32

La noticia de Jesús y su don de poder curar corrió más rápido que la pólvora. Pronto grandes muchedumbres se reunían en Cafarnaún, paralizando la vida normal de la ciudad. Pedro y su familia repararon el agujero en el techo y taparon las ventanas con tablas de madera para lograr tener cierta intimidad, aunque todo en vano. Estaban tan asediados en su propia casa, el cuartel general del ministerio de Jesús, que a duras penas conseguían alimentos para comer.

María pasó los primeros días en la casa, al lado de Juana, cuidándola y escuchando su historia. Era bueno tener a otra mujer como ella entre los seguidores; ahora ya no se sentía tan sola.

Jesús salía de casa antes del alba, con la esperanza de arrastrar consigo a las multitudes. Una mañana, después de la partida de Jesús, Pedro y Andrés, María y Juana salieron también a las calles abarrotadas de Cafarnaún. Caminaron a lo largo del paseo preguntando por el profeta, por el maestro, por el sanador, y cada persona a la que interrogaban señalaba en dirección distinta. Frustradas, recorrieron casi toda la ciudad, hasta llegar a la línea de demarcación que separaba los territorios de los hermanos Herodes. Allí estaba la odiada casa de aduanas.

Juana se rió.

—¡No les encontraremos allí!

En ese mismo instante María les vio, justo en la esquina del edificio de aduanas.

—¡Mira! —Señaló con la mano—. ¡Sí que están allí! —Aunque ¿por qué? Juntas corrieron hacia el edificio, a tiempo para ver la espalda de Pedro desaparecer del otro lado del pórtico. Aquélla era la entrada a la oficina de recaudación de impuestos, donde los hijos despreciables de Alfeo robaban a sus compatriotas por medios técnicamente legales. Legales según las costumbres romanas, claro está. En una hilera de mesas los asistentes respondían a preguntas y calculaban las sumas debidas, mientras sus amos, apoltronados en sillones cubiertos de pieles, aguardaban en el interior para cosechar los beneficios. Algo ocurría, sin embargo, en esos momentos, y un gentío se había congregado para mirar a los recaudadores. Pedro y Andrés se encontraban junto al umbral de la entrada.

—¡Pedro! —María le tiró de la manga y Pedro se dio la vuelta, sorprendido. Pero, en lugar de saludarla, le hizo seña de que guardara silencio.

Dentro del edificio Jesús estaba hablando con el hombre sentado en el sillón opulento y, a juzgar por la expresión de sus caras, la discusión estaba acalorada. El hombre gesticulaba y señalaba los libros. María observó que, a pesar de sus gestos floridos, su rostro era impávido e inexpresivo.

Entonces oyó la voz de Jesús:

—No quieres realmente a este amo. Te hablo del dinero. —Jesús se inclinó para recoger una moneda de plata de la pila amontonada junto a los libros—. Es tan… nimio. —Alzó la moneda y la contempló como si despidiera mal olor.

—Su poder no es proporcional a su tamaño —repuso el hombre. Hasta su voz sonaba seca, como si saliera de un tronco hueco. Recuperó la moneda de la mano de Jesús.

—Levi, éste no es trabajo para un levita —dijo Jesús, inclinándose hacia delante para hablar más de cerca al recaudador—. Es cierto que Dios prometió proveer a todos los levitas a expensas de sus compatriotas, pero no creo que tuviera esto en mente cuando lo dijo. Quería decir que vuestra tribu sería libre para dedicarse a Él, sin tener que preocuparse de su sustento material.

Levi profirió una risa que sonó como un eco abatido.

—Pues yo no pienso servir en el templo de Jerusalén.

—¿Prefieres servir a Mamón?

Una risa más sonora brotó de la boca de Levi.

—Qué elección tan pintoresca de palabras. ¡Mamón! —Volvió a reírse.

—¿Quizá prefieras la expresión «ganancias ilícitas»?

—Otra frase pintoresca. ¿De dónde demonios has salido, amigo?

—De Nazaret. —La voz familiar sonó justo al lado de María y, al volverse, vio una silueta alta y elegante que pasaba junto a ella y entraba en la oficina de recaudación—. Aunque le gustan más los lugares extraños, como Betabara y… Cafarnaún. Dime, Levi, ¿qué has hecho para llamar su atención?

