María había recorrido muchas veces el camino de Cafarnaún, pero ahora se le hacía un trayecto de pesadilla, impregnado de un dolor infinito; el dolor que dejaba atrás, el dolor que encontraría delante y —lo más horrible de todo— el dolor que la rodeaba por todas partes. Caminaba trastabillando y cayéndose contra Jesús, casi cegada por las lágrimas y la conmoción. Cuando llegaron a las afueras de Magdala, temblaba tan descontroladamente que no pudo seguir. Sus rodillas flaquearon, y Jesús la ayudó a salir del camino y a apoyarse contra el tronco de un árbol, en un punto donde podrían pasar desapercibidos de los demás viajeros.
Cuando se vio a salvo de miradas ajenas, María se dobló hasta el suelo y estalló en llanto. Creía que ya nunca dejaría de llorar, que nunca agotaría su dolor. Ni las lágrimas ni los sollozos desgarradores conseguían aliviarla, aunque parecían tener vida propia, servir a su propia causa.
Jesús se dejó caer a su lado. A través de la cortina de sus lágrimas, María veía los tallos de matas que crecían verdes de la tierra áspera, y las puntadas decorativas de la capa de Jesús. La capa que su madre hiciera para él, la que le había regalado antes de… A sus ojos, la propia capa y cada una de sus diminutas puntadas representaban los lazos familiares rotos por su expulsión. El esmero con que se había tejido la capa, el gozo de regalársela al hijo predilecto, la bienvenida a los recién llegados… todo terminado, todo vuelto del revés. Como Adán y Eva, los habían expulsado del Jardín, y sus familias parecían menos afligidas que Dios en su momento. La familia, vedada ya para ellos, adquiría connotaciones paradisíacas.
—Mi hija —sollozaba. Apretaba en la mano el amuleto, que curiosamente no le habían arrebatado. Ella había tratado de volver a colgárselo del cuello—. ¡Es lo único que me queda de ella! —Abrió el puño y mostró a Jesús la placa de cerámica redonda, prendida del hilo.
—María, sigues siendo su madre —dijo él—. No todo está perdido.
Los sollozos angustiados fueron calmándose, y ella intentó recobrar el aliento.
Jesús tomó el collar de su mano sudada y lo deslizó por su cabeza.
—Ahora debes llevarlo tú —dijo.
Dejó descansar las manos en las rodillas, y María las contempló con afecto agradecido. No eran grandes, aunque sí fuertes y bien formadas. Tenían callos, por culpa —suponía ella— del trabajo en la carpintería y de su peripecia en el desierto.
—María —insistió él con voz arrulladora—, no te aflijas.
—¿Cómo puedo evitarlo? —preguntó ella. Esperaba una respuesta, una explicación convincente. Si alguien tenía la respuesta, ese alguien era él.
—La aflicción es para las cosas definitivas —dijo él—. Esto no es definitivo.
No es definitivo. No es definitivo. ¿Era eso cierto?
—¿Cómo… lo sabes? —consiguió pronunciar las palabras. ¡Ojalá fuera la verdad! Ojalá lo supiera y pudiera prometérselo.
—Porque sigue habiendo amor, y el lazo más antiguo del mundo: el de una madre con su hijo.
—¡Pero el amor es unilateral! Eliseba es demasiado pequeña para entenderlo. Otras personas me sustituirán… y ella olvidará.
—El amor no perece —insistió Jesús.
Le miró a la cara, vio la expresión de sus ojos. Estaba convencido de lo que decía. Estaba preocupado por ella, comprendía su confusión y sus lágrimas. Su voz era fuerte y reconfortante, como sus manos. Bajó la mirada.
¡No puede ser! La cautela innata en ella susurraba en su pensamiento. Corres serio peligro de enamorarte de este hombre. Sólo porque es amable y te reconforta, cuando tu marido te ha repudiado. Pero esto no basta. Eres débil y no puedes controlar tus sentimientos.
—Tenemos que seguir —farfulló, tratando de ponerse de pie.
