Esta noche dormiré bien, pensó María. Estoy tan cansada. La noche se cerró, la hoguera se apagó y les envolvió la quietud de las alturas.
No le resultó difícil conciliar el primer sueño. Se dejó llevar, arrullada por el silencio y la fatiga del cuerpo. En medio de la noche, sin embargo, tuvo unos sueños muy reales, tan vividos que despertó y se incorporó de golpe. Eran peores que el sueño sobre Juan el Bautista, mucho peores.
Soñó que Joel estaba tendido en una cama, su cuerpo, quebrado. Un vendaje empapado en sangre le cubría el pecho y él gesticulaba débilmente a alguien —o algo— que se encontraba en el otro extremo de la habitación. Parecía tener el brazo vendado, y su mano salía de los paños cual garra de criatura marina.
—Ayúdame —susurraba—. No puedo soportarlo.
Alguien se inclinaba sobre él, enjugándole la frente y cuidándole. María imploró que la visión se ampliara para que pudiera ver más.
La persona inclinada sobre Joel era Eli. A su lado, la madre y el padre de Joel aguardaban abrazados. Su propia madre, Zebidá, estaba cerca, con la pequeña Eliseba en brazos.
Joel yacía en su lecho de muerte. Joel, tan joven y tan fuerte. ¿Qué le había sucedido?
María se incorporó y el sueño se desvaneció, la visión se apagó. Su corazón latía desbocado. Jadeó y se apretó el cuello. Todos dormían a su alrededor. El cielo de la noche estaba despejado, y las estrellas brillaban claras y lejanas.
¿Había sido un sueño o una visión? Si era una visión, necesitaba saber más.
Por unos largos momentos, no pasó nada. Después las imágenes reaparecieron. Joel en el Templo, en la entrada a los recintos interiores. Joel, acompañado de un grupo de galileos, se acerca al punto elevado desde donde se puede divisar el gigantesco altar de piedra salpicado de la sangre de los animales votivos. De repente, un contingente de soldados romanos enviados por Pilatos se lanza sobre ellos, gritando y disparando flechas. Se produce una gran confusión. Nadie sabe adónde ir. La gente corre, se agacha para esquivar las flechas, cae al suelo. Hay alaridos, los gritos de los hombres de Pilatos, sangre. La gente retrocede. Los muertos y los heridos caen al suelo detrás de ellos. La gran masa de personas congregadas en el recinto huye hacia las puertas ceremoniales de bronce, y los soldados de Pilatos empiezan a golpear a cualquiera que encuentran a su alcance. Una porra desciende sobre la cabeza de Joel, después le golpea en el estómago y, finalmente, en las piernas, rompiéndolas casi. Joel se encoge y cae.
Otra visión sucedió a la primera: muertos, heridos y moribundos amontonados en una pila espantosa de carnes movedizas y sangrantes en el patio del Templo. Los soldados vuelven con literas y les sacan a rastras del recinto, con el fin de poder cerrar las puertas exteriores del Templo para la noche. Los heridos y los moribundos yacen en el pavimento de la calle, justo delante de esas puertas. Serán problema de alguien, aunque no de Pilatos.
Joel consigue volver a casa, transportado por sus compañeros galileos. Tardan muchos días en llegar. Y ahora yace en una alcoba oscura, al borde de la muerte.
¡Joel! No, no puede ser. Nunca antes había ido a Jerusalén. Dios no sería tan cruel para asestarle este golpe cuando decide ir al Templo, cumplir por primera vez con la obligación de visitarlo.
María volvió a incorporarse, jadeando. Su visión, sin embargo, había sido muy clara. Parecía verdadera. Tenía que volver de inmediato. ¡Y Jesús! Jesús debía ir con ella, curar a Joel. Jesús podía salvarle.
Nada es imposible si a Jesús le está permitido atenderlo, se repitió muchas veces en un esfuerzo por sosegarse.
La noche se hizo eterna. El cielo oscuro y las estrellas le parecían desagradables, porque no anunciaban el alba. Cuando por fin amaneció el día, se levantó de un salto del jergón improvisado.
Cuando, a la luz incierta del amanecer, vio a Jesús caminando a lo largo del borde del precipicio, no pudo contenerse más. Corrió hacia él y le asió el brazo.
—¡Jesús! —exclamó—. He tenido otra visión. Una visión terrible. Los galileos que Pilatos atacó dentro del propio recinto del Templo, lo que Judas nos contó… ¡Mi esposo se encontraba entre ellos! Yace en su lecho de muerte, por culpa de las heridas que recibió en el ataque. ¡Debemos ir juntos a Magdala, debes salvarle!
