34

Los halcones volaban alto en el deslumbrante cielo estival, trazando círculos y buscando presas en el suelo. Normalmente, encontraban lo que buscaban entre los cultivos de lino o a campo abierto, donde el viento agitaba la hierba amarillenta. Esta mañana, sin embargo, estaban acobardados, porque los campos estaban inundados de gente. La multitud convergía de todas direcciones y se apiñaba en los prados contiguos a la margen del agua. Las víctimas potenciales de los halcones habían huido para no ser pisoteadas por los seres humanos.

María y Juana esperaban juntas, meneando la cabeza. Había corrido la voz de que Jesús predicaría allí ese día —ella misma había avisado a Silvano y a Casia—, pero la cantidad de gente superaba todas las previsiones.

—¿Quién iba a decir que vendrían tantos? —preguntó María—. ¿De dónde crees que vienen?

—De lugares lejanos —respondió Juana—. Junto al lago no vive tanta gente que produzca tal aglomeración.

—Si nuestro movimiento tuviera tantos seguidores, sería fácil expulsar a los romanos —dijo Simón, que estaba a su lado.

—Olvídate de eso —repuso María con severidad. Ella y Juana habían asumido la labor de ayudar a Simón, de hacerle sentir a gusto en la comunidad. Pero era un hombre difícil, y era claro que sólo se había unido a Jesús para salvar el pellejo.

Simón echó una mirada a Jesús, que estaba hablando con Pedro y con Santiago el Grande. María y los demás le habían asignado este apodo, ya que el otro Santiago, el hermano de Mateo, era pequeño. Les parecía más cortés llamar al corpulento «Grande» que al menudo «Pequeño».

Simón meneó la cabeza.

—Fue una tontería ofrecerse como garante de mi comportamiento. Cuando este brazo esté curado —dijo, al tiempo que levantaba el brazo vendado— volverá a golpear.

—Entonces, Simón, el tonto eres tú —respondió María. En el fondo, sabía que, aunque el sicario no lo admitiría ni para sí mismo, el atrevimiento de Jesús le había desarmado.

Simón se encogió de hombros.

—Tal vez —dijo—. Es posible. Pero este país necesita que lo liberen.

—Tú mismo lo has dicho —interpuso Juana—. Si tuvieras tantos seguidores, quizá lo consiguieras. —Señaló al gentío con un amplio ademán de la mano—. Pero no los tienes. Y ya has demostrado que no quieres morir.

—¿Me estás llamando cobarde?

—No, Simón —aseguró María, apresurada. ¡Que no se le ocurra demostrar lo contrario!—. Sabemos muy bien que no te uniste a Jesús y a nosotros por deseo propio. Tenemos la esperanza, sin embargo, de que con el tiempo veas que hiciste lo correcto. —Simón la estaba fulminando con la mirada—. Simón, te conozco desde hace más tiempo que cualquiera de los que estamos aquí. Conozco tu valentía y tu dedicación. Pero creo que les darás mejor servicio si escuchas lo que dice Jesús. También él desea nuestra liberación.

Simón soltó un gruñido.

—De un tipo equivocado. —Hizo una mueca de dolor cuando intentó cruzarse de brazos.

—Bien, queda por ver quién convertirá a quién —dijo Juana con una gran sonrisa.

María se fijó en el aspecto robusto de Juana, en lo sana y capaz que se le veía. ¡Demos gracias a Dios por haberla salvado de los demonios! Rodeó con el brazo el talle de Juana. Quizá mis verdaderas hermanas sean las que estuvieron esclavizadas por los demonios y luego fueron liberadas, pensó.

—Jesús va a empezar a hablar —dijo Juana, y los tres se alejaron de la orilla y se unieron a los demás discípulos, al lado del maestro.

Será un día caluroso, pensó María fijándose en el aire, que ya era sofocante.

