Llegaron a la casa de Pedro, aunque Pedro no se encontraba allí. María estaba demasiado exhausta para hacer el camino hasta Betsaida, que se hallaba a unas ocho millas romanas de distancia. La desolación que la invadía era diferente a la que le causaran los demonios, distinta a la primera vez que tuvo que huir de Magdala. La nueva situación la sobrepasaba, no podía comprenderla. Jamás la aceptaría, jamás. De momento, sin embargo, estaba demasiado acongojada para luchar contra ella.
Mara se mostró amable aunque recelosa. Jesús y María eran las personas que habían embelesado a su marido con una promesa de vida extraña y desconocida, que le habían impulsado a abandonarla. Simón —Mara no aceptaba llamarle Pedro— se había ido y ni siquiera sabía dónde estaba.
En esos momentos, María no podía preocuparse por lo que pensarían Mara y su madre. Se dejó caer, agradecida, en el jergón que le ofrecieron y trató de borrar todo recuerdo de aquel día, todo sentimiento. Apuró la jarra de vino aguado que dejaron junto a su cama, con la esperanza de que la hundiría en un sueño profundo.
Pero no fue así. Joel se le apareció en sueños, acusándola, meneando la cabeza y diciéndole cosas terribles. Eliseba trataba de llegar hasta ella pero se lo impedía una barrera de mármol, como la que divide a los judíos de los gentiles impuros en el Templo de Jerusalén.
El horror no la abandonó ni a la luz clara de la mañana. Joel estaba muerto. Eliseba se había ido. No había sido un sueño, una pesadilla que se desvanece al final de la noche. Mara les sirvió comida y María intentó comer; sabía que su organismo la necesitaba pero no le encontraba gusto. Mara quiso saber de Simón, preguntó acerca de la misión de Jesús, pero María apenas era capaz de oír su voz.
«Tu esposo no ha desaparecido, ha sido llamado a cumplir con otros deberes». ¿Habían sido éstas realmente las palabras de Jesús? ¿Era eso lo que trataba de decirle? Y a ella, ¿qué le importaba?
Hubo un ruido en la puerta y Mara se disculpó. Sólo entonces María miró a Jesús, tratando de llamar su atención con la mirada. Antes de que él pudiera responder, un desconocido alto entró en la estancia. Llevaba la cabeza cubierta y una especie de velo ocultaba la parte inferior de su rostro. Debía de ser un nabateo, un mercader del desierto.
—¿Señor? ¿Quién es usted y qué desea? —preguntó Mara.
El desconocido se descubrió la cabeza y María, conmocionada, vio que era su hermano, Silvano.
—Tenía que verte —dijo él simplemente—. Pude averiguar dónde se aloja Jesús en Cafarnaún. Esperaba que os detendríais aquí de vuelta a… adonde sea que vayáis. —Incrédula, María se levantó y se le acercó para abrazarle.
—¡Oh, Silvano! —fue lo único que pudo decir, estrechándole con fuerza—. Has venido. ¡Por fin, puedo verte! —Le soltó y dio un paso atrás—. Desde que fuera a Magdala por primera vez… y después, en el funeral… ¿Recibiste mi carta?
—Sí —respondió él—. La recibí.
—Entonces sabes. Entiendes.
—Sé. Pero no entiendo.
—No he tenido oportunidad de explicarme —dijo María—. Cuando me hayas oído… Cuando hayas hablado con Jesús… —Le señaló, y los hombres se saludaron con un asentimiento de la cabeza.
—No me interesa su mensaje —contestó Silvano con sequedad—. Hace mucho decidí no hacer caso a los que se autoproclaman mensajeros, ahora o en el pasado. Pero estoy muy preocupado por ti. —La volvió a abrazar—. Eres mi hermana y te quiero. Has sufrido tanto… ¿Cómo puedo ayudarte?
No deseaba escuchar a Jesús. Que así sea. ¿Qué había dicho Jesús? Depende de quién es llamado a servir a Dios… No obstante, Silvano se mostraba comprensivo y esto era lo importante.
—Dina se llevó a Eliseba —respondió María—. ¡Dina! Esto es obra de padre, y de Eli y… quizá también de las mujeres de la familia. Pero necesito saber que está bien, que cuidará de ella alguien que la quiere y que me quiere también a mí. Te lo pedía en mi carta. ¡Acepta ser mi intermediario! ¡Sin ti, estoy perdida! ¡Y pierdo a Eliseba!
—Pues… —Silvano parecía atormentado—. Haré lo que pueda. Debes entender, sin embargo, que quizá no sea suficiente.
María preguntó a Mara si ella y su hermano podían hablar en privado. Cuando ella asintió, salieron al pequeño patio y se sentaron a la sombra del árbol que crecía en el centro.
