35

Un nuevo día abrasador, y el gentío empezó a reunirse ya antes del alba. María les oyó cuando aún no se había despertado por completo, irrumpieron en su sueño, y menos mal. Soñaba que Joel la echaba a empujones y que la pequeña Eliseba corría tras ella con los brazos extendidos. Despertó llorando.

Casia… Casia estuvo aquí, pensó. Pero, en la medida en que se despejaba, empezó a recordar que Casia no podía ayudarla, que tampoco había comprendido el mensaje de Jesús. Silvano no había aparecido, a pesar de la carta. Quizá no la había recibido. O… ¿estaba de acuerdo con el resto de la familia? Debieron de contarle lo que sucedió durante su breve visita a Magdala, pintándolo con colores lúgubres.

Los murmullos del gentío la despejaron y se dio prisa en prepararse para la jornada. Cada día… cada día me enfrento a lo desconocido. ¿Cuánto tiempo seguirá Jesús predicando aquí, en los campos?

La multitud crecía, aunque ahora las primeras filas estaban llenas de fariseos. Iban vestidos meticulosamente con sus taleds y sus chales litúrgicos, adornados con los larguísimos flecos rituales que caracterizaban su tradición y, en aquel atuendo, parecían extraños y fuera de espacio en el campo caluroso. En cuanto Jesús abandonó su lugar privado de oración para dirigirse a ellos, empezaron a lanzarle preguntas.

—¡Pronúnciate sobre esto, maestro! —Uno de los fariseos apartó a los demás a empujones y se plantó delante de Jesús—. Estamos bajo el yugo de Roma. ¿Es legítimo pagar impuestos, sabiendo que utilizan nuestro propio dinero para oprimirnos?

Aquélla era una pregunta candente en todo el país. Los celotas afirmaban que no, postura que les convertía en traidores a ojos de Roma. Los conciliadores decían que sí, quedando como cobardes ante sus compatriotas. Cualquiera de las dos respuestas significaría el descrédito de Jesús ante muchos e iría en detrimento de su ministerio.

—¡Como si hubiera argumentos a favor de la alianza! —susurró Simón a María y a Juana—. ¿Qué otra respuesta podría dar?

—Dadme una moneda —dijo Jesús.

Un hombre diligente sacó un denario romano. Jesús lo cogió y lo examinó.

—¿Qué efigie figura en la moneda? —preguntó, devolviéndola al fariseo.

El hombre la consideraba representación de un ídolo. Miró el perfil grabado en la moneda de plata.

—La de Tiberio César —respondió al final.

—Entonces, dad a César lo que es de César y a Dios, lo que es de Dios —dijo Jesús.

Al lado de María, Simón meneó la cabeza.

—¡Pagar impuestos a César! —murmuró—. ¿Cómo puede decir esto?

—Estas leyes ya están caducas —prosiguió Jesús—. No tendrán sentido en el Reino de los Cielos. Es un error darles más importancia de la que se merecen.

—¡Nuestra Ley es eterna! —exclamó otro fariseo—. Es parte de nuestra alianza con Dios.

Justo en ese momento, un joven se acercó a Jesús corriendo, con las ropas ondeando a sus espaldas.

—¡Alabado sea Dios! ¡Alabado sea Dios! —gritó. Dio un salto e hizo una voltereta en el aire, aterrizando con agilidad y abriendo los brazos como en saludo artístico. Luego cayó a los pies de Jesús—. ¡Gracias! ¡Gracias! Cuando nos enviaste al sacerdote no sabía… No comprendí… —Su acento delataba su origen samaritano, un temible hereje samaritano.

Jesús le tomó de la mano y le hizo ponerse de pie. Le observó con atención.

—Este hombre acudió a mí con un grupo de leprosos. ¡Pero eran diez! ¿Dónde están los nueve restantes? ¿El único que ha vuelto para cantar alabanzas a Dios es un extraño, un samaritano? —Tocó la cabeza del hombre—. Ve en paz. Tu fe te ha curado.

