—No puedo esperar más —dijo Judas dando vueltas al trozo de carne sujeto en el extremo de una ramita que sostenía sobre el fuego. Se estaba haciendo el almuerzo. Evidentemente, planeaba comer solo y partir con la primera luz. Cuando los demás salieron de la tienda, no obstante, les ofreció comida, aunque con cierta vacilación—. Ni siquiera sabéis cuándo volverá ese rabino o lo que sea. En todo caso, yo vine a ver a Juan el Bautista. Ya le he visto, no me queda más por descubrir. Sus sermones son todos iguales. No tiene sentido seguir aquí. —Retiró la carne del fuego y la examinó con atención, luego la quitó del palo humeante y se la comió.
—Es cierto, no sabemos cuándo volverá —admitió Pedro—. También nosotros debemos decidir qué hacer. No podemos esperar indefinidamente. —Pedro meneó su gran cabeza, y los rizos se agitaron—. Aunque lamento que no llegues a conocerle, Judas Iscariote. Lo lamento de veras.
Judas se encogió de hombros.
—En otra ocasión, quizá.
—Dudo que vaya alguna vez a Jerusalén —dijo Andrés, sumándose a la conversación—. Y tú eres de allí.
—Sí, por lo que oigo, es un personaje local, de la región de Galilea. No suelo ir allí. Mi labor de contable requiere mi presencia en las inmediaciones de Jerusalén, y mis mosaicos me llevan a las áreas romanas, como Cesárea. Aun así, nunca se sabe. —Cargó el fardo a hombros y se dispuso a partir—. Os deseo lo mejor, a vosotros y a vuestro rabino —dijo con sinceridad—. Tened cuidado. Éstos son tiempos peligrosos para todos. No creo que veamos ni escuchemos a Juan por mucho tiempo más.
—¿Lo dices por Herodes Antipas? —preguntó Pedro.
—Obviamente. Antipas le cerrará la boca. Sus días de predicador están contados. Escuchadle con atención esta mañana, o por la tarde o cuando queráis ir en su busca. No porque vaya a decir algo distinto de lo que ya he oído. —Les saludó—. Me alegro de haberos conocido.
Judas había sacado a colación un asunto preocupante. No podían sino reconocer que Jesús les había elegido para después desaparecer, sin prometerles cuándo volvería. Aquella tarde Pedro planteó el dilema.
—No quiero apresurarme, pero no tenemos la menor idea de cuándo volverá Jesús. Mi hermano y yo vinimos por otro asunto, que ya está resuelto. Tenemos que regresar. Jesús dijo que nos encontraría… —Su voz se apagó—. He de aceptar su palabra. Debo tener esperanza y fe en que volverá y nos encontrará. Entretanto, sin embargo, puesto que no tenemos instrucciones acerca de qué hacer, me temo que Andrés y yo debemos regresar a casa y a nuestro trabajo. María, ¿vienes con nosotros? ¿O prefieres que llevemos un mensaje de tu parte?
Oh, ¿no podían esperar un día más? Anhelaba ver a Joel, a Eliseba y a su familia, pero no quería irse sin ver a Jesús. De otro modo, acabaría pensando que nada de eso había ocurrido. Ahora que se había recuperado, necesitaba ver a ese hombre, verle en circunstancias normales y no bajo la presión dolorosa de una necesidad extrema.
—No —respondió—. Es mejor que se lo diga yo misma, que vean el milagro con sus propios ojos. —Se volvió hacia Felipe y Natanael—. Natanael, tú eres de Caná. Tú, Felipe, de Betsaida. No está lejos de Magdala. Si esperáis, volveré con vosotros.
La expresión de Natanael reflejó sus dudas.
—Yo pienso quedarme, aunque no sé por cuánto tiempo. Pero sí, cuando vuelva, puedes venir conmigo.
Juan seguía predicando, el vado del Jordán seguía inundado de penitentes y los días se hacían interminables. María iba cada día a escucharle pero —¡maldita sea!— Judas tenía razón, Juan no decía nada nuevo. Usaba las mismas palabras una y otra vez, las mismas exhortaciones. Sólo cambiaba su auditorio y, para ellos, el mensaje era siempre novedoso.
Con el paso de los días, María se dio cuenta de que debía irse. Ya le parecía que Jesús no volvería nunca. Algo le había pasado. Aunque esperaran toda la vida, jamás volverían a verle.
