciudad de Coracín, construida en lo alto de las colinas que dominaban el lago, se preguntó si había hecho una buena elección. La urbe parecía desierta y hostil. El basalto negro de origen volcánico con el que estaban construidas las casas le confería un aspecto intimidante. Todas las casas alineadas a ambos lados de las calles eran del mismo color oscuro, aunque muchas lucían tallas geométricas decorativas sobre los dinteles, que las hacían parecer más agradables. El interior de aquellas casas debería ser tremendamente caluroso, puesto que su color absorbía los rayos del sol en lugar de reflejarlos. Las ventanas eran pequeñas y no dejaban paso a las brisas que, por fortuna, jugueteaban en las laderas de las colinas.
Se dirigieron al centro mismo de la pequeña ciudad, donde esperaban encontrar un pozo. No se vieron decepcionados. Dieron con un pozo grande y pudieron sacar agua de la profundidad, un agua fresca, deliciosa y casi mágicamente vigorizante. A María le resultó reparadora por demás. La seguían oprimiendo la tristeza y la congoja, que la envolvían como el aire ardoroso del mediodía galileo.
—Oh, María —dijo Juan cuando se sentaron, apoyándose en la pared del pozo para descansar—. ¿Por dónde empezaremos? —Se sentía perdido.
—¿Qué haría Jesús en estas circunstancias? —se preguntó ella, enjugándose el sudor que chorreaba de su frente—. Debemos hacer lo mismo.
—Él siempre esperaba el Shabbat, iba a la sinagoga, predicaba y luego le echaban —respondió Juan con una sonrisa maliciosa—. Después se le acercaban otros, gentes desesperadas, a quienes no les importaba la opinión de las autoridades.
—Supongo que podemos intentarlo —dijo María—. ¿Quieres que me levante yo para leer y hablar? —La idea de una mujer en aquella situación le resultaba divertida.
—La congregación entera caería desmayada —dijo Juan—. Ven, busquemos la sinagoga. Podemos empezar por allí.
Se levantaron cansinamente y recorrieron las calles de la ciudad. María tuvo que reconocer que era un lugar agradable. El material homogéneo empleado en todas las construcciones, la similitud de las casas, prestaba a la urbe un aspecto más planificado del que en realidad le correspondía.
—¡Oh! —exclamó Juan cuando se acercaron a un edificio precioso al que conducía una alta escalinata. Bajo un porche imponente, destacaban los dinteles tallados con imágenes del Arca y los motivos de viñas entrelazas sobre el portal de la entrada—. Es impresionante. —Se detuvieron para admirarlo.
—Ésta debe de ser la sinagoga —dijo María.
Juan contempló el edificio, admirado.
—Es realmente hermosa —dijo.
María le dirigió una mirada severa. Siempre le había considerado una persona superficial, un hombre rico y bien parecido que vivía una vida regalada. Ahora descubría en él una faceta distinta, un lado contemplativo que antes quedaba eclipsado por las exigencias de su vida de pescador y por la posición social de su familia.
—Sí, lo es —respondió suavemente—. Podríamos empezar aquí. Pero ¿qué día es hoy? ¿Cuánto falta hasta el Shabbat? —Habían perdido la noción del tiempo.
—No lo sé —admitió Juan—. Pero no pueden faltar más de dos o tres días. El último Shabbat fue antes de nuestro encuentro en Betsaida.
Con qué velocidad pasaban los días. ¿Cuánto hacía que Joel había muerto? Éste debía de ser el segundo Shabbat desde su muerte. ¿O era el tercero? Hasta el momento, María no había sido capaz de pensar en servicios religiosos y menos aún de plantearse asistir a uno. Asió el amuleto del collar de Eliseba, que seguía colgado de su cuello. El tacto de la piedra le resultó reconfortante.
—Disponemos de dos o tres días, pues, para conocer a la gente y saber algo de Coracín —dijo.
Pero Coracín no estaba ansioso por conocerles a ellos. Sus puertas parecían resueltas a seguir cerradas y, mientras recorrían una y otra vez las calles, se distraían observando los distintos tipos de puertas a ambos lados. Algunas estaban pintadas de un color azul intenso, otras lucían el color natural de la madera. Contra el fondo negruzco de las paredes, componían un mosaico agradable.