Para su asombro, Jesús meneó la cabeza.
—¿Yo debo salvarle? Puedes ir a verle, puedes rezar por él. Dios te escuchará.
—Dios, sí —respondió ella—. Pero Joel, no. ¿No fuiste tú quién dijo «Nadie es profeta en su tierra y entre sus gentes»? Joel jamás me hará caso ni creerá en mis plegarias.
—Tampoco tiene fe en mi mensaje —objetó Jesús—. En Nazaret aprendí que, cuando no se tiene fe, no tengo poder de curación.
—¡No tuvo oportunidad de creer! —dijo María—. Es cierto que se volvió contra ti cuando fuimos a Magdala, pero no había oído tus palabras ni había visto tus obras con sus propios ojos. ¡Oh, debes ayudarle!
—Iremos juntos —decidió Jesús—. Pero no esperes demasiado, te lo suplico. Si él no consiente…
—¡Joel no puede morir! —gritó María—. ¡Sería injusto, sería una muerte injusta por demás!
—También es injusto que muera Juan el Bautista —contestó Jesús—. Y, sin embargo, morirá.
—¡Pero Juan es un hombre santo! Dedicó su vida a Dios y es Su profeta. Siempre ha sabido que la muerte le seguía de cerca. Joel es un hombre corriente, no es un practicante devoto pero es un buen hombre.
—Iré —repitió Jesús—. Haré lo que pueda. Pero depende de Joel aceptar la voluntad de Dios.
Jesús y María partieron de inmediato, después de que él dijera a los demás que esperaran unos días antes de dirigirse a la ciudad de Betsaida.
Hablaron poco en el camino, aunque María anhelaba contarle su vida con Joel, lo que su esposo había significado para ella, cómo la había amado —y ella a él— y cómo seguía creyendo que su separación sólo era temporal y, por lo tanto, llevadera. Sin duda, Joel llegaría a entender el bien que le había hecho Jesús, permitiría que él y sus discípulos formaran parte de su propia vida y la dejaría reunirse con Eliseba.
Sin embargo, mientras caminaban en melancólico silencio, bajo el sol abrasador, una terrible sensación de pérdida se apoderó de ella. Empezó a temblar de miedo. En ese mismo momento, Joel yacía herido de muerte y rodeado de toda la familia menos su esposa. ¿Piensa siquiera en mí?, se preguntó María. ¿O he muerto para él?
¡Haz que Joel siga con vida cuando lleguemos! ¡Haz que incluso esté un poco mejor!, rezó.
Las calles tan familiares de Magdala, el camino que bordeaba el lago y la plaza del mercado al aire libre, lugares que María conocía de toda la vida, se expandían de nuevo ante sus ojos. Las casas le resultaban tan familiares y reconfortantes que ellas solas parecían capaces de ahuyentar todos los males. Pero no había tiempo para pensar; torcieron por una esquina y llegaron a su propia casa. En cuanto vieron a la multitud reunida delante de la puerta, María supo que su visión había sido verdadera. Cuando empezaron a abrirse camino hacia la entrada, la gente la reconoció de pronto y contuvo el aliento, como si hubiese estado muerta y se levantara de la tumba. No le impidieron el paso, aun así, y ella y Jesús se deslizaron por la puerta y entraron en la casa.
Todo estaba tal como lo había visto en sueños: oscuro, cerrado y tan mal ventilado que hasta el mínimo olor se magnificaba. Un coro de familiares esperaba en la sala mayor, algunos ya de luto. Apenas levantaron la vista cuando María y Jesús cruzaron la sala y entraron en la alcoba.
El olor a enfermo era tan intenso que María sintió que se ahogaba. Tal como había soñado, junto a la cama estaba su madre con la pequeña Eliseba en brazos; la niña lloriqueaba y miraba apesadumbrada a la persona que yacía en el lecho.
María no podía mirar, todavía no. Se precipitó hacia su madre y abrazó a la mujer y a la niña con tanta fuerza que le dolieron los brazos.
—¡Madre! ¡Madre! —susurró.
—¿María? —La madre se apartó y la miró con incredulidad—. Oh, María, ¿eres tú, realmente? —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Has vuelto, hija mía, justo a tiempo. —No había visto a Jesús; pensaba que María había venido sola.
Eliseba contempló con desconcierto a aquella extraña vagamente familiar y luego esbozó una tímida sonrisa. Sus ojos negros parecían enormes y sopesaban con cautela lo que veían.
—Eliseba… —La niña tendió sus brazos rollizos y la abrazó, y el corazón de María se desbocó alborozado.