Muy apenada por esta idea, se acercó a Felipe para preguntarle si pensaba quedarse mucho tiempo más y, para su alivio, él pensaba lo mismo que ella. Tenían que partir pronto.
Entraron en la tienda y recorrieron con mirada triste aquel lugar que había sido su hogar durante tantos días. Aunque, sin duda, Jesús no esperaba que se quedaran por más tiempo. Empezaron a recoger sus magras pertenencias. María dispuso el material de escritura, que le había devuelto Pedro, a punto para el viaje.
Su última noche fue melancólica. María, Felipe y Natanael se sentaron junto al fuego sin apenas hablar. El propio fuego parecía ahogado; las llamas languidecían y la leña crepitaba y silbaba, como en protesta.
Volvería a casa y, con la ayuda de Dios, jamás olvidaría todo aquello. Era la cosa más extraordinaria que le había sucedido en la vida. Dios estaba allí, en esa misma tienda, y la había tocado.
—Vuelta a pescar —dijo Felipe con tristeza—. No es mala vida. —El tono de su voz contradecía sus palabras—. O tal vez abandone la pesca y me dedique a estudiar. Como Natanael.
—¿De qué vivirás? —farfulló María. Pero, al ver la expresión agobiada de Felipe, se apresuró a añadir—: Quiero decir que los eruditos necesitan de alguien que les mantenga y si tú esposa no ve con buenos ojos…
—No lo sé —admitió él—. Pero me temo que después de esto no puedo volver a la pesca. Debo vivir con lo que amo y confiar en que, de alguna manera, lograré sobrevivir.
—Amo a mi familia tanto como a mí misma —dijo María— y, sin embargo, sé que no lo entenderán. Tengo miedo de olvidarme de todo esto, de que llegue a parecerme un sueño.
—Las familias nunca entienden.
La voz venía de las sombras que bordeaban el círculo de luz proyectado por la hoguera. Era una voz familiar aunque cansada.
Se levantaron todos de un salto y miraron en dirección a la voz. Pero allí sólo había penumbra y el crepitar del fuego.
—¿Quién anda ahí? —llamó María. Su propia voz sonó extraña.
—Soy yo. —Una silueta apareció en el límite mismo de la luz—. Soy yo.
Avanzó con lentitud, con movimientos exhaustos. Sólo cuando se acercó tambaleándose a la hoguera le reconocieron.
—¡Maestro! —Felipe saltó a su lado, rodeándole con los brazos para sostenerle.
Jesús. Era Jesús.
—¡Oh, maestro! —María se adelantó también, deseosa de limpiarle la cara o de reconfortarle. Estaba delgado y exhausto: su piel estaba arrugada y quemada por el sol, y su espalda, encorvada. Los ojos, hundidos en las cuencas, destacaban en el rostro demacrado y parecían asustados de lo que habían visto.
Natanael trajo una manta y le cubrió los hombros. Su tensión y su expresión distante les confundía y no sabían qué hacer para ayudarle. ¿Estaba herido? ¿Sólo debilitado por su peregrinación, el frío de las noches y el calor de los días? ¿O había algo más?
Jesús se dejó caer junto al fuego moribundo.
—Aún estáis aquí —fue lo único que dijo.
—Sí, aún estamos aquí —le tranquilizaron.
—Han pasado muchos días —pronunció estas palabras tras un rato que se hizo muy largo—. No sé cuántos. Pero seguís aquí. —Les miró, uno tras otro—. Felipe. Natanael. María.
—Sí, maestro —dijo Felipe ahora—. Ahora debes descansar. —Intentó conducir a Jesús al interior de la tienda.
Él, sin embargo, no se levantó. No parecía tener fuerza suficiente para ello.
—Un momento. Dadme un momento.
—Sí. Lo que tú quieras —respondió Natanael.
—¿Sabéis cuánto tiempo ha pasado? —preguntó Jesús al final.
—No —contestó Felipe—. No lo sabemos.
—Cuarenta días y cuarenta noches —dijo Jesús—. Demasiado tiempo para estar en el desierto. Pero me enfrenté al Maligno y luchamos. Se acabó.
—¿Quién ganó?, se preguntó María. Jesús parecía derrotado.
—Le vencí —dijo él. Su voz era apenas un susurro—. Satanás se retiró.
¿Y te dejó en este estado?, pensó María. Entonces es muy poderoso.
