29

El Shabbat siguiente la sinagoga del rabino Anina estaba llena. María y Mara se encontraban entre las mujeres que se hacinaban en la parte de atrás, obligadas a permanecer de pie, mientras los hombres se sentaban cómodamente en los bancos. María no se sentía a gusto con Mara. Como discípula de Jesús, no sólo recibía el trato destinado a una presencia subversiva sino que Mara a buen seguro recordaba a la miserable mujer poseída que había buscado refugio en su casa. Parecía que Jesús y los demonios eran una y la misma cosa a sus ojos.

El rabino Anina oficiaba la ceremonia predicando. María se preguntó si debía buscarle al final del servicio religioso para contarle lo que le había sucedido, aunque tenía la impresión de que no querría saber nada de Jesús. Las instrucciones que le había dado el sacerdote, en el sentido de rezar y enfrentarse a los demonios, sólo la habían conducido a la derrota, la desesperación y el intento de suicidio. Sin duda, no eran éstas las noticias que le gustaría oír.

Cuando llegó el momento de la invitación a leer y comentar un pasaje de los profetas, Jesús se levantó y leyó de nuevo el mismo pasaje de Isaías que leyera en Nazaret. Y su tranquilo comentario final, «Hoy estos versos se han cumplido delante de vosotros», de nuevo causó conmoción.

Sin embargo, antes de que la congregación pudiera hacer algo más que murmurar, un hombre salió tambaleándose de entre sus filas.

—¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? —gritó con voz ronca y gutural—. ¿Has venido para destruirnos? —Se aferró los brazos y cayó como un saco.

Mara agarró la manga de María.

—¡Este hombre… está poseído! —Se volvió para mirarla—. Está mucho peor que tú cuando te conocí.

Cómo puede nadie estar peor que yo, pensó María. La pobre mujer no sabe de qué habla, no alcanza a comprender.

—¡Silencio! —ordenó Jesús, de pie delante del hombre caído—. ¡Salid de él!

El hombre echó a temblar y a chillar, profirió un terrible grito desgarrado y quedó inerte en el suelo.

Los murmullos se intensificaron entre la congregación. María pudo distinguir preguntas como «¿Qué significa esto?» o «¿Los espíritus malignos obedecen sus órdenes?» o «¿Tiene autoridad sobre ellos?».

Jesús se había inclinado sobre el hombre caído y le hablaba suavemente cuando el rabino Anina se le acercó y dijo:

—Esto no está permitido en el día del Shabbat.

Jesús le miró y preguntó:

—¿Qué no está permitido?

—Las sanaciones. Los exorcismos. Se consideran trabajo, y no se nos permite trabajar en Shabbat. Sin duda, ya lo sabes.

—Rabino —repuso Jesús—, imaginemos que tu buey o tu asno cayera en un pozo en Shabbat. ¿Esperarías al día siguiente para sacarlo?

—No, claro que no; la Ley permite el rescate de animales.

—¿No son las personas más importantes que los animales?

—Señor —dijo el rabino Anina sin alterarse—, sal de mi sinagoga. No eres bienvenido aquí.

—¿Tu sinagoga? ¿No es éste un lugar de reunión de los hijos de Israel? Si actúo dentro de los márgenes de la Ley, ¿por qué se me prohíbe volver?

—Efectuar curaciones en Shabbat no está dentro de la Ley, amigo, y tú lo sabes. El asno que cae en un pozo representa una emergencia. Este hombre y su condición, no. Está poseído desde hace mucho tiempo; un día más no significaría nada para él.

—No pensarías lo mismo si hubieras estado poseído alguna vez —contestó Jesús.

—¡Sí! —intervino María. Sin ser del todo consciente de lo que hacía, corrió hacia ellos—. Rabino Anina. Me recuerdas. Soy María de Magdala. —Se quitó el pañuelo, descubriendo su cabello corto—. Tú mismo afeitaste mi cabeza. Conoces mi estado de entonces… Estaba poseída, como este hombre. Me enviaste al desierto, con la esperanza de que allí pudiera recuperarme. Este hombre expulsó mis demonios… sí, cuando todo lo demás había fracasado. Y puedo decir que un día dura una eternidad cuando te atormentan los demonios. Los poseídos no pueden esperar un día.

—¡Silencio! —ordenó el sacerdote con los brazos en alto. Su rostro había palidecido ante la inesperada reaparición de María—. A las mujeres no se les permite hablar en la congregación. —Y añadió con voz queda—: Aunque estoy agradecido de tu curación. Esto es lo que importa.

—Bien pudo producirse un Shabbat —dijo María en voz alta, para que los demás la pudieran oír—. Si es así, Dios la bendijo.