El hombre impávido sonrió.

—¡Judas! ¿Qué te trae por aquí?

—Oh, lo de siempre. —Judas se encogió de hombros—. Ha llegado la temporada de… ¿cómo las ha llamado?… ganancias ilícitas.

—Salud, Judas —dijo Jesús.

Levi miró a ambos.

—¿Os conocéis?

—Pues he oído hablar de él —respondió Judas. Hizo un gesto de asentimiento hacia Jesús—. Me alegro de conocerte, por fin. Estoy impaciente por oír tus discursos.

Levi meneó la cabeza.

—Siempre consigues sorprenderme, Judas. Cuántas cosas sabes.

Judas hizo un gesto de modestia.

—Oh, sin duda, mis conocimientos nada tienen de extraordinario si se comparan con Jesús. —Señaló la pila de monedas—. Bien, si piensas abandonar, te ruego me las dejes a mí.

—Abandona, Levi, y sígueme —dijo Jesús, haciendo caso omiso de Judas.

Levi le devolvió la mirada y después miró a Judas, que se encontraba de pie junto a la mesa de recaudación. Volvió a mirar a Jesús.

—¿Qué has dicho?

—Deja todo esto. —Jesús le miró directamente a los ojos—. Ven conmigo.

Alguien de la multitud emitió un bufido de sorna, pero Levi no pareció oírlo. Se puso de pie.

—De acuerdo —dijo.

Fue el turno de Judas de quedarse petrificado. Antes de que pudiera decir nada, Jesús se dirigió al hombre sentado en la otra silla, un hombre menos corpulento y con largo cabello rizado. —¡También tú, Santiago!

Santiago pareció asustado. ¿Cómo conocía su nombre?

—¿Acaso llamaría a un hermano sin el otro? —dijo Jesús—. Os necesito a ambos.

—¿Para… hacer qué? —preguntó Santiago con un hilo de voz.

—Para abandonar la vida pecaminosa —respondió Jesús—. Ya sabéis cuáles son vuestros pecados.

—Yo… tengo muchos amigos pecadores —dijo Levi—. Les invitaré a todos a mi casa esta noche. Santiago y yo anunciaremos nuestra… dimisión, y tú podrás dirigirte a más… pecadores.

¿Le está poniendo a prueba?, se preguntó María.

—Bien —dijo Jesús—. Me gustan los pecadores.

—¿Puedo ir también? —preguntó Judas—. A mí también me gustan mucho.

Había caído la noche, y las lámparas estaban encendidas en el gran patio de la mansión de Levi, atrayendo nubes de polillas de alas blancas, que revoloteaban en el aire liviano de la noche. Los árboles ornamentales susurraban a cada soplo suave de la brisa. Bajo sus ramas, una larga procesión de gente, algunos tocados con largos pañuelos blancos que ondeaban como las alas de las polillas, se dirigía a la casa. Los banquetes de Levi eran siempre espectaculares. Por lo general, los invitados eran gente rica que condescendía en aceptar la invitación. En esta ocasión, sin embargo, veían desconcertados muchas caras desconocidas camino de la residencia; entre ellos, algunos romanos. Supusieron que Levi tenía que tratar con ellos por imperativos de su trabajo.

Habían recibido la invitación aquella misma tarde y de un modo peculiar por demás. «¡Amigos! ¡Amigos! —había gritado Levi a la gente que paseaba por los muelles—. ¡Estáis todos invitados a mi casa esta noche! Sí, ya sé que es repentino pero… ¡es igual! ¡Venid de todos modos! ¡Venid pronto!». Después había desaparecido en una bocacalle para extender su invitación a más gente. Una gran multitud llegaba ahora, impulsada por la curiosidad. Era bien sabido que Levi agasajaba con ampulosidad, que servía manjares importados a todos los comensales. Habitualmente, los invitados se sentían justificados de atiborrarse a sus expensas, ya que «a sus expensas» significaba en realidad «a expensas de ellos mismos», puesto que el recaudador de impuestos obtenía su dinero abusando de los bolsillos de los contribuyentes.