Hablaron animadamente y en voz baja de todo lo que había ocurrido desde la última vez que se habían visto. Silvano le habló de la ira y la amargura de Joel, de la actitud condenatoria de Eli y de la consternación de sus padres.
—Nos llegaba información acerca de este hombre, Jesús. Su fama va en aumento. Oímos hablar de sus actividades en Cafarnaún, hasta que las multitudes crecieron tanto que tuvo que marcharse de allí. ¡Y de los cerdos de Gergesa! ¡Ah, aquello estuvo en boca de todo el mundo!
—Silvano, no podrás creerlo. ¿Te acuerdas de aquel celota que irrumpió en tu casa y usó la palabra «cerdo» como contraseña? También se ha unido a Jesús.
—¡No! —Silvano se echó a reír—. Como aquel notorio recaudador de impuestos. Oímos hablar de él y del ataque contra un soldado romano en su casa. ¿Cómo pueden estar juntos?
—No lo sé —admitió María—, pero ambos parecen haber cambiado.
—Jesús ha atraído la atención de personas mucho más importantes —dijo Silvano—. Se dice que Herodes Antipas está muy interesado en él. —Hizo una pausa—. Hermana mía, parece que te has embarcado en una gran aventura. Jesús ya está en boca de todos. —Sonaba curioso, aunque sin envidia—. Eliseba no puede vivir esta vida errante —prosiguió—. Es demasiado joven. Lo sabes muy bien. —La observó como si quisiera asegurarse de que no había perdido del todo el juicio.
—Sí —reconoció María—, lo sé muy bien.
—Te la habrían quitado de todas maneras —añadió Silvano—. Habían redactado un documento legal en el que se estipulaba que la niña no estaría segura bajo tus cuidados hasta que no pasaran siete años y tú recobrases la salud. Convencieron a las autoridades y lo firmaron, haciéndolo vinculante. Ni siquiera te habrían permitido verla, salvo en presencia de Eli.
—Pero pasados los siete años…
—Estas preguntas pueden recibir respuestas distintas. Mira lo que te he traído: ellos querían también desheredarte. Trataron de aprovechar la debilidad de Joel para convencerle de que legara sus bienes a Eli. Joel se negó y murió sin dejar tal documento. He hablado con Ezequiel, su padre, y estamos de acuerdo: el dinero y la parte del negocio que eran de Joel ahora te pertenecen a ti. Ezequiel conoce los sentimientos de Joel y sabe que sus últimas y amargas palabras no los reflejan. Cuando te vio en la casa, cuando vio que estabas curada y seguías fiel a Joel, se sintió conmovido. Quiere cuidar de ti. Si lo deseas, puedo vender tu parte y darte el dinero. Haré lo que tú me digas. Los bienes de Joel te pertenecen por derecho. —Le tendió una caja que contenía documentos legales y una bolsa llena de monedas de oro.
María se quedó boquiabierta al verla.
—Sabemos que esto es lo que Joel quería, puesto que se negó a firmar documentos en sentido contrario.
—Gracias, Silvano. Gracias por seguir siendo mi hermano.
—Siempre seré tu hermano —respondió él.
Querido Silvano.
—Recuerda que siempre pienso en ti —dijo María— y que rezo porque tú y Noemí estéis bien y transmitáis mi amor a Eliseba. Sabéis que la llevo en el corazón. Decídselo.
—Cuando Eli no esté escuchando —puntualizó Silvano.
Antes de marcharse, Silvano se detuvo para hablar brevemente con Jesús. María vio que le examinaba con atención mientras intercambiaban saludos en apariencia amistosos e informales. Sus ojos escudriñaban el rostro de Jesús, tratando de averiguar por qué la gente abandonaba sus barcas, sus redes y sus familias para estar con él; cuál era su famoso poder.
María acompañó a su hermano a la calle y allí se despidió de él.
—¿Qué tiene este hombre? —preguntó Silvano.
—¿No lo sientes? —preguntó María—. Tiene un gran poder.
—No —admitió él—. Es bastante bien parecido, pero eso no explica la enorme atracción que ejerce en la gente. —Silvano la abrazó y la estrechó contra sí. El contacto con su cuerpo fuerte, la familiar presencia, le trajo mil recuerdos. Apretó los párpados para contener las lágrimas pero no pudo.
—Querida hermana —dijo él—, te dejo a los cuidados de Jesús. Aunque siempre estaré preocupado por ti, porque no puedes estar segura en la compañía de un hombre al que Herodes Antipas vigila.
—Protege a Eliseba por mí —dijo María y le soltó.
