Al día siguiente vino aún más gente para escuchar a Juan. Jesús y el grupo escuchaban también, y María le vio asentir con la cabeza, especialmente cuando Juan mencionó el Reino que estaba por llegar. Cuando habló, sin embargo, del bieldo que separaría la paja, que habría de arder en el fuego eterno, del cataclismo feroz y del juicio de la humanidad, Jesús pareció ponerse incómodo.
—¡Yo os digo que él vendrá en ira y con la espada desenvainada! Es mucho más poderoso que yo. ¡Yo os bautizo con agua, él os bautizará con fuego! ¡Con la llama del Espíritu Santo! —gritó Juan—. ¡No penséis que podéis escaparos del fuego que se avecina! ¡Arrepentíos!
Se había adentrado en la rápida corriente del Jordán y allí erguía la estatura, desafiante, girando la cabeza para ver a todos los que estaban reunidos en las márgenes del río. Nadie se escapaba a su escrutinio.
—¡Allanad el camino para el Señor! —clamó.
Justo en ese momento, un contingente de soldados judíos apareció en la orilla.
—¿Eres Juan, el que llaman el Bautista? —gritó el comandante.
Por un instante, Juan se quedó mirándoles. Estaba acostumbrado a ser el único que gritaba. Después respondió:
—¡Ése soy yo! Y os digo que también vosotros debéis arrepentiros y…
—¡No eres tú quien ha de decirnos nada sino nosotros a ti, viejo estúpido! —repuso el comandante—. Y esto es lo que te decimos: Si no dejas de atacar a Herodes Antipas, serás arrestado.
Juan ladeó la cabeza. Su cabello estaba enmarañado y revuelto, y su barba parecía tan acartonada como las pieles que cubrían su cuerpo.
—¿Él os envía?
—Nos envía el rey para prevenirte.
—Pues, parece que ha habido una inversión de papeles: soy yo quien ha de advertir a Antipas, no al revés. Como profeta, traigo mensajes de Dios, mensajes que he de entregar, quiera él escucharlos o no. —Juan les clavaba la mirada.
—Ya los ha oído, más de una vez. Cállate ya. El rey no está sordo.
—Parece que sí, porque tira adelante con ese matrimonio incestuoso.
—¡Silencio! El sordo eres tú. Esta es la última advertencia. —Los soldados le miraban fijamente desde su posición ventajosa.
—¡Venid a ser bautizados! —llamó Juan—. ¡Aún hay tiempo para arrepentirse!
Con un resoplido de aversión, el comandante se dio la vuelta y sus hombres parecieron esfumarse entre los matojos de la orilla.
—Es un hombre valiente —dijo Jesús a Simón, a quien ahora ya llamaban Pedro.
Simón Pedro asintió.
—Más valiente que yo.
—Por ahora, quizá. La valentía no es inmutable. No es un atributo fijo, como la estatura de un hombre o el color de su cabello.
—¡Yo os digo! —gritaba Juan—. ¡Debéis producir frutos acordes con el arrepentimiento! ¡Porque los árboles que no producen frutos buenos, serán talados y arderán en la hoguera!
—¿Qué debemos hacer? —gritaba el gentío—. ¡Dinos! ¡Dinos!
Juan abrió los brazos.
—El que posee dos camisas, debe compartirlas con el que no tiene ninguna, y el que tiene alimento, debe hacer lo mismo.
La concurrencia tomó sus palabras al pie de la letra y todos empezaron a mirar a su alrededor; pronto una mujer desconocida casi obligó a María a aceptar su túnica y capa de repuesto. Su amabilidad le trajo lágrimas a los ojos.
Miró a Jesús, preguntándose qué le parecía la orden de Juan, y se sorprendió de ver una extraña expresión de preocupación en su rostro. Miraba en dirección a Juan aunque no parecía verle.
—Amigos míos —dijo Jesús con voz queda—. Ahora debo irme al desierto. Solo.
Su recién formado grupo de seguidores sufrió una conmoción.
—Pero… ¿cuándo volverás? —Felipe, antes tan dichoso y seguro de sí mismo, estaba desconcertado.
—No lo sé. Dentro de unos días o, tal vez, más tiempo. —Les reunió a su alrededor—. Podéis aguardarme aquí. Si realmente no podéis esperar, volved a vuestros hogares. Os encontraré después.
—¿Cómo? —quiso saber Simón Pedro—. ¿Cómo nos encontraras?
