27

María despertó con la primera luz tamizada del amanecer. Jesús seguía apoyado en el tronco del olivo, los ojos cerrados. Se incorporó sobre un codo y le observó con atención.

La capa que le envolvía, hecha con tanta delicadeza de la más fina lana blanca, se le había deslizado de la cabeza, dejando al descubierto su cabello oscuro y espeso. Lo llevaba bien cortado, no enmarañado y desgreñado como Juan el Bautista. Aunque había pasado un tiempo en el desierto, no tenía aspecto de santurrón temeroso de las ciudades y sus gentes. Vestía con sencillez, como los hombres corrientes, parecía ser un hombre corriente y se relacionaba con hombres corrientes. Así conseguía que la gente bajara la guardia y se acercara para escucharle. Él deseaba trasmitirles un mensaje.

Jesús despertó y se volvió para mirarla.

—¡Ah! —dijo—. Qué bueno, verte aquí. —Se puso de pie y se estiró para desperezarse. El sol, ya alto, le iluminó la cara. Tenía los ojos animados y la mirada alerta—. Nos vamos a Magdala. Venga. —Ante ellos se expandía la llanura verde con sus campos, y el lago ya centelleaba a lo lejos.

Ha llegado la primavera; la época de la siembra y el regocijo, pensó María. Y los pescadores… habrán salido en sus barcas, sin tener que preocuparse por el frío y las tormentas. ¡Qué familiar me resulta todo eso! Qué maravilla, poder verlo de nuevo.

Llegaron a Magdala pasado el mediodía. Por el camino, se habían detenido para comprar higos de un vendedor ambulante. Sentados junto al sendero que bordeaba el lago, compartieron su magro botín. Tras un breve descanso, reemprendieron el camino que María conocía tan bien. El trayecto pasaba por Siete Fuentes, donde las barcas pesqueras se mecían atareadas en el agua. Aunque Jesús no les hizo caso.

Y luego, de repente, estaban allí. En Magdala.

María sintió que la mano de Jesús la sostenía del codo, para darle fuerzas. Enfilaron las calles de la ciudad, pasando por el almacén que era el centro de la vida de su familia, donde Joel y su padre prácticamente vivían, pasando ante los viejos edificios entrañables y las callejas laterales. La presencia de Jesús hacía que todo pareciera distinto. Torcieron en la esquina de su calle. Su corazón latía desbocado. Su casa estaba a escasa distancia.

Y enseguida la tuvieron delante, cuadrada e imperturbable, familiar y extraña al mismo tiempo. María se quedó sin aliento de la emoción. Había vuelto, liberada de los demonios, una persona nueva.

Se detuvo delante de la puerta de madera. La empujó. Ojalá estén en casa, rezó. ¡Ojalá todos estén aquí! Antes de que pudiera empujar más fuerte, la puerta se entreabrió con un crujido y un par de ojos suspicaces les contemplaron desde el resquicio.

—¿Sí?

—Soy María, la esposa de Joel.

Los ojos se entrecerraron.

—¿La que se fue hace muchas semanas?

La puerta no se abrió ni un ápice más.

—Sí. Estaba enferma. Sé que ha pasado mucho tiempo…

—Sí. Mucho tiempo. —La voz sonó tensa.

—¿Quién eres tú? —preguntó María.

Hubo una pausa.

—Me contrataron para cuidar de Eliseba.

La puerta seguía sin moverse.

—A la que abandonaste —prosiguió la voz—. Por culpa de tu enfermedad.

—Ahora estoy curada —dijo María en voz alta. ¡Que la oyera la ciudad entera!—. Y ahora déjame pasar.

La puerta se abrió en silencio. María y Jesús franquearon el umbral y se encontraron frente a una mujer joven que les miraba airadamente. Era muy agraciada y les sopesaba con la mirada. Sus ojos apenas se detuvieron en María y se fijaron en Jesús.

—¿Dónde está Joel? —preguntó María.

La mujer se encogió de hombros.

—¿No te acuerdas? —Era evidente que esta joven la creía demente—. Está trabajando. ¿Dónde pensabas que podría estar?

María no le hizo caso. Echó una mirada de anhelo a su hogar.

Aquí estaba el vestíbulo de entrada; allí, el espacio de reuniones… y el hogar. Mi querido hogar. El lugar al que pertenezco.