El hombre hizo una reverencia y se alejó, abriéndose camino entre la multitud.

—¡Un samaritano! —dijo alguien—. ¡Has tocado a un leproso que, además, es samaritano!

—A esto me refería cuando hablé de la interpretación errónea de la Ley —contestó Jesús—. A veces, un extranjero, un pagano, puede estar más en paz con Dios que alguien que calcula la menta y el tomillo para pagar el diezmo… y sacrifica diez hojas de cada cien. Dios dijo al profeta Samuel: «El Señor no ve las cosas como el hombre. El hombre mira el aspecto exterior, mientras que el Señor mira el corazón».

—Sólo podemos ver el aspecto exterior —objetó uno de los religiosos, un hombre fornido, de baja estatura, que también era apuesto—. Es nuestro único criterio. No tenemos la mente de Dios. ¿Estás diciendo que deberíamos pretender que sí? Esto no complacería al Señor.

Con este aspecto, debe de saber de primera mano lo que significa ser juzgado por las apariencias, aunque por lo general debe de actuar a su favor, pensó María.

Jesús reflexionó por un momento.

—Has hablado bien. Dios no quiere que pretendamos saber lo que sólo está reservado para Él. Pero sí desea misericordia, y a ella deberíamos apuntar cada vez que surge un problema.

Era pasado el mediodía y los congregados deberían estar pensando en volver a casa para comer, pero nadie se movía. Seguían de pie a la luz del sol y no dejaban de hacer preguntas, sin darle tregua.

De pronto, María distinguió un rostro familiar entre la gente, una mujer hermosa de cabello rojizo, acompañada de un hombre que también le pareció haber visto con anterioridad. ¡Santiago! ¡El hermano adusto de Jesús! ¿Qué estaba haciendo allí? Y detrás de ellos… Sí, allí estaba María, la madre de Jesús, su cara, un espejo de preocupación. Hicieron señas a unos hombres musculosos apostados a cada lado de ellos, y los hombres se abrieron camino a través de la multitud para acercarse a Jesús, seguidos por su madre y los demás.

Los hombres propinaron empujones por doquier para llegar hasta donde se encontraba Jesús y, de inmediato, intentaron apresarle, pero él les esquivó.

—Madre —dijo, haciéndoles caso omiso y dirigiéndose sólo a ella—. Madre. —Parecía conmocionado y muy apenado.

—Hijo mío, tú te has… Tú… —La mujer rompió a llorar—. ¡Te has vuelto loco! Tu comportamiento en Nazaret y las cosas que dices aquí… Confía en nosotros, te lo ruego; deja que te llevemos de vuelta a casa, donde podrás descansar y reponerte.

Santiago se acercó ceñudo.

—¿Es para esto para lo que abandonaste la carpintería? ¿Para esta herejía? ¿Cómo te atreves a pedirme que ocupe tu lugar por… esto? —Intentó agarrar a Jesús del hombro.

Entonces María reconoció a la otra mujer. Era Lía, la hermana de Jesús. Claro, por supuesto. Estaba casada y vivía en Cafarnaún.

—¡Jesús, Jesús! —imploró Lía—. ¡Deja todo esto, te lo suplico! ¡Se dicen tantas cosas de ti, y ahora las hemos visto con nuestros propios ojos! ¡Estás realmente desorientado! ¿Qué te ha pasado? ¡Vuelve a Nazaret, ven a descansar, a reencontrarte contigo mismo! —El pañuelo que le cubría la cabeza cayó hacia atrás, descubriendo su hermoso y exuberante cabello.

Jesús retrocedió.

—No —dijo. Su expresión era tan triste que María pensó que se echaría a llorar. Pero él consiguió sobreponerse a su emoción.