—Mujer —preguntó el rabino Anina—, ¿dónde está tu esposo? ¿Por qué te permite hablar así en público?

No pudo haber encontrado mejor medio de silenciarla. Anonadada, María dio la vuelta, se alejó tambaleándose por el pasillo y salió a la calle. ¿Dónde está tu esposo?

—¡También tú debes irte! —dijo el rabino a Jesús—. ¡Has cometido sacrilegio contra el Shabbat!

—Mientras sea de día —contestó Jesús—, debo hacer el trabajo de quien me envió. Ya vendrá la noche, cuando nadie puede trabajar.

—¿A quién te refieres? —preguntó el sacerdote.

—Mi Padre nunca ha abandonado Su trabajo hasta el día de hoy, y yo también estoy trabajando.

—¿Qué dices? ¿Qué padre? ¿Quién es tu padre? ¿También él infringe las leyes del Shabbat?

—Este hombre es de Nazaret —dijo alguien—. Y su padre está muerto.

—Hablo de mi Padre celestial —respondió Jesús—, que también es tu Padre.

—¿Estás diciendo que Dios trabaja el Shabbat? ¡Blasfemia! Las Escrituras dicen que el séptimo día descansó.

—De su labor de Creación —explicó Jesús—, no de hacer el bien.

El rabino se tapó los oídos con las manos.

—¡Basta! ¿Cómo te atreves a hablar así? No puedes pronunciarte sobre lo que Dios hace o deja de hacer. Sobre todo, cuando lo usas como pretexto para justificar tus propios actos. Vete u ordenaré que te detengan.

—No tienes autoridad para ordenar mi detención —dijo Jesús—. No he infringido ninguna ley.

Se volvió y siguió los pasos de María hasta la calle, llevando al hombre liberado consigo.

—Vamos —dijo—. Este hombre necesita ayuda. —Sonrió a Mara, que en ese momento salía de la sinagoga—. ¿Nos das permiso para llevarle a tu casa?

A la caída de la noche, una gran muchedumbre que había oído a Jesús en la sinagoga se reunió delante de la casa de Pedro. Todos parecían sufrir alguna dolencia física; entre ellos había paralíticos tendidos en esteras, personas ciegas y otras que parecían poseídas. A la luz del crepúsculo, María y los que se encontraban en el interior de la casa vieron un mar de rostros que murmuraban y llamaban a Jesús, suplicándole que saliera.

—¡Ayúdanos! —clamaban—. ¡Dices que puedes devolver la vista a los ciegos, liberar a los cautivos! Aquí estamos. ¡Sálvanos! ¡Sálvanos!

María observaba a Jesús, que escuchó atentamente y luego se inclinó para rezar. Irguiendo el talle, salió de la casa. María y Pedro le siguieron.

Enseguida se produjo un gran alboroto, pero Jesús les advirtió que se quedaran donde estaban. Sólo así podría transitar entre ellos. Sorprendentemente, le obedecieron.

María vio cómo se acercaba al primer grupo, hablándoles y posando las manos sobre ellos. Después Jesús se alejó más y se perdió entre las sombras del anochecer.

Hubo gritos y agitación. De pronto, parecía que el gentío se multiplicaba, como si más gente acudiera de todas direcciones, saliendo incluso de las aguas del lago. La multitud engulló a Jesús. En estas condiciones, no podía hablar con la gente ni trabajar entre ella. Se abrió camino con esfuerzo de entre el gentío, se dirigió de vuelta a la casa de Pedro, entró apresurado y cerró la puerta de un golpe.

—Son demasiados —dijo—. Demasiados. No puedo ayudarles a todos.

Contempló los rostros estremecidos de sus seguidores.

—Por eso os necesito —dijo al final—. No puedo hacerlo todo yo solo.

—¡Nosotros no podemos curar! —objetó Pedro enseguida—. ¡No tenemos este poder!

—Lo tendréis —contestó Jesús—. Lo tendréis.

En ese momento les llamaron la atención unos golpes y crujidos que provenían del tejado. Trozos de yeso cayeron sobre ellos.

—¿Qué es esto? —exclamó la suegra de Pedro—. ¿Qué está pasando? —Salió corriendo de la casa para inspeccionar y empezó a gritar, agitando los brazos—: ¡Fuera de ahí! ¡Fuera de mi tejado!

Antes de que pudiera volver, un gran agujero se abrió en el techo y cuatro rostros ansiosos les miraron desde arriba con expresión de pedir disculpas.

Por un momento Jesús pareció asustado. Luego levantó los brazos para sujetar una camilla que bajaba del techo. Un hombre tan débil que apenas conseguía levantar la cabeza de la almohada le devolvió la mirada.

