A la mañana siguiente partieron, enfilando los caminos polvorientos que conformaban las carreteras de la región.
—¿Llegaremos a Dan? —preguntó Pedro en voz alta, para que todos pudieran oírle.
—¿Te gustaría? —preguntó Jesús.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Siempre me ha encantado la expresión «Desde Dan hasta Bersabee», que significa todo el glorioso reino de Israel! —respondió Pedro—. ¡Desde el norte hasta el sur, de un largo tirón!
Jesús rió.
—De acuerdo, Pedro, iremos a Dan. Si no enseguida, algún día, desde luego.
También a María le había encantado siempre la expresión «Desde Dan hasta Bersabee». Le sugería imágenes del reino de Salomón, casi podía ver los carros conducidos por galantes aurigas, imaginar los poderosos ejércitos que marchaban por el país, vislumbrar las caravanas de camellos que llegaban del norte y del este, deseosas de depositar sus mercancías a los pies de Salomón. Y las flotas de barcos atracados en los puertos, cargados de monos, perfumes, joyas preciosas y marfil. Aquéllos eran los tiempos del poderío de Israel, cuando el país era la envidia de las demás naciones y no la patria mermada de la actualidad, esclava de un poder político más grande, el poder de Roma.
En la medida en que ascendían siguiendo los caminos de las colinas, abarcaban una visión cada vez más amplia del mar de Galilea, que se extendía allí abajo. Cuando llegaron a un lugar umbrío donde comer y descansar, casi podían ver la lejana orilla meridional del lago.
Sacaron los alimentos para compartirlos: vino, pan y algo de queso. El vino, de mala calidad para empezar, había empeorado por culpa del calor y de las continuas sacudidas dentro de los odres. El queso se estaba secando y el pan no tenía sabor. Una comida de pobres.
Nuestra comida de ahora en adelante, pensó María. Esto es nuevo para todos nosotros. Santiago y Juan, sin duda, disponían del mejor vino de la casa de su padre siempre que lo quisieran. Judas… parece provenir de una familia acomodada, eso indica su educación. Juana está acostumbrada a las comidas de palacio. Pedro y Andrés, ciudadanos respetables de Cafarnaún, nunca han sufrido carencias. Y Jesús, el propio Jesús, vivía cómodamente en Nazaret.
Mordió un trozo de queso, y el sabor le trajo el recuerdo de los quesos que tenían en casa. El queso de cabra, el queso ahumado de oveja y el requesón blanco que comían con cebolla y perejil, untado en gruesas rebanadas de pan. Cuando lo tenía, no se daba cuenta de su valor. Pero ya no lo tenía. El recuerdo de aquellos quesos se convertiría en recordatorio doloroso de su pasado, su imagen danzaría ante sus ojos como una tentación, le aparecería en sueños despertando su apetito.
Allá a lo lejos veía Magdala o lo que ella creía que era Magdala. Distinguía el espeso bosquecillo que marcaba su límite septentrional. Llevaba el día entero preocupada por la gente de Magdala que Judas dijo habían perecido por orden de Pilatos. ¿Quiénes eran? ¿Por qué les había agredido Pilatos?
No podía ser Joel. Joel no iría a Jerusalén. Jamás haría un viaje de peregrinación. El Joel que ella conocía no se sentía inclinado hacia este tipo de gestos. Y su familia, Silvano, Eli y Natán…
Sí, ellos podrían haber ido. Hacía muchos años que Eli no iba a Jerusalén y, sin duda, desearía regresar. ¡Ojalá que no fueran ellos los agredidos por los soldados de Pilatos!
—¡Pareces preocupada! —Judas la estaba observando.
—No, no pasa nada.
—Intuyo que sí. Cuéntamelo. —Su mirada reflejaba un hondo interés.
Finalmente, María confesó:
—Estoy preocupada por mi familia en Magdala. Espero que no estuvieran entre los galileos atacados por Pilatos.
Judas asintió. Se acercó y se sentó a su lado; le tendió la mano como si quisiera tocarle el brazo, aunque se mostró indeciso.
—No tenemos que avergonzarnos de preocuparnos por nuestros seres queridos, aunque ellos nos hayan repudiado.
¿Éste era Judas? Esta actitud no era propia de él.
