24

El viaje de vuelta a Galilea en nada se pareció al viaje de ida. María recordaba la terrible huida, el azote del temporal y de los demonios que llevaba dentro, cómo avanzaba tambaleándose con Pedro —entonces Simón— y Andrés, dependiente por demás de su ayuda, despojada de todo.

Incluso de mi pelo, pensó. Levantó la mano para tocar su cabeza. El cabello ya volvía a crecer, aunque pasaría mucho tiempo antes de que permitiera que otros lo vieran.

Jesús abría el camino con gesto de preocupación. Respondía a sus preguntas y, en ocasiones, hacía algún comentario acerca del paisaje pero, por lo demás, permanecía callado. En una de las veces que se detuvieron para acampar, María le preguntó si de verdad había sido él a quien conociera en el viaje a través de Samaria, si era su familia con quienes pasó aquella noche.

Esperaba una respuesta incierta, pero él trató de recordar de inmediato. Concedía gran importancia a cosas que los demás considerarían insignificantes.

—Sí —respondió al final—. Lo recuerdo. Viniste con una amiga y unas primas tuyas. Fue en el viaje de vuelta de Jerusalén.

—A tu hermana Rut le dolía una muela —dijo María—. Era Shabbat…

—Sí —repitió Jesús—. Exactamente. Qué bueno que lo recuerdes.

—Tu familia —inquirió María—, ¿están todos bien?

—Mi padre, José, murió hace varios años. Pero mi madre está bien, como también mis hermanos y hermanas. Fue difícil dejar la carpintería a Santiago, mi hermano menor, aunque había esperado ese momento durante largos años. Él no está contento, porque desearía dedicarse por completo a los estudios y contaba conmigo, como primogénito, para ocupar el lugar de nuestro padre y darle la libertad de hacer lo que él quisiera. Como he dicho, sin embargo, cuando Dios te llama no puedes hacer oídos sordos. Y, cuando Él llama, por lo general pone una carga, no sólo sobre tus hombros sino también sobre otras personas. —Hizo una pausa—. Por eso resulta tan doloroso.

—Cuéntanos más cosas de tu familia —dijo María—. Las primeras palabras que pronunciaste a tu vuelta fueron: «Las familias nunca entienden». ¿Qué quisiste decir con eso?

—Sé que mi familia no estará conforme con el camino que he emprendido —respondió Jesús.

Había entendido la verdadera naturaleza de su pregunta: ¿Cómo puedo ser una discípula y, al mismo tiempo, seguir con mi vida de siempre?

—Toda mi vida me he sentido llamado a hacer… algo —prosiguió Jesús, eligiendo con cuidado sus palabras—. Desde que era niño pensaba en Dios, en lo que Él esperaba de mí y en cómo podría acercarme a Él para descubrirlo. Por supuesto, tenemos la Ley, los Mandamientos…

—Pero tu padre, José… ¡desobedeció las normas del Shabbat! —le interrumpió María—. Desató el hatillo para buscar la medicina, aunque está prohibido atar y desatar nudos ese día. La propia medicina está prohibida. —María nunca había olvidado aquel acto escandaloso.

Jesús sonrió y meneó la cabeza, como si acabara de recuperar un recuerdo precioso.

—Sí que lo hizo. Se mostró valiente. Y con razón. Dios nunca quiso que el Shabbat fuera como una argolla de hierro alrededor de nuestros tobillos, como pretenden los vigilantes rígidos de la Ley. —Calló por un momento—. Es un error negarse a ayudar a alguien sólo porque es Shabbat. Es un error indiscutible.

—Hablando de tu llamada… —Natanael trató de volver la conversación al tema que a todos les preocupaba.

—Fue creciendo lentamente —respondió Jesús—. Por eso estoy tan seguro de ella. Las decisiones no se toman de una vez sino en momentos sucesivos. No quise marcharme durante los largos años de mi crecimiento, ni cuando murió mi padre y mi madre enviudó, para proporcionar los medios de vida a mi familia. Aunque la llamada puede hacerse sentir de repente —añadió, como si quisiera prevenirles—. Es distinto para cada persona. Dios nos busca de maneras diferentes. Pero, tratándose de algo tan duro, es mejor estar seguros. En el corazón.