En la entrada, una fila de criados se arrodillaba para lavar los pies de los concurrentes con agua perfumada y secarlos con toallas de lino. En el interior de la mansión habían retirado las mamparas de madera tallada para que entrara el aire de la noche, y los sirvientes circulaban con jarras de vino, de Pramnia, por supuesto, que era el mejor. Había bandejas de dátiles de Jericó y de los mejores higos de Siria, cuencos con pistachos y almendras, y el aire estaba impregnado del aroma a cabrito asado. Pronto lo llevarían al comedor servido en una gran bandeja, cortado ya en trozos apilados y decorado con pequeñas rodajas de manzana.

Levi estaba en el centro de la sala, dando la bienvenida a sus invitados; lo flanqueaban su hermano, Santiago, y Jesús. Presentaba a Jesús a cada uno de los asistentes, a la vez que anunciaba:

—He dimitido de mi puesto. Me voy con él.

—¡Claro! ¡Y yo me lo creo! —Solía ser la primera respuesta, seguida de risas.

—Hablo en serio —insistía Levi, y entonces la gente empezaba a discutir y a hacer preguntas. Algunos seguían riendo y se alejaban rumbo a la comida.

María y Juana habían llegado con Pedro y Andrés, y María descubrió que no sólo Judas estaba presente sino que también Felipe había logrado llegar hasta allí. Se alegró de verle de nuevo. Su pequeña banda original volvía a reunirse.

Levi había contratado músicos, pero pronto la música se vio ahogada por el barullo de las voces. ¿De qué hablaban Levi y Jesús? Mantenían una conversación animada. Sólo cuando se entretuvo en observar los demás rincones de la sala, María se fijó en un grupito de hombres en trajes muy formales, que contemplaban el entorno meciéndose sobre sus talones y tomando pequeños sorbos de vino.

Se acercaron todos juntos a Levi, justo a tiempo para oír decir a Jesús:

—Creo que te hace falta un nombre nuevo para tu nueva vida. De ahora en adelante te llamaré Mateo. Significa «regalo de Dios».

El recién bautizado Mateo no parecía sentirse a gusto con esa elección.

—Me parece que no corresponde —dijo incómodo—. Ya sabes lo que significa ser recaudador de impuestos. No podemos actuar como testigos legales ni como jueces. Ni siquiera podemos asistir a los servicios religiosos comunes. ¡Menudo regalo de Dios!

—Estás hablando del pasado, Mateo —dijo Jesús—. No podías hacer estas cosas. No, cuando eras recaudador de impuestos.

Mateo recorrió la sala con la mirada, observando a sus invitados que reían de manera ruidosa.

—Para ellos seré siempre un recaudador —contestó—. Nada podrá cambiarlo.

Jesús sonrió.

—Creo que descubrirás que estás equivocado. —Señaló a Simón—. Éste es Pedro, mi roca. Ya ves, me gusta dar nombres nuevos a la gente. También Simón dice que poco se siente como una roca. Le contesto que llegará a serlo.

—Un gran peñasco —dijo Pedro dando golpecitos a su barriga. Se rió—. ¡Creo que ya estoy en camino!

Se les acercaron numerosos agentes de aduanas, compañeros de trabajo de Mateo, ansiosos por saber qué había pasado.

—¿Y bien? —preguntó uno de ellos—. ¿Es cierto que abandonas tu puesto?

—Es cierto —le aseguró Levi, repentinamente convertido en Mateo.

—¿Así, sin más?

Jesús posó la mano en el hombro de Mateo, intuyendo que necesitaba su apoyo.

—Sí —le respondió—. Aunque se venía augurando desde hace tiempo.

Entonces a María se le ocurrió que Mateo ya debía de haber oído a Jesús con anterioridad. O quizá conociera a alguien a quien Jesús hubiera sanado. La discusión sobre la moneda no podía ser el primer intercambio entre Jesús y él.

—¿Puedes permitírtelo? —La pregunta del otro agente fue mordaz—. ¿Qué opina tu esposa? —Recorrió con la vista la sala lujosa, arqueando las cejas.

—Opina que es un alivio que ya no nos discriminen por culpa de mi profesión —repuso Mateo con sequedad—. Resulta difícil disfrutar de tus riquezas cuando los demás consideran que tus manos contaminan hasta la última moneda que tocan. A veces, se niegan a aceptarlas. Entonces es como si fueras pobre, peor, incluso.

—No hay nada peor que ser pobre.