—¿Dónde está Eliseba? —preguntó de nuevo.

—Está durmiendo —respondió la mujer—. ¿También te has olvidado de esto? Sólo tiene dos años. Suele dormir por la tarde.

Impacientada, María la hizo a un lado y se dirigió a la habitación de Eliseba. Cada hueco y cada sombra le eran familiares, como partes de su propio cuerpo.

La penumbra de la habitación la obligó a detenerse por un momento. Enseguida se dirigió a la cama. La niña dormía profundamente. Su cara había cambiado desde que María se fuera. Se inclinó sobre la cama y rodeó a la pequeña con los brazos. Oh, Eliseba, pensó. ¡Corazón! Una profunda sensación de alivio y de bienestar la invadió. Apretó a su hija contra sí, sintiendo el calor de su espalda, los brazos, la cabeza cubierta de rizos que se apoyaba pesadamente en su hombro.

Al acariciar el cuello de Eliseba, palpó un cordón que lo rodeaba. Lo retiró con una mano, deslizándolo por la cabeza de la niña, y contempló el amuleto que colgaba de él. Era un amuleto muy corriente, de los que se usaban para evitar el mal de ojo, aunque a María le pareció más precioso que el oro. Había rodeado el cuello de su hija durante el largo tiempo que ella estuvo ausente. El amuleto la había protegido, cuando la madre no podía hacerlo.

Volvió a depositar a la niña en la cama, reacia a soltarla.

—Sí. Déjala dormir. —La voz severa. Esa mujer—. No la molestes más.

—¿Cómo te llamas? —exigió saber María.

—Sara. —La mujer le sostuvo la mirada. Obviamente, no iba a darle más información.

—Debo encontrar a Joel —dijo María a Jesús, apartando la vista de la mujer. Necesitaba verle, necesitaba hacerle este precioso regalo, el de su recuperación. Después ambos volverían corriendo al lado de Eliseba. Y despedirían a Sara. Y Jesús se quedaría a pasar la noche con ellos y contaría sus planes a Joel. Su hogar sería el hogar de Jesús. Después, pasado un tiempo, ella iría a ayudarle por un breve período.

Recorrieron apresurados las calles abarrotadas; María apartaba a la gente a empujones en su afán por llegar pronto adonde se encontraba Joel, hasta que Jesús la avergonzó pidiendo perdón a los transeúntes zarandeados. Tenía que encontrar al hombre que la amaba y que había hecho ya por ella más sacrificios de los que serían capaces la mayoría de los hombres. Inspiró profundamente y trató de calmarse.

Descubrió que todavía apretaba en la mano el collar de Eliseba. No importa, ya se lo devolvería cuando regresaran a casa.

Llegaron al almacén y abrieron la puerta de un empujón. Enseguida les golpeó una oleada de aire húmedo, cargado del tan conocido olor a adobo macerado. En el interior, bajo el techo alto y las bóvedas de piedra, reinaba la penumbra. Por un momento, María no vio nada. Luego, poco a poco, empezó a distinguir siluetas. Hombres que hacían rodar barriles. Otros hombres que gritaban órdenes. Hileras de anaqueles de madera secándose. Cubas llenas de salmuera.

Toda actividad se detuvo en el momento en que puso el pie dentro del almacén, como si una fuerza invisible se hubiera apoderado de los obreros. Joel no estaba en ninguna parte.

—¡María! —exclamó un obrero que cargaba cestas—. ¡María!

—Sí, Timeo —confirmó ella—. Soy yo.

En lugar de sonreír y saludarle, el hombre se alejó corriendo.

María y Jesús intercambiaron miradas.

—Ayúdame —dijo ella simplemente.

—Estoy aquí, a tu lado —respondió él.

En ese momento otro obrero, que llevaba un sucio delantal, se les acercó vacilante.

—Voy a buscar a Joel y le diré que estás aquí —se ofreció.

Esperaron en la penumbra artificial que les envolvía. De pronto, Joel surgió de las tinieblas y corrió hacia ella.

—María. —La estrechó en sus brazos. Jesús dio un paso atrás.

Su abrazo era cálido y sincero.

—Oh, María, has vuelto —dijo con alegría—. Cuando te dejé en Cafarnaún no sabía… ¡Oh, amada, te has salvado! —Apoyó la cabeza en el hombro de su esposa y se echó a llorar.