Los dos tenían hambre. Habían seguido las instrucciones de Jesús y no llevaban nada consigo; ahora pagaban las consecuencias. María había dejado la caja con el dinero y los documentos al cuidado de la familia de Tadeo, y no habían hecho trampas comprando comida por el camino. Hasta el momento, ninguna alma piadosa había querido ofrecerles nada, y estaban famélicos. Sólo habían comido lo que se llevaron de la casa de Tadeo.
—¿Cómo nos van a invitar y agasajar si todas las puertas están cerradas? —dijo Juan—. No sé cómo sobreviviremos.
Jesús les había ordenado que lo hicieran así, pensó María. Él sabía de qué hablaba.
—No podemos llamar a una puerta y pedir que nos den de comer —insistió Juan.
—No —admitió María—, no podemos. Jesús no dijo que tuviéramos que mendigar.
Remitió el calor del mediodía, y la gente empezó a abrir sus puertas y a aventurarse a la calle. Una mujer menuda salió de su casa en el momento en que María y Juan pasaban por delante.
—¿Sois viajeros? —preguntó con voz tan tenue que apenas podían oírla.
—Sí —respondió María—, venimos de la región del lago. Nunca antes habíamos estado aquí.
—Ah. —La mujer se les acercó—. ¿Por qué habéis venido?
—Venimos porque nos lo ordenaron… —quiso explicar Juan.
—Venimos porque queremos conocer a los habitantes de Coracín —intervino María al instante.
—¿Por qué? —La anciana parecía recelosa.
—Tenemos noticias importantes para los que viven aquí —dijo María.
—¿Qué noticias? —preguntó la vieja—. Aquí sólo llegan malas noticias. Han ejecutado a Juan el Bautista, y ello nos ha sumido en la desesperación. Nosotros creíamos que él era el Mesías. Teníamos la esperanza de que nos conduciría… —Su voz se apagó—. Sólo fue un sueño. Él fracasó.
—Sí, Juan ha muerto —dijo María—. Pero el Reino de Dios está vivo. —La sorprendieron la fuerza de su voz y su propia convicción.
La mujer, curiosa, les invitó a su casa. El interior era oscuro y, tal como adivinara María, muy caluroso. Pero deseaba saber más. De hecho, descubrió que la anciana había oído hablar de Jesús —«ese tipo que causó tanto alboroto en Cafarnaún»— aunque sin saber nada concreto de él. María y Juan intentaron explicarle su relación con él, haciendo esfuerzos continuos por reprimir los ruidos de sus estómagos y despejar sus cabezas mareadas. Al cabo de un rato que les pareció interminable, la mujer les sirvió un poco de comida: higos secos, pan duro y un vino de sabor desagradable. Intentaron no engullirlo todo de golpe. María deseó tener algunas monedas para compensar su amabilidad. ¿Por qué Jesús les prohibía llevar dinero?
—Gracias —dijeron antes de empezar a comer, y nunca había tenido esta palabra tanto sentido.
La mujer les contó que vivía sola desde la muerte de su esposo hacía ya diez años, que no tenía hijos y dependía de la ayuda de sus primos para vivir.
—Es poca ayuda y la ofrecen a regañadientes —concluyó—. Ojalá Dios hubiese tenido a bien darme hijos… —Hizo una pausa—. Pero Él sabe lo que hace. Y tengo comida todos los días.
Su fe y gratitud incondicionales llegó al corazón de María.
—Yo también soy viuda —dijo—. Mi marido murió de las heridas que recibió durante el ataque a los peregrinos de Galilea en el Templo de Jerusalén. —No dijo que tenía una hija ni que estaba separada del resto de la familia—. Él es mi hermano —añadió señalando a Juan.
He mentido, pensó. Pero esta mujer no podrá comprender a Jesús, ni cómo hombres y mujeres somos hermanos para él.
Al final, la viuda les ofreció un lugar donde descansar y dormir. También puso fin a su confusión con respecto al día de la semana.
—El Shabbat es pasado mañana —les informó.
La hermosa sinagoga estaba llena. Era claro que todos se sentían orgullosos de su templo y no querían faltar a los servicios religiosos. El interior era digno del exterior: la Torá se guardaba en una hornacina coronada de un arco de talla preciosa, y los bancos y asientos eran de madera de sicómoro, cara, resistente a la carcoma y muy decorativa.