—La fe de tus amigos te ha curado —dijo Jesús al final—. Hijo, tus pecados están perdonados.

Una voz sonó en la ventana:

—¿Quién eres tú para perdonar los pecados? —Un hombre les miraba desde fuera—. ¡Cierra la boca! ¡Blasfemia!

Jesús miró al hombre en la ventana.

—Responderé a tu pregunta —dijo—. Dime: ¿qué es más fácil, perdonar pecados o devolver la vida a unos miembros inertes?

El hombre arrugó el entrecejo.

—Ninguna de las dos cosas es fácil —respondió al final—. Y ambas son prerrogativas de Dios.

—¡Mira! —dijo Jesús, y era una orden, no una sugerencia—. ¡Mira esto! ¡Amigo, levántate y vuelve a tu casa caminando! —Fijó la mirada en el hombre que yacía en la camilla. Lentamente, con ademanes torpes y gran indecisión, el hombre consiguió incorporarse sobre los codos.

—¡Puedes hacer más que esto! —dijo Jesús—. Puedes ponerte de pie. ¡Incluso puedes levantar tu jergón y la camilla!

Todos los ojos estaban clavados en él. Con movimientos penosos, el hombre siguió incorporándose hasta que, al final, bajó las piernas enclenques de la camilla. Temblando, se aferró a los palos y se puso de pie. Con gran cautela, adelantó primero una pierna y después, la otra. Parecía tan asombrado que María temió que se desmayara.

—Recoge el jergón —dijo Jesús—. Recógelo y llévalo contigo. —El hombre así lo hizo, con brazos temblorosos.

Un silencio profundo cayó sobre la multitud cuando el hombre apareció en la puerta, hasta que alguien gritó:

—¡Alabado sea Dios, que ha mostrado Su poder a los hombres!

Todos siguieron allí, rodeando la casa, clamando por Jesús.

—No salgas afuera —dijo Pedro. Estaba tan conmocionado como los demás y tuvo que apoyarse en una mesa para sostenerse de pie. Los gritos y los lamentos se intensificaban en el exterior, cobrando un tono de exigencia. En la oscuridad de la noche, destacaban las antorchas encendidas que muchas personas sostenían por encima de las cabezas y que teñían sus caras de rojo. Había muchísima gente, que se agolpaba y se empujaba.

Jesús parecía indeciso. De pronto, antes de que nadie pudiera impedírselo, abrió la puerta y salió afuera. María oyó un griterío ensordecedor, un rugido ávido y espeluznante, como si el gentío fuera un león dispuesto a devorarle, y sus necesidades eran ciertamente tan voraces que casi daba lo mismo enfrentarse a ellos que a un león.

Antes de que la puerta se cerrara, también ella salió corriendo. Se pegó al marco de la puerta e intentó vislumbrar la situación de Jesús. La muchedumbre parecía extenderse hasta las márgenes mismas del lago.

Ahora, sin embargo, que él había salido y le tenían delante, los gritos se apagaron. Jesús les contempló un buen rato y luego dijo:

—Es tarde ya, amigos. La noche es para el reposo. Dios trabajó durante el día, ¿no es cierto? Después hasta Él descansó. Sigamos Su ejemplo. Él ordenó el reposo para devolvernos las fuerzas y Él mismo lo observó. Vendrá la mañana y entonces trabajaremos juntos.

La promesa de otro día calmó al gentío, que empezó a dispersarse entre murmullos. Entonces una mujer desgreñada se abrió camino a empujones y cayó a los pies de Jesús.

—¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —gritó, al tiempo que se aferraba a sus sandalias.

Un amigo se acercó apresurado y puso la mano en el hombro de la mujer.

—Oh, maestro —dijo—, ella no puede esperar hasta mañana.

Jesús se inclinó y trató de ver la cara de la mujer, que estaba escondida tras largas greñas de cabello enmarañado.

—Hija —dijo al final—, debes alzar los ojos.

El hombre que la acompañaba meneó la cabeza.

—No la dejan hablar —dijo.

—¿Quiénes? —preguntó Jesús.

Con gran agilidad, la mujer postrada se levantó de un salto y de su boca salieron palabras graves y guturales:

—¿Has venido para destruirnos, Jesús de Nazaret? Ya sé quién eres. ¡El Santo y Único de Dios!

¿Yo también tenía este aspecto?, se preguntó María. Ver a otra persona en ese estado le producía escalofríos. Y sin embargo… era importante que la viera. Sería la única manera de comprender.

—¡Silencio! —ordenó Jesús con voz sonora—. ¡Salid de ella!

