3

El viaje de vuelta se hizo más corto. El gran cortejo partió de la cima del risco desde donde se dominaba la vista de Jerusalén tan pronto se reunieron todos y los líderes contaron las familias, para asegurarse de que no faltaba nadie. En cuanto se dio la señal, las primeras carretas emprendieron la marcha hacia el norte, hacia Galilea. Otras se dirigieron al este, a Jopa, y otras más, al oeste, hacia Jericó. El grupo en el que viajaba la familia de María partió como una flecha hacia el mar de Galilea.

Ahora parecía haber más confusión, mayor mezcolanza. La familia de María y las demás familias practicantes de Magdala hicieron piña dentro del grupo, aunque la niña no dejó de buscar una oportunidad para escaparse. De repente, tenía ganas de ver a sus vecinos que habitaban las orillas del lago, y aquélla era seguramente su única oportunidad. Ya conocía los nombres de las pequeñas ciudades: Cafarnaún y Betsaida, y de otras, tierra adentro, como Nazaret. Quería conocer a las gentes de esas ciudades. Los únicos niños que viajaban con el grupo de Magdala eran ella misma y sus primas terceras, Sara y Raquel, y ellas tenían tantas ganas de explorar como la propia María.

—¡Escapemos! —les susurró—. ¡Metámonos en uno de los otros grupos!

—¡Sí, sí!

Por un instante se sorprendió de que Sara, dos años mayor que ella, y Raquel, aún mayor, la obedecieran, pero estaba demasiado contenta para pensar en ello. Estaban de acuerdo y eso era lo único que importaba.

Se escurrieron agachadas entre el rezongar de las ruedas de los carros y el jadeo de los asnos. No tardaron mucho en localizar el grupo de Cafarnaún. Era el más numeroso, compuesto sobre todo por adultos y personas mayores, que caminaban con dificultad, profiriendo suspiros de cansancio. En sus filas había pocos niños, de modo que María y sus amigas se alejaron pronto. Cafarnaún era la ciudad más importante del mar de Galilea, construida justo en el extremo más septentrional de la orilla pero, a juzgar por sus peregrinos, tenía que ser un lugar severo y aburrido.

En el grupo de Betsaida parecían viajar sólo personas religiosas —¿acaso no había salido de él el rabino destrozaídolos?— y tampoco despertó el interés de las niñas.

De comitiva en comitiva, la banda de exploradoras furtivas se fue acercando a una representación totalmente desconocida —con toda la emoción que eso anunciaba— cuando María se dio cuenta de que las seguía una niña que debía tener más o menos su misma edad. Dio la vuelta de repente para sorprenderla y se encontró frente a una niña de abundante cabello rojo, que unas cintas mal puestas trataban de sujetar en vano.

—¿Quién eres? —exigió saber. En realidad, correspondía a los miembros mayores de la compañía pedir la identificación pero, dado que las primas Raquel y Sara permanecían calladas, María se hizo cargo de la situación.

—Casia —respondió la niña resueltamente—. Mi nombre significa «flor de canela».

María la miró fijamente. Su cabello, rojo oscuro y rizado, y sus ojos dorados le daban un aspecto exótico. Desde luego, Casia era un nombre apropiado para ella.

—¿De dónde eres? —preguntó de nuevo.

—De Magdala —dijo la niña.

—¡Magdala! ¿Y quién es tu padre?

—Benjamín.

Pero la familia de María jamás había mencionado al tal Benjamín. Y su familia no viajaba con las otras seis del pueblo. Esto significaba que no eran practicantes, que no eran compañía adecuada. Desconocía tantas cosas de Magdala que, de repente, la dominó el deseo de saber.

—¿Y dónde vives? —insistió.

—Vivimos en la parte norte de la ciudad, en la pendiente sobre el camino…

En el sector nuevo. Allí donde vivían los nuevos ricos, los amigos de Roma. Sin embargo, puesto que habían hecho la peregrinación a Jerusalén, no podían ser amigos incondicionales de Roma.

—Casia —declaró solemnemente, con toda la ceremoniosidad de que es capaz una niña de siete años—, seas bienvenida.

—¡Oh, gracias! —La pequeña sacudió su gloriosa melena, y María sintió una punzada de envidia. Si mi pelo fuera así, mamá lo cuidaría. Seguro que sí. Ahora piensa que no soy bonita. Su pelo es más espeso y brillante que el mío. Pero si tuviera el cabello de Casia…

—¿Qué estás mirando? —preguntó Casia. Después se rió y tendió la mano—: ¡Venga, vamos a explorar!

Se abrieron camino hacia otro grupo que parecía no querer mezclarse con los demás y, cuando les dijeron que venían de Nazaret, echaron a reír.