Las lecturas de la Torá seguían el orden del año litúrgico, pero los devotos eran libres de elegir el fragmento de los textos proféticos que deseaban leer en la segunda parte del servicio religioso.
—¿Elegiremos las mismas lecturas que Jesús? —preguntó María inclinándose hacia Juan—. No se me ocurren otras mejores.
Cuando llegó el momento, Juan abandonó su asiento y leyó el mismo pasaje de Isaías que había escogido Jesús. Después proclamo:
—Nuestro maestro, Jesús de Nazaret, leyó esta escritura y dijo: «Hoy este texto se cumple en vuestra presencia». Nosotros, sus fieles seguidores, deseamos presentaros este milagro.
Se produjo el habitual silencio de estupefacción, los murmullos de siempre. La misma conmoción y gritos de «¡blasfemia!». El rabino, sin embargo, se mostró amable con ellos.
—Hijo mío —dijo—. Me temo que estás equivocado, que te han engañado. Tu maestro no puede ser el salvador prometido. No aparece ninguna de las señales indicadas. Él no proviene del lugar apropiado. Pero si deseas ahondar en tu discurso… —Señaló con gesto elegante el porche de la sinagoga y añadió—: Estoy seguro de que habrá quien quiera hacerte preguntas.
Les permitieron salir pacíficamente de la sinagoga. Ya que no alegaban ser ellos mismos quienes cumplían la profecía, no fueron expulsados por hordas vociferantes de fieles iracundos y, una vez fuera del templo, las preguntas les fueron planteadas con amabilidad.
—Vuestro maestro, ¿quién dice ser? Hemos oído hablar de él… ¿No fue él quien hizo despeñar a los cerdos de Gergesa? ¿Cómo cree cumplir este pasaje de Isaías? ¿Dónde está ahora? ¿Qué opinión tenía de Juan el Bautista? —querían saber.
Pero Jesús no les había ordenado que contestaran preguntas. Quería que hicieran lo que él habría hecho, no que contaran su historia.
De repente, María sintió el impulso de gritar:
—¡Traedme a alguien que sufre, preso del pecado! Dios curará sus aflicciones. Él libera a los prisioneros a través de Jesús, tal como anuncian las escrituras. Y Jesús nos transmitió su poder a nosotros, sus discípulos.
¿Realmente se había atrevido a decir esto? ¿Creía de veras en sus palabras? No sabía qué sería capaz de hacer, pero sólo una curación causaría impresión a la gente. Hablar de Jesús y su misión no era suficiente.
Pasó un largo rato sin que nadie se moviera entre la multitud. Después se adelantó una mujer inválida, que caminaba de costado, como los cangrejos. Tenía la espalda doblada de tal modo que sólo conseguía moverse tomando impulso con los brazos y avanzando a trompicones y en diagonal hacia la dirección que deseaba seguir.
Se arrodilló ante María y Juan.
—Cumplí noventa años en Pascua —dijo— y estoy enferma desde que nombraron a Tiberio emperador. —Para ahorrarles el cálculo del tiempo, añadió—: Hace casi quince años, cuando tenía setenta y cinco.
—¿Por qué acudes a nosotros? —preguntó Juan. Parecía asustado, como si deseara que la mujer dijera algo que la descalificara.
—No tengo a nadie más a quien dirigirme. —Alzó el rostro ajado y miró a Juan y a María con desafío—. ¡Si Dios en verdad os ha otorgado poderes, ahora es el momento de demostrarlo!
María vio que Juan torcía el gesto.
—Muy bien —dijo él. Empezó a rezar en silencio. Después tendió las manos y las posó en la cabeza de la anciana. Apretó el cráneo con sus dedos y rezó con fervor. Luego la soltó bruscamente.
—¡En el nombre de Jesús de Nazaret, puedes enderezarte!
La mujer cayó al suelo e intentó levantarse. Con movimientos angustiados, apoyó las manos delante del cuerpo y se puso de pie. Su espalda seguía encorvada.
El gentío empezó a murmurar con impaciencia. Un par de asistentes se mofaron.
Esto no sirve, pensó María. Será el descrédito de Jesús. Cerró los ojos y le llamó desesperada: Dinos qué debemos hacer. ¡En lugar de ayudarte, te perjudicamos!