—Lo prometo —afirmó Silvano, despidiéndose—. Te lo prometo.
A primera hora de la mañana siguiente, aunque apenas habían descansado, María y Jesús partieron de Cafarnaún. El frescor del nuevo día, que prometía un cielo despejado y dulces brisas, parecía burlarse de ellos. Joel no vería ese día ni disfrutaría de las brisas. El horror de la tumba, su oscuridad y quietud, se acrecentaba comparado con lo que sucedía en el mundo. ¿Cómo era posible que Joel yaciera allí… Joel, que había estado tan vivo como ella? Si él estaba en la tumba entonces también ella… No, no se puede concebir la muerte propia, la indiferencia, la ceguera…
—Jesús —dijo de pronto—, ¿has jugado alguna vez a los funerales?
Él aminoró el paso y la miró.
—¿Disculpa?
—Cuando era niña… una vez jugamos a los funerales.
—¿Cómo se juega a eso? —preguntó Jesús meneando la cabeza. Después se rió y añadió—: ¿Y por qué?
—Había muerto alguien en el pueblo —explicó María—. No le conocíamos bien pero vimos pasar el cortejo fúnebre y las plañideras, y oímos las lamentaciones. Recuerdo el cuerpo tendido en el féretro, en su traje funerario, cubierto de flores, como si fuera una estatua. Supongo que nosotras, las niñas, buscábamos un juego nuevo, de modo que aquella misma tarde caí enferma y «morí». Mis amigas me envolvieron en una capa y me hicieron tender en una camilla improvisada, una manta atada a dos palos. Así me llevaron a un punto del jardín. Y entonces vino la parte que daba miedo. Me cubrieron con un montón de mantas, fue como estar enterrada. Desde arriba me llegaban las voces de mis amigas que recitaban versos y se despedían de mí. Decían que me echarían mucho de menos, y yo sentía un suave golpe cada vez que tiraban flores sobre el montón de mantas.
Jesús se había detenido y la escuchaba, observando su rostro con atención.
—¿Qué pasó después? —preguntó.
—Después hubo silencio. Un gran silencio. Sentí en el suelo la vibración de sus pasos que se alejaban. Me había quedado sola. Sola en aquel lugar oscuro y caliente. Intenté levantarme, el juego había terminado. Pero no pude, me resultaba imposible moverme. Las mantas Pesaban demasiado. Quise gritar pero apenas podía respirar y las mantas ahogaban mi voz. De repente, me sentí muerta, verdaderamente muerta, y fue insoportable. —Calló y tragó aire—. Desde entonces, la muerte me produce terror.
Jesús le tomó ambas manos en las suyas e hizo que le mirase:
—María —dijo al final—, la muerte no es así.
Parecía estar muy seguro. Pero ¿cómo lo sabe?, pensó María. ¿Cómo puede nadie saberlo? Joel ahora sí, aunque él no puede contarlo.
—¿Cómo es, entonces? —preguntó con un hilo de voz.
—No es el fin —dijo él—. No te quedas en el lugar oscuro y caliente. El espíritu no puede quedarse allí. Dios lo quiere a Su lado. —Después, como si hubiese hablado demasiado, preguntó—: ¿Cómo lograste escapar?
—Mis amigas volvieron por mí. No llegaron lejos antes de darse cuenta de que no las seguía. Quitaron las mantas y… me resucitaron. —Rió—. Sí, jugamos a eso.
—Llorarás por Joel muchos días —dijo Jesús, intuyendo la pregunta implícita en su historia—. Es mejor que te lo permitas. Pensarás en tumbas, espíritus y culpas, pero al final lo superarás, saldrás del luto como saliste de debajo de las mantas. —La miró a los ojos y añadió—: Te lo prometo.
La tarde tocaba a su fin cuando llegaron a Betsaida, después de cruzar de nuevo la frontera entre el territorio de Herodes Antipas y el de Filipo, su hermano. Tras las murallas de la ciudad se expandían los muelles de los pescadores y el paseo, aunque éstos no daban directamente al lago sino a una laguna. La ciudad estaba tranquila y resplandecía a la luz cálida de los últimos rayos del sol.
—Creo que deberíamos ir hacia el mercado —dijo Jesús—. Aunque esté vacío a estas horas, sigue siendo el punto de reunión más lógico. Por allí pasaría cualquiera que quisiéramos ver.
Las calles estaban llenas de transeúntes de aspecto próspero; unos cerraban sus tiendas, otros llevaban agua y comida para la cena y otros más conducían sus animales de carga a los establos. Magdala también era una ciudad próspera aunque de un ambiente distinto, más comercial y bullicioso.