—A su debido tiempo —respondió Jesús, al tiempo que apoyaba una mano en su brazo para indicarle que debería esperar un poco más. No intentó seguir con la conversación. Permanecieron sentados en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
Fue a media tarde cuando se levantaron para reemprender el camino. El lago aún estaba cuajado de barcas pesqueras y las orillas repletas de comerciantes. La crueldad de presenciar la vida normal de otras personas cuando la suya acababa de ser destruida trajo nuevas lágrimas a los ojos de María.
Siguió caminando, sin embargo, pensando por primera vez que, algún día, la aflicción visitaría a cada uno de los ocupantes de aquellas barcas; que, algún día, el sol que se reflejaba en el agua les resultaría insoportable a todos ellos.
Al doblar el recodo que daba entrada a Siete Fuentes, vieron numerosas barcas meciéndose en el agua y oyeron el barullo habitual de voces que clamaban por nada. En su estado actual, a María le parecía que las redes, la captura y las zonas pesqueras no eran nada, le resultaban tan insignificantes como la pelusa que el viento arrancaba de los cardos a orillas del lago.
Un hombre ruidoso bramaba órdenes a una de las barcas adentradas en el agua. María hizo una mueca; no quería oírle, su voz le resultaba tan desagradable como los chillidos de los niños consentidos en un día de fiesta. Aunque más fuerte.
—¡Estúpido! —gritaba—. ¡Cuántas veces he de decirte que recojas las redes para que no se enganchen en la quilla! ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta? ¿Cómo puede ser tan idiota alguien que ya ha vivido treinta años?
—Sí, padre —respondió una voz familiar. María miró al hombre de la barca. Era Pedro.
Jesús le vio al mismo tiempo, aunque no delató su reconocimiento. Detuvo la marcha y se quedó observando la escena.
—¡Mira estas redes! —decía el hombre de la orilla—. Están medio vacías.
—Hoy han salido muchos pescadores —dijo Pedro—. La zona estaba abarrotada.
—¿Por qué has permitido que te echaran, pues? Deberías haberles echado tú. ¡Ven aquí, contemos esta lamentable captura antes de que llegue la noche!
Pedro —y Andrés, según acababa de ver María— empezaron a remar hacia la orilla. Pronto se acercaron a tierra y lanzaron el cabo a su padre, que lo amarró a una piedra perforada. Los hombres saltaron de la barca al agua, que les llegaba hasta el pecho, y condujeron la embarcación a la playa. Después, empezaron a recoger las redes.
—Esto es vergonzoso —dijo con enojo el padre mientras inspeccionaba la red—. ¡Sois los peores pescadores del lago!
Pedro se enfadó.
—¡Sabemos lo que hacemos! —Señaló la red, que se agitaba y combaba con el movimiento de los peces—. Si no estás de acuerdo, compárala con la captura de las demás barcas.
—No puedo. Aún no han vuelto.
—Sí, y también nos lo reprocharías si siguiéramos allí fuera. —Al fin hablaba Andrés—. Dirías que somos irresponsables por demorar tanto el regreso.
—¡No discutas conmigo! —le espetó el hombre, enfadado—. ¡Estoy harto de vosotros! Primero desaparecéis una eternidad para acompañar a una loca al desierto y escuchar al predicador demente; después os quedáis allí esperando y esperando. Cualquier cosa antes que trabajar.
—No nos quedamos allí para evitar el trabajo —repuso Pedro.
—¿Por qué, entonces? No me lo habéis explicado.
María quedó asombrada. Pedro no había hablado de Jesús, ni a su padre ni a nadie más.
—Pues… Yo… —Pedro se encogió de hombros.
Jesús se movió a su lado. Vio la capa blanca con el rabillo del ojo, vio cómo se alejaba, se adentraba en el camino y se plantaba delante mismo de Pedro, Andrés y el padre de ambos.
Jesús bajó la capucha.
—¡Pedro! —dijo con voz alta, más alta que la del padre, más profunda, cargada de autoridad.
Pedro le reconoció con un sobresalto. A su cara asomó el horror de saber que Jesús lo había oído todo.
—¡Oh! —balbuceó—. Oh. ¡Oh! —Estaba clavado en su sitio.
—¿Quién es éste? —exigió saber el padre.
Jesús no le hizo caso.