—Lo haré —le tranquilizó Jesús—. ¿Acaso no os encontré ya, para empezar?
—Sí, pero…
—A aquellos de vosotros que puedan esperar, os ruego que me esperéis. Quedaos aquí, rezad, escuchad a Juan, conoceos unos a otros. La bebida y el alimento que hay en la tienda son vuestros. Si salgo victorioso, volveré por vosotros.
El sol ya había recorrido la mitad de su camino hacia el horizonte occidental. Las sombras se alargaban bajo las piedras, se levantó un viento frío que erizó la superficie del agua e hizo que los conversos temblaran estremecidos cuando Juan los sumergía en el río.
—¿Victorioso? —Andrés pronunció la palabra como si fuera la primera vez que la oía.
—Victorioso —repitió Jesús—. Es algo que debo arreglar desde el principio.
Más sorprendente que sus palabras fue el hecho de ajustarse la capa en torno a los hombros, colocarse bien las sandalias, revisar su bastón y disponerse a partir.
—¿Ahora? ¿En este mismo instante? —Natanael se mostró estupefacto—. Espera hasta la mañana.
Jesús negó con la cabeza.
—Debo irme ahora —respondió con firmeza.
Y, para su asombro, cruzó el vado, enfiló el camino oriental que conducía al paraje más yermo del desierto y echó a andar con decisión, sin echar ni una mirada atrás.
A la puesta del sol, el gentío que se había congregado para escuchar a Juan empezó a dispersarse. Los que tenían refugios se retiraron allí, y pronto las pequeñas hogueras encendidas para cocinar tachonaron el paisaje de puntos candentes. Los demás ya se habían ido, para dirigirse a las aldeas más cercanas o a sus propios hogares, donde fuese que estuvieran. Parecía que Juan tenía un nutrido grupo de discípulos permanentes, que le seguían a todas partes, así como cierto número de personas que acudían para escucharle una única vez.
El nuevo grupo de seguidores de Jesús se reunió en torno a la hoguera para compartir la cena. Como María había venido con las manos vacías, nada tenía que aportar y dependía por completo de los demás. No había mucho que comer: algunos pescados salados, unos trozos de pan seco y unos cuantos paquetes de dátiles.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Simón Pedro finalmente—. ¿Esperaremos aquí, como dijo Jesús?
Sus ojos brillaban con asombro en la penumbra. Todo había sucedido muy rápido, y ahora Jesús había desaparecido.
—Nosotros vinimos para escuchar a Juan —explicó Andrés a Felipe y a Natanael—. Vinimos de Galilea con María, que estaba… que buscaba la soledad en el desierto, y pensamos que asistiríamos a los sermones del Bautista antes de volver a casa. Nunca se nos ocurrió… No habíamos pensado en esto.
—Nosotros tampoco —dijo Felipe—. Nos sentíamos inquietos y quisimos venir a ver al Bautista. La vida en casa resultaba aburrida; yo estaba harto de la pesca… y de mi esposa también; al menos eso me parecía.
Al ver que nadie le rebatía ni se oponía a sus palabras, siguió:
—Como os diría cualquiera que esté casado, el matrimonio puede resultar un engorro. ¿Estáis casados?
—Yo, sí —respondió Simón Pedro—. Y sé a qué te refieres aunque, naturalmente, mi esposa es muy buena…
—¡Naturalmente! ¡Por supuesto! —Felipe soltó una risa fuerte.
—Pues sí que lo es —confirmó Andrés.
—Yo también estoy casada —dijo María con calma—. Y no vine aquí para huir de mi esposo ni de mi hija. Ahora que estoy curada, anhelo volver a su lado.
—A eso me refería —interpuso Andrés—. No vinimos para huir del pasado sino para ver a Juan. Jamás se nos ocurrió convertirnos en discípulos del Bautista ni de nadie más. Nuestra vida está en Cafarnaún.
—Y de repente… se supone que debemos ir detrás de… ese… hombre. Ese hombre de… Nazaret, ¿no es cierto? ¿Acaso hemos de acompañarle hasta allí?
—¿Puede algo bueno salir de Nazaret? —dijo Natanael de pronto—. Ya conocéis el viejo dicho.
Desde luego, a él le gusta mucho, pensó María, porque no deja de repetirlo como si fuera un pregón.
—Claro que lo conocemos. Ningún profeta dijo nunca que alguien importante vendría de ese lugar —respondió Pedro—. Pero este hombre… Cuesta creer que realmente viene de Nazaret. Parece como si viniera de otra parte.
