Mi queridísima Casia:
Te escribí páginas enteras de noticias mías cuando aún creía que nos veríamos pronto y que mis cartas lo explicarían todo. Pero no tuve la oportunidad de entregártelas y ahora he de pasar un tiempo lejos de Magdala. Ojalá pudieras venir a verme… de algún modo. Entonces te daría la explicación que escribí para ti y sabrías todo lo ocurrido. No puedo repetirla aquí, no quiero volver a contarla, resulta demasiado doloroso. Si nos viéramos, podría hablar de ello, me sería más fácil hacerlo cara a cara. Sólo te digo que estuve enferma y tuve que irme de Magdala por un tiempo, y que ahora me encuentro en la zona de Cafarnaún, donde espero que puedas reunirte conmigo. Rezo por ello.
¿Has oído hablar de este hombre, Jesús de Nazaret? Es un profeta. Nunca antes había conocido a un profeta, pero sé que él lo es. Ha creado una familia que es mi nueva familia. Está compuesta por personas que él ha ayudado o a las que ha llamado a acompañarle en su misión. Te lo contaba todo en mis cartas anteriores que, por supuesto, aún no has podido leer.
Esta vida nada tiene que ver con la que soñaba cuando jugábamos a imaginar nuestro futuro. En realidad, no sabía que existía este tipo de vida. Las únicas vidas religiosas que conocía eran las de los profetas apasionados, como Juan el Bautista, en permanente peligro político, o de la gente que se retira al desierto para alejarse de la corrupción de la vida cotidiana, o de los escribas, que dedican su tiempo al estudio de las Escrituras. No sabía que existían otros modelos de vida santa. Este hombre, Jesús, sin embargo… Él no recita textos sino que los interpreta; no se aparta de la gente normal sino que la busca; y no resulta peligroso relacionarse con él, porque no supone amenaza alguna para ningún poderoso. Oh, Casia, dentro de tres días predicará en los campos al norte de Cafarnaún. Por favor, ven a escucharle y a verme, abracémonos una vez más. Cuánto noto tu falta, queridísima amiga. ¡Qué ganas tengo de verte!