La sinagoga estaba abarrotada. Se acercaba la Pascua judía y la devoción religiosa estaba exacerbada, especialmente entre aquellos que ansiaban hacer la peregrinación a Jerusalén pero no podían aquel año. Para compensar, rezarían más que de costumbre y asistirían a los servicios religiosos con una dosis extra de fe. Los miembros de la familia de Jesús habían salido juntos de casa, pero ahora María y la madre de Jesús se habían separado del resto para sentarse con las demás mujeres de Nazaret en los bancos laterales, mientras los hombres ocupaban los asientos de delante.
Se siguió el orden habitual de oración y lecturas. La primera parte de la ceremonia incluía la lectura de un pasaje determinado de la Torá, leído primero en hebreo y traducido después al arameo, seguida de oraciones y súplicas estacionales. A continuación, se leía uno de los libros de los profetas, «la última lección». Cualquiera de los hombres podía llevar a cabo esta lectura y también presentar los versos —un máximo de tres— que él había elegido y sobre los que había meditado, para después comentarlos. Cuando llegaron a esta parte del servicio religioso, Jesús se levantó y se dirigió al atril.
Avanzó con lentitud y determinación; no se daba prisa en ocupar su lugar aunque tampoco se entretenía. Buscó los versos en el papiro ya desenrollado y colocado en el atril. Estaba prohibido recitar de memoria pero, aunque Jesús daba la impresión de leer el texto, era evidente que tenía los versos grabados en la mente.
—«Y dijo el profeta Isaías… —empezó. Alzó la vista para observar a los fieles reunidos en el templo, que le miraban con expresiones felices y expectantes—: El espíritu del Señor está en mí, porque el Señor me ha ungido: me envía para dar la buena nueva a los mansos; me envía para remendar los corazones rotos, para proclamar la liberación de los cautivos y la abertura de las cárceles a los que están presos».
La concurrencia escuchaba sentada cómodamente. Aquél era el verso favorito de muchos.
—«Para proclamar el año grato del Señor y el día de la venganza de nuestro Dios: para consolar a los afligidos». —Con gestos cuidadosos, enrolló el papiro. Había llegado el momento de la breve homilía. Todos la esperaban.
—Hoy estos versos se han cumplido delante de vosotros. —Jesús recorrió la nave con la mirada mientras hacía esta afirmación.
Se produjo un profundo silencio de asombro. Por un largo momento, no hubo respuesta. Aquellos versos hablaban del Mesías, del día de la salvación.
—¿Cómo se han cumplido? —preguntó alguien al fin—. No veo que suceda nada de lo escrito. —La voz, que provenía del fondo oscuro del templo, era mordaz.
—Hoy empieza a suceder. —Jesús asió con fuerza el canto del atril y le devolvió la dura mirada—. Ésta es la primera hora.
Entonces un enjambre de voces llenó la nave.
—¿No eres tú el hijo de José? ¿No estás a cargo de la carpintería? ¿Cómo puedes saber estas cosas?
Jesús les miró a todos.
—Porque soy yo quien las cumplirá.
El silencio que ahora se produjo estaba cargado de hostilidad.
Finalmente, un anciano se puso de pie y dijo con voz temblorosa:
—¿Qué quieres decir, hijo, cuando afirmas que cumplirás la profecía? —Sonó profundamente apenado, como si acabara de presenciar un sacrilegio deleznable y gratuito aunque perdonable, si el arrepentimiento fuera inmediato.
—Día a día, siguiendo los consejos y la voluntad de mi Padre, su Reino me será revelado y entonces yo os lo revelaré a vosotros. Lo que he dicho se cumplirá. Y los privilegiados que entrarán en el Reino…
—¡Tu padre era José! —gritó alguien—. ¿Acaso te guiará desde la tumba? ¡Eso son tonterías!
—Hablo de la voluntad de mi Padre celestial. De Dios. —Jesús parecía drenado de todo color, como si aquellas palabras requiriesen su máximo esfuerzo. Persistió, sin embargo—. Está en todos nosotros convertirnos en hijos de Dios —concluyó.
Una cacofonía de voces ensordecedoras ahogó sus palabras.