—¡Ah! ¡Judas! Díselo tú. —El otro recaudador señaló a Mateo con un gesto de la cabeza.

Judas saludó a todos.

—¡Así que éste es tu banquete de despedida, Levi! ¿O debería llamarte Mateo? Un adiós espléndido, debo reconocerlo. Si tu dinero está mancillado, más vale que lo gastes todo ya. Deshazte de él. —Se inclinó hacia delante en tono conspiratorio—. ¿Es verdad que tu mujer opina así?

Antes de que Mateo pudiera responder, su hermano Santiago le hizo seña para que mirara al otro extremo de la sala, donde un grupo de comerciantes notoriamente deshonestos —a los que siempre multaban por emplear pesas fraudulentas— comían y bebían juntos.

—¡Es una afrenta! —dijo Santiago—. ¿Cómo se atreven a venir aquí?

El otro recaudador de impuestos dijo en ese momento:

—No son los únicos. ¡Mirad! ¡Allí!

Tres de los borrachines más famosos de Cafarnaún se habían hecho con una jarra de vino y bebían directamente de ella. Les hacían compañía varias prostitutas, inconfundibles en su atuendo de trabajo: pañuelos de colores llamativos, brazos desnudos, caras pintadas y cuellos repletos de joyas. Sus amigos, un grupo de rateros, participaban de la diversión.

Los ancianos religiosos se fijaron en ellos al mismo tiempo, y se dirigieron directamente hacia Mateo y Jesús. Se acercaron indignados, las túnicas susurrando a cada paso, las miradas puestas en Jesús.

—De modo que éste es el hombre que afirma ser un profeta y un maestro —dijeron a Mateo, como si Jesús fuera incapaz de hablar.

—Lo es —respondió Mateo—. Si escucharan sus enseñanzas…

—Hemos oído hablar de sus enseñanzas. Por eso estamos aquí, para investigar el asunto. Dinos: ¿Por qué has invitado a esos pecadores a tu fiesta? ¿Te has vuelto loco? —Tuvieron la delicadeza de no decir lo que era obvio. Los recaudadores de impuestos eran pecadores de otra categoría; olían mejor.

—Yo les invité —interpuso Jesús—. Les pedí que vinieran todos. —Miró a Mateo—. Tú invitaste a tus amigos y yo, a los míos.

Le miraron estupefactos.

—¿Por qué? Dinos, maestro: ¿Por qué buscas la compañía de esa basura? Bien sabes que la impureza contamina todo lo que toca. Es el principio que subyace a nuestros ritos de comida y limpieza. Sin duda, sabes que esto será un descrédito para tu… ministerio, sea éste lo que fuere.

—Les invité porque he venido para llamar a los pecadores, no a los justos. Es el enfermo quien necesita al médico, no el hombre sano.

Le miraron disgustados.

—Eres tú quien necesita un médico —repuso uno de ellos—. ¡Un docto en la Torá! ¡En la Ley!

Se les acercó un romano, un centurión que tenía tratos con Mateo y le consideraba un amigo. Los líderes religiosos se retiraron casi recogiéndose las faldas, dirigiendo miradas funestas a Mateo y a Jesús e irritados por tener que desistir de sus recriminaciones.

—¿Cómo tirar adelante en aduanas sin ti… y sin ti? —preguntó el romano a Mateo, a la vez que señalaba a Santiago.

—Habrá muchos dispuestos a ocupar nuestro lugar —respondió Mateo. El puesto de recaudador solía adjudicarse por subasta pública.

—Nadie tan bueno como tú —le aseguró el romano.

—Se lo dices a todos, Claudio —repuso Mateo, aunque sin sarcasmo—. Bien, te echaré de menos; en especial, tus halagos.

—Te llevas a un hombre inteligente —dijo Claudio a Jesús—. Trabaja duro, tiene una memoria formidable, es un genio para los detalles… Oye, ¿para qué le has reclutado, exactamente? No entiendo en qué consiste tu… eh… organización.

—No tengo ninguna organización —dijo Jesús.

—Bueno, entonces Levi te ayudará a montar una. Está hecho justo para ello. —Se volvió hacia Mateo—. Tus perspectivas eran limitadas en aduanas, éste es el problema. Ahora puedes lanzarte. Buscar algo en que hincar el diente.

