25

El alba llegó temprano. Las estrellas palidecieron y se desvanecieron cuando el sol asomó sobre las colinas del otro lado del lago. María vio cómo la luz rojiza del sol naciente teñía los surcos de los campos labrados, que llegaban hasta el mismo muro que rodeaba el olivar.

Sus dos compañeros ya estaban despiertos y desperezándose, impacientes por iniciar lo que les quedaba de viaje.

El camino ascendía sin cesar. La tierra de Nazaret era accidentada, situada cerca de la cumbre de un acantilado, con Caná en las laderas. Al acercarse, empezaron a distinguir los viñedos que cubrían las pendientes empinadas; los labriegos se afanaban en podar las leñosas ramas desnudas.

De pronto, tras sobrepasar un recodo del camino, se encontraron en Caná. Allí se detuvieron para reposar. Finalmente, Jesús dijo:

—Natanael, ya estás de vuelta.

—Sí, debo ir a casa. ¿Quieres…?

—No, tenemos que seguir nuestro viaje —le interrumpió Jesús—, si queremos llegar a Nazaret antes de que anochezca.

Caminaron con él calle abajo, sin embargo, hasta que Natanael tomó un callejón que salía a la derecha y se alejó solo. Jesús le abrazó y María le apretó el brazo. Necesitaba su apoyo. Natanael retornaba a su vida anterior, y lo que antes le era tan conocido como la palma de su mano, ahora, de repente, le parecía ajeno.

No fue fácil dar la vuelta y dejarle allí. Jesús habló poco mientras reemprendían el camino de Nazaret. ¿Se estaba preguntando si Natanael se reuniría alguna vez con ellos? ¿O se estaba preparando para lo que le esperaba en su propia casa?

El camino se tornó más empinado y María tuvo que esforzarse para seguir al lado de Jesús, porque no deseaba quedarse ni un paso atrás.

Ya se acercaban a un lugar donde la gente empezaba a reconocerle. El viñatero se enderezó entre sus viñas:

—¡Jesús! ¿Dónde has estado? Necesito estacas nuevas, ahora mismo.

Los labriegos que bajaban la pendiente cargando a hombros cubos de agua le saludaban con la cabeza al pasar. Tras el próximo recodo de la calle, en lo alto de la colina, estaba su hogar. Nazaret: su madre, sus hermanos y hermanas, los vecinos y la carpintería… el taller donde ya no quería trabajar. Pero los habitantes de Nazaret no lo sabían.

Nazaret era un pueblo muy pequeño, probablemente más pequeño que Caná. No tendría más de cincuenta casas, más o menos dispuestas a lo largo de la calle principal o, mejor dicho, del camino que atravesaba el centro de la población. No se encontraba sobre el risco superior de la montaña sino justo debajo de él. No era un pueblo feo ni escuálido —no se merecía el dicho: «¿Puede algo bueno salir de Nazaret?»—, aunque tampoco resultaba digno de especial atención. Debía de haber dos mil aldeas como ésta en el territorio de Israel.

Cuando alcanzaron el terreno llano y la vieron extenderse delante de ellos —el pequeño pozo junto a la entrada, el rudo camino que constituía la calle principal— María se dio cuenta por primera vez de lo rica y sofisticada que era la ciudad de Magdala. Casas humildes de planta única bordeaban la calle; algunas, de tamaño mayor, se erguían con discreción en calles secundarias. Debían de ser las residencias de la gente rica… como ellos. Cualquier persona auténticamente próspera o mundana no podría vivir en Nazaret sino que se trasladaría a cualquier localidad más cosmopolita.

—¡Jesús! ¡Ve directo a casa! ¡Ya te han esperado demasiado! —Un hombre agitó el dedo índice al verles.

¿Era su imaginación o Jesús sacaba el pecho como si se preparara para un enfrentamiento? No podía ser. Él no necesitaba hacer acopio de fuerzas, no con su clara visión de la misión que le había sido encomendada.

De repente, torció por una calleja lateral, un camino aún más estrecho. Después, con actitud resuelta, se dirigió a la casa que se erguía en el otro extremo.

Era una construcción cuadrada, encalada y uniforme. María observó la barandilla que hacía del terrado un lugar seguro donde dormir o tender la ropa, las pequeñas ventanas que apenas permitían la entrada de aire o de luz. De modo que éste es el hogar de Jesús, pensó María: una casa corriente, más pequeña que las casas de su familia en Magdala. Un hogar respetable, no obstante. Resultaba evidente que la familia de Jesús no era ni demasiado pobre ni de mala reputación.