—Oh —dijo Sara—, nadie hace caso a los nazarenos. Son simplemente insignificantes.

—¿Por qué? ¿En qué sentido? —preguntó María. No se apartaba del lado de Casia, su nueva amiga, como si hubiera hallado un tesoro junto al camino y no quisiera compartirlo con nadie.

—Nazaret es un pueblo pequeño y sus gentes son pobres —explicó Sara—. Es un milagro que consiguieran reunir un grupo para ir a Jerusalén.

—Aunque tienen muchos camellos —observó María. Le parecía que la gente que tenía camellos era más interesante que la que tenía asnos, porque los camellos tienen más personalidad que los asnos.

—Muy cierto —admitió Casia—. De acuerdo, entonces, tratemos de introducirnos en el grupo. Así podremos juzgar por nosotras mismas.

Avanzaron con cautela, se acercaron furtivamente y echaron a andar al lado de los miembros de una familia. Intentaron entablar conversación preguntándoles sobre Nazaret. Las respuestas que recibieron fueron escuetas y aburridas.

—No hay muchos forasteros en Nazaret —dijeron. Nazaret es un pueblo tranquilo, ideal para criar hijos, afirmaron.

—Como no hay nada que hacer, los niños no se meten en líos —explicó una anciana con muchas arrugas—. Como aquella familia de allí. Señaló a un grupo nutrido que caminaba en filas cerradas; dos niños pequeños viajaban a lomos de un burro—. Esa gente: José y los suyos.

María se volvió para ver de quién estaba hablando. Un hombre joven y de aspecto simpático caminaba a paso ligero, seguido de la que debía de ser su mujer y de bastantes personas más. El burro con los niños cerraba la comitiva.

Es carpintero —apostilló un jovenzuelo—. No va a Jerusalén todos los años, aunque acude bastantes veces. —Se produjo una pausa. Por lo demás, cuida de su taller y de su clan. Tenía un hermano en Cafarnaún, cuyos hijos eran unos alocados. Se unieron a los insurrectos. Me imagino que José quiere evitar esos líos.

Justo detrás de José y su mujer caminaba un hombre joven y alto —mejor dicho, más muchacho que hombre todavía— de mandíbula resuelta y espeso cabello oscuro que brillaba rojizo al sol del mediodía. A su lado caminaba otro chico, y detrás, todo un tropel.

En ese instante, el joven se volvió para mirar a María y sus amigas. Sus ojos eran negros y hundidos.

—¿Quién es? —preguntó Casia.

—Es el hijo mayor, Jesús —dijo su informante—. El predilecto de José.

—¿Por qué? ¿Es muy buen carpintero?

El muchacho se encogió de hombros.

—No sé. Supongo que sí o José no estaría tan orgulloso de él. Aunque les cae bien a todos los adultos.

—¿Y a la gente de su edad?

—Pues… nos cae bien pero es tan… tan serio. Le gusta jugar, desde luego, y es muy afable. Pero… —el chico se rió— le gusta leer demasiado e intenta mantenerlo en secreto. Imagínate, confesar a tus amigos que disfrutas del estudio que el resto encontramos tan aburrido. Dicen que ya puede leer el griego. Que lo aprendió él solo.

—Eso es imposible —afirmó una muchacha alta—. Nadie puede aprender griego sin ayuda.

—Pues, entonces, le ayudaron pero él estudió a solas. Y en secreto.

—Seguro que no era un secreto para sus verdaderos amigos —dijo la muchacha con desdén.

—¿Cómo tú?

—Yo no soy…

María y sus amiguitas decidieron estudiar aquella fascinante familia por sí mismas. No fue difícil acercarse y caminar a su lado. José, el patriarca, caminaba a grandes zancadas, punteando cada paso con un golpe enérgico del bastón contra el suelo. María observó que la empuñadura estaba tallada en forma de palmera coronada de dátiles: el toque de un artista.

Al mismo tiempo tuvo un pensamiento inquietante: Espero que no lo pierda. Quizá sería mejor no llevarlo en viajes como éste.

—Que bonito bastón —dijo Casia para entablar conversación.

José las miró y sonrió.

—¿Te gusta? Lo hice yo, y Jesús talló la palmera.

—Es precioso —dijo Casia. María se sentía incapaz de hablar.

—Disfruté tallándola —dijo el joven. Su voz era muy agradable y, de algún modo, especial—. Aconsejé a mi padre que no llevara el bastón en este viaje. Si lo pierde, no sé si podré hacer otro igual. Desde luego, no sería igual. Es difícil hacer copias exactas de las cosas.