—No, ya sé que no —dijo ella tras una pausa.
Inclinó la cabeza en la sombra y rezó una breve oración callada por la seguridad de Eli y de Natán. Sintió que Dios le respondía y la reconfortaba.
Siguieron su camino ascendente hacia la altiplanicie pedregosa que se extendía sobre el lago. Pasaron junto a olivares aferrados a las empinadas pendientes y a algunas higueras retorcidas que elevaban sus hojas anchas como palmas abiertas al sol, pero el verdor de Galilea y de su valle ya había quedado atrás.
—Acamparemos aquí —anunció Jesús al anochecer, en las inmediaciones de una aldea pequeña, cerca de un pozo. Abajo y a lo lejos, el lago había vuelto a cambiar de color, tiñéndose ahora de rojo.
Por primera vez no había multitudes clamando la atención de Jesús, ni hileras de inválidos tendidos en camillas aguardando su llegada, ni maestros de la Ley deseosos de hacerle preguntas.
—Eres todo nuestro —dijo Felipe—. Creo que es la primera vez desde… desde que estábamos en el desierto con Juan el Bautista.
Al oír estas palabras, una idea, un pensamiento, una visión inquietante irrumpió en la mente de María. Tenía que ver con Juan.
No habían tenido noticias suyas en los últimos tiempos. Lo último que sabían de él es que se había ido a Samaria para predicar y bautizar, fuera del alcance de Herodes Antipas.
A pesar de su aspecto salvaje y su discurso incendiario, Juan no era tan escandalosamente poco ortodoxo como Jesús, pensó María. Su mensaje de arrepentimiento era del tipo tradicional: Haced buenas obras, sed buenos. No pedía que la gente renegara de sus familias ni de sus modos habituales de vida. Mientras que Jesús…
Ella y Juana se hicieron jergones de la broza que crecía junto al camino y los cubrieron con sus mantos. María pensaba que le resultaría difícil conciliar el sueño, pero no fue así. El agotamiento de los días pasados y el esfuerzo de subir la pendiente la habían extenuado.
Se despertó en la hora más oscura de la noche. Se despertó de golpe y por completo. Se incorporó sobre los codos y miró a las siluetas de las personas que dormían junto al fuego o, mejor dicho, lo que quedaba de él. Su corazón latía desbocado. Otra silueta aparecía delante de sus ojos: la de Juan el Bautista. Gritaba y gesticulaba, pero ella no podía oírle. Unos soldados le asaltaban y le apresaban, llevándoselo a rastras. Le vio perderse en la distancia, dando manotazos a sus captores, retorciéndose y pataleando.
Por un instante, la visión desapareció. Luego otra imagen ocupó su lugar: Juan el Bautista encarcelado en una oscura celda de piedra, encadenado a la pared. Estaba doblado en dos, como si hubiera recibido una paliza o le faltara el alimento, los brazos enclenques alrededor de las rodillas, sin señales de vitalidad ni resistencia. Su cabello colgaba lacio y grasiento, y parecía que le habían arrancado mechones enteros, dejando capas de piel al descubierto.
Juan levantó la cabeza y la vio. Sí, la miraba directamente a los ojos.
—¡Díselo a Jesús! —murmuró—. ¡Díselo a Jesús! —Tendió una mano suplicante.
—¿Decirle qué? —preguntó ella en voz alta—. Yo no sé nada.
—Puedes verme —respondió Juan—. Aquí, en la cárcel. Díselo. Lo hizo Herodes Antipas. El mal es suyo. Él me hará callar.
¿Dónde estás?, quiso preguntar María. Antes de formular del todo la pregunta, Juan y la celda parecieron derrumbarse y encogerse, y pudo ver dónde estaba la prisión: en una gran fortaleza que coronaba una colina, en lo alto de un risco que dominaba el desierto, alzándose sobre las yermas laderas de arena y piedras. No reconocía el lugar. No había señales que lo identificaran. Excepto… Ordenó que la imagen se ampliara. Había agua en la distancia, la orilla de un lago. Pero no era el lago de Galilea. Era una extensión larga y estrecha de agua, rodeada del desierto, sin árboles ni plantas en las márgenes, ni casas en los alrededores.