Los congregados formaban un mar extenso, casi tan vasto como e lago a sus espaldas. A muchos se les veía sanos aunque obviamente necesitados de oír palabras dirigidas a sus pecados más secretos, ocultos y vergonzosos. Otros parecían pertenecer a la estricta secta de lo fariseos, como la propia familia de María. Otros más caminaban cojeando con la ayuda de muletas o avanzaban a pasitos lentos y vacilantes. Allí había campesinos de una pobreza evidente: sus cuerpos enjutos, las descoloridas túnicas de confección casera y las sandalias desgastadas delataban su condición. También había leprosos grotescamente doblados en dos, no se sabía si por la enfermedad o por la desesperación. Otros yacían en literas, sus cuerpos enclenques y maltrechos, un grito de auxilio.

—Deja que tu sombra caiga sobre mi padre, y será curado —llamó un joven señalando a un bulto que yacía inmóvil en una litera.

—¡Habéis venido porque estáis hambrientos, porque necesitáis el alimento de la palabra de Dios! —gritó Jesús—. ¡Y Dios tiene palabras para vosotros, palabras que Él desea que oigáis!

De manera asombrosa el barullo de la muchedumbre se apagó y la voz de Jesús llegó a todos.

—¡Amigos míos, tengo tanto que deciros! —prosiguió—. Lo más importante es saber que tenéis un valor inestimable para el Padre celestial. Él es vuestro Padre y así desea que Le consideréis. Desea que corráis a Su presencia como el niño corre a su padre, gritando: ¡Abu! ¡Papá! ¡No hacen falta ceremonias, sólo una alegre carrera hacia sus brazos!

La multitud se agitó; murmuraban y meneaban las cabezas.

—No se precisan ceremonias para acercarse a Dios, vuestro Padre, vuestro abu —prosiguió Jesús—. La limpieza ritual, las ofrendas… no son suficientes. Lo único que Dios desea es vuestro corazón.

—¡Blasfemia! —Sonó una única voz áspera.

—¿Blasfemia? ¡No! —contestó Jesús—. ¿No dijo el profeta Oseas «Quiero piedad, no sacrificios»? Dejad que os hable del Reino de los Cielos. Se está acercando y, no obstante, ya está aquí, entre vosotros, en este mismo instante. ¡Podéis entrar en él hoy mismo, en esta hora! Es imposible describirlo con palabras, tenéis que sentirlo en el corazón.

—¿Cómo? ¿Cómo? —gritó un hombre de mediana edad y estatura pequeña, posicionado muy cerca de la primera fila.

—Hay dos maneras —respondió Jesús—. La primera es muy sencilla. Al final de esta era, un final que se acerca y que llegará antes de lo esperado, la gente será dividida. Uno de los grupos ascenderá al cielo para estar con el Padre celestial, y Él explicará el porqué. Dirá: «Tuve sed y me disteis de beber, tuve hambre y me disteis de comer, estaba desnudo y me vestisteis, estaba encarcelado y vinisteis a verme». Cuando ellos protesten que nunca habían visto a Dios hambriento, ni sediento, ni encarcelado, Él dirá: «Cada vez que ayudabais a un necesitado, me ayudabais a mí».

—¿Y qué hay de la observación de la Ley? ¿Qué hay de la pureza? —exclamó una mujer.

Jesús reflexionó por un momento.

—Hija, la observación de la Ley es meritoria y esto nadie te lo puede quitar. Pero hace falta más. ¿Has ayudado a tus hermanos y tus hermanas? —Señaló a la muchedumbre.

¿De dónde sacar el tiempo para ayudar cuando hace falta tanto para los rituales?, pensó María. ¿Y a qué mujer se le permite ayudar directamente a un desconocido? Le pareció que Jesús no era justo con aquella mujer.

—¿Y la segunda? ¿Cuál es la segunda manera de entrar en el Reino? —gritó alguien.

—Consiste en comprender su significado, su gran misterio, y en vivir la vida de acuerdo con él —respondió Jesús.

—¿Cómo? —Un hombre ampuloso y vestido con lujo le lanzó la pregunta.

—Ah, amigo mío —dijo Jesús—, tú sabes saborear y valorar las cosas buenas de la vida. —Se acercó al hombre y tocó la túnica que llevaba—. Eres un hombre de buen gusto.