—Simón, el llamado Pedro. ¡Mi piedra! —llamó a Pedro—. Abandona todo esto. Ven conmigo y te convertiré en pescador de hombres. —Señaló la red, que seguía agitándose—. De hombres. Sígueme. Nos esperan otras capturas, más importantes.
—¡Sí! —Pedro dejó caer la red y se lanzó adelante, el rostro radiante de alegría.
—Tú también —dijo Jesús, señalando a Andrés.
—¡Maestro! —exclamó Andrés; apartó la red de una patada y se fue hacia Jesús.
—¿Qué significa esto? —exigió saber el padre—. ¿Qué pasa con las barcas? ¿Qué pasa con el pescado?
—Tú te ocuparás —repuso Pedro—. Ya que tanto sabes del asunto. —Rodeó a su padre y abrazó a Jesús.
—¿Os tomaréis el día libre? —insistió el padre—. No podemos permitírnoslo, ahora no, a principios de la mejor temporada…
—Nos tomaremos libre el día de mañana, y el otro, y el de más allá —dijo Pedro—. Ahora tengo un nuevo maestro.
María miraba estupefacta la actitud resuelta de Pedro, tan repentinamente resuelta. Tal vez estuviera esperando la llegada de Jesús para que éste le rescatara.
—Ven. —Jesús se dio la vuelta y echó a andar, y ellos le siguieron. El padre empezó a vociferar a sus espaldas.
—Quédate en paz, Jonás —dijo Jesús.
—¿Cómo sabes mi nombre? —chilló él.
—Lo oí muchas veces de labios de tus hijos —respondió Jesús.
Tan pronto estuvieron fuera del alcance del oído de Jonás, empezaron a hablar de manera animada. A Pedro se le escapó una exclamación de reconocimiento cuando vio a María, pero reprimió enseguida su saludo al fijarse en su rostro demudado y surcado de lágrimas.
—¿Tan malo ha sido? —dijo meneando la cabeza.
—Más de lo que puedas imaginar —respondió Jesús—. Su familia la ha repudiado.
—¿Joel? —La voz de Pedro delató su incredulidad.
—Sí —prosiguió Jesús—. Creen que está embrujada o bien que yo estoy poseído.
—¡Eso es absurdo! —exclamó Andrés—. ¿No tienen ojos en la cara? ¿No se enteran de nada?
—Piensan que se ha deshonrado porque estuvo a solas con vosotros en el desierto —explicó Jesús.
Pedro profirió una risa áspera.
—Ojalá supieran…
—Quizá juzguen por lo que ellos hubieran hecho en circunstancias parecidas —dijo María. Sí. Quizás el tan beato Eli se habría aprovechado de una mujer vulnerable, su propio padre, también; tal vez hasta Joel… ¡Oh, éstas son acusaciones viles y odiosas! Pero ¿por qué otra razón no se les ocurrió más posibilidad que aquélla?
—La boca expresa el sentir del corazón —dijo Jesús. Evidentemente, pensaba en lo mismo—. Venid —añadió, instándoles a seguir el camino de Cafarnaún.
Aún no habían dejado atrás la zona pesquera cuando vieron más barcas apretándose dentro de un área congestionada, hasta tal punto que los pescadores casi chocaban unos contra otros.
—Siempre hay lucha por estas corrientes cálidas —comentó Pedro a Jesús. Al fin y al cabo, Jesús ni era pescador ni estaba familiarizado con los pormenores de aquellas zonas. Pedro estaba excitado, arrebatado con su osada rebelión contra su padre. No se alejaba del lado de Jesús y no dejaba de hablar. María poco podía oír lo que decía ni estaba interesada en ello. Ya tenía bastante con mantenerse en pie y contener el llanto. No dejaba de tocar el collar que llevaba al cuello.
De pronto oyó una voz muy familiar un poco más adelante en el camino. Era aquel pescador desagradable, Zebedeo, aquel hombre de cara enrojecida que se comportaba como si fuera propietario del lago. Su primer roce con sus bramidos, durante aquel primer paseo con Joel, la había impresionado tanto que nunca pudo olvidarlo. Al parecer, tenía ciertos contactos importantes en Jerusalén, en la residencia del sumo sacerdote, y eso explicaba su comportamiento altivo, aunque no lo justificaba.