Aunque nunca lo había visto, María pensó que era el mar Muerto, el mar de Sal, al extremo meridional del país.
Después volvió a ver a Juan en su celda. Él pareció verla al mismo tiempo. Se levantó tambaleándose y la miró fijamente.
Y enseguida desapareció. Sólo quedaron las siluetas dormidas junto a los rescoldos, y un profundo silencio, interrumpido apenas por el sonido pausado de sus respiraciones.
«Díselo a Jesús». ¿Decirle qué? Seguramente se trataba de un sueño, por muy urgente y realista que pareciera.
Pero las imágenes, las visiones… las tuve otra vez en el pasado, cuando vi a mi ancestra Bilhá en mi propia cocina.
No, aquello sólo había sido un truco de su imaginación. No la había visto de verdad, sólo con los ojos de su mente. Había pensado en ella y luego dibujó su imagen, como los niños pintan una nube o un árbol. Eso le dijo la voz de la sensatez.
O acaso… ¿Habrán vuelto los demonios? ¿Habrán invadido mi mente de nuevo? Se sintió presa del terror. ¡No, no!
Esto, sin embargo, es del todo distinto. Es una especie de mensaje, no algo que ha venido a torturarme.
¿Cuándo debo decírselo a Jesús?, preguntó a la figura de Juan el Bautista. Pero él no reapareció para responder.
Seguramente, puedo esperar hasta la mañana, pensó. Juan no había pedido nada. No esperaba que Jesús hiciera nada, sólo que lo supiera. Obedecería a su deseo.
Mucho antes del alba, María oyó a alguien que se levantaba. Debió de quedarse otra vez dormida, a pesar de todo. La noche había pasado como el agua serena de un arroyo. Juana dormía profundamente a su lado.
María se levantó. Qué bueno estar sola unos minutos. A lo lejos, el lago aparecía como la imagen violácea de un fantasma borroso.
Aquí estoy, rezó. Dios, por favor, escúchame. Han pasado tantas cosas desde que este hombre, Jesús, expulsara mis demonios. Le sigo porque creo que obra en Tu nombre. Si me equivoco… te ruego que me lo digas y que me des el valor de abandonarle. Me siento atraída por él, como si todo ocurriera en un sueño. Pero me he sentido atraída por tantas cosas en mi vida (por los demonios, por el amor a mi hogar y a mi familia, por el deseo de estar bien, por el anhelo de ser amada, por el sincero deseo de ser Tu hija y poder servirte) que podría estar equivocada. ¡Ayúdame en mi confusión! Cerró los ojos con fuerza, como si el gesto pudiera ayudarle a aclarar su visión interior.
Permaneció inmóvil y sintió que se retiraba a un pequeño hueco reservado sólo para ella, que Dios lo había creado para ella desde el principio de los tiempos.
Nada allí dentro la prevenía contra Jesús, no sonó ningún tipo de alarma. La sensación era de serenidad, dulzura y acogimiento, de estar rodeada de atenciones y de ternura. El dolor de la pérdida de Joel y Eliseba se alivió; no fue olvidado ni negado, aunque se hizo aceptable y llevadero.
«Como la madre de Moisés tuvo que abandonarle, y Ana tuvo que desprenderse de Samuel, y la propia madre de Jesús tuvo que renunciar a él, hay veces en que una madre debe ofrecer a su hijo a los cuidados de Dios», le aseguró una voz.
Pero no es Eliseba a quien ofrezco, protestó. Eliseba es sólo una niña. Me ofrezco yo, la madre. Nada dicen las escrituras de esto.
«Es cierto. Es algo novedoso. El profeta Jeremías dijo que cada uno es dueño de sus pecados, que no han de recaer sobre sus hijos. Jamás, sin embargo, se atrevió a decir que una madre debe buscar su propio camino, al margen de los deseos de su familia».
Esta última voz parecía ser la de Jesús, que irrumpía en su soledad. Ahondaba en lo que ya dijera una vez, sobre haber venido para traer la enemistad; en esta ocasión, entre una madre y su hija.
—¿Lo entenderá alguna vez? —susurró María a la presencia invisible—. ¿Podrá entenderlo y perdonarlo? —Sería insoportable saber que no, que había perdido a su hija para siempre.