Las dos Marías se encogieron en los asientos. La madre de Jesús tomó a María de la mano y la arrastró a la puerta, dejando atrás las filas de bancos y las expresiones sombrías de la concurrencia, aunque no antes de oír:
—¡Blasfemia! ¡Blasfemia! —Los gritos resonaron en la nave. Estalló un auténtico pandemonio. Mientras las dos mujeres miraban desde la distancia, grupos de hombres iracundos y gesticulantes abandonaban el templo en masa.
Ambas estaban anonadadas, enmudecidas de asombro. Un nuevo grupo irrumpió afuera, compacto como un nudo y con Jesús en el centro, expulsándolo como en la cresta de una ola. Trataba de hablar pero los gritos de la gente ahogaban su voz. El gentío le llevaba en volandas, como la inundación arrastra las ramas.
—¡Escuchad! ¡Escuchad! —decía… pero en vano.
—¡Tú has crecido aquí! ¿Cómo te atreves a hacer alegaciones tan indignantes? —vociferó alguien.
—¡Te conocemos demasiado bien!
De pronto, pareció que Jesús se detenía, obligándoles a detenerse también.
—¡Es verdad que se honra a los profetas en todas partes menos en su tierra, entre su gente y en su hogar! —exclamó.
Eso pareció atrapar la atención de todos. Dejaron de avanzar e, inmóviles, le rodearon por todas partes.
—¿Recordáis la historia de Elías y la viuda de Sidón? Había muchas viudas necesitadas en Israel durante aquella sequía espantosa, pero ¿dónde fue enviado Elías? A una mujer que vivía en otras tierras, en tierras paganas.
Un silencio hostil y taciturno creció a su alrededor, y le envolvió como el gentío.
—¿Y qué pasó con Naamán el Sirio? Había muchos leprosos en Israel en aquel tiempo, pero ¿a quién curó Elíseo? A un forastero, al servidor de uno de los enemigos de Israel. ¿Qué os dice esto?
Como respuesta, recibió un gruñido general.
—¡Nos dice que también tú debes favorecer a los forasteros y a los enemigos antes que a tu propio pueblo! —gritó una voz—. ¡Y que te pones a la altura de los más grandes profetas! ¡Tú! ¡Qué nunca has hecho nada más que trabajar en una carpintería! ¿Cómo te atreves?
—El profeta Amos cultivaba sicómoros —repuso Jesús—. Y el rey David pastoreaba ovejas.
—¡Ya basta! ¿Osas decir que eres como David?
—¡Matadle!
—¡Lapidémosle!
No le dieron oportunidad de responder y defenderse. La muchedumbre se abalanzó sobre él y, acorralándole, le llevó hacia el abrupto acantilado.
—¡Le tiraremos! —coreaban.
—¡Le golpearemos y le lapidaremos! ¡Es un blasfemo, un traidor!
Nazaret se encontraba a tal altitud que la caída de uno de los acantilados significaba muerte segura. Las dos Marías veían que el gentío avanzaba como un oleaje en dirección al precipicio, pero no podían llegar hasta Jesús.
—¡Oh, Dios altísimo! —El rostro de la madre de Jesús estaba ceniciento. Era evidente que nada había sospechado de lo sucedido; había sido tan repentino como si su hijo hubiese caído alcanzado por un rayo.
María, sin embargo, no estaba tan sorprendida. Quizá conociera a Jesús, a este nuevo Jesús, mejor que su propia familia.
Pero ¿ahora iba a morir? Sin pensar, María se separó de la madre de Jesús con un escueto:
—Vuelve a casa, yo iré más tarde. Todo saldrá bien.
La abrazó y la volvió con delicadeza en dirección a su hogar. Después fue corriendo tras el gentío.
Sólo podía ver sus espaldas, que se interponían como un muro entre ella y Jesús. Ahí delante, en la cresta de la ola, era empujado, zarandeado y atropellado. Ya ni podía oírle, sólo los gritos y las maldiciones de la gente. Palabras espantosas que resonaban en sus oídos con venganza, como si Jesús les hubiera causado males directos.
Sintió que el terreno ascendía suavemente antes de nivelarse de nuevo. A lo lejos, vio las colinas y el resplandor apagado de una extensión de agua. Debía de ser el lago, que centelleaba en la distancia. Justo debajo de ellos, sin embargo, sólo había rocas y los barrancos escarpados de la montaña.