¡Ahora no! ¡No con él! Fue lo primero que pensó. Y enseguida: Jesús sabrá tratar con él.
Zebedeo estaba regañando a sus hijos, que todavía estaban lago adentro. Al parecer, no habían pescado nada.
Pedro se volvió a los demás con un mohín, como si quisiera decir: ¡Nosotros sí que supimos qué hacer!
Los dos hombres de la barca no se parecían en absoluto. Uno era corpulento, de espalda ancha y cara redonda; el otro, tan esbelto y delicado que se le podría confundir con una muchacha.
—Padre, hemos hecho lo mejor que pudimos —dijo éste en tono de súplica.
—¡Lo mejor que pudisteis! ¡Lo mejor que pudisteis! ¡Vuestro mejor esfuerzo es mi peor resultado! ¡Somos dueños de todo esto —señaló con un amplio gesto las aguas del lago— y vosotros fracasáis!
Él no es dueño del lago, nadie lo es, pero así lo cree, en su engreimiento, pensó María.
—¡Mi nombre se conoce más allá de las aguas! —insistió el hombre—. Desde Betsaida hasta Susita. Desde Tiberíades a Gergesa. ¡La fama de Zebedeo de Betsaida llega hasta Jerusalén!
—¡Sí, y a mí también me conocen! —gritó el hijo musculoso—. ¡El nombre de Santiago ya es famoso!
—¡Ni lo es ni llegará a serlo! —repuso su padre.
Jesús se apartó del grupo y de nuevo se abrió camino hasta el agua, sorteando con cuidado las piedras de la orilla.
—Amigos —llamó a los hombres de la barca—, adentraos en el lago y tirad vuestras redes.
—Estuvimos pescando la noche entera y no cogimos nada —respondió el hijo fornido—. Ahora ya ha pasado la hora de pescar.
—Adentraos en el lago y tirad las redes —repitió Jesús.
Zebedeo le miró estupefacto.
—No le hagáis caso —gritó al fin a sus hijos—. Tenéis razón, la hora de pescar ya ha pasado por hoy.
De pronto, el grandullón soltó un resoplido y, con una mirada de desaire a su padre, se dio la vuelta y empezó a remar lago adentro.
Jesús y sus acompañantes esperaron; observaron cómo la barca llegaba al centro del lago, se detenía y los hombres echaban las redes. Zebedeo se acercó a Jesús para increparle pero, cuando éste no respondió a sus preguntas, se alejó de nuevo y volvió a su puesto en la orilla.
Un grito llegó del lago.
—¡Las redes! ¡Se están rompiendo! ¡Socorro! ¡Auxilio! —Los hombres luchaban por recoger las redes, que estaban tan cargadas que iban a reventar.
—¡Corre! —Zebedeo ordenó que otra de sus barcas saliera al rescate. Pronto ambas embarcaciones emprendieron la vuelta a la orilla. Avanzaban muy despacio por culpa del peso de la captura. Al acercarse, empezaron a zozobrar con tanta carga. Zebedeo saltó al agua hasta las barcas para guiarlas a la orilla pedregosa. Seguían hundiéndose. Las redes que llevaban estaban tan llenas que parecían gigantescos odres de vino.
Zebedeo casi daba saltos de júbilo. Ya estaba calculando los beneficios de tan extraordinaria captura.
—¡Oh, qué estupendo! ¡Oh, es excelente!
Jesús contemplaba sereno el regocijo del padre y sus hijos ante aquel golpe de buena suerte.
—Directitos a la mesa de Caifás —decía Zebedeo asintiendo—. ¡Sí, estos pescados agraciarán la mesa del mismísimo sumo sacerdote! ¡Y mi nombre sonará en los salones más importantes de Jerusalén!
—Son nuestros nombres los que debes poner en el envío —dijo el hijo apuesto—. Los pescadores somos nosotros.
—No, todo está a mi nombre, el nombre de la compañía —repuso Zebedeo—. Así ha sido siempre. Una buena captura no os da derecho a reclamarlo.
—El nombre de él debería compartir el prestigio. Él nos dijo donde ir —dijo el hijo corpulento, fijándose de nuevo en Jesús—. ¿Cómo te llamas, amigo?
—Jesús. De Nazaret. ¿Y tú?