—Si le es dado entender —respondió la voz—. Está en manos de Dios. Y es un Dios de la misericordia.
Esta voz era real. María miró a su alrededor para ver de dónde había venido. Jesús estaba cerca. Se había levantado pronto y se había alejado del grupo dormido; a la luz creciente, le vio cerca de una de las grandes rocas. Sin embargo, parecía inmerso en sus propios pensamientos y oraciones. No podía ser su voz la que había oído.
Meneó la cabeza y decidió regresar al mundo que la rodeaba, un mundo de luz creciente, piedras y susurrantes hojas de olivo. Tenía algo que decir a Jesús, algo urgente. ¿Cómo pudo retrasarse?
Se le acercó con pasos lentos. Jesús estaba sentado sin moverse y con los ojos cerrados. Tenía las manos entrelazadas en el regazo.
—Jesús. —Tendió la mano y le tocó suavemente en el hombro. Él abrió los ojos enseguida, como si la hubiera estado esperando—. Tengo un mensaje para ti. Me llegó por la noche, en un sueño… o una visión.
—¿Tiene que ver con Juan? —preguntó Jesús.
—Sí. —¿Cómo lo sabía?—. Vi cómo se lo llevaban los soldados a la fuerza, luego le vi encadenado en una celda. ¡Fue horrible! Estaba muy delgado y parecía enfermo. Me dijo: «Díselo a Jesús».
Jesús inclinó la cabeza.
—Juan —fue lo único que dijo, una palabra cargada de tristeza, vencida bajo el peso de la congoja.
—Estaba en una fortaleza, cerca del mar Muerto —prosiguió María—. En lo alto de un monte.
Jesús la miró.
—¿Cómo sabes que era el mar Muerto?
—Lo vi. No desde el principio sino cuando pedí que la visión me mostrara lo que había cerca del monte. Me mostró un largo y estrecho cuerpo de agua en medio del desierto. Nada crecía en los alrededores ni parecía haber vida de ningún tipo. Por eso supe que era el mar Muerto.
Jesús cerró los ojos por un momento.
—¿En qué lado estaba la fortaleza?
Fue María quien tuvo que cerrar los ojos ahora, tratando de recomponer la visión.
—Creo que en el lado este. A juzgar por la trayectoria del sol, diría que estaba en el lado este.
—Machaerus —dijo Jesús—. Una de las fortalezas de Herodes Antipas. —Se puso de pie—. ¿Lo viste todo?
—Sí. Juan me pidió que te lo dijera.
Jesús sonrió.
—De modo que tus visiones han sobrevivido. Eran parte de ti, no sólo de la maldición de los demonios.
Todas las visiones son una maldición, pensó María.
—¡Ojalá hubieran desaparecido con ellos! —contestó.
—Quizá fuera esta parte de ti la que los demonios deseaban destruir o pervertir —sugirió Jesús—. Los espíritus malignos no atacan a la gente si no la perciben como una amenaza.
María casi se echó a reír. ¿Qué amenaza podía suponer ella a cualquier cosa o persona? Sólo era una mujer corriente tratando de vivir una vida corriente.
—Prefiero ser una persona normal —insistió—. No quiero tener visiones.
—Dios lo quiso de otra manera —dijo Jesús—. ¿Quiénes somos nosotros para discutir Sus decisiones?
María le agarró del brazo.
—Pero…
—María, sé feliz con la vida que Dios dispuso para ti —la interrumpió él.
Esta respuesta la decepcionó, aunque ahora debía olvidarse de sus propias preocupaciones.
—¡Juan! ¿Qué intenta decirnos? —preguntó.
—Que Herodes Antipas le encarceló para silenciarle. Su verdadero mensaje, sin embargo, se dirige a mí, para prevenirme y llamarme a la acción. En este momento se inaugura realmente mi ministerio. Juan no puede hablar y debo hacerlo yo. No tengo elección.
Cuando se reunieron con el resto del grupo, que ya se estaba despertando, Jesús anunció:
—He recibido tristes noticias de Juan el Bautista. Está encarcelado en el fortín de Machaerus. Herodes Antipas le hizo arrestar.
Pedro se incorporó aturdido y se frotó los ojos.