—Madre… me contaron el accidente de Joel… —No era necesario explicar quién se lo había contado ni cómo—. ¡Y veo que es verdad! —Reunió el coraje suficiente para mirar hacia la cama.
Joel yacía de espaldas, los brazos en cabestrillo cruzados sobre el vientre vendado, las piernas heridas apoyadas en una manta doblada. Estaba tan sumido en el dolor y la debilidad que no abrió los ojos; ni siquiera parecía oír lo que sucedía a su alrededor.
María se arrodilló a su lado. Allí estaba Joel, su amado perfil conocido tenía el aspecto de siempre. Las ojeras negras bajo los ojos, sin embargo, las mejillas hundidas y los labios agrietados y exangües componían la imagen de una muerte inminente. Cada vez que Joel respiraba, pequeñas burbujas encarnadas aparecían entre los labios demacrados. María le tocó la frente. Esperaba encontrarla caliente, ardiente de fiebre. Con gran conmoción, la notó fría. Estaba tan cerca de la muerte que su helor ya se estaba apoderando de él.
—Joel —susurró mientras le acariciaba la frente y las mejillas, que también estaban frías—. Soy yo, María, tu esposa. —Tomó las manos de Joel entre las suyas y las frotó.
Él no se movió ni dio señal de sentir nada.
—¡Joel —siguió llamándole—, Joel, abre los ojos! ¡Joel, abre los ojos!
Sólo entonces la reconoció Eli, que estaba en un rincón de la habitación. Sacudió la cabeza con un sobresalto.
—¡Tú! —gritó—. ¡Tú! ¿Cómo te atreves a venir aquí? —Se acercó con agilidad, la agarró del brazo y la apartó de la cama de un tirón—. ¡No le toques! ¿Cómo te atreves a tocarle?
—¡Soy su mujer! —respondió. Se quitó el pañuelo de la cabeza para que todos pudieran verla. Sí, que la vieran todos, incluso con el cabello cortado. A pesar de todo lo ocurrido, seguía siendo la esposa de Joel y tenía más derecho de estar allí que cualquiera de los demás presentes.
—¡Ya no! —dijo Eli—. Él se estaba divorciando. —Bajó la voz para que los demás no pudieran oírle.
Ella liberó su brazo de la mano férrea de Eli.
—¡No tenía causa para ello! —repuso en voz alta.
—Tenía causa suficiente —dijo Eli—. Eres una vergüenza y un escándalo, has enlodado el buen nombre de la familia.
—¿Por qué? —le desafió María. Todos estaban escuchando—. ¿Porque estuve enferma? ¿O porque sané? ¡Ninguna de las dos cosas es pecado!
—La Ley estipula claramente que un hombre puede divorciarse de su mujer si la halla «indecente». ¿Qué palabra podría describirte mejor?
—La enfermedad no es indecente, ni la búsqueda de una cura —contestó ella—. Siempre has sido un hombre cruel, has utilizado la Ley como pantalla, para esconderte tras ella y justificar tu crueldad. Di la verdad ahora: ¿Joel llegó a realizar el ritual prescrito para el divorcio?
—No —admitió Eli traspasándola con la mirada—. Pero había anunciado que lo haría a su regreso de Jerusalén.
María ya se había vuelto hacia Joel y se había inclinado sobre él.
—Joel, amadísimo esposo, abre los ojos, por favor. Es necesario que abras los ojos. No está todo perdido. Te podemos ayudar. Ha venido alguien… He traído a alguien que puede ayudarte. —Mientras hablaba, no dejó de masajearle las sienes.
Joel consiguió entreabrir un ojo, el que estaba menos hinchado. No podía volver la cabeza para mirarla aunque parecía reconocer su voz.
—Ayuda —dijo—. Ayuda. —Y extendió uno de los brazos, tal como lo hiciera en el sueño de María.
—Estoy aquí —le reconfortó ella—. Estoy a tu lado. Haz un esfuerzo. Intenta abrir ambos ojos. Háblame. Joel, podemos ayudarte.
El herido abrió lentamente el otro ojo, aunque apenas pudo separar los párpados. Entreabrió los labios y susurró:
—¿María?
Ella le asió las manos.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Estoy aquí! —Se agachó y le dio un beso en la mejilla—. Todo irá bien ahora. Todo irá bien. Joel dio un largo y profundo suspiro.
—Ahora, aquí —repitió—. Ahora, aquí.
A María le pareció que le apretaba un poco la mano, pero el gesto era tan débil que no estaba segura. La familia se congregaba a su alrededor, empujando para acercarse a la cama. Sintió que no podía respirar. Y, si ella no podía, Joel aún menos.