—Yo me llamo Santiago —dijo el grandullón.
—Y yo, Juan —dijo su hermano.
—Sois los Hijos del Trueno —dijo Jesús—. Seguidme, Hijos del Trueno, y yo haré que vuestros nombres se conozcan mucho más allá de estas orillas. Los que me sigan serán conocidos más allá de este tiempo y de estos años.
—¿Y Caifás? ¿Le conoces? ¿Nos conocerá a nosotros si dejamos el establecimiento de padre para unirnos al tuyo? —preguntó Juan.
Jesús rió.
—Caifás. Cuando todos hayan olvidado a Caifás, a vosotros os recordarán. En realidad, a Caifás sólo le recordarán gracias a nosotros.
—Está loco —dijo Zebedeo—. Hijos, puede que me haya mostrado demasiado duro. Os daré un porcentaje mayor de la pesca a partir de este momento. En cuanto a él…
—Seguidme —dijo Jesús— y os convertiré en pescadores de hombres. Ya no saldréis a faenar en el lago sino en los pueblos. Y, en lugar de dar muerte a vuestra captura, le daréis la vida.
—No le hagáis caso —ordenó Zebedeo.
Santiago y Juan se demoraron un largo momento junto a las redes y la embarcación. Luego Santiago afianzó la red en la barca y se acercó caminando por el agua hasta la orilla.
—Yo iré contigo —dijo.
—Yo también —afirmó Juan y siguió a su hermano.
—¡Deteneos! —gritó Zebedeo.
Sólo cuando Jesús les condujo lejos del agua, con Zebedeo chillando siempre a sus espaldas, los dos hermanos vieron a los demás.
—¡Simón! —exclamó Santiago—. ¿También tú estás con él?
—Sí —respondió él—. Aunque ahora tengo otro nombre. Él me llama Pedro, como a vosotros os ha llamado Hijos del Trueno.
—¿Acaso cambia siempre los nombres? —preguntó Santiago.
—No —dijo Pedro—. Andrés, aquí, y María siguen esperando que les rebautice.
Santiago y Juan la miraron sorprendidos.
—¿Una mujer? —murmuraron.
—Sí —dijo Jesús—. Y habrá otras más. Ella es la primera.
—Pero es una mujer casada. ¿Dónde está su marido? ¿Cómo pudo dejarla libre? —preguntó Juan.
—En el nuevo Reino todos serán libres —respondió Jesús—. Nadie será dueño de nadie. Cada persona pertenecerá sólo a Dios. Y éste es el comienzo del nuevo Reino.
De nuevo en la casa de Pedro. Qué distinta parece de la primera vez, pensó María. ¿O no lo es? Los demonios se fueron, pero yo sigo marginada, y ahora otros han venido a unírseme en el exilio.
Mara, la esposa de Pedro, y su madre les acogieron con calidez y les invitaron a sentirse como en casa.
—Amadísima esposa —dijo Pedro, y la abrazó con ternura mientras los demás ocupaban sus lugares—, las cosas serán diferentes a partir de ahora.
La mujer se apartó, recelosa.
—¿En qué sentido?
—He abandonado el negocio de la pesca. Y mi hermano, Andrés, también. —Se separó de su mujer y rodeó con el brazo los hombros de Andrés—. No fue una decisión precipitada.
—¿Cómo? —La voz de Mara sonó muy queda—. Acababais de llegar a un acuerdo con Zebedeo para la temporada y tu padre…
—Padre está enfadado —admitió Pedro. Después sonrió—. ¡Y Zebedeo, también! —Señaló a Santiago y a Juan con una floritura de la mano—. Sus hijos se unieron a nosotros.
—Se unieron… ¿en qué?
—En seguir a este hombre, Jesús de Nazaret —respondió Pedro. Su voz, sin embargo, se había tornado más suave y menos convencida.
—¿Para hacer qué? —Mara se volvió ceñuda para mirar a Jesús—. No lo entiendo.
Pedro le dirigió una mirada de súplica.
—Maestro, debes decírselo.
En lugar de responder, Jesús dijo:
—Te doy las gracias por aceptarme bajo tu techo y brindarme tu hospitalidad.