—¡Matadle! ¡Matadle! —gritaban todos. Se oyó un grito desgarrador y después… silencio. La muchedumbre permaneció apiñada por lo que pareció una eternidad; luego empezó a dispersarse poco a poco.
María se apartó y observó a los hombres vestidos de negro que pasaban junto a la peña que la ocultaba. ¿Qué había en esos rostros? Ella esperaba ver sed de sangre… una sed satisfecha. En cambio, sólo vio reserva y desconcierto.
Abandonando la protección de la peña, empezó a abrirse camino a través de la multitud para llegar al borde del acantilado. No quería mirar al fondo pero, sea como fuere, tenía que ayudar, si podía. Con el corazón tan desbocado que le producía mareo, se acercó lentamente al saliente. Y se obligó a mirar abajo.
No vio nada. Allí no había nada. Quizás hubiera caído fuera de la vista, detrás de alguno de los peñascos, oculto en las sombras. ¿Dónde estaba el sendero? No podía ver ninguno.
Quiso encontrar un modo de bajar la empinada pendiente rodeando los peñascos pero, sin un camino que seguir, le resultó imposible. Debería volver con sandalias más resistentes y con cuerdas, tal vez, que la ayudaran a bajar. Si se dieran prisa, sin embargo, si la familia viniera enseguida…
Sólo entonces se dio cuenta de que nadie de la familia de Jesús estaba allí. ¿Dónde estaba Santiago? ¿Dónde Joses? ¿Y Simón? ¿Habían huido todos? ¿Acaso era ella la única que permanecía allí?
Se detuvo, estupefacta. El gran bastión, la familia, había fallado. No habían corrido a ayudar a su hermano, ni siquiera lo habían intentado. El mismo hermano de quien esperaban que dedicara el resto de su vida a la carpintería y fuese el sustento de todos ellos, al margen de lo que él considerara su misión en la vida. De modo que éstos eran sus verdaderos sentimientos. ¿Y si Jesús les hubiera dedicado su vida para descubrir la amarga verdad al final? O tal vez ya la conociera.
Se volvió para buscar la casa, encontrar a la madre de Jesús. La cabeza le daba vueltas. Jesús había sido víctima de un ataque y… y… No podía decir la palabra, ni siquiera con el pensamiento. «Asesinado». No, tenía que estar allí, entre las rocas. Le encontraría y le ayudaría.
De repente, se dio cuenta de que no deseaba volver a la casa. Sería perder el tiempo, cuando Jesús yacía herido y en necesidad de ayuda inmediata. Cualquiera podría proporcionarle una cuerda y unas sandalias, mucho más rápido y sin perder el tiempo en explicaciones.
Casi se abalanzó sobre un joven que pasó delante de ella. Llevaba zapatos gruesos. Era lo único que importaba.
—¡Tus zapatos! ¿Me los prestas? —gritó agarrándole del brazo.
—¿Qué? —La miró primero a ella y después a sus zapatos.
—¡Por favor! ¡Hay un hombre herido! ¡En el fondo del precipicio! Necesito zapatos resistentes para bajar y ayudarle. ¡Préstamelos, por favor!
—¿Qué hombre? —El muchacho parecía desconcertado. ¿Sería el único habitante de Nazaret que no sabía lo que pasó en la sinagoga y del tumulto posterior? Claro. Era joven, probablemente evitaba los servicios religiosos siempre que podía.
—Jesús. El hijo de María. —Oh, ¿qué importan las explicaciones?—. ¡Tus zapatos, te lo suplico!
—¿Por qué querrían hacer daño a Jesús? —El joven meneó la cabeza—. Creía que todos le querían.
—Le querían antes de que fuera a escuchar a Juan el Bautista y… oh, ya te lo contaré más tarde. ¡Ahora necesita mi ayuda!
El joven se agachó y empezó a desatarse los zapatos.
—Claro, por supuesto, pero, si voy descalzo, no puedo ayudar. Y me gustaría ayudar a Jesús. Él siempre me ayudaba a mí. —Tendió los gruesos zapatos a María.
En cualquier otro momento le habría preguntado cómo le ayudó Jesús, para saber más de su vida antes de conocerle; pero ahora lo único que importaba era encontrarle.
—¡Gracias, gracias! —dijo, y se ató deprisa los zapatos para correr de vuelta al precipicio.