El hombre apartó la túnica de un tirón, temeroso de que le ordenara que la diera a los pobres, que ya se apretujaban en las primeras filas.

Jesús rió y soltó la tela. La confusión del desconocido parecía divertirle.

—¡El Reino de los Cielos es mucho más valioso que esta tela, aunque venga de Arabia, aunque esté hecha de la lana más exquisita! El Reino de los Cielos es como una perla. Una perla que vale hasta la última de tus monedas. ¡Cámbialo todo por ella!

Luego se dio la vuelta para enfrentarse a otro grupo.

—¡Sí, es una perla! Una perla de valor extraordinario. Cuando uno la consigue, la debe guardar como un tesoro. Os voy a decir una cosa: No todos pueden comprenderla. No todos pueden apreciarla. Por eso, cuando tengáis esta perla, no la ofrezcáis a los que no son capaces de honrarla. Son como cerdos. ¿Ofreceríais los sacramentos a un cerdo? Tampoco le deis vuestra perla. La pisotearía y la hundiría en el lodo. ¿Sabéis algo más? Después, el cerdo intentaría embestiros. Os odiaría por el ofrecimiento y desearía cubriros de barro y destruiros.

¿Fue ésta la causa del odio con que me trataron en Magdala?, se preguntó María. Quizá fuera la perla la enemiga, no yo. Quizás ellos distinguieran su brillo en nosotros, mientras que yo no podía verlo.

—¡La mejor noticia que tengo para vosotros en este día es que el Reino de los Cielos ya ha llegado, se encuentra en vuestro interior, en vuestro propio ser! No hace falta esperar más tiempo. ¡Está aquí, y vosotros formáis parte de él! —La voz de Jesús cobró fuerza.

—Pero ¿cómo? —preguntó una mujer joven—. ¿Cómo es eso posible?

¡Era Casia! El corazón de María dejó de latir. Casia había venido, había recibido la carta que le había enviado con un mensajero bien dispuesto aunque demasiado inexperto. O, tal vez, nunca recibiera la carta y viniera por decisión propia. María se mordió el reverso de la mano. Esperaría hasta que Jesús hubiera respondido a la pregunta y después correría a reunirse con su amiga.

—Porque tuvisteis oídos para oír y un corazón inquieto —dijo Jesús—. Te voy a decir una cosa: Nadie viene a escucharme si no se siente atraído hacia Dios. Si estás aquí, formas parte del Reino.

María vio que Casia arrugaba el entrecejo. Demasiado bien conocía aquel gesto.

—¡Casia! —Corrió hacia ella—. ¡Casia! —Abrazó a la joven que, perpleja, intentó apartarla, primero con vacilación y luego con enfado.

—¿Cómo te atreves? —dijo Casia, apartándola de un empujón.

—¡Casia! ¡Casia! ¡Soy yo, María!

Casia dejó de forcejear y la miró incrédula.

—¿María?

—¿Recibiste mi carta? ¿Por eso has venido?

—Pues… Yo… —Casia contuvo el aliento—. Sí. La recibí. Pero, María… —Dio un paso atrás y prosiguió—: No te he reconocido.

María se quitó el pañuelo y dejó al descubierto su cabeza rapada. Casia quedó boquiabierta.

—Sí, he perdido mi mayor encanto —dijo María—. Tuve que sacrificarlo. Pero… ¡Oh, amiga mía, estás aquí! —Le tomó las manos en las suyas—. Busquemos un lugar tranquilo.

Las multitudes se agolpaban a su alrededor, pero María se dirigió a la playa de guijarros, donde hacía más fresco y se podía encontrar refugio a la sombra de algunos árboles. Algunas barcas se mecían en las aguas cercanas, ancladas de manera que sus ocupantes pudieran oír a Jesús, pero, aparte de ellos, se encontraban a solas.

—Aquí, ten —María sacó las cartas voluminosas que guardaba en el cinto para dárselas a Casia en caso de que viniera—. Aquí está toda mi historia.

—¿Debo leerla ahora? —preguntó Casia.

—Sí —respondió María—. Si no, las leerás cuando vuelvas a casa, y tendrás mil preguntas que hacerme, y yo no estaré allí para contestarlas.