—No sé si quiero dártela hasta que me expliques de qué va todo esto. Nuestra familia necesita comer; somos una familia de pescadores. Si mi esposo abandona este oficio, no conoce otros.
—Yo llamé a tu esposo, y a estas otras personas, para que me sigan en mi misión.
—Sí, de acuerdo, pero ¿en qué consiste esta misión? —Mara le dirigió una mirada penetrante.
—En anunciar el Reino y, de algún modo misterioso que ni yo mismo entiendo todavía, en inaugurarlo.
Mara emitió un resoplido. Miró a su marido.
—Esto es ridículo. Hay cincuenta como él por todo el país. Todos claman por reformas, un nuevo reino, una rebelión contra Roma, el fin de la era… ¿Cómo has podido meterte en esto? Si le sigues, estaremos arruinados. ¡Arruinados! Sin dinero, a merced de las autoridades… ¡No! —Se dio la vuelta bruscamente para enfrentarse a Jesús—. ¡Déjale en paz! ¡Te ordeno que le dejes en paz!
Pedro se le acercó y, con delicadeza, la apartó de Jesús.
—Los días de obediencia a ti y a mi padre han pasado.
A María la asombró su coraje. Era Jesús quien, de algún modo, se lo había dado. Y eso era un milagro de por sí.
—¿Y qué será de nosotros? —exigió saber la mujer—. ¡Supongo que tu nuevo amo habrá pensado en esto!
—Si buscas el Reino de Dios, todo te será dado —dijo Jesús—. Es una promesa.
—¡De veras! ¿Me lo prometes tú? —La mujer casi le escupió.
—No. Te lo promete Dios.
—Me imagino que hablas por Él. ¿Cómo puedes hacer promesas en Su nombre?
—Porque conozco Su talante —repuso Jesús—. Lo conozco muy bien.
—¡Oh, conque conoces Su talante! —Mara se volvió hacia su marido—. ¿Y es éste el hombre a quien quieres seguir? ¡Supongo que ha vivido con Dios, por eso sabe cómo piensa! Ni siquiera los escribas más sabios lo saben ni pretenden saberlo. Pretensión. Éste es el talante de este hombre.
—¡Lo veremos, mujer! —dijo Pedro con voz sonora—. Y ahora descansaremos aquí, en nuestra casa, y espero que te comportes con decencia y buenos modales. Si no, nos refugiaremos en el campo. —La miró enfadado—. No nos asusta el escándalo aunque a ti quizá sí.
La mujer contuvo el aliento. Se retiró de la estancia y arrastró a su madre con ella. María comprendía sus sentimientos. Todo era tan repentino, tan inesperado, no encontraban explicación. Sólo habían visto a Jesús como a un huésped en su sala. Y ahora este hombre iba a dar un vuelco a sus vidas.
Yo creía que si las mujeres me hubieran visto en Magdala jamás me habrían castigado ni repudiado, reflexionó María. Tal vez me equivocara. Tal vez se volvieran contra mí, exactamente como lo hicieron los hombres.
Jesús contempló a sus seguidores, que habían quedado a solas con él en la estancia.
—Queridos amigos —dijo—, doy las gracias a Dios por teneros conmigo. Ya debíais saber, sin embargo, que los peores enemigos de un hombre se encuentran en su propia casa. Me temo que en los tiempos venideros habrá división entre el padre y el hijo, entre la hija y la suegra, entre el marido y la mujer. Me temo que mi llegada no ha traído la paz sino la división.
Sí, así es. Mi esposo, Joel; la esposa de Pedro, Mara; Zebedeo y Jonás; y la propia familia de Jesús, María, su querida madre, su hermano Santiago y los demás… Los pensamientos de María de pesadumbre. ¿Por qué tenía que ser así? ¡Jesús, explícanos por qué tiene que ser así!
Y la pregunta se le escapó en voz alta.
—Porque, en este mundo, Satanás enceguece y divide a la gente. Y el dolor no es sólo de aquellos que están ciegos y no pueden entender, sino también de los que ven pero no pueden compartir su visión con los demás. —Hizo una pausa y añadió—: La mayoría de la gente halla consuelo en los caminos trillados. Ahora, vosotros estáis abriendo un camino nuevo.