—Por favor —dijo—. Apartaos. Estáis demasiado cerca. —Se agachó para susurrar en el oído de su esposo—: Joel. Hay alguien aquí que puede ayudarte. Ya le habías visto antes. Sabes que me curó. Es un hombre especial, un enviado de Dios. Ha ayudado a personas en condiciones mucho peores que la tuya. Lo he visto con mis propios ojos. Leprosos, cuya piel macilenta ha recobrado el color saludable. Hombres con las piernas paralizadas, que ahora pueden caminar, saltar y correr. Lo que a ti te pasa no es grave, en comparación. ¡Por favor, permítele que te ayude! —Se puso de pie y tendió una mano hacia Jesús—. Ven. Aquí está Joel. Él te necesita.
Jesús, en quien nadie había reparado mientras permanecía sin llamar la atención en la sombra, dio un paso adelante. Ocupó su lugar junto a la cama de Joel y contempló su cuerpo tendido, que respiraba trabajosamente.
Nada se adivinaba en la expresión de Jesús. ¿Le parecía posible salvar a Joel? ¿Lo creía una empresa desesperada? Estaba tan concentrado en el rostro de Joel, que las demás personas reunidas en la alcoba no existían para él.
—¡Joel! —dijo—. ¿Puedes oírme?
Hubo un largo momento durante el cual Joel no respondió.
¡Dios mío!, pensó María. ¡Se nos va, le estamos perdiendo! ¡Hemos llegado demasiado tarde, a pesar de nuestros esfuerzos!
Pero Joel, al fin, profirió una respuesta parecida a un graznido:
—Sí —dijo—. Sí.
Entonces Jesús le tomó ambas manos. Sosteniéndolas, cerró los ojos y empezó a rezar. Al cabo dijo:
—Joel, las heridas de tu cuerpo se pueden curar, aunque sólo si confías en mí plenamente, si crees que puedo pedir a Dios este favor y que Él me lo concederá. Y que nada es imposible para Dios.
Joel yació en silencio. Al cabo de un largo rato dijo:
—Nada es imposible… para Dios, esto lo sé. —Hablar requería un gran esfuerzo, y tuvo que esperar un poco antes de poder continuar. Después susurró—: Pero… no puedo confiar en ti. —Tosió y expectoró sangre—. Ya te… he visto. Liberaste a mi mujer, sólo para convertirla en tu esclava. Para tenerla contigo. —Jadeó y su voz se suavizó—: Quizá… seas capaz de hacer milagros, pero sólo porque Satanás te lo permite. Eres… su agente. —Las palabras salían muy débiles.
María contuvo el aliento.
—No, Joel. ¡Estás equivocado! Él es enemigo de Satanás. ¡No ayudes al Maligno! ¡Es él quien te dicta estas palabras al oído!
Inesperadamente, Joel hizo un gran esfuerzo y consiguió levantar la cabeza de la almohada. Abrió más los ojos y, aunque miró a María con la ternura que ella recordaba, la mirada que dedicó a Jesús era hostil.
Jesús se le acercó más e intentó tomar sus manos de nuevo.
—¡Ten fe en Dios! —le suplicó—. ¡Reza con toda tu alma!
Joel, sin embargo, retiró las manos y meneó la cabeza débilmente.
—¡No me toques! —carraspeó al final—. ¡Hombre maligno!
María se dejó caer llorando y apoyó la cabeza en su pecho.
—¡No, Joel! ¡No! ¡Él es tu única esperanza! —Le enjugó la cara con ternura—. ¡Joel, no me dejes! ¡No abandones a Eliseba! ¡Permite que Jesús te ayude!
Él volvió a negar lentamente con la cabeza, apoyándola de nuevo en la almohada.
—No. ¡Y pensar… que sólo has venido a mi lecho de muerte… como un buitre! ¡No te llevarás nada, nada en absoluto! ¡Ésta es la verdadera razón… de tu visita!
—¡Olvídate de mí! —suplicó ella—. No me des nada. Estás en tu derecho. Pero ¡por favor, por favor, deja que Jesús interceda por ti!
—¡No! —gritó Joel con tanta fuerza que todos se estremecieron. ¿De dónde salía esa voz? Después cayó sobre la almohada con un sonido sordo.
—¡Reza por él de todas formas! —ordenó María a Jesús—. ¡Cúrale, a pesar de todo! Ya tendrá tiempo de arrepentirse. ¡Ya verá que estaba equivocado! Pero el tiempo… es un lujo que sólo los vivos se pueden permitir. ¡Dale tiempo!
Jesús rezaba con los ojos cerrados y las manos entrelazadas. Parecía ajeno a las demás presencias en la habitación.