Nazaret… ¿Cómo era aquella familia que María había conocido tanto tiempo atrás? ¿Y no había vuelto a encontrarse con uno de sus miembros más recientemente, la noche de su boda? ¿No había… no había un muchacho llamado Jesús en aquel campamento, en el viaje de vuelta de Jerusalén? Rebuscó en su memoria. Había un grupo de niños y Jesús era el mayor. Le habló de lagartijas. Sí, lagartijas, y de la providencia de Dios. Incluso entonces, tenía un aura especial. ¿Era posible que se tratara de la misma persona?
—Estoy de acuerdo, parece venir de otra parte —decía Felipe—. Pero no hemos contestado la pregunta: ¿Le esperaremos? Y, si lo hacemos, ¿qué pasará cuando vuelva?
—A mí… me gustaría esperar, al menos por un tiempo —dijo Pedro—. Quisiera volver a verle. Ejerce una especie de extraño poder, algo que no puedo explicar. Cuando estaba en su presencia no quería alejarme. Supongo que podemos quedarnos un día más.
—Padre se pondrá furioso —dijo Andrés—. No tuvimos el valor de decirle que nos íbamos, sencillamente lo hicimos. Dejamos que Mara y su madre le comunicaran la noticia.
—No había tiempo que perder —repuso Pedro—. Teníamos que irnos al instante. Si no… —Calló por deferencia a María.
—Si no, me habrían lapidado —concluyó ella—. Fue por la bondad de Andrés y Simón, Pedro, que encontré un lugar donde esconderme hasta poder escapar.
—¿Cómo caíste presa de los demonios? —preguntó Felipe con gran curiosidad.
—Me llevé un viejo ídolo a casa —explicó María—. Así empezó todo.
—La Ley dice: «No llevarás la abominación a tu hogar; si lo haces, serás tan condenado como ella». ¿Es eso lo que te pasó? —preguntó Natanael.
—¿Cómo es que conoces este versículo? —A María le asombró su conocimiento de aquel pasaje críptico.
—Me gustaría abandonar la pesca y dedicarme por completo al estudio de las Escrituras.
—Ya veo que tú no estás casado —dijo Pedro—. A tu esposa no le haría ninguna gracia oír eso.
—Quiero quedarme para volver a ver a Jesús, para comprenderle mejor, para agradecerle lo que hizo por mí. Para intentar compensarle de algún modo, ayudándole. Nos pidió que le siguiéramos… —María meneó la cabeza—. Pero también anhelo volver a casa.
—De todas formas, tú no puedes seguirle —interpuso Natanael—. Eres una mujer. No puedes ser su discípula. No existe nada semejante a una mujer discípula. ¿Has visto a alguna con Juan? Y, aunque las hubiera, estás casada. No puedes abandonar a tu familia. Entonces te lapidarían sin duda, por prostituta. Jesús no estaba hablando en serio cuando te invitó. A buen seguro, sus palabras tenían algún sentido simbólico.
—A mí me pareció que hablaba literalmente —dijo Pedro.
—No puede ser —Felipe estaba de acuerdo con Natanael.
—¿Cómo podré saberlo, si no le espero? —Eso era lo más importante que jamás había tenido que aclarar. Ese hombre la había invitado a ser su discípula, ella, una mujer, a quien le estaba prohibido estudiar la Torá. Se sentía muy honrada, aunque su invitación sólo tuviera un sentido simbólico. Los demás ni siquiera le concedían los símbolos.
—Sólo tenemos que esperar un día por vez —dijo Pedro—. Cada alba decidiremos lo que haremos. Quizá por eso se fue, para darnos esta experiencia.
Más tarde salieron de la tienda y se mezclaron con la gente acampada en los alrededores. Algunos venían del lejano norte, donde el río Jordán fluía entre las laderas del monte Hermón, y otros, del lejano sur, del desierto que lindaba con Bersabee. Hablando con ellos descubrieron su absoluta adhesión a Juan y su convencimiento de que él era el Mesías.
—Hemos estudiado las Escrituras, y todas las señales apuntan a él —dijo una mujer robusta mientras removía su cazuela con energía. María vio fibras de carne aflorar a la superficie del guiso.
—¿Por ejemplo? —preguntó Natanael para poner a prueba sus conocimientos. La mujer dejó de remover la comida.
—Pues está muy claro —respondió—. No hay duda de que es un elegido de Dios, como lo ha de ser el Mesías. Lucha por la redención de nuestro pueblo, como Isaías nos dijo que haría. Y juzga a sus enemigos, por el poder de Dios, es evidente.