—¿Cómo lo sabes? ¿Ha venido algún mensajero?
—¿Alguien vino por la noche y no le oímos? —Tomás parecía indignado. Se levantó de un salto, apartando la manta de un manotazo.
—Fue una visión —explicó Jesús—. Le fue concedida a María durante la noche. —Hizo un gesto de asentimiento hacia ella—. Creo que María tiene el don de la profecía. Debemos confiar en ello.
—¿Qué viste? ¡Cuéntanoslo! —La apremió Natanael.
—No podemos ayudar a Juan más que rezando por él —dijo Jesús cuando ella terminó su relato—. Nadie puede expugnar aquel presidio, y nosotros menos que nadie. Nuestras armas no son las espadas.
Todos inclinaron las cabezas y rezaron fervientemente para que Dios protegiera a Juan, incluso en aquella odiosa prisión.
—Dios dijo a Moisés: «¿Acaso es corto el brazo del Señor?» —recitó Jesús—. No, no lo es. No hay mazmorra que Él no alcance. Debemos tener fe.
Cuando estuvieron preparados, reemprendieron el camino de ascenso.
Por fin la pendiente se allanó y se encontraron en lo alto de la planicie pedregosa y azotada por los vientos que dominaba las tierras bajas a ambos lados. Lejos al norte, en el valle que se extendía allí abajo, vieron los terrenos pantanosos que rodeaban el lago Huleh, el primero que formaba el río Jordán en su curso hacia el mar de Galilea. Era un lago pequeño y cenagoso, aunque rico en peces y fauna salvaje.
La tierra que les rodeaba estaba sembrada de peñas, excepto en aquellos lugares en que los hombres, con arduo esfuerzo, habían apartado las rocas, apilándolas en un lado de los campos. Era un terreno difícil y exigente, muy distinto del suelo verde y acogedor de Galilea. Unos cuantos enebros encorvados se erguían cual centinelas en los campos, sus ramas retorcidas y dobladas por la fuerza de los vientos y el rigor de los inviernos.
María sintió alivio cuando, a última hora de la tarde, llegaron a una pequeña aldea. Sin embargo, al adentrarse en las inmediaciones, llegaron a sus oídos lamentos y gimoteos. Un amplio grupo de personas acampadas cerca de allí lloraba ruidosamente. Los hombres, sentados en el suelo, se cubrían la cabeza de polvo y otros deambulaban como posesos, rasgándose las vestiduras. Las mujeres lloraban y cantaban endechas. Cuando estuvieron cerca, tres hombres se levantaron para impedirles el paso.
—¡Id a otro lado! —les ordenaron—. ¡No os acerquéis! ¡Dejadnos en paz! —Un hombre alto blandió su báculo y les amenazó con él.
Jesús se le acercó y asió el báculo, obligándole a bajarlo.
—¿Quiénes sois? —preguntó en tono amable—. ¿A quién lloráis?
—¿Quién eres tú? —repuso el hombre. Su cara estaba embadurnada de polvo fúnebre.
—Soy Jesús de Nazaret —respondió.
La actitud del hombre cambió de inmediato.
—¿Jesús? ¿De Nazaret, dices?
—Recientemente, de Cafarnaún —explicó Jesús—. Pero soy originario de Nazaret.
—Juan el Bautista nos habló de ti —dijo el hombre—. Nos dijo que había bautizado a un hombre, que luego se fue y se convirtió en rival. ¡Te atreviste a quedarte con algunos de los discípulos de Juan! ¿Por qué lo hiciste? —exigió saber, enfadado—. ¿Por qué abandonaste a Juan?
—Dios tenía otros designios para mí. Pero respeto a Juan, como profeta verdadero y hombre de Dios. Sí, algunos de sus seguidores vinieron conmigo —señaló a Pedro, Andrés, Natanael, Felipe y María— pero porque así lo decidieron ellos mismos. Mis enseñanzas no rivalizan con las de Juan.
—Juan el Bautista ha sido encarcelado, ¿no es cierto? —preguntó María, acercándose al hombre de luto. Tenía que saber si era cierto su sueño, su visión.
—Sí —respondió el hombre—. Nos aconsejó que buscáramos refugio aquí, en las colinas septentrionales de Galilea. Sabía que pronto le arrestarían.