Pasó largo rato antes de que la soltara y retrocediera un paso.

—¿Es verdad? ¿Se han ido? —Escudriñó su rostro como si buscara indicios imperceptibles de una presencia oculta—. ¿Se han ido?

—Sí —le aseguró ella—. Se fueron al instante y sin dejar rastro, y yo estoy libre. —Cogió sus manos y las apretó—. ¡Oh, Joel, no puedes imaginarte qué significa para mí ser libre, liberada de su presencia, volver a ser la que fui! —Se volvió hacia Jesús—. ¡Éste es el hombre que me salvó!

Sólo entonces Joel miró a Jesús, desconcertado.

—¿Fuiste tú? ¿Cómo lo hiciste, amigo mío? Estábamos desesperados… Parecían tan poderosos…

Jesús no respondió de inmediato; dejó pasar un momento, como si quisiera sopesar sus palabras.

—Les ordené que se fueran y ellos obedecieron —dijo al final.

—También otros se lo habían ordenado —repuso Joel—. Un hombre muy santo se enfrentó a ellos, las propias Escrituras sagradas se enfrentaron a ellos pero sin resultado. ¿Qué hiciste, cuál es tu secreto?

María retomó la mano de Joel entre las suyas. ¡Qué bien la hacía sentir aquel contacto!

—Amadísimo, él es más poderoso que los espíritus malignos. Tuvieron que obedecerle.

Sintió que la mano de Joel se contraía.

—María, ¿sabes lo que significa esto? —Irguió el cuerpo, y María se dio cuenta de que daba un paso atrás, ponía distancia entre sí y Jesús, aunque apenas se moviera de sitio—. Podría estar confabulado con ellos —susurró al oído de María.

—¿Qué dices? —Reaccionó ella, escandalizada. Jesús se limitó a menear la cabeza con pesar. La acusación de Joel había llegado a sus oídos.

—No es cierto. —Fue lo único que dijo Jesús en su defensa.

—¿No? —Joel obligó a María a mirarle—. ¡Piensa en ello! Ninguno de nuestros hombres santos pudo con los espíritus. Ni siquiera las palabras de la Torá surtieron efecto. Y, de repente, aparece un desconocido y los domina. ¿Quién tiene poder sobre los demonios menores? Satanás en persona, y cualquiera que se asocie con él.

—Satanás no expulsa a sus propios demonios —dijo Jesús—. No declara la guerra contra sí mismo. —Su voz seguía tranquila y razonada—. Un reino que se vuelve contra sí mismo no puede perdurar. —Hizo una pausa—. Si Satanás lucha contra sí, cumple con la tarea de Dios, y esto no puede ser.

Joel le miraba fijamente, meneando la cabeza como si quisiera despejarla.

—Tus palabras, palabras inteligentes, me producen confusión, Debería darte las gracias y una recompensa por haber ayudado a mi esposa. ¡Pero no puedo premiar a nadie asociado con los demonios! —Su expresión reflejaba su temor. Levantó las manos como para silenciar a Jesús, para adelantarse a su respuesta—: ¡Y no amenaces con hacerles volver! ¡Ni siquiera Satanás es capaz de ello!

¡Esto no estaba sucediendo! María no podía creer que Joel se pusiera en contra de Jesús y le acusara de ser cómplice de Satanás. Era un mal sueño, una pesadilla. Aunque todo lo relacionado con los espíritus malignos era una pesadilla y lo había sido desde el principio. Ahora no hacía más que proseguir. Y el mal se había ganado una nueva víctima.

—¡Es él! —dijo María—. Es Satanás que dirige tus pensamientos, Joel. Si ya no puede poseerme a mí, tomará control de ti. Te volverá en mi contra y en contra de Jesús. Hará que lo blanco sea negro y lo negro, blanco; que el hombre bondadoso que me libró del mal parezca el maligno en persona. ¡Basta! ¡No permitas que te haga esto!

—Satanás es el padre del engaño, María. ¿No lo sabes? —dijo Joel—. ¡Es a ti a quien ha engañado!