Jesús franqueó la entrada e hizo ademán a María para que le siguiera. Entraron en una habitación tan oscura que sus ojos tardaron algunos momentos en adaptarse a la penumbra. Acorde con el aspecto exterior de la casa, el interior era sencillo y no lucía adornos refinados sólo el mobiliario esencial: esteras, mesillas y taburetes.

La habitación estaba vacía. Jesús pasó a otra y después al patio interior, de donde llegaba el sonido de voces. Y, enseguida, de chillidos.

Asomó la cabeza por la puerta y vio a Jesús abrazado por muchos brazos a la vez.

—Jesús…

—Cuánto tiempo…

—No pude terminar todos los encargos…

—¿Cómo ha ido? ¿Cómo es él? —preguntó una voz masculina imperiosa.

Jesús se libró del abrazo multitudinario, riéndose.

—¡De uno en uno! ¡Por piedad! —Entonces vio a María—. Traigo una invitada.

Cinco pares de ojos se fijaron en ella.

—Ella es María de Magdala —explicó Jesús—. Madre, quizá recuerdes haberla conocido hace muchos años, cuando hicimos la peregrinación a Jerusalén.

Una mujer mayor, de rostro familiar, asintió. Sus facciones eran armoniosas y su mirada, bondadosa.

—Bienvenida —dijo. María reconoció la voz; conservaba la antigua dulzura. Jamás había oído otra voz con esa cualidad. Si la mujer se preguntaba dónde y cómo Jesús había vuelto a encontrar a María, no verbalizó su pregunta. Nadie más parecía prestar demasiada atención a la invitada; estaban todos pendientes del retorno de Jesús.

—¡Háblanos de Juan! —La misma voz masculina habló con urgencia, impacientada con los preliminares.

María miró al hombre. Su actitud era tan recia que, aunque hermoso en sus facciones, no resultaba agradable de contemplar.

—Dijiste que te ibas por eso. Para ver a Juan. Y me dejaste a cargo del taller. ¡Mucho tiempo! —El hombre estaba a todas luces irritado.

—Y seguirás a cargo de él, Santiago —respondió Jesús con firmeza.

La expresión de Santiago delató su sorpresa, una sorpresa enfurecida y desagradable.

—¿Qué dices? —gritó.

—Digo que, de ahora en adelante, la carpintería es tuya. Yo no volveré a trabajar aquí.

—¿Cómo? —repitió Santiago en tono combativo—. No puedes simplemente…

—Ya no soy carpintero —interpuso Jesús—. Trabajé diez años como carpintero pero ahora me dedicaré a otros menesteres.

—¿Qué otros menesteres? —Santiago se levantó de un salto—. ¿A qué te dedicarás? Yo no doy abasto… Hay demasiados encargos… Esperaba que volvieras…

—Contrata a un ayudante.

—¿Crees que es tan fácil? ¡Pues, no lo es! Tendría que ser alguien con tu talento y tu responsabilidad. La gente no aceptará menos. Yo no puedo… —Una nota de desesperación resonó en su voz.

—Búscale —dijo Jesús—. Está en algún lugar, esperando que le contrates.

—Muy gracioso. Ah, muy gracioso. ¿Y cómo se supone que voy a encontrarle? ¡Quizá Dios le pase el recado!

La madre de Jesús fue la única que preguntó:

—¿Qué piensas hacer, hijo? —Ninguno de los tres hermanos presentes parecía interesado en esto. Lo único que les preocupaba era el trastorno de su propia situación. Si Jesús pensaba marcharse, ¿cómo les afectaría su partida? Para peor, con toda probabilidad.

Jesús sonrió a su madre. Era evidente que ellos se entendían.

—Lo anunciaré en la sinagoga el próximo Shabbat. Será mejor que no hable de ello antes. Aunque puedo decirte esto: Tendré que dejar atrás mi vida de siempre.

—¿También a nosotros? —preguntó la madre. Su rostro se ensombreció.

—Sólo mi forma de vida, no a la gente —explicó Jesús—. La gente no es inamovible, como las montañas y los torrentes. Pueden desplazarse a voluntad. Podéis acompañarme adonde vaya. Me gustaría mucho.

—¡Pues yo no puedo irme! —vociferó Santiago—. ¡Tú mismo lo has dispuesto así! ¡Me has encadenado a la carpintería!

—Me consta que preferirías verme encadenado a mí —respondió Jesús—. Aunque tampoco tú lo estás.

—No puedo irme —repitió su hermano—. Tengo que mantener a la familia.

—Dios mantiene a la familia.

—¿Te has vuelto loco? —le espetó Santiago—. Dios proveerá, desde luego, si quieres vivir como los animales. ¡Sinceramente, creo que madre y el resto de la familia merecen una vida mejor que la que Dios puede proporcionarles!