—Y está en Machaerus, ¿verdad? Aquella fortaleza en la orilla oriental del mar Muerto —insistió María.
—Sí.
—¿Por eso estáis de luto?
—Sí. Está condenado. Su misión ha terminado —respondió el hombre—. Pero nosotros, sus discípulos, le seremos siempre fieles. No pueden matarnos a todos. —Sus ojos brillaban con pasión.
—Uníos a nosotros —dijo Jesús—. También honramos a Juan.
El hombre arrugó el entrecejo.
—No. No seguiremos a nadie que no sea Juan. Si tus enseñanzas fueran las mismas, no le habrías abandonado.
—Cierto —respondió Jesús—. Juan anunciaba el advenimiento del Reino de Dios. Yo anuncio que ya está aquí.
El hombre se rió, pero su risa fue forzada.
—Oh, sí. Ya está aquí. ¡Por eso Antipas tiene el poder de encarcelar a Juan!
—Antipas no tiene más poder del que el Cielo le otorga. Y este poder ya está mermando. Las señales de la llegada del Reino están por todas partes, están en las sanaciones que he podido hacer…
—Las sanaciones están muy bien, pero no significan la llegada del Reino de los Cielos —contestó el hombre, empecinado.
—Me parece que Juan no pensaría igual —dijo Jesús.
—¡Qué pena que no podamos preguntarle! —le espetó el hombre. Se dio la vuelta y entró en su tienda, donde se dejó caer en cuclillas y cerró los ojos.
Jesús condujo a sus seguidores a un lugar del otro lado de la aldea.
—Pasaremos aquí la noche —les dijo.
María fue a buscarle tan pronto terminaron de montar el campamento improvisado. Andrés y Felipe habían ido al pueblo para comprar provisiones y habían vuelto con lentejas, carne de cordero seca y algunos puerros tiernos. De esto harían un guiso para la cena.
—De modo que era cierto —dijo María a Jesús—. Mi sueño. Sobre Juan en la cárcel.
—Sí —afirmó él—. Ya te lo había dicho.
—Ojalá que no lo fuera.
—Me aflige que sea cierto, pero deberías estar agradecida de que tus visiones, libres ya de Satanás, te permitan oír la voz de Dios. Él te dirá cosas que desea que se sepan, a través de ti.
—¡Odio las visiones! ¡Pide a Dios que me las quite!
—Dios decidió que tú no seas una mujer corriente, María de Magdala. —Jesús sonrió—. Confía en Su sabiduría soberana. No te ha otorgado este don para tu propio bien sino para que puedas ayudar a los demás. ¡Acéptalo con gratitud!
Después de la cena, Jesús dirigió las oraciones y luego les pidió que meditaran en silencio. Permanecieron sentados, con los ojos cerrados, sintiendo el final del día en las llamadas de los pájaros, mientras caía el crepúsculo y se levantaba el viento.
—Amigos —dijo Jesús al cabo—, había pensado que podíamos retirarnos para descansar aquí, en las tierras del norte, antes de iniciar nuestra verdadera misión. Pero, ahora que Juan está en la cárcel, veo que debemos regresar. La voz del desafío, la voz del profeta, no debe callar ni por un instante. Le han silenciado, por eso yo debo alzar mi voz. Mañana emprenderemos el camino de vuelta. Regresaremos al territorio de Herodes Antipas. No debemos tener miedo.
Quedaron en silencio, las cabezas inclinadas.
—Es en el mundo de los hombres donde debemos actuar —dijo Jesús de repente—. Las alturas sirven para refrescarse, para la exaltación, no como hogar permanente.
Acostada al lado de María, Juana le susurró por la noche:
—No quiero volver allí. Quiero dejarlo todo atrás, vivir en otra parte.
Sí, cualquier cosa relacionada con Herodes Antipas debía de resultarle muy dolorosa.
—Ojalá pudiéramos ir a un lugar desconocido y volver a empezar sin el peso del recuerdo —dijo María—. Realmente, volver a empezar.
Tan pronto pronunciara las palabras, se dio cuenta de que Jesús la censuraría por ellas. Diría que, cuando te ha tocado el Reino de los Cielos, las cosas del pasado ya no ejercen influencia sobre ti.