—De acuerdo. —Echó una rápida mirada a su amiga, cogió las cartas y fue a sentarse en una roca para leerlas. Cuando volvió, no sonreía. Se sentó al lado de María y juntas se apoyaron en una peña, codo con codo.

—No sé qué decir —admitió Casia.

—Yo no sabía cómo decírtelo —respondió María.

—¿Te han repudiado por completo? ¿Joel te rechazó?

—No sólo Joel sino también mi padre y mi madre —dijo María.

—¿No se alegraron de tu sanación? ¡Oh, María, qué aflicción tan terrible has tenido que soportar tú sola!

—Mi curación no les interesó —dijo María. Al pronunciar las palabras, supo que representaban una condena inapelable—. Sólo les importaba mi reputación. No, tampoco mi reputación, sino la suya. La mía no era más que un reflejo de la suya.

—¡Pero esto es terrible!

—Es la verdad. —María hizo una pausa antes de añadir—: La verdad es que yo no les importo. ¡No, ni siquiera a Joel le importo! Les preocupa más su posición, su prestigio en Magdala. —Sus propias palabras la golpearon como martillos.

—¿Y qué hay de Eliseba?

María suspiró.

—Intenté secuestrarla.

—¡No es posible!

—Lo hice. Quise llevarla lejos de ellos, de todos ellos, tenerla conmigo. Pero ellos son más fuertes y me la quitaron. —Asió la manga de Casia—. ¿La cuidarás por mí?

—María —dijo Casia con dulzura—, tu familia no me conoce. No hay manera de que pueda cuidar de ella ni ayudar en sus cuidados.

María hizo un esfuerzo por no llorar.

—Claro, tienes razón.

—¿Y Joel? —preguntó Casia—. ¿Va a… divorciarse de ti?

María nunca se había permitido considerar siquiera esa posibilidad.

—No… no dijo nada de eso cuando le vi.

—Los demás influirán en él, tratarán de convencerle —dijo Casia.

—Pero… ¿qué puedo hacer? Si vuelvo…

Casia miró en dirección a Jesús, que seguía hablando, haciendo amplios ademanes con los brazos para dar énfasis a sus palabras.

—Parece que tienes trabajo que hacer aquí.

—Sí —admitió María—. A ti… ¿qué te parece? ¿Puedes entender por qué atrae tanto a la gente?

—¿Quieres saber si puedo entender por qué te atrajo a ti? Sí, lo entiendo. Aunque a mí no me conmueve. No voy a seguir a tu Jesús. Debo volver a mi hogar.

Tú no le necesitas, pensó María con tristeza. Nadie se acerca a Jesús si no está desesperado. Quizá sean más dignos de lástima los que no están desesperados, reflexionó.

—Gracias por haber venido —dijo—. Para mí significa mucho más de lo que puedo expresar. —Abrazó a su vieja amiga con tristeza.

Era necesario que supiera que no podría volver nunca, pensó. Esperó hasta que Casia se hubiera ido antes de taparse los ojos con las manos y echar a llorar. No puedo volver. Este camino está cerrado para mí.

Se sentó a solas un largo rato, tratando de contener las lágrimas. Finalmente, cuando sus ojos se drenaron, se levantó y se encaminó hacia Jesús. Él es lo único que me queda, pensó.

Mientras se le acercaba, un grupo de personas horriblemente desfiguradas —siete hombres y tres mujeres, aunque no resultaba fácil distinguir a los unos de las otras— se abrió camino hacia él. Eran leprosos. Su piel escamada caía en pedazos y sus pies parecían muñones torcidos.

—¡Ayúdanos! —gritaron—. ¡Ayúdanos si conoces el Reino de los Cielos!

Jesús les miró y les hizo una pregunta inesperada.

—¿Realmente deseáis sanar?

Qué extraño. ¿Quién no desearía sanar, de encontrarse en esas condiciones?

Los leprosos asintieron y volvieron a gritar:

—¡Jesús, maestro, ten piedad de nosotros!