—Exactamente como dijo el profeta Isaías. —Su marido, un hombre de vientre prominente, se acercó contoneándose como un pato para participar en la conversación—. Dicen los versículos: «Vendrá como una marea contenida, impulsada por el aliento de Dios. El Redentor vendrá a Sión, a los hijos de Jacob que se arrepientan de sus pecados». —Calló y tomó profundo aliento, porque lo había agotado hablando.
—Pero ¿qué hay de su lugar de nacimiento? —Simón Pedro parecía perplejo—. ¿No hay profecías que hablen de ello? —No fue capaz de citar ninguna.
—Oh, hay muchas. —Otro hombre surgió de la penumbra para unirse a ellos, envuelto en su capa y mirándoles desde debajo de su capucha—. Para que alguien las cumpla todas ellas, tendría que nacer de distintas madres y en diversos lugares al mismo tiempo.
—¡Calla la boca! —Se le enfrentó el hombre obeso—. Nadie ha pedido tu opinión. Nadie te ha dirigido la palabra.
El recién llegado se encogió de hombros.
—Yo sólo quiero que la gente use la cabeza. Que no se limite a citar versículos de manera mecánica. Un cuervo amaestrado podría hacer lo mismo, sin entender más que vosotros, me atrevería a decir.
—Vete —insistió la mujer que removía el guiso—. No sé por qué has venido, si no es para soltar tu veneno.
El intruso se limitó a responder:
—Ya veo que los penitentes son amables y bien dispuestos. Qué bien os habéis arrodillado ante Juan, prometiendo cambiar vuestros hábitos. Promesa muy eficaz, por lo visto. ¡Qué su mesianismo viva para siempre! —Se volvió hacia Simón Pedro y los demás, como si formara parte de su compañía—. Yo creía que el signo del Mesías sería su gran poder divino. Juan carece de él.
—Vete, Judas. —La mujer le dio la espalda y se alejó intencionadamente, dejando al hombre con María y su grupo.
—Por supuesto, éste es sólo uno de los signos del Mesías. ¿Sabéis —preguntó animado— que las Escrituras contienen más de cuatrocientos «signos» del Mesías? Cuatrocientos cincuenta y seis, para ser exactos. Ay, Señor, ¿qué pasaría si alguien mostrara sólo cuatrocientos cincuenta y cinco? ¿O nos veríamos obligados a aceptar a cualquiera que cumpliera una cuota mínima?
—¿Cómo sabes que hay cuatrocientos cincuenta y seis? —quiso saber Andrés—. ¿Los has…?
—¡No, claro que no los he contado! Eso lo dejo a los escribas. Ellos se pasan la vida analizando asuntos como éste. Yo sólo lo aprendí de ellos, y ya está.
Su voz era suave y profunda. No parecía ser galileo, su acento era de otra región.
—¿De dónde eres… Judas? —preguntó Simón Pedro.
—De Emaús, en las inmediaciones de Jerusalén —respondió el nombre.
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —Andrés parecía satisfecho de sí mismo—. ¡Sabía que tu acento es de Judea!
—Y yo sabía que el vuestro, no —repuso Judas—. Debéis de ser de Galilea.
Todos asintieron.
—Soy Simón, hijo de Jonás de Betsaida —se presentó Simón Pedro—. Éste es mi hermano, Andrés, y éstos son Felipe, Natanael y María, todos de pueblos costeros cercanos al mío.
—También mi padre se llama Simón —dijo Judas—. Simón Iscariote. Es uno de los escribas que os decía. Me entero de muchas cosas a través de él. De hecho, él me envió aquí para espiar, en cierto modo. Tiene curiosidad de saber de Juan, pero no quiere venir en persona. No sé si no le apetece el viaje o, simplemente, prefiere que no le vean aquí.
—O teme convertirse y unirse a las filas de los demás —sugirió Felipe.
—Eso no es muy probable —respondió Judas—. Juan no es para todos.
—Hemos conocido a alguien que… podría serlo. —Simón Pedro habló con cautela—. Es decir, aún no estamos seguros pero…
—¿Quién es? —preguntó Judas con brusquedad. Podría ser un auténtico espía, en misión de recoger nombres de sospechosos para las autoridades de Jerusalén.
—Se llama Jesús —dijo Andrés—. Es de Nazaret.
Judas le miró sin inmutarse.
—Nunca he oído hablar de él.