—¿Sabes?, resulta muy irónico —dijo Mateo a Jesús—. A mí no se me permitía entrar en la sinagoga pero a Claudio, sí.

—«Es el principio que subyace a nuestros ritos de comida y limpieza» —dijo Jesús, repitiendo la frase de los ancianos—. Aunque nuestros líderes religiosos lo entendieron al revés. Un pagano, un hombre que está al margen de nuestras leyes, con todos los respetos, Claudio, no puede ser juzgado según la Ley y le permiten acceso a nuestros servicios religiosos; mientras que se lo niegan a un hijo de Israel, si estas mismas leyes le tachan de pecador. De hecho, es el pecador el que más necesita acercarse a lo sagrado. ¡Están tan equivocados!

—Con todos los respetos —respondió Claudio—, no creo que tengas la autoridad necesaria para pronunciarte de este modo. Ya sabes que los escribas y los estudiosos forman una sociedad cerrada y no aceptan a los intrusos. —Se rió—. Supongo que esto nos convierte en una especie de hermanos. Los dos somos intrusos.

La gente les acosaba por todos los lados. La avalancha apartó a María y a Juana a un lado, y ya no oyeron el resto de la conversación.

—Debes de haber asistido a muchos eventos de este tipo —dijo María a Juana. Era bien conocido que Herodes Antipas tenía que entretener a invitados a todas horas—. ¿Estuviste…? ¿Viste la boda? —Antipas había celebrado su matrimonio con Herodías, a pesar de las advertencias del Bautista.

—No —respondió Juana—. Es decir… estaba allí, pero no pude verlo.

María entendió exactamente qué quería decir. Los demonios no la dejaban ver.

—Quizá sea mejor, en este caso —dijo.

Distraída, se preguntó si Antipas y su novia habían probado la salsa de su familia y si les había gustado. ¿Pararon mientes en el sello especial del ánfora?

Todo eso solía tener una importancia vital para mí, pensó. Y ahora… Ahora lo único que queda de mi vieja vida es el recuerdo constante de mi hija. ¡Oh, Eliseba! El solo nombre la hería como un cuchillo y en esos momentos habría dado casi cualquier cosa con tal de poder abrazar a su hija.

Estaba tan inmersa en sus pensamientos en medio de la sala brillante y atestada, que el rápido movimiento que se produjo a su izquierda no la sacó de sus cavilaciones. De repente, se oyeron fuertes gritos y María vio a tres hombres encapuchados que se abalanzaron haciendo fintas para evitar a Claudio y conseguir acercarse a Mateo, luego atacaron al romano que se interponía y le tiraron al suelo, golpeando con la celeridad de un león que salta después de horas de acecho en las sombras. Con un revuelo de su capa, Claudio cayó pesadamente de espaldas y los agresores se abalanzaron sobre él, dagas en mano. Una… dos… tres hojas curvas y relucientes rasgaron el aire. Sicarios.

Ahora todos gritaban y chillaban, unos metiéndose en la pelea y otros huyendo. María vio un revoltijo de piernas y de brazos, y oyó un feo sonido ahogado cada vez que los cuchillos golpeaban. Claudio consiguió ponerse de pie cuando su entrenamiento de soldado prevaleció a la sorpresa. Ahora los adversarios lucharían en condiciones de igualdad, midiendo sus fuerzas.

—¡Muerte! ¡Muerte! —gritaba uno de los atacantes—. ¡Matadle ya!

Mientras Claudio se incorporaba, uno de los agresores le agarró por la espalda como un jinete se agarra a un caballo desbocado. Otro se lanzó hacia delante para acuchillarle en el pecho, pero Claudio le desarmó dando una patada a la mano que llevaba la daga. Luego se dio la vuelta y se deshizo del agresor colgado de su espalda, con tanta fuerza que el hombre se dio con la cabeza contra la pared y cayó sin sentido. Su cuerpo quedó inerme y su mano se relajó, soltando el cuchillo. Claudio le pisó la muñeca y rompió todos los huesos de su mano. María oyó cómo se partían y crujían, como ramitas secas.

El último de los agresores se abalanzó sobre Claudio por detrás, rodeándole el cuello con el antebrazo y tratando de acuchillarle en la espalda. Pero su mano se enredó en la capa del romano. Su capucha cayó hacia atrás dejando su cara al descubierto, una cara delgada que recordaba a un hurón y que a María le resultó familiar.