—Id a presentaros ante el sacerdote y ofreced el sacrificio que estipuló Moisés —dijo Jesús. La Ley establecía un ritual para la purificación de los leprosos.

Parecieron decepcionados, aunque se levantaron e hicieron una reverencia respetuosa. Nada ocurrió en ese instante pero, al incorporarse, a María le pareció que erguían el tallo más que antes. Se dieron la vuelta y, con movimientos penosos, echaron a andar hacia Cafarnaún, oscilando con las olas de calor.

Jesús casi había terminado de hablar cuando un ciego se adelantó trastabillando y gritó:

—¡Ayúdame! —Se agarró de la túnica de Jesús.

Él interrumpió su discurso y puso las manos en las mejillas del hombre. Le miró larga y profundamente antes de preguntar:

—¿Qué quieres que haga por ti?

—¡Quiero ver! —exclamó el ciego.

Jesús rezó y luego le rozó con suavidad los párpados.

—Por tu fe has recuperado la vista —dijo.

El hombre se quedó parpadeando, frotándose los ojos entornados.

—¿Puedes ver? —preguntó Jesús—. ¿Qué es lo que ves?

—Veo… siluetas. Colores que se mueven. Y… —Tendió la mano y tocó el rostro de Jesús—. Una cara. Tu cara. —El hombre se le acercó, y sus ojos nublados miraron a los ojos limpios de Jesús—. Veo tu cara. —Cayó de rodillas y asió la mano de Jesús—. Gracias —musitó.

—¿Habéis visto estas curaciones? —preguntó Jesús a la gente—. Son sólo una señal, la señal de que el Reino de los Cielos se aproxima, de que ya está aquí, como os dije. Como prometió Isaías, los ciegos verán, los prisioneros serán liberados y los afligidos, consolados. Yo no soy más que un instrumento… el instrumento de Dios que proclama la llegada del Reino.

El día se acercaba a su fin. Pronto se apagarían los últimos cálidos rayos del sol.

—Id en paz, amigos míos —dijo Jesús—. Volved a vuestros hogares y hablad a los demás de las obras de Dios.

—Nunca se irán —dijo Juana a María en voz baja.

Sorprendentemente, sin embargo, la multitud se fue. La inmensa congregación empezó a dispersarse poco a poco siguiendo los caminos que bordeaban el lago. Cuando cayó el crepúsculo, Jesús y sus discípulos ya estaban solos.

El fuego crepitaba y chisporroteaba, llenando el aire nocturno de pequeñas estrellas fugaces. Estaban todos sentados alrededor de la hoguera, agotados a causa de los acontecimientos del día, aunque había sido Jesús quien hiciera el trabajo. De una manera misteriosa, tenían la sensación de haber participado también ellos.

—Haréis cosas como éstas y otras, aún más importantes —les dijo Jesús—. Hay mucho que hacer y yo no puedo hacerlo solo. Necesito vuestra ayuda.

—Nosotros… no sabemos —respondió Felipe meneando la cabeza.

—¿Crees que podríamos aprender? —preguntó Pedro—. ¿Puedes enseñarnos tus secretos?

Jesús sonrió.

—El secreto está al alcance de todos, aunque pocos desean utilizarlo: es la obediencia a Dios. Si haces lo que Él espera de ti, se te otorgarán grandes poderes.

El fuego siseó como serpiente; Simón miró a sus espaldas, temiendo que hubiera una allí detrás.

—Yo sólo sé respetar los Mandamientos —dijo Felipe.

—Es un comienzo —respondió Jesús—. Es un fundamento. La mayoría quiere recibir las instrucciones especiales de entrada, pero lo cierto es que son las últimas. Dios da primero las tareas fáciles. El que es fiel en las cosas pequeñas, recibirá cosas grandes.

—Maestro, no quiero ser irrespetuoso… ni preocuparme por cosas como ésta, pero… ¿de qué viviremos? —preguntó Mateo—. Perdóname, soy un hombre práctico, mi trabajo son el dinero y las cifras, son lo único que conozco y… tenemos que comer. ¿Acaso vamos a mendigar? —Alzó las manos—. No me importaría, no es mi orgullo lo que me preocupa, aunque todos mis colegas de aduanas me vieran pedir, pero… nos ocuparía todo el tiempo. Quiero decir que la mendicidad es un trabajo a jornada completa. Y, sin duda, nos tienes otros trabajos reservados. —Se aclaró la garganta—. Al menos, eso deduzco de tus palabras.