Es exactamente lo mismo que pensaba yo, sobre el bastón y la posibilidad de perderlo, pensó María. Qué curioso. Pero ¿por qué no podría hacer otro igual? ¿Qué ha querido decir con esto?

—Las cosas nunca son las mismas —explicó el joven, como si le hubiera adivinado el pensamiento—. Por mucho que uno desee que lo sean. —Y sonrió; una sonrisa deslumbrante y tranquilizadora. Su semblante cambió por completo y sus ojos, hundidos en la intimidad de las sombras, parecieron salir a la luz.

—¿De dónde sois? —preguntó al ver que ella no respondía enseguida a su comentario sobre el bastón.

—De Magdala —dijo una de las primas.

—De Magdala —repitió María.

—¿Cómo te llamas? —preguntó él.

—María —respondió ella quedamente.

—Mi madre también se llama María —dijo Jesús—. Deberías conocerla. Está siempre encantada de conocer a otras Marías. —Hizo un ademán hacia atrás, hacia una mujer que caminaba rodeada de sus hijos.

Obedientes, María, Casia y las primas aminoraron el paso, esperando encontrar a la otra María. Caminaba a paso ágil, inmersa en la conversación con los que la rodeaban.

Aunque más tímida que su esposo y su hijo mayor, les dio también una cálida bienvenida. También ella hizo preguntas pero con discreción, sin ánimo de entrometerse. Quería saber de dónde venían y quiénes eran sus familias. Había oído hablar de Natán —«¿Quién no conoce su nombre y la importancia de sus negocios?»— y admitió «envidiarle sus hijos, que tanto le ayudan en el trabajo». Las facciones de la mujer eran regulares y delicadas, y prestaban a su rostro un aire clásico, como si fuera la efigie de una estatua o una moneda; sus modales eran tranquilos y reconfortantes. Dijo que ella misma o algún otro miembro de su familia solían ir a Magdala una vez al año para comprar pescado salado, cuya calidad no tenía igual.

—No tenemos pescadores en la familia —añadió—. Así que dependemos de otros. —Hizo una pausa—. Hasta el momento, al menos. Quizás uno de vosotros será pescador cuando sea mayor. —Miro a los tres niños que caminaban detrás de ella: un chico moreno y ceñudo que debía de rondar los doce, seguido de un niño de cabello castaño, bajito y fornido, probablemente dos años menor que él, y el último, el más joven de todos—. Santiago —dijo señalando al moreno— y Jude. El más pequeño es el joven José, aunque le llamamos Joses en la familia. Dos José se prestan a confusión.

Joses sonrió y les saludó con la mano; Santiago asintió en reconocimiento de su presencia.

—A Santiago le interesan poco las cosas del exterior —explicó María, aparentemente sin ánimo de juzgar—. Prefiere estar en casa, leyendo.

—Como mi hermano, Eli —dijo la pequeña María alegremente. Tal vez todas las familias tuvieran su miembro estudioso.

—¿También está aquí? —preguntó María la mayor.

—Sí, allí, con el grupo de Magdala.

—¿Cómo te llamas? —preguntó María la mayor.

—María.

—¡Yo también! —Se la veía muy satisfecha—. Es un honor conocerte. —Parecía hablar en serio.

—Gracias —respondió la pequeña. Nunca antes le habían dicho algo así.

—Somos hijas de Miriam, entonces —continuó la otra María—, aunque nuestro nombre corresponde a la versión griega. —Se volvió para buscar al resto de sus hijos y les hizo ademán de que se acercaran—. Ella es Rut —dijo, presentándole una muchacha más alta y mayor que María.

Rut inclinó la cabeza.

—Y Lía. —De pronto, apareció una niña de huesos fuertes, que debía de tener la edad de María.

—Hola —dijo Lía—. Tú no eres de Nazaret.

¿Era una pregunta o un desafío?

—No —admitió María—. Yo, mi amiga y mis primas somos de Magdala.

Ante la expresión interrogativa de Lía, María explicó:

—Está en el mar de Galilea. El mar de Kinnereth.

—Oh, sí. ¡Es como un espejo por la mañana y a la luz de la tarde! ¡Qué suerte vivir en sus orillas! —Lía se rió.

—Debes venir a visitarme y conocerlo.

—Tal vez lo haga. —Hizo un gesto con el brazo—. Creo que ya nos conoces a todos menos al bebé —dijo Lía—. Allí está. —Señaló a un burrito pardo con un bebé sobre sus lomos, que otro primo sujetaba con firmeza mientras caminaba junto al animal—. Éste es Simón.