—Así es —intervino otro hermano, uno de los más jóvenes—. ¿Qué suelen decir? «Dios satisface tus necesidades, no tus deseos». Si quieres una bestia de carga, Dios no te proporcionará un asno sino una espalda fuerte.

Todos rieron, incluso el propio Jesús. Al final dijo:

—Bien, Joses, tu espalda parece bastante recta.

Joses. El tocayo de José. Un hombre rechoncho, con aspecto de comer bien. María supuso que debía de tener unos veinticinco años.

—Todavía no nos has dicho cómo es Juan —dijo un joven delgado.

Jesús le miró con afecto. ¿Cuál de sus hermanos debía de ser éste? Quizás el bebé que llevaban en brazos en aquel viaje lejano.

—Ah, Simón, tú sabes plantear las preguntas importantes. Si quieres conocer a un profeta de la talla de Elías, ve a ver a Juan. Viéndole, contemplarás a los antiguos.

—¿Qué quieres decir? ¿Es Elías redivivo? —preguntó Santiago.

Una mujer que hasta entonces había permanecido callada y casi oculta en un rincón se acercó y le tocó el brazo:

—Sabes que es una superstición.

Debe de ser la esposa de Santiago. Sólo su esposa se atrevería a corregirle en público.

—Miriam tiene razón —dijo Jesús—. Nadie se encarna más de una vez en la vida. Juan tiene el poder de Elías cuando habla. Está claro que le ilumina el espíritu de Dios.

—Herodes Antipas va tras él —dijo Joses—. Dicen que tiene los días contados.

—Estaba allí cuando sus soldados le advirtieron —contó Jesús.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —exigió saber Santiago—. ¡No habrás pasado cincuenta días escuchando sus sermones!

—Así que sabes que son cincuenta días.

—¡Por supuesto que lo sé! ¿Acaso no he llevado la carpintería cada uno de ellos? —Era evidente que Santiago se sentía traicionado. Ni siquiera preguntó por qué Jesús tuvo que ir al desierto o por qué quiso bautizarse. Sólo pensaba en la carpintería, como si no existiera otra cosa en el mundo.

—El mensaje de Juan —dijo Simón—, ¿qué dice, que resulta tan irresistible?

Jesús pensó un momento antes de responder.

—Él cree que los días que muchos esperan ya están aquí. Que el tiempo, como nosotros lo entendemos, ha llegado a su fin.

—Y el Mesías… ¿es él quien inaugurará la nueva era? —preguntó su madre.

—Juan no habla del Mesías. Intenta reformar las vidas de los individuos, prepararles para el juicio y el fuego que se avecinan —contestó Jesús.

—Pero ¡tiene que haberle mencionado, al menos! —insistió Joses.

—Poco dijo de él, excepto que todos le estamos esperando. Y que será un hombre temible, que bautizará con el fuego. Desde luego, nunca ha alegado ser él el Mesías —dijo Jesús.

—Algunos de sus discípulos lo creen así —interpuso Santiago—. Es una de las razones por las que Antipas quiere deshacerse de él.

—Juan está preparado —respondió Jesús—. No tiene intención de retractarse ni de dejar de predicar.

—Hijo, todo esto nos resulta muy turbador —dijo su madre al final—. Tu retorno, tu debilitamiento tras el viaje, tu evidente agotamiento. Nos anuncias que abandonas el oficio de tu padre, el oficio que empezaste a aprender en la infancia, el trabajo que supone nuestro sustento. Por supuesto, tus hermanos pueden ayudar, aunque ellos no conocen los clientes ni el negocio tan bien como tú. No puedo interponerme en tu camino, si esto es lo que deseas de verdad, pero la situación me asusta. —Inspiró profundamente—. Todo este tiempo pensaba que volverías renovado, dispuesto a retomar las riendas, y ahora tú las dejas a un lado. No obstante, vayas donde vayas, necesitarás esto. Piensa en nosotros cuando lo lleves. —Entró en la habitación contigua y volvió con una capa confeccionada sin costuras, tan perfecta en su hechura que María y Jesús se quedaron mirándola estupefactos. Era de lana fina de color crema, tejida de manera tan delicada que en ella no se podía detectar una sola imperfección, ni siquiera examinándola minuciosamente, dejando que la luz la iluminara desde todos los ángulos.

—Madre —dijo Jesús levantándose para tomar la capa. La sostuvo y la examinó, dándole vueltas y más vueltas—. Es magnífica.