Mientras recorrían las calles estrechas, Jesús y María observaron que muchos de los edificios lucían fachadas limpias de piedra caliza nueva y, al otro extremo de una calle, descubrieron un palacio en construcción.
—Parece que quieren convertir Betsaida en una Atenas en miniatura —dijo María.
Jesús asintió.
—Tal vez, un día podamos visitar la auténtica Atenas y comparar —dijo, y ambos se echaron a reír ante esa idea tan improbable.
Finalmente, llegaron a la plaza del mercado, cruzándose con los últimos comerciantes que conducían sus asnos de vuelta a casa, cargados de cestas repletas de mercancías sobrantes. La propia plaza ofrecía el aspecto de un lugar recientemente abandonado. El suelo estaba sembrado de los desperdicios de los puestos desmantelados: frutas reventadas, judías y puerros pisoteados, plumas de paloma. Unos cuantos obreros desempleados y aburridos pasaban el rato apoyados en los dinteles, echando miradas desdeñosas a todo aquel que pasara por delante. Se fijaron en Jesús y María cuando cruzaron la plaza, aunque pronto perdieron todo interés en ellos.
Será una larga espera, pensó María.
—Nos encontrarán —le aseguró Jesús—. O nosotros les encontraremos a ellos.
Los obreros ociosos se marcharon finalmente —era obvio que ya nadie les iba a contratar a esas horas— y quedó sólo un alma solitaria en el otro extremo de la plaza, atareada en barrer los montones de basura. Silbaba mientras arremetía con su escoba contra las pilas de desechos infestados de moscas, y no parecía molestarle que los insectos le envolvieran como un enjambre a cada acometida. Siguió barriendo los contornos de la plaza, infatigable. Era casi de noche cuando llegó al lugar donde esperaban María y Jesús, y ellos retrocedieron ante aquella escoba que levantaba nubes de moscas.
—¡Oh, perdonadme! —gritó el barrendero.
Espantó las moscas que zumbaban alrededor de su cabeza, formando un halo reverberante.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Jesús.
—Puedes llamarme Belcebú —respondió el hombre.
En lugar de reír, Jesús contestó:
—Jamás llamaría así a nadie que no fuera el auténtico portador de este nombre.
—Quería decir… que soy el Señor de las Moscas —explicó el hombre, un muchacho, en realidad, señalando la nube que le envolvía—. Al menos, en estos momentos.
—Si fueras el Señor de las Moscas, podrías dominarlas —dijo Jesús—. ¿Obedecen a tus órdenes?
El muchacho se rió.
—¿A ti qué te parece?
—Que no, y deberías estar agradecido —respondió Jesús—. Ahora dime cuál es tu verdadero nombre.
—Tadeo —contestó el chico. Dejó descansar su escoba, desconcertado por el interés que ese extraño mostraba por él.
—¿Eres griego? —preguntó María.
—No —dijo él—, aunque mis padres quisieran serlo.
Fue el turno de María de reírse.
—Un mal común. —Recordó a Silvano.
—Bien —interpuso Jesús—. Porque, si no fueras hijo de Abraham, no podría invitarte a que te unas a nosotros. —En lugar de a Tadeo, se volvió hacia María para explicar—: Todos pueden escucharme, pero yo busco a los hijos de Israel.
—¿Qué? ¿Unirme a vosotros? ¿Qué quieres decir? —Tadeo parecía alarmado. Esto es lo que pasa cuando te dejas llevar y estableces conversación con extraños. Asió el palo de la escoba y dio unos pasos atrás.
En lugar de responder a sus preguntas, Jesús le interrogó a su vez:
—¿En qué trabajas? Cuando no barres el mercado, quiero decir.
—Vendo tiestos y jarrones pintados y, cuando hay clientela, frescos copiados. A veces —añadió en tono de desafío—, copio estatuillas de Diana, Venus y Hércules para mis clientes.
—De modo que tus padres no son los únicos que aprecian las cosas de Grecia.
—No —contestó el muchacho—, a mí también me gustan mucho.
—No me sorprende —dijo Jesús—. Has crecido rodeado de ellas. Tendrías que ser ciego para no apreciar su belleza. —Hizo una pausa—. Si quisieras seguirme, te daría otros ojos, con los que descubrir la belleza de otras cosas.
—¿Como qué? —preguntó el chico y asió con más fuerza el palo de su escoba.
—Como esos obreros desempleados que esperaron aquí hasta la puesta del sol.
—¿Qué? ¿Esos gandules? No hacen más que remolonear por el mercado, molestando a la gente —contestó.