Charlando así mientras caminaban, ni María ni Casia ni las dos primas se dieron cuenta de que el sol descendía ya hacia el horizonte. Resultaba tan divertido viajar con la familia de Nazaret. Todos ellos —o, como mínimo, María la mayor, Jesús y Lía— parecían escuchar con mucha atención lo que ella decía y encontrarlo muy interesante. Las preguntas que le hacían eran, misteriosamente, preguntas a las que deseaba responder, no como las que solían hacerle los demás, aburridas, y que provocaban respuestas igualmente insulsas.

De pronto, el grupo aminoró la marcha.

—Llega el Shabbat —anunció María la mayor con firmeza.

¡El Shabbat! La pequeña María y sus compañeras se miraron sorprendidas. ¡Lo habían olvidado por completo! ¡La caravana tendría que detenerse, allí mismo, en el corazón de Samaria, para observar la fiesta! Debían volver inmediatamente a su grupo.

—Quedaos con nosotros —propuso María la mayor.

—Sí, pasad la noche con nosotros. Hay espacio para todos. —Fue Jesús quien habló.

María le observó para ver si hablaba en serio o, simplemente, quería ser amable.

—Por favor. —El joven sonreía, y su sonrisa era de clara aceptación.

¿No se enfadaría su familia? ¿No estarían preocupados?

—Siempre tenemos visitantes —dijo María la mayor—. Es una buena manera de hacer honor al Shabbat. Jesús puede ir a avisar a tu familia, para que no se preocupen.

—¿También a las nuestras? —preguntaron Casia y las primas, ansiosas.

—Por supuesto.

—Gracias —respondió María. Se mordió el labio para no delatar su gran alegría ante la perspectiva de pasar el Shabbat con esa gente extraña, cuya compañía resultaba tan misteriosa y reconfortante a la vez.

Empezaron a buscar un lugar donde pasar la noche. Con el poco tiempo que les quedaba antes de la llegada del Shabbat, no podían ser muy exigentes. Apresurados, eligieron una llanura con algunos árboles, que les ofrecía cierta protección y la posibilidad de atar los animales. Las demás familias de Nazaret se acomodaron a su alrededor, y pronto surgió un pequeño poblado de tiendas de campaña.

—Rápido, ya —dijo María la mayor a sus hijos—. ¡El fuego! ¡Encended el fuego! —Jude y Santiago empezaron a apilar ramas en medio de un claro delante de la tienda y se apresuraron en prenderles fuego—. ¡Niñas, ayudadme a preparar la comida para el puchero! —Sacó cazos y cucharones de un fardo, y señaló otro—: Las judías. ¿Nos da tiempo de hacer pan? —Miró al sol para calcular el tiempo del que disponían.

Entretanto, José atendía a los asnos. Les quitó los fardos y las mantas de montura y los condujo a un arroyo para beber. En el interior de la tienda grande, María, sus primas y Casia estaban atareadas tendiendo las mantas para dormir.

—¡Las luces! —María la mayor apremió a Rut con un gesto de la cabeza—. ¡Por favor, dispón las luces del Shabbat! —Rut rebuscó en un hatillo hasta encontrar un par de linternas. Con mano experta, las llenó de aceite de oliva hasta el borde y las depositó con cuidado en el suelo.

Colocaron un hornillo de barro sobre las ramas encendidas y pusieron a hervir las judías; a su lado dispusieron los delgados panes, amasados a toda prisa. La propia celeridad de sus actos y el acontecimiento que se acercaba veloz producían un sentimiento de intensa expectación. Prepararon más comida —ya que debía haber suficiente para durar hasta el anochecer del día siguiente— y, en cuanto estuvo lista, la apartaron del fuego para poner más.

El sol siguió deslizándose por el cielo hasta cernerse sobre el horizonte, proyectando sombras de color púrpura sobre el campamento, sombras que dibujaban las siluetas alargadas de los camellos y de los árboles. De los numerosos fuegos encendidos delante de las tiendas se elevaban hacia el cielo columnas de humo también purpúreo, creando un escenario envuelto en brumas violáceas.

—Casi hemos terminado —anunció María la mayor con voz de alivio y emoción—. Ya está. —Retiró dos hogazas de pan del horno y metió otras, aún por hacer. Dejó enfriar los panes horneados, que impregnaron el aire con su olor a corteza crujiente.

Rut y Lía ya habían servido las judías cocidas en cuencos de arcilla, que ahora disponían a lo largo de la manta sobre la que se sentarían durante la cena. Las dos linternas del Shabbat aguardaban encendidas junto a la manta. Los muchachos trajeron odres de vino y sus hermanas pusieron las copas. Sobre un mantel, dispusieron queso de cabra, pescado seco, almendras e higos.