¡El hombre que había forzado su entrada en la casa de Silvano! El hombre que había asesinado a alguien en Tiberíades. Simón. Así se llamaba, Simón.

—¡Simón! —María oyó su propia voz que gritaba—. ¡Simón! ¡Detente!

Al hombre le sorprendió tanto oír llamar su nombre que dudó por un momento. A Claudio no le hizo falta más. Se liberó del brazo de Simón que le apretaba el cuello, rompiéndolo al mismo tiempo. También ahora se oyó el sonido desagradable, aunque más amortiguado que el de la mano del otro agresor. Simón profirió un grito de dolor y protesta, como si le hubieran atacado injustamente, y se desmoronó en el suelo.

María se acercó corriendo y se quedó mirándolo. Sí, era el mismo hombre.

—¡Tú tienes la culpa! —le espetó Simón, con los ojos desorbitados del dolor que le causaba el brazo roto. Seguía aferrando la daga curva con obstinación—. ¡Tu grito ha provocado esto!

—¿Ha provocado el qué? —gritó también María—. Nunca conseguirías escapar. Si hubieras matado a este romano, te habrían crucificado. ¿Para qué?

—Si no lo entiendes, estás con el enemigo. —Simón entornó los ojos—. Aunque ya lo estabas. Ahora me acuerdo. Recuerdo que me pidieron que saliera de aquella casa y que tú no hiciste más que mirar, sonriendo y asintiendo. ¡Eres una colaboradora! —Incluso presa del dolor, hizo acopio de indignación y escupió a María.

Claudio meneaba la cabeza y se frotaba los antebrazos, incrédulo ante su inesperada salvación.

—Será crucificado de todos modos —dijo—. Da lo mismo intentar asesinar que conseguirlo. En lo que se refiere al criminal, por supuesto, no a la víctima. —Miró a los asaltantes—. Los tres seréis crucificados.

Para entonces, los demás soldados romanos habían rodeado a los agresores y les habían apresado. Levantaron al hombre inconsciente y le sostuvieron de pie. A Simón le ataron, y parecían disfrutar con su dolor cuando le obligaron a poner el brazo roto en la espalda. Al tercer hombre, a quien Claudio había desarmado de una patada, le apresaron y le inmovilizaron.

—Lleváoslos —ordenó Claudio a los soldados.

—¡Simón! —Era Jesús quien hablaba. No había dicho ni una palabra mientras duró el altercado pero ahora habló bien alto.

El asesino con cara de hurón volvió la cabeza para ver quién le llamaba.

—¡Simón! —repitió Jesús.

Claudio, aunque perplejo, hizo seña a los soldados para que se detuvieran.

—¿Qué quieres? —gruñó Simón—. ¡Acabemos con esto de una vez! ¡Déjame morir por mi pueblo! ¡No quiero tus sermones, ni la justicia de Roma, ni la piedad de este gobierno cobarde y colaborador! ¡No quiero nada de todo eso!

—¡Simón!

Algo en la voz de Jesús obligó a Simón a callarse. Cerró la boca y esperó.

—Simón. Ven conmigo.

—¿Qué dices? —irrumpió Mateo y palideció.

—¡No! —dijo Claudio—. Ha agredido a un representante de Roma, y esto es traición. Debe morir.

—Los traidores mueren a todas horas —repuso Jesús—. ¿Qué has preguntado, María? ¿Para qué? ¿Para qué serviría su muerte? Es una pregunta muy profunda. Simón, ¿no te gustaría hacer algo para la llegada del Reino? ¿No es esto por lo que luchabas?

—No sé nada de reinos —contestó Simón. En su rostro aparecían las huellas de la conmoción sufrida por el brazo roto.

—Yo creo que sí —insistió Jesús—. ¿Te gustaría venir con nosotros y saber más?

Simón se limitó a mirarle enfurecido.

—No tiene que ver con cuchillos ni con asesinatos —prosiguió Jesús—. Es mejor que lo entiendas desde el principio. Aunque me parece que ya has tenido bastante de estas cosas.

—Este hombre está arrestado —interpuso Claudio—. Se lo van a llevar.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Iré contigo! —dijo Simón de repente. Sus ojos brillaban; cualquier vía de escape era bienvenida.