—¿Engañada, yo? Me he librado de los demonios, Joel. ¡Estoy libre! ¡Nadie sabe lo que esto significa, más que yo! ¡Ni tú, ni mi familia, ni nadie! Y el hombre que los expulsó está aquí, de pie delante de ti. Ninguna recompensa sería suficiente, aunque le ofrecieras el almacén, la empresa y todo nuestro oro. Y, en lugar de eso, le ofendes y le acusas de lo peor que nadie puede acusar a un hombre santo. ¡De haberse confabulado con el maligno!

—¿Cómo has dicho que se llama? —Preguntó Joel de pronto, desoyendo su súplica—. ¿Jesús? Es un nombre bastante corriente. Jesús de quién, de dónde.

—Soy de Nazaret.

Joel clavó en él la mirada. Luego se echó a reír, una risa ronca y nerviosa que no era la suya.

—¡De Nazaret! ¡De Nazaret! Oh, María, qué tonta eres. Este hombre es peligroso, él mismo puede estar poseído. Ayer hizo alegaciones de poderes estrafalarios en la sinagoga de aquel pueblo, y fue expulsado. ¿Qué dices a esto? —Joel había soltado la mano de su esposa y se había cruzado de brazos; ahora adoptaba una postura autoritaria.

María le miró estupefacta. ¿Eran aquéllas realmente las palabras de su Joel bondadoso y razonable?

—¿Qué digo a eso? ¿O qué dice Jesús? ¿A quién de los dos preguntas?

Joel pareció sorprenderse pero dijo al instante:

—A ti, por descontado.

—Muy bien —respondió ella. Se daba cuenta de que su contestación aumentaría la confusión de Joel—. Yo estaba allí. Lo vi todo con mis propios ojos.

Ahora Joel parecía realmente escandalizado.

—¿Estabas allí? ¿Fuiste allí con… este hombre, en lugar de venir a tu casa?

—Sí, es lo que hice. Tenía que… estar más tiempo con él antes de…

—¡María! —Joel la miró como si ella acabara de golpearle.

—Preguntas quién es y qué es, y lanzas terribles acusaciones contra él. —Las palabras salieron atropelladas de su boca, y ella temblaba de emoción—. Ya sé que es de Nazaret. Conozco a su familia. Les conozco desde hace muchos años. No puedo responder a tus preguntas como lo haría un rabino o un sacerdote. Lo único que puedo hacer es estar aquí, ante ti, para que me mires y veas que estoy curada. Me preguntas qué pasó. Sólo sé que estaba poseída y atormentada por los demonios, y que ya se han ido, porque este hombre los expulsó. Porque se preocupó lo suficiente para devolverme al mundo glorioso de la bondad y de Dios. ¡Si esto es malo, que todos seamos malos! —Hizo una pausa para recobrar el aliento—. Vi lo que pasó en Nazaret. Vi que la gente se volvía contra él, como tú mismo acabas de hacer. ¡Quisieron matarle! ¡Sí, darle muerte! Y esto es el mal en acción, tratando de detenerle, de eliminarle.

—¡María, aléjate de todo esto! Deja atrás ese mundo horripilante de demonios, exorcistas y maldiciones. —Joel le suplicaba; su rostro había palidecido—. ¡Deja que se marche! —ordenó a Jesús—. ¡No la impliques en tus peligros!

—Joel —exclamó ella—, me fui de aquí para no hacerte daño, para hacer todo lo posible por recobrar la salud. Pero debo la vida a Jesús. Sin él, no nos quedaría nada. Permíteme que se lo pague, que le ayude como él me ayudó a mí…

—¡María! —Joel retrocedió como si hubiera recibido un golpe físico—. ¡María! ¡Esta locura es peor que los demonios!

Entonces Jesús habló, por fin.

—No digas eso, amigo mío. Es una blasfemia contra el Espíritu Santo. —Tendió la mano, pero Joel la apartó de un golpe.

—¡Apártate de mí! —chilló. Los obreros interrumpieron sus faenas y miraron qué pasaba. Al instante apareció Natán, que se les acerco corriendo, abriéndose camino a empujones entre los obreros.

—¡Hija mía! —exclamó. Joel le franqueó el paso.

—¡No te acerques a ellos! —le previno—. Este hombre extraño… la ha sometido con un hechizo.

Natán entrecerró los ojos. Después se tambaleó y empezó a rasgar sus vestimentas, un gesto ceremonial de luto.