El sol rozaba el horizonte.

Si algo quedaba por hacer, tenía que hacerse deprisa o desistir de ello. ¿Estaban bien atadas las cuerdas de la tienda? No se puede atar nudos durante el Shabbat. ¿Habían apagado el fuego en el horno? Ni se cocina ni se encienden fuegos en el día del Shabbat. ¿Alguien tenía hacer anotaciones en el cuaderno? Deprisa. No se puede escribir en Shabbat, salvo que se usen tintas no permanentes, como el jugo de una fruta, o que se escriba en la arena, o con la mano izquierda, siempre que no sea ésta con la que se escribe habitualmente.

Rut se trenzó el cabello deprisa. No se puede trenzar el cabello el Shabbat. Lía se quitó con desgana los lazos que adornaban su pelo; los ornamentos están prohibidos en el día del Shabbat. Los hombres se quitaron las sandalias de viaje, cuyas suelas estaban clavadas al calzado. También están prohibidas las suelas clavadas.

Jesús regresó apresurado y se sentó inmediatamente, quitándose las sandalias.

—¿Has podido encontrar a nuestras familias? —inquirió María—. ¿Has podido hablar con ellos? —¿Tenemos permiso de quedarnos?, se preguntó. Casi estaba segura de que tendría que volver, y rápido, antes de que el sol se escondiera tras el horizonte.

—Sí —respondió Jesús—. Sí, les he localizado a todos. —Se inclinó hacia delante, todavía falto de aliento—. Los tuyos, Casia, parecían contentos de que fueras nuestra invitada para el Shabbat. —Dirigió la mirada a Raquel y a Sara—: A los vuestros no les entusiasmó tanto la idea, aunque dieron su permiso. Y los tuyos… —Miró a María—: No ha sido fácil convencerles.

¿Qué había pasado? El corazón le latía con fuerza mientras esperaba el relato.

—Tu padre… Natán… —Jesús hizo un gesto de asentimiento.

—Sí —respondió la niña.

—Dijo que es irregular, que no nos conocemos, que es muy estricto en lo que a las relaciones con familias menos practicantes se refiere.

Claro. Por supuesto. María sabía que sería así.

—Necesitó pruebas de nuestra respetabilidad.

—¿Cómo… cómo se puede averiguar eso? —preguntó la niña.

—Me sometió a un examen. —Jesús rió, como si la situación le divirtiera en lugar de ofenderle—. Quiso indagar en mis conocimientos e las escrituras, esperando así descubrir mis defectos.

Al oír esto, su madre se echó a reír.

—¡Gran error! —dijo meneando la cabeza—. Como cualquier rabino de Jerusalén bien sabe. —Se volvió hacia sus invitadas—: El año pasado Jesús se quedó en Jerusalén para preguntar a los rabinos y los escribas del Templo acerca de algunos puntos delicados de las escrituras. Puedo entender a tus padres, María, su preocupación por la hija que se aleja de ellos. Pero nadie gana una competición de conocimientos sagrados con Jesús.

El joven hizo una mueca.

—No fue una competición —dijo—. Sólo me preguntó acerca de algunos textos… —Se encogió de hombros.

Se reunieron todos alrededor de la manta aunque los últimos rayos del sol se proyectaban aún sobre ella. Rut se agachó y encendió las velas del Shabbat, su cabello recién trenzado recogido en torno a la cabeza. En silencio, observaron el sol que desaparecía.

María hacía lo mismo cada semana con su familia, pero aquélla era la primera vez que vivía la experiencia lejos de los suyos y de su hogar. En casa también sentían la misma expectación exultante, como si contuvieran el aliento hasta la llegada del Shabbat. Y cuando llegaba… el tiempo parecía distinto. Casi mágico. Ella se decía: Este es el pan del Shabbat, ésta es el agua del Shabbat, ésta es la luz del Shabbat.

De algún lugar del campamento vino el sonido de una trompeta, que tocó dos notas repetidas tres veces. Anunciaba la llegada del Shabbat, del momento fugaz entre la aparición de la primera y la tercera estrella en el cielo polvoriento. Según la tradición, el primer toque avisaba a los obreros que debían abandonar sus tareas; el segundo advertía a los comerciantes que debían cerrar sus negocios; y el tercero anunciaba el momento en que se tenía que encender la luz del Shabbat. El Shabbat comienza a brillar, como dice el refrán.

María, la madre, se adelantó para consagrar las luces ya encendidas. Con las manos por encima de las linternas, dijo con voz queda:

—Bendito seas, oh Dios, nuestro Señor, Rey del Universo, Tú que nos santificaste con Tus mandamientos y nos ordenaste encender la lámpara del Shabbat. —Su voz cálida y sosegada brindó una riqueza especial a las palabras.