—No puedes llevártelo —insistió Claudio—. No bajo tu autoridad… sea la que sea.

—¿Y si garantizara su buen comportamiento? —preguntó Jesús.

—No puedes, legalmente no. Tiene antecedentes de violencia. Esta vez hemos tenido suerte y le hemos apresado.

—Si causa más problemas, podéis castigarme en su lugar.

—No me tienta la idea. Tú no nos has creado problemas y tu castigo no nos serviría de nada.

—Simón, ¿juras abandonar para siempre la violencia? —preguntó Jesús.

Simón vaciló y al final asintió. Pero no miró a Jesús a los ojos.

—Puedes empezar entregándonos este cuchillo que escondes —dijo Claudio.

Simón lo dejó caer al suelo.

—¿Y tú, Disma? —Jesús se dirigía al tercer hombre, al que Claudio había dado la patada y que observaba la escena en silencio.

Se sorprendió tanto de oír su nombre que no pudo hacer más que seguir mirando.

—¿Y tú, Disma? —repitió Jesús—. ¿Vendrás conmigo?

—¡No! —Disma parecía asustado—. ¡No, tú estás loco!

Los romanos se lo llevaron sin más, antes de que cambiara de opinión.

El hombre con la mano rota empezó a recobrar el conocimiento. También le resultaba extrañamente familiar a María. Quizá fuera el segundo sicario de Tiberíades. Abrió los ojos y se encontró preso.

—¿Y tú? —preguntó Jesús.

—¿Qué? ¿Quién eres tú? —El hombre miró a Simón, ahora prisionero, y al romano, que no sólo estaba vivo sino que emitía órdenes. Gimió y volvió a cerrar los ojos.

—Me llamo Jesús. Te invito a unirte a mí y a mi misión.

El prisionero negó con la cabeza.

—La única misión que conozco es la lucha contra Roma y sus amigos —dijo—. Gracias, pero no.

—Simón ha aceptado.

El hombre pareció indignado. Luego se encogió de hombros.

—La gente está llena de sorpresas.

—Sorpréndete a ti mismo y ven con nosotros.

El hombre reflexionó por un momento y contestó:

—No.

—Lleváoslo también —ordenó Claudio.

Ya sólo quedaba Simón, que miró a su alrededor con incredulidad.

—Debería ir con ellos —dijo al final.

Jesús negó con la cabeza.

—Ya has tomado una decisión. —Miró a Claudio—. Te garantizo que nada tienes que temer de él.

Claudio les estaba mirando a ambos.

—Yo también lo juro —dijo Mateo—. Seré garante de su comportamiento.

Simón se volvió hacia él.

—Es a ti, traidor de tu propio pueblo, a quien quería matar. El romano se interpuso en mi camino. Odio a los colaboradores más que a los propios romanos.

—Lo sé —respondió Mateo—. Hace tiempo que esperaba ver tu cuchillo. Pero ya no soy recaudador de impuestos.

—¿Ah, no? Es igual, estoy de acuerdo con el profeta Jeremías. ¿Puede un leopardo cambiar las manchas de su piel? Nunca. —Simón le miró con altivez.

—Isaías, sin embargo, dice que el leopardo dormirá junto a la cabra, y las Escrituras no mienten. ¿Cómo podemos explicarlo? Algo tendrá que cambiar para que eso ocurra —dijo Jesús—. Por lo tanto, es muy posible.

—¿Que los que luchan contra la ocupación duerman junto a los romanos? —preguntó Simón—. Eso es aún más difícil.

—¿Le dejarás en libertad? —preguntó Jesús a Claudio.

—No puedo —respondió él, obstinado.

—Yo garantizo tu seguridad —insistió Jesús.

Claudio abrió la boca para discutir, pero no salieron palabras.

—De acuerdo. Aunque estás ofreciendo tu vida por la suya. —Miró a Simón con severidad—. ¿Eres capaz de entender esto? Cualquier mala acción tuya significará la muerte de este hombre.

Simón apartó la vista, como si ni siquiera soportara mirar a un romano.

—Sí —murmuró al final—. Sí, lo sé.

—Soltadle. —Claudio dio la orden con cierta vacilación—. No hagas que me arrepienta de esto —advirtió a Jesús—. O moriréis todos.