—Jonás me habló de él. También embaucó a sus hijos, Simón y Andrés. En el desierto. Y las historias que le contaron… —Las lágrimas le ahogaban—. María, mi hija y tu esposa, sola con todos esos hombres durante un mes. Esperando a que volviera este hombre. Es una vergüenza, una deshonra, no podemos aceptarla en la familia. —Tiró de nuevo de su túnica y arrancó una tira—. Ella ha muerto para nosotros.

—Pero… —intentó decir Joel con expresión rígida—. Pero yo…

—¡Está muerta para nosotros! —chilló Natán, agarrándose del hombro de Joel—. ¡Deshonrada! ¡Deshonrada! ¡Vivir en el desierto con hombres es una ignominia, un pecado! No puedes aceptarla de vuelta. No puedes o te expulsaré de la familia, te despediré legalmente del negocio y te quitaré a Eliseba. ¡Te arruinaré, como ella está arruinada!

—¡Padre! —Eli se abrió camino hasta ellos—. ¿María? ¿Qué está pasando? Por fin, has vuelto al hogar. —Por un instante, parecía estar contento.

—¡Ella no tiene hogar! —gritó Natán—. ¡Yo no tengo hija y tú no tienes hermana!

—Y yo no tengo esposa —farfulló Joel.

A María le asombró tanto su sumisión que no pudo encontrar más palabras que su nombre, que repetía incesantemente:

—¡Joel! ¡Joel! ¡Joel!

Pero él se apartó en lugar de mirarla.

—¡Es una prostituta! —dijo Natán—. La gente se lo echará en cara. A la madre de tu hija la llamarán ramera, y Eliseba tendrá que sufrirlo si no la repudias. ¡Ahora mismo!

Joel estalló en llanto.

—¡Oh, Dios, piensa en ello! —le instó Natán—. ¡Piensa en Eliseba! Oh, Dios… —Se dobló en dos, sollozando—. ¡No! ¡No!

—No tiene por qué ser así, Joel —exclamó María—. ¡No hagas caso a mi padre! Le ciega el odio. Pero tú… tú puedes entenderlo. Mírale, mira a Jesús. Estás a tiempo de retirar tus palabras maliciosas y apresuradas. Estás a tiempo de decir: «Querido amigo, debes de ser un hombre santo. Fuiste capaz de derrotar las fuerzas de la oscuridad, que ni siquiera los varones más santos de nuestra comunidad pudieron vencer. Te honro por ello y deseo conocerte mejor». Dilo, Joel. Tu vida entera, y la mía, cambiarán si lo haces. No dejes escapar la oportunidad.

Pero no fue Joel quien le respondió.

—¡Vete! —ordenó Natán—. ¿Por qué has venido? ¡Ya te habíamos dado por muerta!

—Y lo estaba —repuso María—. No se podía esperar mi vuelta a la vida. Y, de haber vuelto, nunca sería la misma. Y no lo soy. Vuestros peores temores se han hecho realidad.

—¡Este Jesús! —exclamó Joel—. ¿Por qué todo esto, sólo por su causa? —Su voz llegó a sonar como un aullido de angustia—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¡No puedo soportar lo que has llegado a ser!

—¿Cómo sabes qué he llegado a ser? —preguntó María—. ¿Porque padre prefiere imaginar cosas que nunca han pasado, cosas que supo de terceras personas? ¿Me abandonas por eso?

—Eres tú quien me abandonó a mí —gritó Joel—. Nunca fuiste una verdadera esposa para mí. Siempre tenías secretos… Primero, los demonios, después, tu aventura en el desierto con este… loco y sus seguidores. —Rompió a llorar otra vez.

Curiosamente, María sintió que era ella quien debía mostrarse fuerte. Ya no puedo vivir como antes, pensó. Qué tonta fui al pensar que la expulsión de los demonios sería la solución a todos los problemas. He iniciado un camino que me aleja de todo lo que conocía hasta ahora.

—De modo que me repudias —dijo despacio, haciendo una simple constatación. Hizo un enorme esfuerzo por no llorar, por no aferrarse a Joel. La apartaría, huiría del contacto y esto era más de lo que sería capaz de soportar en esos momentos—. Iremos a Cafarnaún —añadió, tratando de no venirse abajo, de no hacer nada que pudiera enfadar más a Joel o desatar la furia de todos—. Si deseas buscarme, me encontrarás allí. Otros seguidores se reunirán con nosotros. —Cuando Joel emitió una especie de respuesta ahogada, prosiguió—: Consérvame un lugar en tu corazón. Yo no te dejo. Tú también puedes sumarte a nosotros.