Todos se inclinaron sobre la manta y guardaron un momento de silencio. El cielo se oscurecía rápidamente, y las potentes linternas del Shabbat emitían cada vez más luz. Otras lámparas ardían delante de las demás tiendas. Una quietud dominó el campamento, rota sólo por el balido o el mugido ocasional de algún animal.

—Damos la bienvenida a nuestras invitadas —dijo José, haciendo un gesto de asentimiento a María, sus primas y Casia—. Aunque no vivimos tan lejos unos de los otros, en las ciudades cercanas hay vecinos que nunca tenemos la oportunidad de conocer. Estamos agradecidos de su llegada a nosotros.

—Si —añadió Jesús—. Gracias, por venir a nosotros. —Sonrió.

—Ahora debemos comer y recibir el hermoso Shabbat. —José partió una hogaza de pan y distribuyó los trozos entre los presentes.

Sentados a horcajadas sobre la manta, aceptaron los trozos de pan. A continuación sirvieron las judías, finas rodajas de cebolla, los higos, las almendras y el queso de cabra. Finalmente, el pescado salado de Magdala.

Jesús lo contempló con gesto sorprendido y dijo:

—Parece que sabíamos que íbamos a tener invitados de Magdala. —Cortó un trozo y pasó el resto.

Un estremecimiento de orgullo recorrió a María. ¡Hasta era posible que aquel pescado proviniera de las salazones de su padre! Escogió un trozo y lo colocó con cuidado sobre un pedazo de pan.

—Los peces de Magdala viajan lejos —dijo José, levantando alegremente un trozo de pan con pescado—. Nos habéis hecho famosos en Roma y más allá. —Dejó caer el trozo en la boca.

—Sí, a los galileos nos respetan en otras tierras aunque no en Jerusalén —interpuso Jesús. También él probó el pan con pescado y sonrió complacido con el sabor.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Santiago, ceñudo.

—Ya sabes lo que quiero decir —repuso Jesús—. ¿Cómo llaman a Galilea? El círculo de infieles. Es porque hemos formado parte de Israel tantas veces como no, según las partes del país que conquistaban los enemigos… —Tomó un sorbo de vino, pensativo—. Es un tema interesante, qué y quiénes son los verdaderos hijos de Israel. —Rió e inclinó la cabeza hacia las mujeres—: Y las hijas, desde luego.

—¿Quién es judío? —preguntó Santiago de pronto, con el gesto serio—. Quizá sólo… Dios… sepa responder. —Hizo una pausa—. Hay medio judíos, aquellos cuya ascendencia está en entredicho; hay supuestos judíos, como Herodes Antipas; hay gentiles que se sienten atraídos por nuestras enseñanzas (¿y quién no, si las comparamos con las vergonzosas religiones paganas que nos rodean?), pero que no están dispuestos a ir hasta el final y ser circuncidados. Y todos estos casi judíos, ¿ayudan a nuestra causa o la entorpecen?

—Depende de si a Dios le complace que otra gente desee acercarse a Él aunque mantenga cierta distancia, o se siente ofendido por su actitud —dijo Jesús.

—No sé responder —admitió Santiago.

—Ni yo —interpuso José con firmeza, poniendo fin al tema de conversación—. Al margen de esto, estamos profanando el Shabbat con charlas frívolas. Y somos responsables de las palabras frívolas. Tendremos que responder de ellas ante Dios.

—¿Qué es una charla frívola? —preguntó Casia. María se sintió escandalizada de que se atreviera a encararse así con José—. ¿Es algo profano? Se me ocurren muchas cosas de las que hablar y que no son muy sagradas. —Hizo una pausa—. Por ejemplo: decidir qué ropa ponerse.

—Hay leyes que rigen estos asuntos —dijo Santiago—. Moisés hizo leyes y los rabinos después de él…

—¡Quiero decir, si ponerse ropa bonita o vestidos apolillados, telas de colorines o pardas y deslucidas, ropa cara o ropa barata! —Miró a su alrededor con expresión de triunfo—. No hay leyes que decidan estas cosas.

—Pues, en este caso, tendrás que recurrir a un principio general —respondió José—. ¿Merecerá la ropa la aprobación del… Santo Nombre? ¿Le glorificará? Verás, no es tan sencillo como obedecer una ley. ¿El buen aspecto exterior refleja la voluntad de Dios? ¿O sólo es agradable a los ojos de los hombres, que no pueden ver lo que encierra el corazón?

—Es tan complicado —se quejó Casia—. ¿Cómo podemos saber lo que quiere Dios?