—¡Somos tu madre, tu hermana y tu hermano! —exclamó Lía—. Piénsalo bien. ¡Tu madre, tu hermana y tu hermano! —Se acercó más, hasta encontrarse al alcance de la mano de Jesús, pero no hizo ademán de tocarle. Los hombres fornidos aguardaban una señal para intervenir.

Jesús dio un paso atrás. En lugar de hablar a su familia, dirigió la mirada a María, Pedro, Simón y los demás elegidos como discípulos. El profundo afecto reflejado en su rostro correspondería, por derecho, a su familia. Jesús alzó la voz y se dirigió a todos los presentes:

—¿Mi madre, mi hermana y mi hermano? ¿Quiénes son mi madre, mi hermana y mi hermano? —Miró a María, su madre, a Lía y a Santiago—. Mi madre, mi hermana y mi hermano son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la obedecen.

—Nosotros la escuchamos —respondió Santiago con firmeza—. ¡Escuchamos la palabra de Dios!

—Pero pensáis que estoy loco —repuso Jesús—. Son dos cosas irreconciliables.

—¡Jesús, Jesús! —Su madre se echó a llorar, gritando con angustia—: ¡Hijo mío, hijo mío!

—¡No, madre, él no es tu hijo! —Santiago la rodeó con los brazos como si quisiera protegerla—. Él no es tu hijo. ¡Y tampoco es mi hermano! —La obligó a dar la vuelta y casi la llevó a rastras a través del gentío, alejándola de Jesús que, inmóvil, contemplaba su partida.

Después sólo hubo silencio y las miradas perplejas de la gente. ¿Qué acababa de hacer este Jesús? Rechazaba la lealtad a la familia, el mismísimo cimiento de la tradición judía. No tenía sentido. ¿Qué es un hombre sin su familia? A la gente se la identifica por su familia. «De la casa y el linaje de David». «Un benjamino». La familia lo era todo. Y Jesús repudiaba su importancia diciendo… ¿Qué había dicho? ¿Que un hombre puede crear su propia familia, elegir a sus parientes más cercanos?

La multitud empezó a dispersarse, tan escandalizada como la familia de Jesús. Sólo quedaron unos pocos y, entre ellos, María distinguió a Judas. Estaba allí solo, vestido con elegancia, observando atentamente los acontecimientos.

—¡Ven, Judas! —le llamó Jesús—. ¡Ven con nosotros! ¡Sé mi hermano!

Judas retrocedió, espantado de verse escogido a voces. ¿Y por qué? Él no había dicho nada, se limitaba a mirar.

—¡Judas! ¡Ven! Nos marchamos de aquí. Ven con nosotros —insistió Jesús.

Judas se dio la vuelta y se alejó aprisa, para desaparecer entre la retaguardia de la muchedumbre.

—Vayamos a la otra orilla del lago —dijo Jesús a sus seguidores—. Necesitamos un lugar tranquilo donde descansar.

No tardaron mucho en encontrar barcas que les llevaran. Se adentraron en el agua. María sintió un gran alivio. Miró las colinas donde se había reunido la gente. ¡Cuánta gente! Cuanto más se adentraban en el lago, más segura se sentía. Todas esas personas… ¿Cómo podría Jesús responder a todas sus preguntas? La había curado cuando estaba casi solo y no tenía a otros que atender, pero ahora… ¿Cómo podría hacer para tantos lo que había hecho por ella?

Mientras la orilla quedaba atrás en la distancia, María oía las llamadas de los que seguían en la ladera.

Desembarcaron en la orilla oriental del lago, en el territorio de Herodes Filipo, el hermano de Antipas. Sacaron las barcas a la playa y Jesús se adelantó solo, abriéndose camino entre las peñas. El terreno era árido en esta parte; las rocas y la tierra doradas no invitaban a quedarse. Pero, al menos, allí podían encontrar intimidad.

Jesús les hizo señas a todos.