—A la gente, sí, pero a Dios, no —repuso Jesús—. Él les mira con otros ojos. —Jesús se apartó del lado de María y se acercó a Tadeo—. Déjame hablarte del Reino del Señor. Él es como el hombre rico que contrata a unos obreros a primera hora de la mañana, como es la costumbre. Con el paso de las horas, sin embargo, se da cuenta de que necesita más trabajadores y vuelve a la plaza de la villa para contratarlos. A media tarde descubre que no bastan para hacer el trabajo y va de nuevo a la plaza para buscar a más. Finalmente, muy avanzada ya la jornada, más o menos a la hora en que nuestros amigos de antes abandonaron sus puestos, desengañados, vuelve a por más. A la caída de la noche, paga a todos el mismo jornal. Los que fueron contratados primero se quejan, pero el hombre rico contesta: «¿Acaso no os pago lo que habíamos acordado? Si quiero ser generoso con mi dinero y pagar con exceso a los demás, no es asunto vuestro». Lo mismo ocurre en el Reino del Señor. Dios es generoso, y nos dará recompensas inesperadas, y elegirá a gente inesperada. Como a esos hombres que molestan.
—Esto no tiene sentido —dijo Tadeo.
—Ven conmigo y verás que sí lo tiene.
De repente, la expresión de Tadeo cambió. Le había reconocido.
—Ya sé quién eres. Aquel hombre de Nazaret. Aquel nazareno famoso que dice cosas tan raras. Que hace curaciones y exorcismos. ¡Sí! ¡No lo niegues! —Señaló a Jesús con el dedo—. Desapareciste cuando los cerdos cayeron por el precipicio. ¿Dónde has estado? ¿Qué has estado haciendo?
—He estado reclutando obreros para recolectar la cosecha del Reino del Señor —dijo Jesús—. Pronto empezará su entrenamiento y, después, su misión. ¿No vendrás con nosotros?
—Pues… me lo pensaré —dijo Tadeo y retrocedió—. Mis padres… ¿qué van a decir?
—Pregúntales —propuso Jesús.
—Dirían que es demasiado peligroso —afirmó Tadeo—. Mi tocayo, un profeta local que vivió hace unos cuarenta años, alegaba ser capaz de dividir las aguas del río Jordán y guiar a sus seguidores a través de ellas, como Josué. Su cabeza acabó clavada en una estaca, en Jerusalén. Sus discípulos fueron asesinados. El recuerdo de aquello es demasiado reciente. Y luego está Juan el Bautista.
—Está en la cárcel —dijo María. Y yo le vi en su celda, pensó.
—Está muerto —la corrigió Tadeo.
Jesús pareció retroceder, como si le hubieran asestado un golpe.
—¿Muerto? —preguntó.
—Decapitado —anunció Tadeo en tono solemne.
—¿Cuándo? —inquirió Jesús. Su voz sonó muy queda.
—Sentémonos aquí —dijo Tadeo—. No me gusta hablar de esto en voz alta. —Señaló a uno de los bancos improvisados que había dejado atrás alguno de los mercaderes. Los tres se sentaron y Tadeo se volvió hacia Jesús. Su rostro era joven y simpático, y su cabello, tan rubio que se parecía a aquellos extranjeros que venían de los lejanos países del norte—. Ocurrió hace dos días.
El mismo día en que murió Joel, pensó María. Por eso no nos enteramos. Y tampoco me habría importado.
—¿Herodes Antipas ordenó su ejecución? —preguntó Jesús con tristeza—. Su final era seguro, desde el día en que le arrestaron.
—Antipas parecía tenerle miedo —dijo Tadeo—. Si fuera por él, lo encerraría en la cárcel por el resto de su vida. Pero ordenó su muerte para complacer a su nueva hijastra, Salomé. Ella bailó ante él en el banquete en honor a su cumpleaños, después de que el rey le prometiera lo que ella quisiera, «incluso la mitad de mi reino», le dijo. Y ella pidió la cabeza de Juan en una bandeja.
María miró el rostro agitado de Tadeo y la expresión horrorizada de Jesús.
—¿En una bandeja? —preguntó Jesús.
—Una bandeja grande, de plata —puntualizó Tadeo.
María creyó que vomitaría al imaginarse la cabeza cortada de Juan presentada de aquella manera. ¿Estarían los ojos acusadores e iracundos cerrados o les mirarían desde la bandeja?
—Para complacer a una bailarina —murmuró Jesús—. Tanta maldad… —Parecía que aquello le sobrepasaba.
—Por eso no son tiempos para seguir a un profeta —dijo Tadeo—. Con perdón. Sé que también van detrás de ti. Oí decir que Antipas te está buscando. Y los celotas también. Están convencidos de que eres la persona indicada para ser su líder. Quieren proclamarte rey.
—Rey —repitió Jesús—. Rey ¿de qué?