Justo en ese momento, Rut mordió un dátil seco e hizo una mueca:

—¡Mi diente! —exclamó, más sorprendida que dolorida.

—La raíz de parietaria —dijo su madre—. Está en la bolsa de cuero, en… —Bajó la voz—: En el gran fardo de la montura. —No hizo falta decir nada más. El fardo estaba atado con fuertes nudos, y no se podía desatar nudos hasta el anochecer del día siguiente. Y, aunque hubiese estado a mano, la ley prohibía tomar medicinas el Shabbat.

»Pero… —recordó la madre— tenemos vinagre. Está permitido el uso del vinagre para sazonar la comida y, si resulta que a la vez hace bien al diente, no hay transgresión alguna. —Por suerte, sí habían desempaquetado el pequeño frasco que contenía el vinagre. Lo pasaron deprisa uno al otro y, cuando llegó a sus manos, Rut se sirvió generosamente.

En el reposo que siguió a la cena, y mientras esperaban a que el vinagre aliviara el dolor de Rut, la familia empezó a recitar pasajes de las escrituras. Tenían que hacerlo de memoria, ya que estaba prohibido leer.

Terminadas las recitaciones, sin embargo, Rut no parecía sentirse mejor.

—Quizá debiéramos consultar al rabino —sugirió José—. Tal vez diera permiso para desatar los nudos o para tomar medicina, como medida de excepción.

Alguien salió corriendo en busca del rabino y, al cabo de un rato que pareció larguísimo, su silueta emergió entre las sombras que rodeaban la tienda.

—Dejadme ver a la niña —dijo. Avanzó directamente hacia Rut, le pidió que abriera la boca y la examinó. Después él mismo se la cerró.

—No veo que falte nada —se pronunció.

—Aun así, duele —dijo Rut.

—¿Podemos desatar el fardo que contiene el polvo? —preguntó José.

—¿Podéis desatar el nudo con una mano? —repuso el rabino.

—No, es un auténtico nudo, hecho para soportar las sacudidas del viaje.

El rabino meneó la cabeza.

—En tal caso, ya conocéis la ley. —Se dirigió a Rut—. Intenta ser valiente, hija. Es ya noche avanzada. No falta mucho para el anochecer de mañana. —Les miró a todos—. Lo siento —añadió mientras se disponía a dejarles—. Pensad que, aunque la medicina estuviera aquí mismo, no la puede tomar en el día del Shabbat. —Y en tono triste, como si quisiera disculparse, concluyó—: Lo siento, José.

Después de su partida, José fue a sentarse junto a su hija y le sostuvo la mano mientras ella hacía muecas de dolor. La miró atentamente a los ojos y, finalmente, se puso de pie.

Se acercó al fardo y con movimientos lentos y deliberados desató el nudo.

—Haré una ofrenda compensatoria por este pecado —dijo—. Pero no puedo quedarme esperando hasta mañana por la noche.

Sacó la medicina y se la dio a Rut.

Poco después fueron todos a acostarse, dirigiéndose en silencio a los jergones improvisados que les esperaban para dormir. A María, sus primas y Casia les habían asignado el mismo rincón de la tienda, y la niña pronto se encontró luchando contra el sueño. Con cuidado, se había quitado el cinturón y lo había guardado a su lado, junto con la capa de abrigo. Le dio unas palmaditas protectoras y se acomodó, sintiéndolo cerca de su cabeza.

Se quedó dormida con una sonrisa en los labios. Era muy divertido tener un secreto. Y había sido un día maravilloso, había encontrado a aquella gente y tenido la oportunidad de conocerles. Tenía que admitir que era divertido alejarse de su familia, poder ser otra por un tiempo. O, quizás, otra no, sino real y auténticamente ella.

Durmió profundamente y no se despertó cuando todos se levantaron por la mañana. Ya estaban fuera cuando ella se frotó los ojos y se incorporó, se vistió con precipitación y salió a buscarles.

El cielo ya era azul y claro, hacía rato que habían desaparecido las pinceladas púrpura del alba.

Compartieron un frugal desayuno de pan con queso, sentados en círculo mientras el cielo se tornaba cada vez más luminoso y las dulces fragancias de la mañana anunciaban un día espléndido.

—Si el primer Shabbat fue tan hermoso como éste, no es extraño que Dios decidiera descansar, considerando que había hecho un trabajo «muy bueno» —dijo Jesús. Masticaba lentamente un bocado de pan y contemplaba el cielo con expresión de dicha.

Todos asintieron. El aire mismo parecía impregnado de paz.

—Sí —respondió la madre de Jesús con su voz melodiosa. Pasó una cesta de higos a su izquierda, con un gesto casi tan grácil como el de una bailarina.