—¡Venid! —Les guió a lo largo de la playa accidentada. Pronto se pondría el sol. Aquella mañana lo habían visto salir. El tiempo intermedio parecía interminable, como si Jesús hubiera estirado las horas.

María observó a Jesús sortear las peñas, proyectando su propia sombra delgada entre las sombras abultadas de las rocas. Caminaba con la cabeza gacha; estaba a todas luces afligido por lo ocurrido con su familia. De repente, sonó un grito que les heló la sangre. ¿De dónde había venido? No lo sabían.

Jesús se detuvo y miró a su alrededor.

Un hombre desnudo emergió de entre los peñascos y se le acercó. Estaba tan mugriento que parecía más un mono que un ser humano, y blandía una piedra afilada en cada mano. Delante de sus ojos, con una de ellas se rajó el pecho. Una línea diagonal surcó la piel acartonada, goteando sangre oscura. Llevaba esposas en las muñecas y en los tobillos, de las que ya sólo colgaban un par de eslabones de la cadena de hierro.

Se encontraban en el mismo lugar espantoso donde María, Pedro y Andrés habían sido agredidos en el pasado. Ese hombre era mucho más fuerte de lo que pudiera sugerir su estatura.

—¡Corre! —dijo Pedro a Jesús, agarrándole de la mano.

Jesús, sin embargo, no se movió. Pedro intentó llevarle a rastras.

—¡Maestro! ¡Este hombre es peligroso! —Jesús seguía sin moverse y Pedro retrocedió, tratando de protegerse.

El poseído bufó y empezó a girar en círculo alrededor de Jesús, caminando a cuatro patas, como una bestia. Mostró los dientes y gruñó.

Otro hombre apareció, también poseído aunque en grado menor.

—¡No dejes que se te acerque! —advirtió a Jesús—. ¡Ha roto sus cadenas y nadie puede con él! ¡Matará a cualquiera que encuentre en su camino!

El hombre de las cadenas rotas siguió caminando en círculo alrededor de ellos. María asió la mano de Juana. Pobre hombre, pensó.

El hombre-bestia estaba ya muy cerca de Jesús. Avanzaba encorvado, doblado en dos, farfullando palabras incoherentes. Su espalda estaba tan llena de costras y arañazos que parecía un trozo de cuero mal curtido, y su cabello colgaba en greñas roñosas.

Sin esperar que aquél pronunciara palabra, Jesús dijo:

—¡Sal de este hombre, espíritu maligno!

Como respuesta, el hombre se abalanzó contra Jesús gritando:

—¿Qué quieres de mí, Jesús? ¡Jura por Dios que no me torturarás! —La voz era un alarido.

Jesús no se movió ni cedió terreno. El hombre peligroso estaba agazapado justo delante de sus pies.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó con voz gélida.

El hombre levantó la cabeza y mostró los dientes.

—Mi nombre es Legión —respondió—. Pues somos muchos.

—¡Salid de este hombre! —Ordenó Jesús a la legión de demonios.

El hombre sacudió la cabeza.

—¡No nos eches de aquí! —dijo la voz, que no era la suya—. ¡No nos eches de aquí!

—Volved a vuestro amo, id al infierno —dijo Jesús.

—¡No! ¡No! —Chillidos espeluznantes hendieron el aire.

—¡Dejadle! —Jesús repitió la orden en voz alta.

—¡Envíanos a los cerdos! —suplicaron las voces lastimeras.

Sólo entonces se fijó María en la gran piara de cerdos que pastaba en la ladera de la colina, cerca de la pendiente abrupta que rodeaba el lago.

—Muy bien —dijo Jesús al final—. Os doy permiso.

El cuerpo del hombre se quebró en espasmos violentos y cayó al suelo de bruces, retorciéndose. Unos sonidos espantosos y plañideros brotaron de su boca desencajada y después quedó inerte, como si estuviera muerto.