María observó que hablaba en el plural, como si Felipe, Natanael y ella fueran sus compañeros de viaje, aunque algo retrasados, porque partieron más tarde que él. Ella también había sentido la llamada desde la infancia, aunque fuera una llamada confusa y no verbalizada. Después, el ídolo usurpó su legítimo lugar.

—¿Piensas volver a casa? —preguntó.

—Sí, volveré —dijo Jesús—. Aunque no como ellos esperan.

—También nosotros debemos volver —dijeron los demás al unísono.

—Por supuesto —admitió Jesús—. Aunque sería mejor para vosotros no hacerlo.

—¿Y eso por qué? —preguntó Felipe—. No querrás que seamos tan crueles que abandonemos a nuestras familias.

Jesús pareció dolido.

—No, crueles, jamás. Pero es muy fácil desviarse del camino cuando apenas acabas de emprenderlo. Tus seres queridos pueden ser tu perdición. Por eso dije que las familias no entienden nunca. Salvo que se unan a nuestra familia.

—Es poco probable —reconoció Felipe—. ¡Pero mi esposa! ¿Qué voy a decirle?

—Lo ves por ti mismo —respondió Jesús—. Resulta muy duro. No podemos fingir que no lo es. A veces, es más difícil satisfacer a los humanos que a Dios. Dios lo comprende todo. Los seres humanos, no. —Tiró unas piedrecitas al fuego, aparentemente muy atento a ver dónde iban a caer.

—Dentro de cuatro días estaremos en Galilea. Primero pasaremos por Betsaida y allí, Felipe, nos dejarás para ir a tu casa. Después pasaremos por Magdala y allí nos dejarás tú, María, para volver a tu hogar. Luego será el turno de Caná y de ti, Natanael, que regresarás a tu casa. Yo me retiraré a las colinas para rezar. El cuarto día volveré a Nazaret, donde está mi hogar. El Shabbat leeré la lección en la sinagoga. Y entonces empezará todo. Después iré a Cafarnaún. Si todavía queréis seguirme, os buscaré en la sinagoga de Cafarnaún el Shabbat siguiente. —Les miró a uno tras otro, demorando la mirada en cada rostro—. Si no os veo allí, lo comprenderé. No iré a buscaros pero, si os encuentro, me sentiré feliz.

María se dio cuenta de que le resultaba doloroso saber que no iría a buscarles. ¿Cómo podía aceptarles sin reservas para después renunciar a ellos con tanta facilidad?

Una vez más Jesús le leyó el pensamiento.

—Dios nos ama a todos con fervor, pero nos deja decidir cuán cerca queremos estar de Él —dijo—. No podemos ser menos. Debemos ser perfectos, como nuestro padre celestial.

—Pero somos humanos, nunca podremos ser perfectos —protestó Felipe.

—Quizá Dios entienda la perfección de otra manera. Quizá ya seas perfecto o llegues a serlo en el futuro —explicó Jesús—. A los ojos de Dios, la perfección consiste en la obediencia a Su voluntad.

Sería reconfortante creerlo así, pensó María.

—Aquí debemos separarnos —dijo Jesús a Felipe con firmeza cuando se acercaron a Betsaida. No le dejaba alternativa—. Que Dios te ayude en lo que te espera.

Era obvio que a Felipe le apenaba mucho tener que dejarles, pero sacó el pecho y, tras una trémula despedida, enfiló el camino que conducía a la ciudad.