Sin esperar conscientemente una respuesta, María dio un paso adelante y tomó a la inválida de la mano. Poco a poco y con gran cuidado, la ayudó a estirar el cuerpo.
—Jesús de Nazaret te ha curado —le dijo. No tenía la menor idea de cómo había ocurrido. Pero había ocurrido.
La mujer recorrió los costados y la espalda con las manos y se mantuvo erguida. Estaba sorprendida, anonadada.
—¡Alabado sea Dios y Jesús, Su profeta! —exclamó María. De nuevo tendió la mano a la anciana y dijo—: ¡Tus pecados han sido perdonados!
Entonces se produjo un murmullo ruidoso. María miró a los congregados. La multitud crecía a medida que más gente salía del templo y ocupaba la plataforma.
—No soy yo quien perdona los pecados —dijo—. No tengo poder para ello. Pero, al liberar a esta mujer de su aflicción, Dios ha proclamado con toda claridad que sus pecados han sido perdonados.
Entonces, como ocurriera antes con Jesús, la gente se agolpó en torno a Juan y, sobre todo, a María. Querían ser curados. No importaban los mensajes ni las profecías. Mostraban cierta curiosidad por la persona de Jesús, pero lo que ansiaban era la curación de sus enfermedades, los milagros físicos.
—¡Ayudadme! ¡Ayudadme! —Los gritos generaron una cacofonía estridente y malsonante. Un joven pálido de ojos lagrimosos agarró la túnica de Juan y tiró de ella. Alguien tiró de la capa de María que, al caer, dejó al descubierto su cabeza.
—¡Tiene el pelo de las rameras! —dijo alguien. El cabello rapado significaba una deshonra pública, habitualmente infligida por faltas notorias—. ¡Mirad!
—¡Oooh —reaccionó la multitud a coro—, será una hechicera y por eso curó a la inválida!
—¡Moisés dijo que se ha de dar muerte a las brujas! —Las voces se elevaron. La muchedumbre que rodeaba a Juan y María se tornaba peligrosa. Estaban indefensos ante cualquier ataque. Jesús ni siquiera les había permitido llevar un bastón, aunque ésta no sería un arma eficaz contra tantos agresores.
A María la asombró la rápida sucesión de los acontecimientos; de la amenaza inicial del gentío al coraje que hizo falta para intentar poner en práctica las instrucciones de Jesús, y del inmediato cumplimiento de su deseo al repentino descubrimiento de su condición.
¡Dios mío!, rezó sin palabras. Ayúdame. No sé qué hacer.
La muchedumbre tumultuosa se cerraba a su alrededor. Sentía su presión, como si fuera el cuerpo de una gigantesca serpiente que se enroscaba alrededor de ellos.
—¡No soy una ramera! —gritó con fuerza para que todos pudieran oírla—. Me cortaron el cabello cuando tomé el voto nazirita. ¡Dejadme que os hable de aquello!
El atrevimiento de una mujer a predicar era tan escandaloso como la curación de la inválida. La gente retrocedió un poco. María sintió que la serpiente relajaba su abrazo. Respiró profundamente.
—¡Fui poseída por los demonios! —anunció sin pudor—. Fue una tortura para mí y un suplicio para el resto de mi familia. Probé todas las curas conocidas, incluido el juramento nazirita. Pero sólo una cosa demostró ser más poderosa que los demonios: Jesús de Nazaret, un gran profeta que sigue los pasos de Juan el Bautista, les ordenó que salieran de mi cuerpo, y ellos le obedecieron. Le sigo desde entonces, y he visto milagros mucho más impresionantes que aquél. Mi cabello volverá a crecer pero, mientras aún sea corto, será testimonio de lo que fracasó: las viejas costumbres, las viejas curas. ¡Recordadlo! ¡No perdáis el tiempo con los hábitos del pasado, las terapias del pasado! El profeta Isaías dijo también: «No recordéis los acontecimientos del pasado, no consideréis las cosas de antaño. ¡Mirad, yo hago algo nuevo!». ¡Someteos a las cosas nuevas, a los signos de la llegada del Reino del Señor! —Su voz subió de tono mientras hablaba, hasta llegar a resonar entre la gente, y su propio cuerpo hormigueaba con el poder que le habían concedido aquellas palabras.
—¿Dónde está ese Jesús? —preguntó alguien al final.
—Está predicando y realizando curaciones en las inmediaciones de Betsaida. Nos envió aquí para realizar su obra.