—Sí, Satanás es poderoso —dijo Jesús, como si leyera sus pensamientos—. Aunque no todopoderoso. Recordad esto, guardadlo en el corazón. El poder de Satanás es limitado.
María observó el rostro destruido de Jesús. Recordando cuán fácil le había resultado expulsar sus demonios, no se podía imaginar qué poder sería capaz de operar este cambio en él. Sus demonios, por fuertes que fueran, no eran nada comparados con el Maligno en persona.
—¡Oh, maestro! —Henchida de amor y de gratitud, cayó a sus pies. No llevaba sandalias, estaba descalzo.
—Era necesario. —Se inclinó y la tomó de las manos, apartándola de sus pies—. No podía hacer nada sin terminar antes con esto. —Hizo una pausa—. Ahora puedo empezar de verdad.
Le llevaron al interior de la tienda. Él cayó sobre una manta. Quedó dormido al instante, con los pies recogidos y la cabeza apoyada en otra manta, que servía de almohada.
A la mañana siguiente Jesús fue el primero en despertarse. Le encontraron en la puerta de la tienda, sentado delante del fuego, que había vuelto a encender. Lo miraba tan fijamente que habrían dado cualquier cosa por no molestarle, aunque resultaba imposible salir de la tienda sin que él les viera.
Sin embargo, él parecía dispuesto a ser molestado, hasta contento de verles.
—Saludos, amigos míos —dijo—. ¿Qué hay para comer?
Claro. Tenía que estar famélico. Empezaron a rebuscar frenéticamente entre las existencias, como si aquélla fuera una emergencia de primer orden, hasta que Jesús se echó a reír.
—No os preocupéis tanto. No puedo comer mucho después de tanto tiempo sin probar la comida. Algunos dátiles y un poco de pescado seco será más que suficiente.
Felipe le dio una bolsa de dátiles y él la abrió con ademanes lentos, en absoluto como un hombre famélico.
—Hummm… —Sostuvo un dátil en lo alto y lo observó con detenimiento. Después se lo comió.
—¿Dónde están los demás? —preguntó al fin.
—Pedro y Andrés tuvieron que volver a casa —dijo Natanael—. Confían en que podrás encontrarles, tal como dijiste.
—Hummm… —En apariencia, la atención de Jesús se centraba por completo en el dátil que estaba comiendo—. Vosotros, sin embargo, os quedasteis para esperarme —dijo al final. Esbozó una pequeña sonrisa, como si añadiera: Me alegro de ello.
—También estuvo aquí otro hombre, que quería conocerte, pero tuvo que marchar —dijo Felipe. Felipe tiene un talante abierto y cordial, que debe de atraer a la gente que busca respuestas, pensó María. Es un guardián de las puertas—. Se llama Judas —concluyó Felipe.
Jesús asintió.
—Un nombre bastante común. ¿Cómo podría reconocerle?
—Es hijo de Simón Iscariote. Vive cerca de Jerusalén. ¡Hace mosaicos!
Jesús arqueó levemente las cejas.
—¿Mosaicos?
—También es contable. Es un hombre moreno, delgado, bastante elegante. Un tipo interesante.
—Pero tuvo que marchar. —Era sólo una afirmación—. Y nosotros, también —añadió Jesús.
¿Qué ha pasado en el desierto? Todos querían preguntar, pero nadie deseaba ser indiscreto. Finalmente, Felipe se atrevió a hacerlo:
—Señor… si puedo preguntar —dijo—, ¿adónde fuiste, con qué te enfrentaste en el desierto? —Su voz, habitualmente vibrante, sonó apagada.
Jesús le miró a los ojos, como si quisiera evaluar hasta qué punto era capaz de comprenderle.
—Fue necesario ir al desierto, convertirme en blanco de Satanás. Me puse en sus manos. Si no era capaz de superar las pruebas a las que él me sometiera, ningún sentido tendría iniciar mi ministerio. Es mejor sufrir el descrédito al principio que tropezar a medio camino. Os contaré una historia. ¿Qué príncipe iniciaría la construcción de una torre sin antes calcular los costes de la empresa? Sería una desgracia no poder terminarla, la gente se reiría de él. ¿Qué rey emprende una batalla sin antes acotar sus tropas con las del enemigo? Si el enemigo es demasiado poderoso, es mejor no ir a la guerra sino buscar un compromiso de paz. También en este caso, si he de combatir a Satanás, debo estar seguro de mi victoria.