Los demás siguieron bordeando la orilla septentrional del lago y llegaron a Cafarnaún en el apogeo de la actividad del mercado de pesca, cuando un gran gentío de pescadores y clientes bullía en el muelle. ¿Miró Jesús, aunque sólo fuera un instante, en busca de Pedro y Andrés? María le observaba con atención. ¿No sería humano buscarles? Sin duda recorrería los muelles con la mirada, con el pretexto de inspeccionar la zona. Mientras le observaba, sin embargo, él se dio la vuelta inesperadamente y la miró. Se sintió pillada in fraganti. Aunque, ¿qué crimen estaba cometiendo? El de someter a Jesús a la prueba de ser un hombre normal.

Ni a Pedro ni a Andrés se les veía por ninguna parte. El grupo siguió su camino a lo largo de los muelles bulliciosos, entre los gritos de los vendedores, los mercaderes que competían por atraer la atención y los compradores que regateaban los precios, protestando a voz en cuello. El olor a pescado impregnaba el aire, y las criaturas que se agitaban en las tinas parecían abanicarlo para propagar sus efluvios.

—¡Señor! —Un vendedor agresivo se acercó a Jesús. Agitó una brazada de finos pañuelos delante de sus ojos—. ¡De lo mejorcito! ¡Es seda de Chipre!

Jesús intentó apartarle pero el mercader se resistía a ser disuadido.

—¡Señor! ¡Será la compra de vuestra vida! ¡Los han traído cruzando Arabia! En un barco especial, que no volverá a hacer el viaje. Son más baratos que los que traen las caravanas a través del desierto. ¡A mitad de precio! Fijaos en su delicado color. ¡Amarillo, el color del alba! Rosa, el color del cielo que cubre nuestro lago después de la puesta del sol. Ya conocéis este color, señor. Es único de estas tierras. ¿Cómo pudieron captarlo en la lejana Arabia? Pero ¡mirad, aquí está! —Extendió el pañuelo de seda sobre su brazo.

Jesús lo examinó con atención. Frotó la tela entre los dedos, evaluándola.

—Es realmente precioso —admitió—. Aunque no puedo comprarlo hoy.

El mercader pareció desolado.

—¡Mañana, señor, quizá ya no me queden!

Pasaron por delante del edificio de aduanas, una construcción voluminosa que albergaba las sedes de todos los recaudadores de impuestos. Cafarnaún se encontraba justo en la frontera entre los territorios de Herodes Antipas y los de su hermanastro, Herodes Filipo. Este último, con su nombre griego y sus tierras paganas, parecía distinto por completo al gobernador local. Donde hubiera una línea divisoria, sin embargo, allí establecían sus oficinas auténticos enjambres de recaudadores, más fastidiosos que una plaga de moscas o de mosquitos. Los romanos estaban allí para supervisar los impuestos sobre bienes y las capitaciones, y sus representantes locales, los publicanos, sentados en pequeños taburetes dentro de sus cabinas, cobraban los impuestos de importación y exportación.

—Si hubiese comprado ese velo de Arabia —dijo Jesús—, ahora debería ponerme en la cola para pagar el correspondiente impuesto de importación. —Señaló una larga hilera que aguardaba delante de una de las cabinas—. Así un objeto material, por hermoso que sea, nos roba el tiempo, un precioso regalo de Dios. ¿Es un intercambio justo? No, claro que no.

A juzgar por la expresión de la gente que hacía cola, ellos no estaban de acuerdo. Aferraban las mercancías compradas y echaban miraditas al interior de los paquetes como si no pudieran esperar para ver de nuevo el contenido. Un hombre bajito caminaba arriba y abajo explicándoles cómo rellenar los formularios.

—Alfeo —dijo Natanael con un mohín de disgusto—. Un hombre desagradable. Tuve tratos con él en cierta ocasión. Es codicioso, rapaz y calculador. Metió a sus dos hijos, Levi y Santiago, en el negocio. De tal palo, tal astilla, supongo. Uno de ellos ya posee una gran Mansión.

—Algunas personas disfrutan de estas cosas —respondió Jesús—. No son capaces de ver más allá. Yo creo que Dios quiere darles algo mucho más importante. Deberían conocerlo, oír hablar de ello.

—¿Eres tú la persona que lo anunciará? —preguntó Natanael.