—Pues… Rey de… de la tierra de Israel, me imagino. Ya encontrarán el título apropiado. Hijo Guerrero de David, Hijo del Hombre, Hijo de la Estrella, Mesías, yo qué sé. Supongo que el título es lo de menos.
Jesús se puso de pie.
—Quédate con María un poco —dijo—. Necesito… Perdonadme, he de estar solo un rato. —Dio la vuelta a la esquina y desapareció de su vista.
Tadeo y María se miraron, turbados.
—Estoy segura de que no tardará mucho —dijo ella—. La terrible noticia le ha conmocionado.
—Siento haber sido yo quien se la comunicara —dijo Tadeo—. ¿Quién eres tú? ¿Por qué estáis aquí?
—Algunos de los miembros de nuestro grupo se reunirán aquí con nosotros. Nos separamos cuando… Por razones personales —resumió María. En esos momentos, no se sentía capaz de hablar de Joel—. Acordamos reencontrarnos aquí, en Betsaida. Uno de ellos, Felipe, es de aquí.
Tadeo parecía confuso, aunque no hizo más preguntas.
María agradeció el silencio. Tenía el corazón apesadumbrado y le resultaba muy difícil mantener una conversación. El solo hecho de sentarse o caminar requería todas sus fuerzas. Llevaba en el alma un dolor que a veces se hacía sentir como un peso y otras, como un gran vacío. Incluso escuchar a Jesús requería un gran esfuerzo, y sus palabras de consuelo no podían penetrar hasta la herida tan profunda que la afligía.
Jesús reapareció después de un largo rato. Se le veía tan conmocionado y afligido que María deseó poder consolarle. Su propia pérdida, sin embargo, le pesaba demasiado.
Ya era casi noche cerrada, y Tadeo se levantó para irse a casa. Justo en el momento en que cargaba la escoba al hombro, entraron en la plaza Juan y los demás discípulos, buscándoles. Apenas podían verles en la creciente oscuridad, aunque Juan reconoció a Jesús.
—¡Maestro! —gritó—. ¡Maestro! —Corrió hacia él y los demás le siguieron. Su cara pálida estaba colorada y se había caído la capucha que cubría los rizos de su cabello. Llegó junto a Jesús y le asió las manos—. ¡Alguien realiza exorcismos alegando ser tú, justo en las afueras de la ciudad! ¡Qué descaro! ¡Le obligamos a parar, ya que no le conocemos! —Se irguió orgulloso—. ¡Deberías ver su cara!
—Y tú deberías ver la tuya —dijo Jesús—. No resulta muy vistosa.
—Juan no está acostumbrado a oír esto —dijo su hermano, que acababa de llegar—. Demasiadas veces le han dicho que es guapo, desde que nació. —Rió como si la idea le complaciera—. ¡Aquel hombre, sin embargo, merecía ser detenido, maestro! —Santiago el Mayor afirmó enfáticamente con la cabeza.
—No lo entendéis —dijo Jesús—. El que no está contra nosotros, está con nosotros. Debisteis dejarle en paz.
—Pero… —Santiago el Mayor se mostró desafiante—. Esto sólo… Nosotros sólo…
—Santiago, ¿no vas a preguntar por el esposo de María? —Jesús le miró con tristeza.
—Pues, claro, por supuesto, iba a hacerlo… —Era evidente que o bien se había olvidado o bien daba por sentado que Jesús había curado a Joel.
—Murió —dijo Jesús.
Un silencio de asombro se hizo entre los discípulos. Jesús había ido a Magdala y sin embargo…
Judas fue el primero en hablar.
—María, lo lamento, de veras. Te doy mis condolencias. —Dio un paso adelante para acercarse a ella.
Los demás la rodearon también y tendieron los brazos para abrazarla, como si con ello pudieran paliar su dolor.
María se cubrió más con la capa. Todas aquellas palabras de simpatía eran como la espuma del mar, flotaban en la superficie, pero no podían hacer más que adornar los abismos de dolor que se abrían por debajo.
Se levantó el viento, recordándoles que había llegado la noche y no tenían adonde ir.
—¿Dónde dormiremos esta noche? —La pregunta la hizo el práctico Andrés.
—No me atrevo a pedir de mi esposa que dé cobijo a sus… rivales. Me temo que así os considera a todos —dijo Felipe.
—Podéis venir a mi casa —se ofreció Tadeo, que todavía no se había ido.
—¿Quién es éste? —preguntó Simón con recelo.
—Un amigo —respondió Jesús—. Alguien que conocimos mientras os esperábamos.
—¿Va a unirse a nosotros? —quiso saber Simón.