—Pero… ¿cómo te sometiste a las pruebas? —preguntó Natanael con la mirada fija en Jesús. Su rostro estilizado y sensible parecía temblar.
—Satanás siempre te encuentra —respondió Jesús—. Sólo tienes que esperarle. —Hizo una pausa—. Me adentré en el desierto y esperé. Y él vino, atacando mis puntos más débiles. Ésta es siempre su estrategia. Así os atacará también a vosotros.
—Satanás conoce bien vuestros miedos y debilidades. Tened cuidado. —Jesús les miró a todos—. Y lo que es más importante: aunque se retire del campo de batalla, Satanás vuelve siempre. Volverá a desafiarme a mí, como lo hará con vosotros. Debemos ser capaces de reconocerle. Es el acusador, el que nos pone a prueba. Nos enfrenta a pecados pasados y perdonados. No es Dios quien nos atormenta con el recuerdo de los pecados, sino Satanás.
—¿Por qué? —preguntó Natanael.
—Si Satanás no consigue arrastrarte a nuevos pecados, intentará aniquilarte con los viejos. Es el eterno adversario de Dios y, si luchas en el ejército del Señor, él te combatirá con todos sus medios.
Jesús se puso de pie y, por primera vez, María percibió la majestuosidad de su presencia. No era más alto que Felipe o Natanael, pero parecía serlo. La capa, que colgaba de su cuerpo angostado, le vestía como a un príncipe.
—Tenemos la misión de enfrentarnos a Satanás. Cada uno de vosotros deberá adentrarse en su propio desierto para pasar la prueba. María, tú ya has luchado con tus demonios y saliste vencedora.
—No —repuso ella—. ¡Yo no! Me habían derrotado. Me disponía a morir para librarme de ellos. Intenté matarme. ¡Ellos ganaron!
—No ganaron —dijo Jesús—. Tú misma lo has dicho: estabas dispuesta a morir antes que claudicar. Fuiste sometida a la prueba suprema y permaneciste fiel a Dios.
No le había parecido una prueba suprema sino una tortura. María se preguntó con qué autoridad se pronunciaba Jesús con tanta contundencia, pero no se atrevió a contradecirle.
—¿Qué esperas de nosotros? —Felipe hizo la pregunta que estaba en la mente de todos—. ¿Qué hemos de hacer?
María esperaba que Jesús diera una respuesta vaga. Por el contrario, él dijo:
—Volveremos a Galilea. Iniciaré mi ministerio. Os quedaréis conmigo, y yo convocaré a otros más. Mi llamada será un desafío para Satanás. Por eso debemos empezar la lucha como veteranos templados en el combate.
—¿Y cuál, si puedo preguntar, maestro, será el mensaje de tu ministerio? —Natanael parecía muy turbado.
—Que el Reino de Dios ha llegado y que éste es el tiempo ansiado por los profetas.
—¿Ha llegado? —Felipe arrugó el entrecejo—. Perdona, pero ¿cómo puedes decir eso? Yo no lo veo en ninguna parte. ¿No se supone que llegará con tambores celestiales y que será inconfundible?
—Estas predicciones son equivocadas —repuso Jesús secamente—. Los profetas y los escribas no entendieron bien. La verdad es que el Reino es algo misterioso, que crece casi imperceptible. Ya está aquí. De algún modo, me toca a mí inaugurarlo. Porque lo veo, lo comprendo y soy su representante.
María meneó la cabeza.
—¿Estás diciendo que eres el Mesías? ¿No son éstos sus atributos?
—Yo no digo eso. Estoy preparado para que lo digan los demás, pero yo no lo afirmo.
—Entonces, señor —Felipe parecía confuso—, ¿qué dices tú?
—Seguidme. Esto es lo que os digo. —Jesús le sonrió—. Todo se aclarará sobre la marcha. Sólo caminando podemos entender el camino. Dios dice: Deseo obediencia, no sacrificio. La obediencia consiste en seguir los pasos que Él nos indica, uno tras otro. Sólo así veremos adonde nos dirigimos. —Abrió los brazos—. ¿Vamos a caminar juntos? —La invitación a atravesar el gran portal fue así de sencilla. Habría sido muy fácil declinarla.
Eso pensó María más tarde. Aquel viaje tan trascendental, qué insignificante pareció al principio. Sólo unos cuantos pasos. Un simple «seguidme». La ilusión de poder abandonar en cualquier momento. Y, sin embargo, para los que fueron llamados, el abandono resultó imposible.