—Sí —afirmó Jesús—. Tú lo has dicho.

Natanael parecía sorprendido.

—¿Tratarás con los recaudadores?

—En el Reino de los Cielos muchas cosas son posibles, ya lo veréis —se rió Jesús—. Hasta un recaudador de impuestos podría entrar antes que los justos.

—¿Como Alfeo y sus hijos? —Natanael se encogió de hombros—. Será insólito el día en que eso ocurra.

Cafarnaún quedó atrás. Poco a poco, se alejaron de la zona de los muelles y se adentraron en el territorio abierto que les separaba de la siguiente ciudad, Siete Fuentes. Y después… Magdala.

María se sentía cada vez más inquieta. Tendría que separarse de Jesús y Natanael y volver sola a su ciudad. Allí la esperaban Joel, su preciosa Eliseba, sus padres, sus hermanos, sus primas. No tenían noticias suyas desde que se fue al desierto, salvo que Pedro y Andrés hubieran ido a avisarles. ¡Cómo se alegrarían de su recuperación! No obstante, la invadía un miedo inexplicable. Porque la María que se había ido no era la misma que volvía a ellos.

Bordearon la orilla superior del lago y pronto —¡demasiado pronto!— llegaron a Siete Fuentes, donde las aguas calientes brotaban de la tierra y se precipitaban en el lago. Allí tenían que separarse; Jesús y Natanael se dirigirían al oeste, María enfilaría el camino de Magdala.

Jesús parecía darse cuenta de su conflicto.

—María, tu hogar te llama ahora. Ve y cuéntales el milagro que Dios hizo por ti. Después, si todavía lo deseas, ven a Cafarnaún a buscarnos a todos.

Lo hacía parecer muy sencillo. Pero no lo era. ¿O, tal vez, sí? O era muy sencillo o tan difícil y complicado que resultaría imposible.

Se encontraban en el camino que bordeaba el lago, el mismo que María había recorrido con Joel hacía muchos años, cuando aún consideraba la posibilidad de casarse con él. El viento azotaba el agua y levantaba pequeñas olas danzarinas. El lago resplandecía. Su vieja vida la llamaba. Estoy bien, les diría, lanzándose a sus brazos. He vuelto a lo que tuve que abandonar hace tanto tiempo. Os amo a todos. Sois mi vida.

Pero ahora conocía a Jesús, él la había liberado, la había invitado a presenciar los acontecimientos que se producirían en la medida en que él iba descubriendo su misión. Era la cosa más apasionante que podría pasarle; no quería darle la espalda.

—No… puedo hacerlo —oyó su propia voz—. No puedo volver en este momento. No tengo fuerzas para ello.

Jesús la miró sorprendido y esta reacción le produjo sorpresa también a ella.

—Quiero decir que tengo fuerzas para volver, pero no las tendría para irme de nuevo, aunque fuera por poco tiempo, aunque fuera para ayudarte en tu misión. ¡Tengo miedo de que, una vez allí, me olvidaré de ti! Me olvidaré de lo que me pasó en el desierto, contigo.

Esperaba que Jesús la exhortaría a marchar con gesto ceñudo. Él, sin embargo, dijo quedamente:

—Eres sabia, si sabes todo esto. Te fue revelado por mi Padre, que está en el cielo. —Hizo una pausa—. Muy bien. Te quedarás con nosotros y volverás a casa después de terminar nuestras visitas. Yo te ayudaré y te apoyaré en lo que decidas hacer.

Una oleada de alivio la invadió. ¡No tenía que afrontar la prueba sola!

—Sí, maestro —accedió—. Te doy las gracias.

Aún tenían que pasar por Magdala, recorrer el camino que atravesaba la ciudad antes de dirigirse a las ciudades del oeste, Caná y Nazaret. María se ocultó la cara bajo la capa al pasar por las calles que tan bien conocía, por la propia esquina de su casa. Su corazón estaba desgarrado, porque sabía que detrás de aquellas paredes había personas que sufrían por ella, que anhelaban saber dónde estaba y rezaban por su salvación aunque, con toda probabilidad —tenía que ser honesta consigo misma— ya la daban por perdida.