—¡No me digas que no la aceptas! ¡No me digas que pretendes vestir pieles, como Juan el Bautista! He trabajado demasiado tiempo para hacerla, y di cada puntada con amor.

—La llevaré con orgullo. Justo porque fue hecha con tu amor.

Jesús se la pasó por la cabeza y dejó que sus pliegues livianos le envolvieran el cuerpo. Era exactamente su medida. Y así lo dijo, riéndose.

—¿Acaso no te conozco centímetro a centímetro, hijo mío? —dijo María la mayor. Sonreía complacida con el éxito de su obra.

Después hablaron de otros temas que podían interesar a Jesús, le dieron noticias de Pilatos y de sus obras, que habían ofendido a los judíos de Jerusalén. Él, sin embargo, no parecía interesado. Por el contrario, insistió en saber de la vida cotidiana de su familia mientras estaba ausente. ¿Cómo había ido la siembra de primavera? ¿Quién hacía la peregrinación a Jerusalén aquel año? ¿Había muchos encargos para el taller? Los yugos para bueyes constituían el trabajo principal en esa época de arado.

Fue durante la cena cuando el interés de la familia se centró en María, aunque ella hubiese preferido que no. Desearía pasar inadvertida, limitarse a escuchar lo que ellos decían pero, de pronto, se mostraron curiosos de su historia.

¿Vives en Magdala? ¿Eres hija de Natán? ¿No estás casada? ¿Dónde está tu marido? ¿Sabe que estás aquí? ¿Piensas volver mañana?

María trató de responder a las preguntas, pero descubrió que no podía hacerlo con honestidad. No quería contar la historia de los demonios, ni cómo se vio obligada a huir al desierto, ni hablar de Joel y Eliseba. No le parecía correcto hablar de ellos ahora, cuando el propio Joel no sabía qué suerte había corrido su esposa. Aunque tampoco deseaba mentir, al menos, no delante de Jesús.

—María hizo una peregrinación a un lugar sagrado porque había alguien enfermo en su familia —interpuso Jesús—. Sus oraciones fueron atendidas, y volverá con su familia después del próximo Shabbat. Necesita descansar y recuperarse antes, para que la cura sea completa cuando llegue a Magdala.

Es una descripción ajustada, admitió María para sí, y que no revela los incómodos detalles.

—Es estupendo que tus plegarias fueran atendidas —dijo la madre de Jesús—. Debes de sentir un gran alivio.

Mayor de lo que puedas imaginarte, pensó María.

—Todos rezamos por cosas tan profundas y dolorosas que la satisfacción de nuestro deseo parece un milagro —prosiguió la madre de Jesús. Tomó las manos de María y las sostuvo entre las suyas. María vio que la edad no había empañado las facciones atractivas de aquella mujer, aunque algunas arrugas rodearan ahora sus ojos.

Sólo fue capaz de asentir en silencio. Esa mujer parecía comprenderla muy bien, y tener sus propios secretos en la vida. ¿Cómo, si no, se había dado cuenta?

La cena frugal terminó pronto y recogieron la mesa con rapidez, Mientras ya caía el crepúsculo. Subieron la escalera de madera que conducía al terrado, donde había bancos y esteras, y allí se sentaron para contemplar el cielo, que se iba oscureciendo, y la aparición de las primeras estrellas.

—Demos gracias a Dios por este día —dijo Santiago de pronto—. Que Él nos ayude a pasar la noche. —Inclinó la cabeza y pareció perderse en íntima contemplación; lo mismo hizo su esposa.

Santiago representa, en la familia de Jesús, el equivalente de Eli, pensó María. Cada familia debe de tener uno. Me pregunto quién corresponde a Silvano. Miró furtivamente a la gente reunida a su alrededor, pero no pudo discernir candidatos al carácter mundano.

El recuerdo de Eli y de Silvano le produjo una dolorosa punzada de añoranza. ¿Cómo podría abandonarles, dejar a su familia, aunque sólo fuera por un tiempo, para seguir a Jesús? Quizá… Tal vez…

Miró a Jesús de soslayo. En el desierto, el impulso de seguirle había sido muy fuerte. Sin embargo, aquí y ahora, sentados en el terrado de la casa de su familia, no resultaba tan fascinante ni tan imponente. Acaso se había precipitado.

Cuando fue noche cerrada, la madre de Jesús la condujo al dormitorio que compartieran Lía y Rut antes de abandonar el hogar paterno para casarse. Allí había una cama donde el colchón descansaba sobre tiras de esparto, y todo estaba sereno y en orden. La habitación le trasmitió una sensación de paz, como si en aquel hogar —y aquel mundo— hubiera imperado siempre el orden.