Al mismo tiempo, un gran ruido retumbó en las colinas cercanas. Los cerdos parecían agitarse de repente, como si algo los hubiera espantado o como si perdieran el suelo bajo los pies. Empezaron a revolverse y a correr como locos, resoplando y profiriendo gritos estridentes. La tierra tembló cuando se precipitaron todos juntos colina abajo. María sintió que la ahogaba aquel desconocido hedor a cerdo, cálido y mustio, que impregnó el aire. Y sus ojos… pudo distinguir sus ojos diminutos, de un color rojo encendido donde les daba el sol poniente, y la saliva que chorreaba de sus hocicos temblorosos. Cruzaron la playa como un trueno y se tiraron al agua, golpeando la superficie y chapoteando hasta ahogarse.

Entonces el resto de la piara se precipitó por el borde del risco, una cascada de puercos que caían uno tras otro y se estrellaban contra el suelo con un sonido estremecedor. Los primeros golpearon las rocas y sus cuerpos reventaron; los siguientes cayeron sobre los cadáveres apilados con un desagradable chasquido. Había centenares de ellos y formaron una pila que llegaba a la altura de los hombros de un hombre. El aire se llenó de chillidos de terror.

María vio a Simón, que presenciaba la escena con la boca abierta.

—Aquí tienes tu contraseña —dijo—. Cerdos. ¿No te resulta simbólica?

Él se limitó a asentir anonadado.

—Sólo era un santo y seña —dijo—. Elegido al azar. No pretendía…

Perlas a los cerdos, pensó María. No darás tus perlas a los cerdos… ¿Es mi familia de Magdala como estos puercos, obtusa, sin remedio? Se volvieron contra mí como esta piara de cerdos.

Los animales seguían estrellándose contra el suelo, reventando con gritos de terror. El hombre yacía a los pies de Jesús como si estuviera muerto.

El sol ya había desaparecido tras las colinas cuando el último cerdo se tiró al vacío. Toda una inmensa piara había perecido. Allí estaban, desparramados por la playa o meciéndose en las aguas del lago.

María y Juana enjugaban la frente del hombre con paños húmedos en un intento de reanimarle cuando, finalmente, abrió los ojos. Sus miembros estaban paralizados. Ellas se dieron cuenta y apoyaron su cabeza en el regazo.

—Démosle algo de comer —dijeron— y ropa para vestirse. Tiene que haber algo, una capa, una túnica. —Ah, cuán familiar resultaba todo esto. María recordó la amable mujer que le había dado su capa—. Cualquier cosa.

Pedro ofreció una capa y Felipe llevaba una túnica de repuesto. Simón se quitó sus propias sandalias. Andrés ofreció unos higos y pan ácimo.

El hombre se incorporó despacio. Estaba aturdido y no podía recordar nada. También esto les resultaba familiar a María y a Juana.

—¿Quiénes sois? —preguntó moviendo la cabeza desfallecido.

—Éste es Jesús —respondió María—, un hombre santo que tiene el poder de expulsar a los demonios. Hizo lo mismo por mí. Y por ella. —Señaló a Juana.

—Dios te ha sanado —dijo Jesús. No parecía preocuparle la pila de cerdos muertos.

El hombre no dejaba de mirar a su alrededor.

—¡Me has salvado! —dijo al final.

—Dios te ha salvado —insistió Jesús.

—Nadie fue capaz de esto —dijo el hombre—. Llevaba muchos años afligido y había recurrido a todos los hombres santos pero en vano. —Observó su cuerpo, maravillado—. He vivido tanto tiempo como una bestia. ¡Ropa! ¡Es un milagro! —Acarició la túnica y la capa. De repente, agarró el brazo de Jesús—. ¡Déjame ir contigo! ¡Deja que me quede contigo! ¡Quiero estar con ellos, tus seguidores!

—No —respondió Jesús suavemente.

María se escandalizó. ¿No aceptaba siempre a los que salvaba?

—Pero… yo pertenezco a vosotros. ¡Lo sé! ¡No quiero dejaros! Hasta ahora he…

—No —repitió Jesús.