—No —dijo Jesús—. Se lo propuse pero se negó. Aunque es muy amable de tu parte, Tadeo. Y aceptamos tu invitación.
La casa de los padres de Tadeo se encontraba en la parte alta de la ciudad. Desde allí podían divisar el palacio a medio terminar de Herodes Filipo. Tadeo señaló la construcción y dijo que al monarca le gustaba tanto Betsaida que erigía allí una residencia donde vivir con todo tipo de lujos.
—Se rumorea que piensa cambiar el nombre de la ciudad y llamarla Livia-Julia, en honor a la esposa del difunto emperador —dijo Simón, a quien le encantaban los chismorreos.
—¿Aún vive ella? —preguntó Juan sorprendido—. Hace tanto tiempo que murió el viejo emperador.
—Oh, sí que vive —respondió Simón, alborozado de alegría de poder hablar de política de nuevo—. Es la figura de poder tras el emperador Tiberio, su hijo. Disfruta siéndolo, según dicen. Mandó asesinar a tanta gente para hacerle emperador, que a la fuerza disfruta con los resultados. Sería una lástima, si no.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Pedro—. Será ya una momia.
—Tiene setenta años —dijo Simón, que manejaba esos datos al dedillo—. Hay nuevas luchas políticas en Roma —prosiguió—. Sejano convenció a Tiberio…
—Ya basta, Simón —interpuso Jesús de pronto—. Hay asuntos más importantes. Antipas mandó ejecutar a Juan el Bautista.
—¿Qué? —exclamó Simón—. ¿Cuándo?
—En la celebración de su cumpleaños —dijo Tadeo—. Hubo un banquete y… —Volvió a contar la triste historia, mientras los demás escuchaban en silencio.
Al final, Natanael dijo:
—Recemos por él. —Con voz hondamente afligida, dejó de lado a los culpables, Antipas, Herodías y su hija, Salomé, y pensó sólo en Juan y su martirio.
—Padre, escucha nuestras plegarias —dijo Felipe—. Acoge a Juan en Tu seno y bríndale Tu protección.
—Eres el Dios de la justicia —dijo Santiago el Mayor—. ¡No permitas que este mal quede sin castigo! Venga a tu siervo, Juan.
—Protege su alma y consuélanos —dijo Judas.
—Ahora estamos solos —dijo Jesús—. Debemos continuar la labor de Juan.
Todos miraron a su alrededor, incómodos. Llevar adelante la labor de Juan significaba convertirse en un blanco político.
—¿Sería… prudente? —preguntó Mateo; su habitual entereza parecía quebrada—. ¿No sería más productivo trabajar sin llamar la atención, estudiar, enseñar y…?
—¿Escondernos? ¿Es ésta la palabra que buscas? —le interrumpió Judas—. Hay muchos argumentos a favor. Personas muy notables tuvieron que esconderse, Elías, David y Moisés. No tendríamos por qué avergonzarnos.
Entonces habló Tomás, un experto en la Torá.
—¡Me sorprendes, Judas! ¿Por qué ocultas tu cobardía tras las escrituras? Los tres personajes que has nombrado estuvieron dispuestos a salir cuando Dios se lo pidió.
Judas se enojó.
—No soy un cobarde y reitero lo dicho. Los tres se escondieron de tiranos como Antipas, que querían destruirles. El faraón quería matar a Moisés, Saúl quería la muerte de David, y Ajab y Jezabel deseaban matar a Elías, todos por razones injustificadas. Tenían la obligación de huir para protegerse.
—Dios no quiere que nos escondamos ahora —dijo Jesús secamente—. Desea que continuemos con nuestro ministerio y a plena luz del día. No queda mucho tiempo, y es necesario que la gente nos oiga. Entonces… —Hizo una pausa para ordenar sus ideas y prosiguió—: Todo ha sucedido mucho antes de lo que esperaba. Creía que dispondríamos de más tiempo… —Suspiró—. Pero no. Que así sea. Quiero que salgáis a cumplir vuestra misión, de dos en dos, en el campo, en las ciudades y en los pueblos.
Pedro le miró estremecido.
—Y ¿hacer qué?
—Predicar la llegada del Reino del Señor, curar a los enfermos y expulsar los demonios.
—¿Cómo? —La voz de Pedro, generalmente estentórea, sonó muy insegura.
—Yo os daré el poder.
—¿Así de fácil?
—Con el apoyo de la oración —dijo Jesús—. Ésta es la parte importante.
—¿Cómo sabremos que lo tenemos?
—Debéis tener fe —dijo Jesús—. Y ser valientes y hacer promesas en público, cuando todos os miran.
—¿Y si… fracasamos?
—Debéis creer que no fracasaréis —respondió Jesús.