Ahora podía descender. Se abrió camino con cuidado por la empinada pendiente del barranco donde habían tirado a Jesús. El sol se encontraba en el cenit y las rocas irradiaban calor. Esto agravaría la agonía de las heridas. En lo alto volaban en círculo las aves de carroña, como hacían siempre, en espera de encontrar algo que comer. El hecho de que siguieran allí arriba era una buena señal.
El olor de la piedra abrasada y del tomillo silvestre que crecía en las rendijas era excesivo. ¿Dónde estaba Jesús? María contuvo el aliento y aguzó el oído para percibir cualquier susurro de respiración o movimiento. No se oía nada, sin embargo; sólo el silencio.
En pleno mediodía no había sombras, no había nada que ver menos las piedras bañadas de sol, la tierra resbaladiza y alguna que otra planta silvestre que florecía dichosa en las oquedades de los peñascos. Ni rastro de Jesús.
Había caído donde no podía alcanzarle. María se apoyó en una roca grande y echó a llorar.
Era el fin. Todo había terminado antes de empezar siquiera. Jesús la había sanado pero no le habían permitido hacer nada más, ni tan solo iniciar su ministerio. Nadie conocía su mensaje, excepto la pequeña congregación de la sinagoga de la aldea. Ya nunca se conocería su verdadera naturaleza.
—María.
La voz sonó en lo alto, muy por encima de ella. Se volvió para ver quién la llamaba, pero sólo pudo distinguir la silueta a contraluz de alguien asomado al borde del precipicio.
—María —la voz repitió su nombre—. ¿Por qué lloras?
¿Quién se lo estaba preguntando? ¿Quién la conocía en ese lugar? ¿Uno de los hermanos de Jesús? No, ellos sabrían por qué lloraba. Además, ¿por qué no lloraban ellos también? Ella sólo había conocido a Jesús por poco tiempo, su familia le conocía de toda la vida.
—Lloro porque busco a Jesús, le atacaron y le tiraron allí abajo, pero no puedo encontrarle. —Gritó las palabras como si lanzara un desafío: ¡Ayúdame a encontrarle!
—María.
La voz le era familiar. Se hizo visera con la mano y examinó la figura del hombre, pero sólo pudo distinguir la silueta a contraluz. Se desplazó un poco a la derecha y, de pronto, le vio la cara.
—¡Jesús!
Jesús, de pie en el risco, la miraba desde arriba.
—Me has estado buscando, entonces —dijo él. Señaló las rocas desiertas—. Tú sola.
María empezó a trepar hacia él. ¿Cómo se había escapado? ¿Cómo podía estar allí, tranquilo e indemne?
—Los demás huyeron… —murmuró—. Corrían peligro… —Podía ser cierto, aunque no era la razón de su huida.
Jesús le tendió la mano y la ayudó a subir el último trecho. María le miró con atención. Parecía estar intacto, completamente ileso de las agresiones. Su capa nueva ni siquiera estaba manchada.
—Cómo pudiste… Vi que te traían aquí…
—No había llegado mi hora —respondió él en un intento de explicar—. Me escabullí por entre el gentío y les dejé allí.
¿Cómo? Era imposible. Ella había estado allí, lo había visto todo. Jesús no había salido de entre la multitud.
—¿Qué… qué vas a hacer ahora? —preguntó.
—Es evidente que debo irme de Nazaret —contestó él—. Aunque siempre lo he sabido. ¿No teníamos que ir a Magdala? —Su mirada era bondadosa y su voz, liviana.
—Tu madre —dijo María—. Prometí que volvería para contarle…
—Lo sabrá —repuso Jesús—. No debes regresar. Hemos terminado aquí.
¿No estaba triste? Parecía tan conforme con todo…
—No quiero apenarles —añadió, en respuesta a sus pensamientos—. Pero tampoco quiero apenar a mi Padre celestial con mi demora. Mis lealtades están divididas, y debo dar prioridad a una de ellas.
—¿Cómo puedes estar tan seguro del orden de tus prioridades? —inquirió María. ¿Cómo se saben estas cosas?
—La lealtad a Dios está siempre en primer lugar. Y Dios no desea causarnos dolor.
—¡Pero elegir a Dios es siempre doloroso! —María ya lo veía.
—Pues Él nos curará este dolor —respondió Jesús. Alzó la mirada al cielo—. ¿Qué tal si nos ponemos en marcha? Podremos llegar al anochecer.