—Es demasiado tarde —dijo con gran congoja—. Demasiado tarde. Sin fe… no se puede hacer nada.
Mientras hablaba, María vio que Joel había cerrado los ojos y que su pecho no se movía. Un suspiro apagado y entrecortado escapó de su garganta, y después, silencio.
Estaba muerto. Joel estaba muerto. María cayó de rodillas al suelo junto a la cama y lloró con la cabeza apoyada en el brazo de su esposo.
Los demás reunidos en la habitación irrumpieron en lamentos, pero ella no les oyó. Sólo sentía la ausencia de Joel, sólo escuchaba el silencio en sus labios.
Joel murió al anochecer, y esto significaba que no habría funeral ni entierro hasta que el sol saliera a la mañana siguiente. Las mujeres debían preparar el cuerpo para el sepelio. María también, aunque no se creía capaz de soportarlo.
—Jesús —dijo, apoyándose en él—, ¿por qué no has podido salvarle?
Jesús parecía estar más apenado que cualquiera de los presentes.
—Porque no me lo permitió —respondió. Volvió el rostro y lloro por un momento. Al cabo, dijo a María—: Haz lo que debes hacer. Ve con las mujeres, prepara a tu esposo. Yo te esperaré.
Acongojados, Ezequiel, el padre de Joel, y Natán, el padre de María, levantaron el cuerpo del difunto de la cama y lo llevaron a otra habitación, donde lo prepararían para el sepelio. Las mujeres les ayudaron a tenderlo sobre una losa de alabastro. Cuando los hombres se hubieron retirado, Judit, la madre de Joel, desnudó el cuerpo con gestos reverentes y se dispuso a lavarlo. Junto al cuerpo estaba Débora, la hermana de Joel, y alrededor de ambas, las cuñadas de María, Noemí y Dina, y algunas primas que María reconocía vagamente pero en las que no podía parar mientes ahora. Hizo una mueca de dolor cuando vio las heridas de Joel. Hematomas negros y azulados cubrían sus costillas, y tenía los brazos rotos en varios puntos.
¡Joel! El apuesto y agraciado Joel había sido golpeado y asesinado. Había muerto como los animales ofrecidos en sacrificio sobre el gran altar, como los carneros y los toros. ¡Aunque no por manos de un sacerdote sino de Pilatos, un representante de Roma!
Las mujeres vertieron agua de jarras de cerámica sobre el cuerpo y le limpiaron la sangre vieja de sus heridas. Resultaba tan extraño ver el agua caer sobre él y, sin embargo, no producir ningún movimiento de respuesta. María tendió una mano temblorosa y le cerró los ojos con un gesto dulce; también le alisó el pelo. Le acarició una mejilla. El tacto de la piel ya no era el de una persona viva sino más frío y duro, y el color la había abandonado, dejando el rostro pálido. Entonaron salmos regados con lágrimas mientras le frotaban el cuerpo con aceite de áloe y mirra, y entre todas le abrazaron y le levantaron para poder envolverle con el sudario, la mortaja de lino blanco que habría de cubrirle. Le ataron las piernas y los brazos, y le cubrieron la cara con un lienzo especial antes de fijar los extremos del sudario por encima de su cabeza. Después le trasladaron a la litera que habría de llevarle a la tumba a la mañana siguiente, y lavaron y secaron la losa de alabastro donde había yacido el cuerpo exánime.
Las mujeres invitaron a María a seguirlas a la habitación especial que les habían preparado para pasar la noche, puesto que ahora estaban ceremonialmente impuras por haber tocado el cuerpo de un muerto. Las siguió decaída, caminando a su lado en silencio. Regresaron a la planta principal de la casa de María —¿realmente era mi casa?, se preguntaba. Ya no me lo parece— de donde ya habían retirado las sábanas del lecho mortuorio, habían abierto las ventanas para dejar entrar aire fresco y habían barrido el suelo. María se dejó caer en un taburete. En la estancia esperaban más mujeres, familiares que no habían participado en los preparativos fúnebres. María las observó abatida. ¿Quiénes eran?
Hablaban en susurros reunidas en círculo, como si Joel estuviera aún allí y no quisieran molestarle. Se abrazaban dándose consuelo mutuo, pero ninguna de ellas abrazó a María. Durante los primeros minutos, su indiferencia no le importó; no deseaba que nadie la tocara ni tenía ganas de hablar con nadie. Estaba demasiado afligida.
Después, poco a poco, empezó a discernir sus susurros:
—Ella está aquí, ha venido, abandonó a aquel loco con quien estaba…
—No, no, le trajo consigo, ¿no le has visto? Tuvo la desfachatez de acercarse y tocar las manos de Joel.