Calló para recobrar el aliento. Acababa de predicar en público, de dar testimonio abiertamente, algo de lo que jamás se habría creído capaz. Hizo un gesto de asentimiento hacia Juan. Que hablase él. Lo necesitaba.
—Permitid que os hablemos del mensaje de Jesús —dijo él.
—¡Demuéstranos que no eres una bruja! —Sonó una voz. María vio que era la voz de un hombre bajo y moreno, vestido en ropajes de color pardo.
—¿Cómo demostrarlo? —preguntó. Le decepcionaba que no dieran a Juan la oportunidad de hablar.
—¡Expulsa los demonios de alguien! —La retó el hombre—. Demuéstranos que estás sanada y que no llevas espíritus en tu interior.
—De acuerdo. —María habló con serenidad aunque se sentía al borde del desmayo. Se le pedía demasiado. Le asustaba enfrentarse a los demonios. ¿Y si se volvían contra ella y la poseían de nuevo? ¿Y si lo intentaba y fracasaba delante de toda esa gente?
Alguien empujó a una joven delante de ella. Cayó como un bulto a los pies de María, envuelta en su capa, una figura apenas humana. Sólo el leve temblor de la tela delataba la presencia de un ser vivo debajo.
María se inclinó e intentó verle la cara. El áspero tejido del color de la herrumbre cubría la forma ovalada de la cabeza de la mujer. María tiró muy despacio de la tela.
¡No puedo hacerlo!, pensó. Traeré la deshonra a mí misma y a Jesús, y me expondré a un nuevo ataque de los demonios.
Al retirar la capa con dedos temblorosos, la mujer se levantó de un salto y reveló su cara, distorsionada por la ira y el dolor.
—¡Déjame en paz! —ordenó. Con un gesto ágil, agarró con fuerza maliciosa la mano de María. Un dolor agudo le atravesó la muñeca y el brazo.
—¡No! —contestó María—. No te dejaré. No, antes de que te hayas recuperado. Estaré contigo el tiempo que haga falta. —¿De dónde habían salido esas palabras? ¿Cómo fue capaz de pronunciarlas? Las preguntas surgieron de algún rincón de su mente. Con la mano que le quedaba libre, María tocó la coronilla de la mujer—. ¡En el nombre de Jesús de Nazaret, a quien obedecen los mismísimos demonios, os ordeno que salgáis! —clamó con voz vibrante.
Como ocurría en todos los casos, el demonio tiró a la mujer a suelo. Ella soltó la mano de María y empezó a dar zarpazos contra sí misma, tratando de desgarrarse las ropas. De su boca emanaron palabras soeces pronunciadas por una voz que no era la suya, y la mujer pareció ahogarse, a la vez que se desgarraba por dentro.
María se agachó, la cogió por un brazo e indicó a Juan que tomara el otro.
—¡Levántate! —dijo, y entre los dos la pusieron de pie, obligándola a mantenerse erecta, mientras ella se retorcía agónica—. ¡Salid! —ordenó María a los demonios.
La mujer luchaba y se convulsionaba, tirando para escapar de ellos.
—¡Salid! —María seguía ordenando a los demonios. Podía sentir su presencia, su cercanía opresora, dispuesta a atacarla y aniquilarla. Hizo acopio de fuerzas.
Entonces uno de los demonios habló con voz clara y fría:
—A Jesús le conozco y le respeto. Dime: ¿Por qué habría de obedecerte a ti?
—Soy seguidora de Jesús y él me ordenó que te destruyera.
—Ah, sí, ya te reconozco. Hemos sido íntimos. Muy íntimos. —El demonio se rió.
A pesar del miedo y de los recuerdos espeluznantes que la voz despertaba en ella, María reiteró su orden de que abandonaran el cuerpo de su víctima.
Dominando su propia voz para que no delatara su miedo, María gritó:
—¡Salid de esta mujer! Jesús os ordena que huyáis.
—¿Para entrar en ti? —La astuta voz gutural brotó de la garganta de la mujer.
El demonio percibía su miedo, María lo sabía.
—¡Para volver con vuestro amo, por orden del mío!
El demonio alojado en el cuerpo de la mujer se resistía, fintaba y arremetía con tanta fuerza que Juan y María temieron que les arrancaría los brazos. La muchedumbre había crecido a su alrededor. Sólo el demonio hablaba con voz sarcástica y quejumbrosa, y María contestaba a esa voz.