—Vino para escuchar a Juan, aunque no es como él. En absoluto. —Ante el silencio de los demás, Andrés tuvo que reconocer—: Bueno, un poquito, quizá. Creo que es una especie de profeta.
—Y… ¿qué dice él?
—No podemos parafrasearle —se interpuso Felipe.
—Pero supongo que puedes resumir su mensaje. —Judas parecía molesto, como si tratara con gente rústica y obtusa.
—No, no puedo —se obstinó Felipe—. Tendrás que oírle por ti mismo.
—Muy bien, pues. Mañana. ¿Dónde predica?
—No predica. Se ha ido al desierto, solo.
—¿Por cuánto tiempo?
—Ni idea —dijo Simón Pedro—. Cuando vuelva, sin embargo…
—No puedo quedarme aquí para siempre —le interrumpió Judas—. Y tampoco aguantaré los sermones de Juan por mucho tiempo. Ya tengo toda la información que padre me pidió. No, he de volver a casa. —Se rió—. ¡Otro profeta perdido! Qué lástima. —Bostezó—. Me voy a dormir.
—Ven a la tienda con nosotros —le invitó Andrés—. Hay espacio. Quizá Jesús vuelva mañana, antes de tu partida.
—La tienda no es nuestra —le recordó María—, es de Jesús.
—¿No crees que daría la bienvenida a este… buscador? —preguntó Felipe.
El grupo se acomodó en el interior de la tienda de Jesús. Poco a poco, María empezaba a fijarse en las cosas. Se dio cuenta de que la tienda carecía de objetos personales, de cualquier cosa que la relacionara con Jesús. Allí no había posesiones que hablaran del carácter de su dueño. Las mantas eran del tipo más común y del color más frecuente, lo mismo ocurría con las lámparas. No obstante, había todo lo necesario para los huéspedes. Si deseaban acostarse y dormir, había lo preciso para ello. Si necesitaban cubrirse, tenían mantas al alcance de la mano. También, luz suficiente para ver.
Esta noche, en ausencia de Jesús, se sentían apocados, distintos, personas más corrientes, y la sensación iba en aumento. Se sentaron en las mantas dobladas que hacían las veces de esterillas y trataron de iniciar una conversación, pero el sueño les acosaba a todos.
Judas también se sentó y miró a su alrededor, deseoso de entablar conversación. Parecía ser el único con reservas de energía y ansioso por emplearlas de algún modo.
—Ya veo —dijo— que habéis encontrado vuestro ídolo.
—Estás equivocado —le previno Pedro—. Ninguno de nosotros busca un ídolo.
—Oh, pues, un Mesías —rectificó Judas. Sentado con las piernas cruzadas sobre una manta, recorría los rostros de los demás con ojos inquietos. Levantó su estilizada y elegante mano para apartar un mechón de pelo de la frente.
—Eso tampoco —intervino Andrés. También él era moreno y de cabello abundante, aunque más robusto que Judas—. Simplemente… encontramos a este hombre que… nos sorprendió. Es lo único que puedo decirte.
—¿Os sorprendió? —Judas arqueó las cejas—. ¿De veras? ¿De qué manera? Veamos. Nadie puede sorprenderte de muchas formas. O resulta ser menos de lo que esperabas, o más, o tan extraño que supera toda expectativa. En este caso, será alguien inestimable o una nulidad. —Hizo una pausa—: ¿Cuál es el caso? ¿Es Jesús inestimable o una nulidad?
—¿A ti qué más te da? —le espetó Felipe—. Obviamente, has venido para descalificarle. Tu objetivo era descalificar a Juan y, si llegaras a conocer a Jesús, harías lo mismo con él. Las personas como tú… lo afean todo y se divierten haciéndolo.
—Ni siquiera me conoces —protestó Judas en tono ofendido—. ¿Cómo puedes rechazarme así? Yo quiero escuchar a este Jesús que tanto os ha impresionado.
—Poco importa lo que nosotros pensamos de él —dijo Natanael—. Lo importante es lo que él piensa de nosotros.
—Oh, vamos, en última instancia, sólo vale lo que piensa cada uno de nosotros —protestó Judas—. Nunca podemos conocer la opinión de los demás. —De pronto, miró a María—. ¡Y tú, una mujer! Es, desde luego, irregular que una mujer sola esté aquí. ¿Este Jesús reúne mujeres a su alrededor?