—¡Jamás! —La idea parecía repugnante—. Sólo me queda rezar para que recobres el sentido común, ores, te purifiques y purgues tu pecado. —Se volvía hacia Jesús—. En cuanto a ti, ¡sal de aquí, desaparece, vete al infierno!

María y Jesús salieron tambaleándose del almacén a la luz cegadora del sol. Por un momento, permanecieron inmóviles, parpadeando. María casi esperaba que Joel y los demás saldrían a perseguirles, para asegurarse de que abandonaban la ciudad. La puerta, sin embargo, seguía obstinadamente cerrada.

—No me esperaba esto —dijo ella al final. Apenas podía hablar—. Esperaba… un reencuentro más dulce.

Jesús asintió.

—También yo, en Nazaret. —Juntos compartieron una risa amarga; una extraña camaradería había crecido entre ambos.

—Al menos, tu familia te dio la bienvenida —dijo María.

—Sí, pero los aldeanos quisieron matarme.

Esta vez se rieron de corazón.

La puerta se abrió de golpe y Natán, Eli y Joel aparecieron en el umbral, mirándoles con expresión de repugnancia y dolor.

—¿Quién puede reírse así, sino los amantes y los conspiradores? ¡Vosotros sois ambas cosas! —chilló Natán.

—No somos ni la una ni la otra —respondió Jesús—. Pero comprendo que sólo puedas pensar en estos términos.

—¡Lo comprendes! ¡Lo comprendes! —se burló Joel—. ¡Qué noble de tu parte! Ahora comprende esto: estoy en mi derecho de ordenar tu muerte. Has deshonrado a mi mujer y a mi hogar. Sólo mi amor por ella lo impide. ¡Pero idos! ¡Marchad! —Clavó la mirada en María—. ¡Y no vuelvas nunca más! ¡No podría soportarlo!

Entró en el almacén y cerró la puerta tras de sí de un portazo.

María se daba cuenta de que Joel había hecho gran acopio de fuerzas para decir lo que había dicho y después retirarse.

—Jesús —dijo—, Joel es un buen hombre. Lo es, de veras.

—Sí, lo sé. Es más difícil para la gente como él. Rezaré por él. No queremos perderle.

¿Perdido? ¿Cómo? ¿A los demonios? ¿Al mundo? ¿A ellos?

—Parece que nos hemos quedado sin familia —dijo María suspirando lentamente.

—No debería ser así —respondió Jesús—. Aunque tal vez cambien de parecer. No será mañana ni pasado pero… con el tiempo.

Se encontraban de pie cerca del muelle bullicioso. Para entonces, los pescadores ya habían sorteado y entregado la captura, y los vendedores se habían ido a casa. Los obreros fregaban el pavimento, dejándolo listo para la mañana siguiente.

—Has sido valiente —dijo Jesús.

—No quiero nada de esto —contestó María con voz queda—. No quiero perder a mi hija ni ser repudiada por mi esposo. Si en el fondo no pensara que, como tú has dicho, cambiarán con el tiempo, no lo podría soportar. —Su voz se apagó—: ¿Por qué tiene que ser así?

—No lo sé —respondió él despacio—. Forma parte del pesar de vivir en este mundo, donde Satanás sigue libre para afligirnos a diario.

—Jesús —interpuso María de pronto—. Tengo otro hermano. Él no es como Eli ni como mi padre… —Aunque, claro, Joel tampoco lo era o, al menos, eso creía ella—. ¡Vayamos a buscarle antes de que los demás le cuenten sus mentiras!

Jesús no pareció convencido de que fuera una buena idea, pero dijo:

—Muy bien. Estate preparada, sin embargo, para oír palabras odiosas también de su boca. Recuerda que ni siquiera mi madre quiso seguirnos.

—Ella no sabía qué había pasado —objetó María. Alguien debió de contárselo. De repente, se sintió muy culpable de no haber vuelto a casa de Jesús para explicar lo sucedido.

Yo también soy madre, pensó. ¿Cómo pude hacer eso a otra madre? ¿Dejarla con una duda tan cruel e inconfesable?

De su muñeca colgaba todavía el collar de Eliseba.