—Algunos no saben lo que es tener vergüenza.
—¿Quién? ¿Este hombre o María?
Yo soy la viuda, pensó ella. Mi esposo acaba de morir. Éstas son las mujeres de mi familia. Y, sin embargo, nadie reconoce mi presencia.
Allí estaba Eva, su tía, la mujer que, el día de su compromiso con Joel, le había guiñado un ojo y le había dado la poción mágica que la convertiría en buena esposa. Y su otra tía, Ana, que le regaló la poción que convertiría a Joel en un «camello macho». Y las primas, que tanto se reían y chillaban aquel día de compromiso. Y Zebidá, su propia madre, y sus cuñadas…
María se levantó. Le temblaban los pies pero necesitaba mirarlas a la cara.
—¿No hay palabras de consuelo para mí? —exclamó.
Las mujeres interrumpieron sus conversaciones al unísono y se quedaron mirándola.
—¿Consuelo? ¿Para ti? —preguntó finalmente Débora, la hermana de Joel. Era ya una mujer crecida, aquella muchacha que tanto se parecía a Joel y tan unida estaba a él.
—Para mí, sí —contestó María—. He perdido a mi esposo.
Zebidá se le acercó y le tomó la mano.
—Sí, es una tragedia.
—¿Nadie me hablará de su viaje a Jerusalén? ¿De cómo llegó a formar parte de esa peregrinación? —gritó María—. ¡Nunca antes lo había hecho!
Judit, la madre de Joel, meneó la cabeza.
—Nos dijo que iban varias familias y que se sentía llamado a acompañarlas.
¿Joel? ¿Joel se sintió llamado?
—Había cambiado de opinión sobre muchas cosas —dijo Judit en tono insinuante.
—También mi esposo hizo esa peregrinación —dijo otra mujer que a María le resultaba desconocida—. No había indicios de peligro. Pero… algo inquietó a Pilatos, quizá le informaran de una rebelión (hay infinidad y la mayoría estalla en Galilea) y cuando vio a tantos peregrinos… Debieron de hacer algo que le alarmó. Después del ataque, los demás encontraron a Joel y le trajeron de vuelta a casa, pero el viaje es largo. Las sacudidas de los burros le provocaban grandes dolores. Cuando llegaron a Magdala, ya estaba delirando y ardía de fiebre. Vimos que las heridas eran graves y estaban infectadas. El viaje fue demasiado largo.
—Gracias —dijo María—. Gracias por contármelo. —¡Pobre Joel! Qué terribles debieron de ser aquellas largas jornadas de viaje de Jerusalén a Magdala.
—¿Y tú? —preguntó una de las primas—. ¿Por qué nos dejaste?
Nos dejaste… Nos dejaste… Hablan como si estuviera muerta, pensó María.
—Yo…
—María estuvo poseída. —Fue la voz de su propia madre que sonó bien alta y rotunda—. Sí. Se apoderaron de ella los demonios y tuvo que buscar un tratamiento. Por desgracia, el hombre que la trató es malo y la mancilló. Joel se dio cuenta y la repudió como esposa. Por eso —añadió, enfrentándose directamente a María—, en realidad, no eres su viuda.
—Soy su esposa, ahora y siempre —repuso ella—. Y no os dejé, nunca os he dejado.
—Si no te arrepientes y te purificas, ya no eres mi hija —anunció su madre. Jamás había visto esa expresión en el rostro de Zebidá, esa mirada de condena irremisible.
—¡Madre, no he hecho nada malo! —protestó tendiéndole los brazos. Su madre dio un paso atrás—. ¡Madre!
La mujer se retiró en las sombras.
—Dices que eres la viuda —dijo Débora—. ¡Pero no fuiste una esposa para mi hermano!
Débora había sido siempre su amiga, decía que quería asemejársele, que la admiraba. A María le pareció que la acababan de golpear.
—Yo… Siempre… —quiso defenderse pero tuvo que callar, confusa.
—Oh, volverás para vivir en la casa de Joel y contar su dinero —espetó Débora—. Pero has de saber una cosa: hasta que pasen siete años, nadie confiará en ti. Deberás vivir discretamente y de acuerdo con nuestras indicaciones. A tu hija la criará Dina, que ya se la ha llevado a su casa.
¿Dina se había llevado a Eliseba? María profirió un grito de dolor.