—¡No puedes hacerme esto! ¡Debo estar contigo! ¡No tengo a nadie más! —El hombre rompió a llorar—. ¡No me salves sólo para abandonarme!

—¿No tienes familia? —preguntó Jesús con amabilidad.

—La tenía —respondió el hombre—. Pero ahora ya no… Hace tanto tiempo… Y he cambiado mucho. Nunca podrá ser como antes.

Jesús le miró y María supo que se sentía dividido. La angustia del hombre era evidente, pero él sabía qué era mejor para cada uno.

—Es cierto. No podrá ser como antes. Pero eres un testigo vivo de la gracia de Dios. Tienes una misión y es una misión difícil: debes regresar a tu hogar y decir a todos lo que Dios hizo por ti, la gran misericordia que te mostró.

—¡Pero no quiero ir a casa! ¡Allí no me querían antes y tampoco me querrán ahora!

—Por eso he dicho que es una misión difícil —respondió Jesús—. Volver a los que te desprecian, sólo para testificar la obra de Dios… Es bien cierto que te reservaba una tarea difícil. Es Dios, sin embargo, quien te la encomienda, no yo.

En ese momento, los porqueros llegaron corriendo por el camino de la pendiente y se quedaron sin aliento mirando los animales muertos. Rompieron en lamentos. Detrás de ellos venían los habitantes del pueblo, arrancados de sus casas por el ruido y la conmoción. Miraron el montón de cerdos muertos, los cadáveres que flotaban en el lago y al pequeño grupo que rodeaba a Jesús.

—¿Qué está pasando aquí? —exigió saber uno de ellos. Miró a Jesús y después al hombre poseído, reconociéndolo—. ¿Qué ha pasado aquí? —Sería difícil adivinar qué le asustaba más, los animales muertos o el enfermo recuperado.

—Este hombre se ha salvado de los demonios —dijo Jesús. Puso las manos en los hombros del afligido y le dio la vuelta hacia los espectadores.

—¡Josué! —exclamó el otro—. ¿Eres realmente tú?

—Sí, soy yo —afirmó el poseído—. El mismo Josué que conoces de toda la vida.

En lugar de alegrarse, sin embargo, el otro hombre retrocedió.

—¡No es posible! ¡Está loco desde hace años! ¡Hasta rompió sus cadenas!

Los demás del grupo señalaron a los cerdos.

—¿Qué significa esto? ¿Quién es el responsable?

—Los demonios se metieron en los cerdos —dijo Pedro— cuando fueron expulsados de este hombre.

—¿Quién pagará por ellos? —preguntó alguien—. ¡Esto supone unas pérdidas inmensas! ¡De centenares de dracmas! —Se volvió hacia Jesús—. ¿Pagarás tú por ellos? Di, ¿pagarás?

Jesús pareció sorprendido.

—Ha sido el precio de la salvación de vuestro hermano —dijo señalando a Josué.

—Él no es mi hermano —repuso el hombre—. ¿Quién pagará por los cerdos? ¿Quién? ¿Quién?

Josué lanzó una última mirada de súplica a Jesús, pero él meneó la cabeza.

—No —dijo—. Debes quedarte aquí.

—¡Vete de aquí! —gritó uno de los hombres a Jesús—. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡No vuelvas nunca a estas costas!

Recogieron piedras para tirarlas a Jesús y sus seguidores. Ellos se apresuraron en volver a las barcas, aunque ya casi no había luz.

Las barcas se mecían suavemente mientras remaban de vuelta a la orilla opuesta. María se aferraba a la borda, sobrecogida por el descubrimiento de que Jesús habría podido enviarla a casa, como acababa de hacer con Josué. No tenía por qué elegirla. Y todo ese tiempo ella pensaba que sí, que todas las personas a las que curaba eran bienvenidas a seguirle y estar con él.