—¡Huid para siempre! —gritaba—. ¡Huid para siempre y volved al infierno!
Entonces la pugna cesó de repente y la mujer se desmoronó. Sacudida por convulsiones reiteradas, parecía hundirse cada vez más. María creyó ver la sombra de unas siluetas que se alejaban, aunque no estaba segura. De pronto, allí sólo estaban ella, Juan y la mujer colgada de sus manos.
María se echó a llorar, ya que la víctima exhausta no podía hacerlo. Las lágrimas emanaban de sus mismísimas entrañas; eran lágrimas que no podía contener.
—Entonces… no estás poseída —dijo al final el mismo hombre que la había desafiado con voz azorada—. Jamás había visto igual demostración del poderío de Dios.
María se volvió hacia él con los ojos rebosantes de lágrimas.
—No debiste burlarte de Dios, aunque Él se ha mostrado magnánimo y de tu burla hizo un bien. —Rodeó a la mujer con el brazo—. ¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Susana —respondió la mujer, con voz tan queda que apenas se la podía oír.
—Un lirio —dijo María—. Susana significa «lirio de los valles». Satanás ya no empañará tus colores. —Hizo una pausa—. Debes de tener familia aquí.
—¡Es mi esposa! —respondió el retador.
—¿Nos permites que nos la llevemos a casa esta noche? —preguntó María—. Yo he vivido la misma experiencia y sé cómo he de tratarla.
El hombre parecía decepcionado y aliviado al mismo tiempo.
—De acuerdo —accedió al final.
Con el apoyo de Juan, María ayudó a Susana a bajar la escalinata de la sinagoga y ambos la condujeron a la casa de la viuda, la casa que se atrevían a considerar propia. Susana estaba tan débil que tenían la sensación de arrastrar un odre vacío. Seguía a sus salvadores en completo silencio.
La viuda no estaba allí cuando llegaron. Si hubiera ido a la sinagoga, habría visto lo ocurrido. María esperaba que lo comprendiera y que no fuera una más de los escépticos. Se sentía un poco culpable de utilizar su casa y sus bienes en nombre de Jesús pero… ¿acaso él no les había pedido que obraran así?
Susana se acostó en un jergón en la casa oscura y fresca. Los postigos estaban cerrados para dejar fuera el calor de la tarde y también estaba cerrada la puerta, como a su llegada. Enjugaron la frente de Susana pero no se atrevieron a desvelarla. María sabía que se encontraba extenuada.
Mientras la observaban, intercambiaron sus impresiones. Sentados en el suelo, la tierra dura y fría refrescó sus pies y piernas.
—Estaba asustado —admitió Juan—. En el fondo, deseaba que no se nos presentara la oportunidad de actuar.
—Yo también tenía miedo —dijo ella—. Y me pregunto si me habría atrevido a ir a la sinagoga si hubiera sabido que tendría que superar dos pruebas, no una.
—No sé de dónde sacaste el coraje de hablar así de tu misión.
—Yo tampoco —reconoció María—. Las palabras simplemente salían. Sentía que Jesús sabía lo que hacíamos y nos impulsaba a seguir adelante. Aun así… —Meneó la cabeza—. Pronunciar realmente esas palabras delante de tanta gente…
—Me pregunto cuántos las oyeron —dijo Juan—. Creo que lo único que les importaba, lo único que deseaban ver, era lo que sucedería cuando tocáramos a esas personas.
—Tienen que haberlas oído —dijo María.
—No estoy tan seguro.
Susana profirió un grito y se agitó; corrieron al instante a su lado.
—Socorro —farfulló la mujer—. Ayudadme, están aquí… —Se volvió del otro lado.
—Tardará un poco en reponerse —reflexionó María—. Cuando Jesús me tocó, mi liberación fue inmediata. Pero yo no soy Jesús.
—Tuviste el poder de hacerlo. —La voz de Juan estaba llena de admiración.
—Jesús lo quiso así —respondió ella al final. En realidad, se sentía perpleja. Sólo sabía que Jesús le había ordenado que actuara de ese modo, ella lo hizo y se habían producido milagros y curaciones. No acertaba a explicarlo.