—Debiste pensar en ello antes… antes de empezar todo esto —dijo su madre—. Dina sabía que le tocaba esta tarea, por eso no participó en los preparativos fúnebres de Joel, por eso ni siquiera tocó el cuerpo. Tenía que permanecer ritualmente limpia. Y también Eliseba. Sí, ella se llevará a la niña y cuidará de ella.
—Pero queremos que te quedes —interpuso rápidamente Judit, la madre de Joel—. Queremos que vuelvas a la vida normal. Siete años… no es mucho tiempo. Pasarán pronto.
—Claro que, como viuda, te atendrás a ciertas restricciones. —Fue su madre quien habló de nuevo—. Las viudas no disfrutan de las libertades de una esposa.
—Y tus años de prueba… Tendrás que renunciar a muchas cosas —añadió Débora con una sonrisa justiciera—. Después, cuando hayas demostrado…
—¿Nadie vendrá a abrazarme como a mujer que sufre? —María observó el mar de rostros duros que la miraban.
Noemí, la esposa de Silvano, se separó de sus filas y fue a abrazarla. Le susurró en el oído:
—No desesperes. No desesperes. Yo y tu querido hermano nunca te abandonaremos ni te daremos la espalda. Te ayudaremos a soportar estos siete años.
Aquel círculo de mujeres, tan apretado, tan semejante a una hermandad, parecía una red malvada a punto de atraparla y aniquilarla.
—¡Debo volver al lado de Joel! —dijo María de repente—. ¡Debo estar con él! —Se levantó y salió de la estancia apresurada, huyendo.
¡Hasta el muerto es más amable conmigo!, pensó al entrar en la habitación con pasos aturdidos. Varias lámparas ardían a cada lado del féretro, dejando el resto de la estancia a oscuras. Y hacía frío; allí no había necesidad de calor. Ocupó su lugar en un taburete al lado del féretro y mantuvo su propia vigilia solitaria, mirando la silueta envuelta en el sudario blanco, que yacía tan inmóvil en la litera. Estaba tan sobrecogida y anonadada que ni siquiera podía pensar en nada en concreto. Se olvidó de las mujeres. No podía hacer más que mirar, llorar y volver a mirar. Las mujeres y sus palabras se disolvieron en la nada.
—Oh, Joel —era lo único que podía decir—. Oh, Joel.
Apenas se dio cuenta de que Jesús venía a sentarse a su lado. Él no dijo nada, cerró los ojos y rezó en silencio. María sintió que él la comprendía más que todas las mujeres juntas, que sentía más que ellas y que quizá, sólo quizá, pudiera transmitirle algo de su comprensión de la muerte y el dolor. Joel era lo único que importaba.
Quería decir algo digno de la tragedia vivida, pero lo único que le salió fue:
—¡No quiero dejarle!
—El dolor de la separación es muy grande —dijo Jesús—. Es el dolor más profundo que existe. Nada de lo que yo u otros pudiéramos decir paliaría este dolor.
—Yo le dejé y ahora… ahora nunca volveré a verle. Y murió enojado conmigo. Ya nada puede cambiarlo.
Jesús tomó la mano de María, rodeándola con las suyas.
—Estaba enojado porque no entendía. Esto no cambia el amor que sentía por ti.
—Me han rechazado —murmuró ella finalmente—. Las mujeres… ¡son más crueles que los hombres!
Mientras hablaban en voz baja, las lámparas que rodeaban el féretro de Joel titilaban, proyectando sombras movedizas sobre el sudario blanco. Qué extraño resultaba hablar de cosas tan profundamente íntimas delante de él.
Miró el cuerpo inerte y amortajado. Joel la había enviado a Jesús. Ahora le daba la oportunidad de empezar de nuevo, de volver a elegir, esta vez por decisión propia. Podía reunirse con la familia, someterse a las restricciones, aceptar el castigo de haberse apartado de ese modo que ellos consideraban condenable.
Le dolía la pérdida de Joel y la idea de perder para siempre a su familia, pero la de abandonar a Jesús era aún peor.
—Porque entonces estaré realmente perdida —murmuró en voz tan baja que Jesús no pudo oírla. Sí, éste era el dilema: la convicción de que necesitaba a Jesús más que cualquier otra cosa en la vida.
El cortejo fúnebre se estaba formando delante de la casa. El cuerpo de Joel yacía en la litera, sostenida por su padre, Ezequiel, que lloraba, y por Natán, Jacob y Ezra, que habían venido del almacén. Respetaban todos los indicios rituales. Llevaban rasgaduras ceremoniales en las vestimentas y las caras embadurnadas de tierra. Las lágrimas surcaban los rostros de los hombres mientras hacían aquellos gestos rituales.