En sus oídos resonaban las palabras que él dijera en Betabara y a las que no había prestado entonces especial atención: «No me elegiste tú sino yo a ti».

¿Por qué a mí, sí y a Josué, no? Tenía ganas de defenderle, insistir en que le aceptaran. Jesús, sin embargo, había sido terminante. Quizá Josué tuviera que hacer algo en Gergesa antes de quedar definitivamente en libertad, algo que sólo él y Jesús sabían.

Ya era tarde cuando regresaron a la seguridad del lugar donde habían acampado la noche anterior. Otra noche a campo abierto. María empezaba a acostumbrarse a ello. Ya no le parecía tan extraño vivir a la intemperie, dormir bajo las estrellas. El hábito de vivir en una casa iba quedando en el recuerdo.

—Los zorros tienen madrigueras y las aves del cielo construyen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde apoyar la cabeza —dijo Jesús mientras se preparaban para acostarse.

—Maestro —dijo Pedro—, en verano no hay problema, pero ¿qué haremos cuando sea invierno?

Jesús siguió extendiendo su capa sobre el suelo.

—Ya veremos cuando llegue el momento.

La idea de dormir al aire libre bajo las lluvias torrenciales le resultó tan angustiosa que María hizo una mueca. Casi pudo sentir el frío contacto de las gotas de agua, la mordedura del viento en la cara.

—Amigos míos, lo que haremos… —Jesús se interrumpió de repente. Volvió para mirar hacia donde sonara un ruido.

Un par de linternas oscilaban en la oscuridad, como si estuvieran meciéndose en el aire. María vio las manos que se cerraban en torno a las asas y, en la penumbra, distinguió el rostro de Judas y, por encima de la otra linterna, el del apuesto hombre religioso.

—Ah. Mi Padre ha llamado a otros dos —Jesús se puso de pie—. Bienvenidos.

Judas se adelantó nervioso.

—No sé muy bien qué hago aquí —dijo.

—Dios lo sabe —respondió Jesús—. Confía en Él.

Judas rió.

—Nunca antes me había hablado. No sé por qué lo haría ahora.

—Tampoco había hablado a Moisés pero, cuando lo hizo, Moisés reconoció Su voz.

—Yo no soy Moisés.

—Dios ya lo sabe. —Jesús dirigió su atención al otro hombre.

—Tus respuestas me parecieron… satisfactorias —dijo él—. Razonadas. Convincentes. —Hizo una pausa y al final añadió—: Impresionantes.

Jesús rió.

—Me siento halagado. ¿Quién eres?

—Me llamo Tomás —dijo el hombre—. Queremos unirnos a vosotros.

—No sabéis lo que esto significa —repuso Jesús.

—Tampoco lo sabían ellos —dijo Judas, mirando a los reunidos a su alrededor—. Me parece que son personas normales que decidieron apostar por la fe.

—La fe —repitió Jesús—. Sí, esto es lo más importante. ¿Tú tienes fe?

—Pues… ¡Sí, sí que tengo! —Judas se puso nervioso y a la defensiva—. Hace tiempo que busco a alguien cuya integridad sea intachable. Me decía a mí mismo: Cuando encuentre a ese hombre honesto, a ese alguien que me inspire confianza…

—Dios te dirá sin rodeos que el hombre honesto no existe —interpuso Jesús—. Como dice el Salmista: «Ningún hombre hace el bien, ni siquiera uno». Todos somos pecadores a los ojos de Dios.

—No, yo no quería decir eso… Sólo busco lo que es bueno dentro de lo razonable. ¡Escucha, soy un hombre realista! ¡No busco la perfección!

—¿Te conformarías con menos en ti? —preguntó Jesús.