María le observó. Al menos, iría con ella a Magdala. ¿Podría su presencia allí aumentar su confusión? Él traía un mensaje de su Padre celestial; ella, sólo la llamada a ayudarle en su ministerio. La diferencia entre ambas cosas era enorme.
El sol, que con tanta fiereza había ardido sobre los peñascos al mediodía, se suavizó y adquirió la tonalidad del ámbar, bañándoles en su luz bienhechora. Desde el lugar donde se encontraban, a los pies de la montaña, podían divisar toda la fértil llanura de Galilea y, más allá, el lago, que centelleaba cual espejo de bronce en la distancia. Si se daban prisa, llegarían a Magdala aunque no antes del anochecer. Y ese día ya le había exigido más de lo que María era capaz de dar.
El ancho campo y la suave llanura parecían una alfombra extendida para darles la bienvenida en esa hora de necesidad.
—Propongo que nos detengamos y pasemos la noche por aquí —dijo Jesús—. Por la mañana podrás volver a tu casa y dejar que tu familia te vea descansada, no agotada, como lo estás ahora.
Se encontraban de nuevo entre los olivares y los campos ordenados, un lugar perfecto para reposar. Jesús eligió un huerto de olivos a la derecha del camino e hizo señas a María para que le siguiera. Estaban rodeados de viejos árboles de troncos nudosos. Jesús se sentó en la base de uno de ellos.
María asintió. Sí, sería lo mejor. Quería que su familia conociera los milagros que Jesús hizo por ella, quería que la vieran con su mejor aspecto.
—Cuando vuelva a casa… —empezó a decir con cierta vacilación—. Mi familia tiene medios. Te recompensarán por lo que has hecho.
Enseguida se arrepintió de sus palabras. Jesús la miró, no con ira sino con tristeza.
—Te ruego que ni siquiera hables de eso —dijo. Hizo una pausa tan larga que ella creyó que no tenía nada más que decir—. Me decepciona que se te haya ocurrido.
—Lo siento… Sólo pensé…
—Claro que lo pensaste —la interrumpió Jesús—. Pero tú y los demás que fueron llamados debéis comprender una cosa: desde ahora yo seré pobre y aquellos que me sigan serán pobres también. —Tomó aliento—: Tan pobres como los indigentes que se reúnen alrededor de las sinagogas para pedir limosna. Es un asunto que requiere consideración. Por eso les mandé a todos de vuelta a sus hogares. Si no desean seguir adelante… tienen que ser sinceros consigo mismos.
—¿Por qué debemos ser pobres? —preguntó María—. ¡Moisés no lo era, David no lo era y, desde luego, Salomón tampoco! ¿Por qué hemos de aceptar esta condición de pobreza?
Jesús no respondió enseguida.
—Dejemos a Salomón al margen de esto —dijo al final—. Sus riquezas fueron la causa de que se alejara de Dios. En cuanto a David… —Parecía estar pensando en voz alta—. David estuvo más cerca de Dios en su juventud que en la madurez. Y Moisés… dejó su palacio de Egipto y se adentró en el desierto. Es cierto que más tarde fue un rico ganadero. Pero también lo abandonó todo cuando Dios le ordenó que regresara a Egipto para enfrentarse al faraón.
—Pero no abandonó a su familia ni sus bienes para siempre —objetó María—. Más tarde su cuñado se reunió con él, cerca del monte Sinaí.
Jesús sonrió.
—¡Veo que conoces bien las escrituras! —Parecía complacido—. Aunque es lógico pensar que Moisés no se llevó sus riquezas al desierto. Y envió a Jetro, su suegro, de vuelta a Midiana.
—¿Es que tenemos que despojarnos de todo? —preguntó María—. ¿Es realmente eso lo que Dios espera de nosotros?
—Tenemos que estar dispuestos a despojarnos de todo —respondió Jesús—. Tú lo ves como un engorro. A veces, sin embargo, el mayor engorro es seguir una vida mundana y servir a tantos amos. —Se rió—. Y Satanás está allí, entre todas esas cosas, para hacerte compañía. Si nos despojamos de ellas, le quedan menos sitios donde esconderse.
Satanás… Pero la idea de la pobreza la turbaba. No quería ser pobre. ¿Era realmente necesario?