Detrás del féretro se congregaba la gente de la ciudad, los músicos que tocarían las flautas fúnebres y las mujeres que entonarían los antiquísimos cánticos de lamentación. También había plañideras profesionales, contratadas por algún familiar, que acompañarían el cortejo hasta la tumba profiriendo estridentes alaridos.
Las mujeres abrirían la procesión, y Judit, Zebidá, Débora, Noemí y las primas ocupaban ya sus puestos en la comitiva. Formaban filas cuando María intentó ocupar su lugar en la cabeza.
No podía ver a Eliseba. A pesar del cuerpo inmóvil de Joel tendido en la litera, ella trataba con frenesí de ver a su hija. Debería estar aquí, en mis brazos, pensaba. Debo llevarla conmigo, al frente del cortejo fúnebre de su padre.
Un poco más atrás, distinguió a Dina con una niña encapuchada en los brazos. Abandonó su puesto y fue en su busca.
—¡Eliseba! —dijo retirándole la capucha. Los ojos negros de su hija le devolvieron la mirada, pero la niña no sonrió ni dio señales de haberla reconocido.
—¡Tú! —Dina le golpeó la mano—. ¿Cómo te atreves a tocarla y a mancillarla ceremonialmente? —Miró a su propia mano—. ¡Ahora yo también me he mancillado!
—Ser mancillada por la muerte de su padre es un honor —contestó María—. Y lamentaría no haberlo sido cuando fuera mayor.
Eliseba tendió los brazos indecisa. María abrió los suyos e intentó abrazarla. Por un instante, sintió el calor de su cuerpo, la cercanía de su hija.
—¡Ayuda! —gritó Dina—. ¡Intenta llevársela!
Al instante, la rodeó un amplio grupo de hombres y mujeres, gentes de Magdala que formaban la retaguardia del cortejo.
—¡Déjala! ¡Deja a la niña!
Uno agarró el brazo de María y lo torció. Otro cogió a Eliseba.
—¡Deteneos! —Jesús se acercó e intentó recuperar a la pequeña—. Dejad que su madre la abrace.
Uno de los hombres —no tan acongojado que no pudiera atacar— golpeó a Jesús en la cara y le arrancó a Eliseba de los brazos.
—¡Esta mujer no tiene ningún derecho! —declaró. Marchó en triunfo hacia Dina y puso a la niña, que había empezado a llorar, en sus brazos.
—¡Eliseba! —gritó María.
Una de las mujeres que estaba junto a Dina le dio un empujón.
—¡Ocupa tu lugar en la procesión! —ordenó.
El cortejo estaba completo, y una larga cola de ciudadanos echo a andar serpenteando tras los enlutados oficiales. El sol brillaba y el lago centelleaba. Las plañideras ulularían y se lamentarían, las flautas tocarían y Joel sería llevado a la tumba, abierta en la colina cercana de Magdala.
—Nunca elegimos el lugar de nuestras tumbas —dijo María a Jesús con voz quebrada—. Pensábamos que nos quedaban muchos años.
Miró la larga procesión. No tenía lugar en ella; lo había perdido cuando se fue al desierto.
—Que los muertos entierren a los muertos —dijo Jesús, señalando el cortejo fúnebre entero.
Y, en verdad, parecían muertos. Curiosamente, nunca lo había pensado en estos términos, pero era cierto.
—Ven, vámonos de aquí —dijo Jesús—. Ni nos quieren ni nos necesitan. Dejemos a los muertos con los muertos.
María sintió que debería protestar, pero lo único que deseaba era irse de allí. Aquél ya no era su hogar.
—¡Mi hija está con los muertos! —dijo.
—Crecerá entre ellos, pero Dios le brindará la oportunidad de escuchar otras voces —respondió Jesús—. Y, si las acepta, ella también podrá vivir una vida distinta.
—¡Quiero hacerle escuchar esta otra voz! Quiero que oiga mi voz —protestó María.
Jesús la condujo lejos de la ciudad, hacia la orilla del lago. Las barcas se mecían en el agua, los pescadores recogían las redes y la vida seguía su curso de siempre. El sonido de las tareas cotidianas ahogaba los lamentos y plañidos que resonaban a poca distancia detrás de ellos.
—Tu voz aún no es clara —dijo Jesús—. Tienes mucho que aprender y mucho que vivir antes de que puedas hablar con la voz que desea Dios, la voz a la que Eliseba prestaría atención.
Encontraré la manera de hablarle, pensó María. No la abandonaré. ¡Ella oirá mi voz, incluso ahora, incluso antes de que adquiera la sabiduría que Dios desea! Las madres no necesitan ser sabias, sólo necesitan dar el amor de madre.