—Estoy agradecido de tener a un hombre de negocios conmigo —dijo Jesús tocándole en el brazo—. Tienes toda la razón, hay asuntos urgentes a los que debemos prestar atención. Cuando dije que no hay que preocuparse tenía bien presente que, por supuesto, todos tenemos que comer.

—Yo tengo dinero —dijo Juana de repente—. Tengo mucho dinero. —Se agachó y desató la bolsa que llevaba atada a la cintura—. Ten. Lo ofrezco gustosa para el sustento de todos nosotros, para poder comprar comida y así estar libres para atender los asuntos importantes.

Jesús tendió la mano, cogió la bolsa, la abrió y miró en el interior.

—Eres muy generosa —dijo—. Esto nos deja las manos libres para llevar a cabo la tarea que nos encomienda Dios.

—Cuando mi esposo me dejó en libertad… —Su voz se quebró—. No, voy a ser sincera, cuando mi esposo me repudió porque le causaba problemas, quiso tranquilizar su propia conciencia y me dio este dinero. Por supuesto, él pensaba que me lo robarían enseguida, siendo, como era, incapaz de cuidar de mí misma pero, aun así, el gesto le apaciguaba. Aún poseída por los demonios, no era estúpida. Sabía muy bien cómo proteger el dinero. Y ahora es vuestro. —Parecía aliviada de deshacerse de él y contenta de poder hacer algo por Jesús.

—Gracias, Juana —dijo él.

María observó los rostros reunidos alrededor del fuego. Ahora todos eran una familia; no tenían a nadie más en quien confiar.

—¿Vendrán otros con nosotros? —preguntó a Jesús.

—Tal vez —respondió él—. Depende de quién se sienta atraído hacia Dios. Si Él desea el acercamiento de otros… debemos darles la bienvenida. Hombres o mujeres.

—Maestro —dijo María, incapaz de contenerse—, los hombres abandonan a menudo sus hogares. Pero las mujeres… Esto es distinto. Exige de ellas un sacrificio antinatural.

—Quizás el precio a pagar sea demasiado caro para ti —dijo Jesús—. Pero me di cuenta de que eres diferente y que te necesito para mi misión. Si fueras hombre, te habría llamado sin dudarlo por un momento. ¿Me equivoqué en tratarte del mismo modo?

—¡No! —se apresuró en responder ella—. No te equivocaste.

—Ojalá supiera adónde nos conduce Dios —dijo Andrés mirando a sus compañeros.

Jesús no respondió enseguida. Al final dijo:

—Ni siquiera Abraham lo sabía. Cuando Dios le ordenó que abandonara Ur, no le reveló nada más. Aunque si Abraham no se hubiese ido de Ur, el resto nunca habría sucedido. ¿Por qué revelarlo, pues?

—¿Porque si Abraham lo supiera todo le sería más fácil tomar una decisión? —aventuró el pequeño Santiago, el hermano de Mateo.

—¿Porque, inspirado por las promesas, soportaría mejor los sacrificios? —sugirió Pedro.

—La segunda respuesta es mejor —dijo Jesús—. Es verdad que, a veces, Dios nos hace promesas que nos ayudan a pasar los tiempos difíciles. Pero parece que no revela Su voluntad a los curiosos, sólo a aquellos que ya sabe que obedecerán. Y a los que obedecen no es necesario revelarles nada.

—¡Qué noción tan severa! —exclamó Pedro—. ¿Quién puede soportarla? ¿O comprenderla?

—Creo que Dios espera de nosotros que la soportemos sin comprenderla —dijo Jesús—. Os puedo prometer una cosa: este viaje es una gran aventura. La vida con Dios nunca es aburrida.

Y tú, tampoco, pensó María. ¿Adónde nos conduces tú?, le interrogó en silencio.