María se sintió señalada y avergonzada, como si aún la poseyeran los demonios. Avergonzada, sin embargo, de Jesús, como si fuera culpable de una transgresión. ¿Este Jesús reúne mujeres a su alrededor?
—Yo soy la primera —explicó—. No sé si habrá otras que tengan la oportunidad de conocerle. —Calló por un instante y luego preguntó, de pronto—: ¿Tú qué haces, Judas? Has hablado de tu padre, que es escriba. Está claro que tú no lo eres. No debes de trabajar para un amo ocupado o no tendrías tiempo para venir aquí a hacer los recados de tu padre. —¿Por qué respondían todos a las preguntas de Judas y no le hacían ninguna?
—Sirvo a diversos amos en distintos momentos. Soy contable. Llevo los libros de cuentas y los registros de las empresas. Es un trabajo temporal, como muchos otros. —Parecía enaltecido, satisfecho de haber rechazado su ofensiva. Después, sus facciones se suavizaron—. Y, cuando no estoy ocupado sirviendo a estos amos, me gusta practicar el arte de los mosaicos.
¡Mosaicos! ¡Representaciones de seres vivos! María casi oyó las exclamaciones internas de asombro de sus compañeros.
—No creo que esto deshonre a Dios —prosiguió Judas con voz queda—. Creo que todas sus creaciones son gloriosas, y su reproducción las celebra y las honra. —Hizo una pausa—. Además, los romanos me pagan bien. Yo decoro sus casas y ellos me permiten alabar a Dios a mi manera, con las obras de mis propias manos. La Ley, su cumplimiento, poco tiene que ver con la personalidad de cada uno, ¿no os parece?
—No se trata de eso —repuso Pedro secamente.
—Oh, yo creo que sí —dijo Judas—. Creo que Dios desea que seamos un reflejo personal de Él. ¿Por qué, si no, instiló en nosotros el deseo de pintar o hacer mosaicos? Dios no crea deseos si no espera que sean cumplidos, de un modo u otro.
Todos rieron, incómodos.
—Debemos preguntar a Jesús cuando vuelva —propuso Natanael. Todos compartían la sensación, general aunque no verbalizada, de que Jesús era el único capaz de responder a Judas. Esperaban que seguiría allí cuando Jesús volviera para hacer frente a sus desafíos.
La camaradería fue menguando como el fuego delante de la tienda. Uno tras otro, admitieron que estaban agotados y necesitaban dormir.
La intensa emoción de la noche anterior se había disipado.
María dejó caer la cabeza en la capa doblada que le serviría de almohada. El humo de los rescoldos se filtró en la tienda, como si también buscara un lugar donde dormir. Lo inspiró. Siempre le había gustado el olor de la madera quemada, quizá porque le resultaba tan familiar debido al negocio de su padre, donde hileras de pescados se secaban suspendidos sobre las llamas.
Su padre… Eli… Silvano… y Joel. Su madre, sus primas y la vieja Ester, su vecina. Todos estaban en Magdala, esperando noticias de su suerte. Ojalá pudiera hablar con ellos ahora mismo, contarles su extraordinaria historia. La idea de su incertidumbre, de su preocupación, le produjo una punzada de dolor físico en el pecho. No quería ser la causa de más desdichas para ellos. ¡Ni para Eliseba! La niña era demasiado pequeña para echarla de menos, y eso era lo peor de todo.
Debo volver a verles, pensó. No sé qué hacer. Si Jesús estuviera aquí, podríamos partir todos juntos, en grupo. Pero ahora… no podemos esperar por tiempo indefinido.
¿Dónde estará ahora? Allí fuera, en el desierto, enfrentándose quizás a los mismos demonios que me poseyeron a mí. Ellos le buscarán. Están muy enfadados por haber sido expulsados.
Sintió el frío del desierto que penetraba en la tienda. El frío sería mucho más intenso en pleno yermo. Era muy difícil sobrevivir allí. Ella había tenido una cueva donde buscar refugio.
Junto con el frío, entraba en la tienda una delgada línea de luz azulada. La luna estaba casi llena. María se levantó y se acercó a la abertura de la entrada para mirar fuera. El paisaje estaba bañado en una cruel luz transparente, que resaltaba las estrías de la arena y las rendijas de las rocas.
Jesús estaba allí fuera, en algún páramo aterido y solitario del desierto, iluminado por la luz de la luna, lo mismo que las rocas diseminadas a su alrededor. La luna, aunque hermosa, lo pintaba todo con el color de la desolación. Y Jesús se estaba enfrentando a la desolación.