—¡Tengo que ver a mi hija! ¡Tengo que llevarme a mi hija! —Jadeó sin aliento—. Volvamos a mi casa para llevárnosla. Soy su madre. ¿Con quién, si no, debería estar? Después iremos a ver a mi hermano Silvano, él nos dará provisiones, quizá nos esconda… —Se volvió y se alejó corriendo calle abajo, y Jesús no tuvo más remedio que seguirla.

Pronto llegó a su casa. Esta vez no llamó respetuosamente a la puerta sino que la abrió de un empujón y corrió a la habitación de Eliseba. Cuando la niñera intentó franquearle el paso, la golpeó y la derribó al suelo con la fuerza de un hombre. Cogió a Eliseba en brazos, arrancándola de su cama, y huyó en dirección a la casa de Silvano. La niña chillaba de miedo.

—¡Silvano! ¡Noemí! —gritó María aporreando la puerta. ¡Tenían que estar en casa, alguien tenía que estar allí!

Noemí abrió con expresión perpleja y se quedó mirando, sorprendida.

—¡María! —exclamó y esbozó una sonrisa de auténtica bienvenida—. ¡Oh, qué alegría que hayas vuelto! Pero… —Su mirada se posó en la niña que berreaba en los brazos de María y luego en el hombre desconocido que aguardaba detrás de ella—. ¿Qué pasa?

—¿Está Silvano en casa? ¿Está mi hermano aquí? —gritó María, histérica—. ¡Tengo que verle!

—Ha salido, pero volverá en cualquier momento —respondió Noemí—. Pasad, por favor…

Antes de que María y Jesús pudieran entrar en la casa, Natán, Eli y un grupo de obreros aparecieron en la esquina de la calle y se abalanzaron hacia ellos como una ola.

—¡La ha robado! —gritaba Eli—. ¡Detenla!

—¡No tiene vergüenza, no tiene vergüenza! —La voz temblorosa del padre de María resonaba cual trompeta de alarma.

Noemí se apartó, asustada, cuando el grupo se interpuso entre ella y María, separándolas.

—¡Entréganos a la niña! —exigió Natán, avanzando hacia María.

Ella se aferró con más fuerza a Eliseba. La niña chillaba y forcejeaba.

—No. No. Soy su madre. Si me repudiáis, tiene que venir conmigo. No pienso volver a separarme de ella.

—¡No eres digna de ser su madre! —Eli dio un paso adelante y trató de arrancar a la niña de los brazos de María. Ella se resistió hasta que pareció que la pequeña iba a partirse en dos.

—¡Basta ya! —Se interpuso Jesús—. ¡Dejad a la niña con su madre! —Intentó colocarse entre Eli y María, apartar las manos de aquél de la niña aterrorizada.

—¿Quién eres tú? —chilló Eli, empujándole a un lado—. ¡No tienes derecho a estar aquí!

Jesús se adelantó de nuevo, y esta vez Eli y Natán se le opusieron y le empujaron juntos. Jesús cayó, pero se puso enseguida de pie de un brinco. Sus movimientos ágiles les hicieron retroceder. Este hombre, obviamente, era rápido y fuerte, y podía ofrecer lucha.

—Os digo que dejéis a la niña con su madre —repitió Jesús, aunque no hizo ademán de atacar a ninguno de sus dos adversarios.

Natán volvió a empujarle, haciéndole perder pie. Eli le golpeó y Jesús cayó sobre una rodilla. A una señal, los demás hombres del grupo se le echaron encima, y le propinaron golpes y patadas de manera indiscriminada. Jesús no les agredió.

—¡De modo que éste es el hombre a quien sigues! —le espetó Eli—. ¿Qué clase de hombre es que no quiere defenderse sino que se deja golpear, como una mujercita?

—Los que practican la violencia morirán de ella —dijo Jesús con voz desmayada.

—¡Bonita excusa para tu cobardía!

Eli y Natán agarraron a María a la vez, uno de ellos la obligó a abrir los brazos y el otro le arrancó a Eliseba. Noemí empezó a gritar.

—Cállate, mujer —ordenó Eli.

Los hombres se retiraron con su trofeo, dejando a María, Jesús y Noemí solos.

—Ven —dijo Jesús finalmente a María—. Vamos. Iremos a Cafarnaún. —Y tomó aliento con un sonido ronco.