—Pero… pero…
—No quiero que los hermanos vayan juntos —prosiguió Jesús, pensando con celeridad—. Las parejas serán diferentes. Simón, quiero que vayas con Santiago el Menor.
¡El Celota con el recaudador de impuestos! María se sintió escandalizada.
—Pedro, tú irás con Natanael.
El hombre impulsivo con el contemplativo. ¿Cómo podrían trabajar juntos?
—Judas, irás con Santiago el Mayor.
El refinado con el carente de imaginación… Una compañía irritante para ambos.
—Mateo, tú trabajarás con Tomás.
Es la primera pareja que tiene sentido, pensó María. Ambos son hombres prácticos. ¡Aunque no! El ortodoxo Tomás se sentirá ofendido por la compañía del recaudador, que es impuro.
—Juana, irás con Felipe.
María y Juana se miraron. Las llamaba a ellas como llamaba a los hombres. No iban a quedarse atrás para cuidar del campamento.
—Y tú, María, trabajarás con Juan.
Juan. El guapo y veleidoso Juan. ¿Soy yo su opuesto, fea y rígida?
«Oh, nunca vemos nuestros propios rasgos. Sean los que sean, Jesús cree que los míos contrastan con los de Juan».
—No habrá jefes —prosiguió Jesús—. Os otorgo a todos la misma autoridad.
María se sintió desfallecer. Apenas era capaz de mantenerse de pie y hablar, tanto le pesaba el alma, pero, aunque se sintiera libre y fuerte, no podría seguir adelante con aquello. ¿Cómo salir a hablar con la gente en su situación actual, cómo cumplir con una misión tan difícil?
—No, maestro —dijo al final—. Yo no puedo… No tengo conocimientos suficientes… Soy una mujer… No tengo nada que dar a nadie, ningún saber…
—Es cierto —dijo Jesús—. No tienes conocimientos ni sabiduría.
¡Gracias a Dios! Se da cuenta de su error, pensó María. Se sintió embriagada de alivio.
—Por eso debes confiar en Dios —continuó Jesús—. Y recuerda que Él te otorgó el don de la visión espiritual. Eres una profeta. Quizá la única en el grupo.
—Pero es una mujer —protestó Pedro atropelladamente.
Jesús le miró con severidad.
—¿Acaso las profetas Huldah y Noadiah de los tiempos antiguos no fueron también mujeres?
Pedro abrió la boca para decir algo pero se lo pensó mejor.
—Veamos —prosiguió Jesús eligiendo con cuidado sus palabras—: Vuestras instrucciones son muy sencillas. No llevaréis nada con vosotros, ni dinero, ni pan, ni mudas de ropa. Cuando lleguéis a una aldea, podéis alojaros en casa de quien desee acogeros. En el momento de entrar en una casa, debéis decir primero: «Que haya paz en este hogar». Si allí hay un hombre de paz, vuestro deseo le acompañará; si no, podéis retirarlo.
Jesús miró a su alrededor, dándoles la oportunidad de hacer preguntas. No hubo preguntas, sin embargo; sólo miradas asustadas.
—Curad a los enfermos de cada ciudad y decidles: «El Reino del Señor está cerca». Si no os dan la bienvenida, salid a las calles y decid: «Nos limpiaremos hasta el polvo de las calles que se adhiere en nuestros zapatos en testimonio contra vosotros. Tened la certeza de esto: el Reino del Señor está cerca». Yo os digo que, cuando llegue, será un día más soportable para Sodoma que para esta ciudad.
—Pero, maestro… ¿qué hacemos cuando llegue a un pueblo? ¿Cómo nos presentamos y por dónde empezamos? —preguntó Felipe.
—Curaréis a los enfermos posando la mano sobre ellos y rezando. Expulsaréis a los demonios ordenándoles que se vayan. Predicaréis del Reino de los Cielos lo que ya sabéis de él por experiencia propia. —Meneó la cabeza, como si les encontrara demasiado lentos en comprender—. El que os presta oído, me escucha a mí. El que os rechaza, me rechaza a mí. Y el que me rechaza a mí, rechaza a Quien me envió. —Hizo una pausa—. Os mando como corderos entre los lobos. Sed listos como las serpientes e inofensivos como las palomas. Nos queda poco tiempo, mucho menos de lo que creía. Por eso debemos hablar y trabajar ahora. La cosecha ha madurado y debéis recogerla. Llega la noche, cuando no se puede trabajar. Tenemos que hacerlo mientras aún haya luz.
Hubo un silencio prolongado y muy profundo. Al final, Natanael dijo:
—Señor… ¿cuándo empezamos?
—Mañana —respondió Jesús.