En ese momento la viuda entró por la puerta, con movimientos tan lentos que se hacían eternos. Se acercó arrastrando los pies y se quedó mirando a sus tres huéspedes.
—De modo que ésta es la razón de vuestra llegada —dijo al final—. Queréis causar sensación, crearnos problemas. He de pediros que os marchéis. —Viendo la debilidad de Susana, añadió—: Podéis quedaros hasta mañana, pero tenéis que marchar antes del alba.
—¿Por qué? —preguntó Juan. María le echó una rápida mirada. Nada ganarían protestando. La viuda no tenía por qué hospedarles y era la única que se había mostrado hospitalaria en la ciudad. Si quería cambiar de opinión, estaba en su derecho.
—Hoy es Shabbat —puntualizó la anciana—. ¡Habéis realizado una curación en Shabbat!
Prefiere fijarse en el día de la semana que en lo ocurrido, pensó María. Una inválida había conseguido incorporarse y los demonios habían sido expulsados, aunque en un día equivocado. Esta actitud la enfadó, si bien trató de no demostrarlo.
Juan, en cambio, contestó bruscamente:
—Eso es una estupidez. ¡Qué idea tan estúpida!
La viuda de rostro agrio y diminutos ojos negros retrocedió como si la hubiera golpeado.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? Marchad ahora mismo. ¡Ya!
María se puso de pie y se inclinó sobre ella.
—Por favor —dijo—. Permite que esta convaleciente descanse aquí esta noche. A nosotros nos puedes castigar pero apiádate de ella. —Viendo la dura expresión de la viuda, añadió—: Por el amor de Dios, ten piedad.
La viuda resopló y dio un paso atrás.
—Podéis comer la poca comida que tengo, beber mi agua y dormir aquí mismo; pero idos antes de la mañana. —Les dio la espalda, entró en otra habitación y cerró la puerta tras de sí.
—Teme por su reputación. —Susana habló por primera vez con voz apenas audible—. Debe tener cuidado con todo lo que dice y hace. Es muy generosa abriéndonos su casa, a vosotros y a mí. —María y Juan se inclinaron sobre ella para poder oírla—. No sé quiénes sois pero os estoy agradecida.
Mientras pasaban las horas en la casa de la viuda, cuidaron de Susana y le hablaron de sus vidas y del maestro a quien seguían.
—No sé si tengo el derecho de invitar a nadie a seguirnos. Sólo Jesús puede hacerlo. Pero, si puedes, ven con nosotros para conocerle. Es a él a quien tienes que agradecer tu sanación —dijo María.
—Iré si mi esposo me lo permite —respondió Susana.
María tenía la impresión de que él era bastante mayor que Susana, un hombre autoritario y exigente. Ella debió de casarse con él cuando era muy joven.
—¿Te apetece comer algo? —preguntó. Unas uvas jugosas, llenas de dulce néctar, serían lo más apropiado, pero la viuda no tenía uvas y ellos no tenían dinero para comprarlas. Además, era Shabbat, el día en que nada se vende ni se compra. Examinó el contenido de la bandeja—. ¿Un pastel de higos secos?
Susana negó con la cabeza.
—¿Un poco de pan?
Aunque duro y seco como el pastel de higos, era lo único que había. Cortaron algunos pedacitos y se los ofrecieron a Susana; después le tendieron una copa de vino aguado que, para entonces, se había convertido en agua agria de color rosado.
Susana se dejó caer en el jergón.
—Me siento tan ligera ahora que se han ido… Me parece que puedo flotar. —Y con estas palabras se quedó dormida.
Aquella noche, mientras yacían en la misma habitación, oyeron voces en la calle, voces de gente que exigía hablar con ellos. La viuda, sin embargo, permanecía en su alcoba con la puerta cerrada y no respondía a las peticiones del gentío. Susana durmió profundamente, Juan dejó al final de dar vueltas en el jergón y María descubrió que ella también se sentía ligera como el aire. Se había disipado la opresión agobiante que la atenazaba y la abrumaba desde la muerte de Joel. Cuando expulsó los demonios y realizó la curación de la mujer inválida, se libró también de sus propias sombras. Se sentía exaltada, Dios la había sostenido en la palma de Su mano y había soplado en ella Su aliento. Le oyó murmurar su nombre: «María —decía—. María».