—¡Eres un duro maestro! ¿Ser comprensivo con los demás y exigir la perfección de uno mismo? Lo intentaré aunque…

Para sorpresa de María, Jesús dijo:

—«Lo intentaré». ¡Odio esta expresión! Es mejor decir: «Lo haré». —Miró a Judas airadamente—. ¿Si tu hijo se estuviera ahogando, dirías «intentaré salvarlo»? ¡Claro que no! Es lo mismo con el Reino. No necesitamos corazones débiles. Vete a otra parte con tu «lo intentaré».

—Bien, pues. Lo haré.

—Eso está mejor. —Jesús se volvió hacia Tomás y le indicó que se sentara con el grupo. Después hizo un gesto de asentimiento hacia Judas y dijo—: Siéntate. Únete a nosotros. —Miró a su alrededor y añadió—: Sois los que he elegido para abrirles mi corazón. Pero hay muchos más que desean seguirnos desde cierta distancia. Así será. Vendrán a escucharnos y, haciéndolo, se acercarán a nosotros.

—¿Adónde vamos? —preguntó Pedro.

—Creo que ha llegado el momento de abandonar este lugar y seguir adelante. Iremos a las otras ciudades de Galilea, Coracín y Betsaida. Ésta es mi misión.

Judas se inclinó hacia delante.

—Es un honor que me hayas elegido y me hayas permitido entrar en vuestro círculo. Debes saber, sin embargo, lo que ocurre en el mundo. Las cosas están empeorando… en el reino de los hombres —añadió apresurado—. Pilatos acaba de atacar a un grupo de peregrinos galileos que iban a Jerusalén en paz. Se encontraban en el Templo cuando ordenó a sus soldados que les pasaran por el cuchillo. Desconozco la razón.

Se produjo un grave silencio.

—Debemos rezar por ellos —dijo Jesús—. ¡Nuestros pobres compatriotas!

—Algunos eran de Tiberíades; otros, de Cafarnaún, y otros mas, de Magdala —dijo Judas—. Me lo explicó mi padre.

¡De Magdala! ¿Quiénes? ¿Alguien conocido? María se estremeció ante la idea. ¡Ojalá que no fuera así!

—Con Pilatos, servimos a un amo cruel —dijo Felipe.

—Todo amo humano es cruel, de una manera u otra —repuso Jesús—. Esto es lo que pretendo cambiar.

En ese momento, otro hombre se les acercó en la oscuridad. Pedro se levantó de un salto para ver quién era.

—¡Pedro! —dijo una voz—. ¿Me reconoces?

Pedro abrió la puerta un poco más.

—Pues… —Vaciló, rebuscando un nombre en la memoria.

—¡Natanael! —dijo el desconocido—. ¡Estuvimos juntos en Betabara! ¡Juan el Bautista! ¿Te acuerdas? —El hombre entró en la tienda; era moreno y delgado, y estaba nervioso.

Jesús se levantó para saludarle y le apretó las manos. Le besó en ambas mejillas.

—Ha pasado ya algún tiempo desde que nos dejaste.

—Pero he vuelto —dijo Natanael—. Es una larga historia.

¡Natanael! Después de escrutar su alma a fondo, había decidido regresar. María estaba contenta.

—¡Ahora estás aquí! —dijo Jesús—. Creo que todas nuestras historias son largas. Ya nos las contaremos alrededor del fuego en las noches venideras. Doy gracias a Dios por tu llegada —añadió—. Había desistido ya de buscarte.

—Bienvenido seas. Soy Tomás. Vine hace apenas unos minutos, pero ya no soy el último. —Tomás saludó a Natanael con un asentimiento de la cabeza.

Tomás: uno de los religiosos. Un interrogador riguroso, un escéptico. Hasta el momento, era el único reclutado de entre las filas de los ortodoxos. Era bueno haberse ganado a uno de los religiosos estrictos. Observando a Tomás, María se preguntó si también era sensato. ¿Y si se arrepentía y les denunciaba a sus colegas?

¿Puede el leopardo cambiar el color de sus manchas?

Su recelo repentino la hizo avergonzarse de haberse atrevido a mirar en el alma de otra persona.