La mujer se desmoronó como un montón de trapos, convulsionándose en el suelo. Al poco, un grito lacerante e inhumano salió de su garganta. Antes de desaparecer, los observadores pudieron percibir el rastro del espíritu, como una súbita caricia gélida.

Un silencio absoluto imperó entre el gentío. Luego, de pronto, María oyó la voz de un hombre:

—¡Tenemos que contárselo a todos! ¡A todos! —La muchedumbre se dispersó en todas direcciones, como una nube barrida por el viento.

Jesús ya no les veía. Se había inclinado sobre la mujer temblorosa para ayudarla a ponerse de pie. María, que sabía muy bien cómo se sentía, se le acercó y la rodeó con los brazos.

—Se han ido —dijo Jesús con voz queda—. Se han ido.

—Pero… también en otras ocasiones sentí que se iban. Siempre volvían. —La voz de la mujer apenas resultaba audible.

—Esta vez no volverán. —Las palabras de Jesús eran decididas y concluyentes—. ¿Cuál es tu nombre? ¿De dónde vienes? —Hizo un gesto a María para que abriera la puerta y condujera a la mujer al interior de la casa de Pedro. Apoyándose en ambos, la mujer franqueó el umbral. Una vez dentro, se dejó caer en un banco.

Pedro y Andrés se acercaron para verla; lo mismo hizo Mara.

—Eres bienvenida a nuestra casa —le dijeron—. Esté donde esté tu hogar, ahora éste también lo es. —Mara le ofreció un tazón de vino y Pedro, una bandeja de higos. La mujer los apartó. Apenas era capaz de hablar. María recordaba la sensación. Se arrodilló delante de ella.

—También yo fui poseída por los demonios —dijo—. Jesús los expulsó. Y, como ha dicho, nunca volvieron. Estás a salvo.

—Por fin —murmuró ella—. No sabes…

—Lo sé —respondió María—. Lo sé.

La mujer levantó la cabeza.

—Soy Juana —dijo—. La mujer de Chuza.

¡La esposa del mayordomo de Herodes Antipas, la mujer poseída de la que hablaron en Tiberíades! Pedro y Andrés intercambiaron miradas. ¡Un miembro de la casa real escondido en la suya!

—¿Tu esposo…? —María no quería formular la pregunta directamente. No obstante, tenían que saberlo.

—Desesperó de mí —respondió Juana—. Resultaba… incompatible con sus deberes reales. Herodes Antipas empezó a mirarle con descrédito por mi culpa. Mi esposo perdió la confianza que el rey depositaba en él; casi fui causa de que perdiera el puesto. Yo no quería eso. Tenía que irme, pero no sabía adónde. Estuve deambulando, yendo de la casa de un amigo a otra, pero ya no me quedan muchos amigos. ¡Los demonios les ahuyentan! —Con una risita, se apartó el cabello de la cara y María pudo ver su rostro—. Me lo han quitado todo, me han despojado de todo lo que tenía.

—¿Tienes hijos? —preguntó María.

—Sí. Un hijo adulto y una hija cuyas perspectivas de matrimonio se fueron a pique por mi culpa. Quizás ahora que me he ido… —Profirió un suspiro de angustia desgarrada—. Es uno de los tantos sacrificios que hacen las madres sin dudarlo. Si mi ausencia la puede ayudar, se la ofrezco de corazón.

Lo hace parecer tan sencillo. Aunque, claro, ella ha vivido muchos años con su hija. ¡Yo no!, pensó María.

—Todo lo que ofreces a Dios te será devuelto multiplicado por cien… No, por mil —dijo Jesús mirando a María, como si quisiera ofrecerle garantías con respecto a Eliseba.

Aunque esto no era posible. Algunas de las cosas ofrecidas desaparecen para siempre, como las ofrendas que arden en el altar. Dios no las devuelve.

María miró a Jesús. Él sabía de esas cosas. Sabía cosas que no debía saber, que no había manera razonable de haber aprendido.

—¿Llegaré a conocerte alguna vez? —preguntó María a Jesús, tocando su manga cuando salieron de la sala para subir al tejado.

—No tengo nada que ocultar —aseguró él—. Todos pueden conocerme.

—Ven, necesitas dormir. —María se hizo cargo de Juana. Juntas subieron los escalones que conducían al tejado, donde descansarían. Evitando el agujero abierto en el techo, se hicieron dos pequeñas camas en el otro extremo de la terraza.

Tendida de espaldas y con la mirada perdida entre las innumerables estrellas, María sintió la presencia de Dios, aunque Él no le hablara. Y, durante unos breves instantes, le pareció que su cuerpo se elevaba para ir a Su encuentro.