Antes de que despuntara el alba María despertó, si es que realmente había dormido. Se había acostado pero el recuerdo de volar, de ser izada hacía el cielo por la mano de Dios y de girar en el aire, no era un sueño.
Durante la noche había contemplado el deslumbrante lado celestial de las nubes tal como se ofrecía a la vista de los seres espirituales, y había vislumbrado los rostros resplandecientes de… ¿Qué eran? ¿Personas? ¿Ángeles? Le pareció reconocer a algunos, aunque sus facciones estaban transformadas por la luz brillante que emanaban. Jesús estaba allí, por supuesto, pero también dos siluetas que se parecían a Pedro y a Santiago el Mayor, y un hombre vestido con el uniforme oficial de Roma, y la madre de Jesús y su hermano Santiago que, extrañamente, parecían tener la misma edad, y su compañero de misión, Juan, aunque como un hombre ya mayor. También había huestes de personas que lucían trajes extraños: un hombre de ojos rasgados y negros y de barba tan larga que caía como una cascada llevaba una especie de túnica negra con cuello blanco; y una mujer vestida en metal. Todo estaba bañado en una luz ultramundana, más dorada que el oro puro, y en el fondo resplandecía un mar de zafiros.
En lugar de despertar de un sueño, tenía la impresión de volver a la habitación, maravillada con lo que había visto, deleitada con la sensación de encontrarse al amparo de las cálidas alas de Dios. Las alas de Dios velaban sobre sus faltas y debilidades, la protegían, la amaban, a pesar de todo.
Cuando se levantaron para disponerse a marchar, fueron los movimientos físicos los que le parecieron un sueño. La auténtica realidad era lo que había visto mientras en apariencia dormía. Aquella visión fugaz de la gloria de Dios ensombrecía la habitación y todo lo que había en ella.
La puerta de la alcoba de la viuda permanecía obstinadamente cerrada, pero María y Juan le escribieron una nota de agradecimiento. Susana les dijo:
—¡Tengo que ir con vosotros! ¡Tengo que conocer a Jesús!
—Pero tu marido… —quiso objetar Juan.
—¡Le dejamos también una nota! Tenéis con qué escribirla. La dejaremos aquí y la viuda se la entregará.
—¿Tienes fuerzas suficientes? —preguntó María con amabilidad—. Nuestro camino no es fácil. Y pasarán muchos días antes de que nos reunamos con Jesús.
—¡Tengo fuerzas suficientes para buscar a Jesús, pero no para enfrentarme a mi marido ni a la gente de la ciudad!
Siente lo mismo que sentí yo, pensó María.
—Te ayudaremos —le prometió.
Salieron de Coracín, que apenas empezaba a desperezarse con la primera luz de la mañana. Una brisa refrescante soplaba por las calles, susurrando entre las casas y jugando sobre las colinas antes de precipitarse hacia el lago.
En las afueras, Juan se volvió y empezó a sacudir sus sandalias ceremoniosamente.
—Limpio el polvo de mis zapatos…
—¡Juan! —exclamó María.
—¡Nos han rechazado! ¡Han rechazado el mensaje! —Levantó el pie derecho bien alto y lo agitó de un lado a otro ominosamente. Partículas de polvo se esparcieron por el aire.
María le agarró del brazo.
—No nos han rechazado. Muchos quisieron escuchar. Susana fue curada. Si no prestaron más atención, es porque no supimos trasmitir el mensaje. No supimos explicarlo.
—No tuvimos oportunidad —repuso Juan; su hermoso rostro estaba empañado de ira.
—Quizá no lo intentamos con todas nuestras fuerzas —dijo María—. No creo que Jesús quiera que condenemos a los que no escuchan.
—No estoy de acuerdo. —Juan siguió sacudiendo su zapato, aunque con menos vigor.
Susana, que permanecía en silencio a su lado, preguntó:
—¿Cómo se explica que no os pongáis de acuerdo sobre las palabras y los deseos de Jesús?
Juan bajó el pie al suelo con expresión perpleja, apocada.
—Excelente pregunta —dijo al final—. No sé responderla. Supongo que le escuchamos con oídos distintos.
—¿No habla con claridad? —preguntó Susana.
—Habla con claridad a cada uno de nosotros —explicó María—, aunque parece que oímos cosas distintas.
—Oh. —Susana quedó decepcionada—. Debe de ser muy difícil seguirle, ¿no es así?