Han podido vivir sin mí, pensó. Tuvieron que hacerlo. Estaba tan enferma, tan desesperada. Después de tanto tiempo sin noticias… Sí, habrán aceptado la vida sin mí.

Meneó la cabeza y se ciñó aún más la capa. Le parecía extraño y deshonesto pasar de largo de su propia casa como si nada tuviera que ver con ella. Los postigos estaban cerrados. ¿Por qué? ¿Estaban de luto por ella?

De pronto, una figura salió de la casa a la calle. ¡Su madre! Llevaba a Eliseba en brazos y caminaba apresurada hacia ellos.

María sintió que su corazón dejaba de latir. Quería llamar pero no podía abrir la boca; al mismo tiempo, una vergüenza incomprensible la paralizaba, como si cometiera un crimen observándolas en secreto.

Su madre estaba preocupada y jugueteaba con una de sus mangas; ni siquiera se fijó en las tres personas que pasaban del otro lado de la calle. Cuán familiar le resultaba la expresión en el rostro de su madre. María echó una mirada furtiva a Eliseba. Había crecido mucho, parecía más una niña que un bebé. Claro que ya había cumplido los dos años.

Con una punzada de dolor, María agachó la cabeza y se apresuró a torcer por la esquina. No se sentía capaz de mirarlas más. Allí topó con Jesús, que se había detenido para esperarla. Vio el dolor y la comprensión en sus ojos. No hizo falta que dijera nada.

Reanudaron la marcha y pronto se encontraron fuera de la ciudad, en el camino del oeste. Un anillo de colinas escarpadas rodeaba el lago, tras el cual se erguían más colinas. Tan pronto se alejaron de la franja que bordeaba el lago, el paisaje cambió. Las colinas se volvieron pedregosas y escalonadas.

En una ladera resguardada, bajo las ramas de un olivar, encendieron la hoguera y prepararon su descanso nocturno.

—Mañana iremos a casa —dijo Jesús—. Tú, a la tuya, Natanael, y yo, a la mía.

María contempló a Jesús. ¿Era guapo? Sabía que los demás le harían esta pregunta: ¿Quién es este hombre a quien sigues? Y la otra pregunta, no verbalizada: ¿Estás enamorada de él, por eso quieres sentarte a sus pies y aceptarle como tu maestro?

Le observó con atención. Era atractivo, en el sentido corriente de la palabra. Sus facciones eran regulares. La frente, amplia; el cabello, espeso y sano; la nariz, recta; los labios, carnosos y bien delineados. ¿Se le podía considerar hermoso? No. Bien al contrario, resultaba banal, corriente. El tipo de hombre que no te llama la atención si te cruzas con él en el mercado. Aunque su porte sí era llamativo: se mantenía erguido, caminaba recto. Recto. Una palabra peculiar, particular, que en los textos antiguos denotaba rectitud moral. «¿Quién morara en Tu tabernáculo, Señor? ¿Quién habitará Tu colina sagrada? El que camina recto». También: «Fijaos en el hombre perfecto, contemplad al recto. Porque el fin de ese hombre es la paz». No eran sólo sus hombros, era la actitud de su cuerpo entero, característica y reconocible al instante.

No, no estoy enamorada de él, no en el sentido corriente de la expresión, pensó María. Sólo deseo estar en su presencia.

—Debemos dormir —dijo Jesús al final—. Lo que nos espera, requiere gran tesón. Y mucha oración.

Tendieron las mantas sobre el suelo duro. María percibía el aroma del olivar todo alrededor. La brisa ligera agitaba y estremecía las hojas plateadas de los olivos, y enviaba hasta ella oleadas de un perfume seco y fresco.

Jesús se cubrió con la capa y les dio la espalda, volviéndose hacia las colinas, tras las cuales esperaba Nazaret.

Las estrellas, blancas y brillantes, formaban una bóveda luminosa en lo alto.