Es una mujer hermosa, pensó María, y no me había dado cuenta hasta ahora. Es mucho más bella que mi madre. De inmediato se sintió desleal, incluso culpable, por esta ocurrencia.

Dedicaron el resto del día —que se les hizo largo a la vez que corto— a deleites ociosos y a devociones especiales. Les estaba permitido sentarse tranquilamente y charlar, cantar, dar cortos y agradables paseos, dar de comer a los animales, tomar los alimentos preparados el día anterior, pasar ratos en silencio y ensoñación. También había un tiempo para la oración, íntima y en grupo, como la más antigua, la más fundamental oración de todas: «Shemá». —¡Escucha!— «Oh, Israel, Dios es nuestro Señor, Dios es Único».

María vio a Jesús sentado bajo un árbol pequeño, parecía estar adormilado. Observándole con atención, sin embargo, se dio cuenta de que no dormía sino que estaba por completo concentrado en pensamientos íntimos. Quiso alejarse pero ya era demasiado tarde. La había visto; le había molestado. Jesús le hizo ademán para que se acercara.

—Lo siento —dijo la niña.

—¿Qué sientes? —Más que molesto, parecía auténticamente perplejo por sus palabras.

—Haberte interrumpido —explico.

Jesús sonrió.

—Estoy sentado aquí, a la vista de todos. Es imposible irrumpir en la intimidad de alguien que se encuentra en un espacio público.

—Pero estabas solo —insistió ella—. Seguro que querías que te dejáramos en paz.

—No tanto —respondió él—. Tal vez esperara que sucediera algo interesante.

—¿Como qué?

—Cualquier cosa. Todo lo que sucede es interesante, si lo consideras con atención. Esta lagartija, por ejemplo. —Inclinó la cabeza lentamente para no asustar a la criatura—. Intenta decidir si debe salir de su grieta o no.

—¿Qué tienen de interesante las lagartijas? —Nunca le habían parecido especialmente llamativas aunque, por cierto, nunca se había detenido a observarlas. ¡Se movían tan rápido!

—¿No te parecen fascinantes las lagartijas? —preguntó Jesús muy serio. ¿O estaba bromeando?—. Su piel es tan extraña, tan… áspera. Y cómo mueven las piernas… no como los demás animales de cuatro patas. Las mueven de una en una, no de dos en dos. Cuando Dios las creó debía de querer mostrar que hay muchas maneras de viajar y muchos modos de ser rápido.

—¿Y las serpientes? —preguntó María—. No entiendo cómo pueden moverse, y menos tan rápido, si no tienen piernas.

—Sí, las serpientes son mejor ejemplo. Dios, en su inteligencia, les enseño a moverse y a vivir una vida feliz a pesar de su carencia.

—Y no se nos permite comerlas —añadió ella—. ¿A quién quería proteger Dios, a las serpientes o a nosotros?

—Ahora sí que celebramos el Shabbat —dijo Jesús inesperadamente—. Éste es un placer como tienen que ser los placeres.

Qué extraña manera de hablar. Pero a María le caía bien, a pesar e todo. Algunas personas que dicen cosas raras te asustan, porque intuyes que son peligrosas o tontas e imprevisibles. Este muchacho, sin embargo, parecía todo lo contrario: sensible y digno de confianza. A él le podía confesar: «No sé qué quieres decir».

Jesús dio un suspiro de placer.

—Que estamos pensando en Dios, hablamos de Sus obras, medidos, si lo prefieres, en la Creación.

—¿Meditamos en una lagartija? —María no pudo reprimir una risita.

—También es obra de Dios, tanto como el águila o el león —respondió Jesús—. Y tal vez una prueba mejor de Su ingenio.

—¿Podríamos pasar un año meditando en una criatura distinta cada día? —preguntó la niña. La idea le pareció fascinante.

—Desde luego. Recuerda el salmo que dice:

Alabad a Dios desde la tierra, vosotros, dragones, y seres de allí abajo:
Fuego, granizo, nieve, hielo, vientos tormentosos que cumplís Su palabra:
Montañas y colinas, cedros y árboles frutales:
Bestias y ganado: serpientes y aves plumadas.

María no recordaba el salmo, pero ahora ya no lo olvidaría jamás.

—¡Alaba a Dios! —ordenó severamente a la lagartija, que salió disparada de la rendija y desapareció. Jesús echó a reír.

Pronto —pareció que demasiado pronto— el sol acarició el horizonte, señalando el fin del Shabbat. De pie, contemplaron su desaparición y escucharon la trompeta que anunciaba la conclusión del descanso sagrado.