Cayó. Sintió el roce del aire al precipitarse. El fondo estaba tan lejos que tuvo tiempo de ver las rocas del acantilado pasar velozmente y le pareció estar volando.
Y entonces el suelo ocupó su horizonte. No importaba; era el fin. De repente, se golpeó contra un gran árbol que salía de la pendiente vertical, después contra una piedra y, finalmente, contra el fondo del cañón. Allí yació inmóvil.
Volvió a abrir los ojos colmada de esperanza. Esperaba ver algo desconocido, saber que estaba muerta y que todo había terminado. Esperaba ver Seol, un lugar poblado de sombras tenebrosas y de los espíritus deambulantes de los muertos. Hades, un lugar de llamas y más tinieblas. Pero no. Ante sus ojos aparecieron las piedras quebradizas del desierto y unas plantas enclenques. Una lagartija curiosa la miraba ladeando la cabeza hacia uno y otro lado.
Aún estoy aquí, pensó. Y en ese momento conoció la verdadera desesperación. Ya no le quedaban fuerzas para volver a subir y tirarse otra vez al vacío.
Se incorporó sintiéndose miserable, palpó los brazos y las piernas y tocó su cabeza. Estaba rasurada y dolorida pero no sangraba. Aunque cubierta de magulladuras, no parecía tener nada roto.
¿Un milagro? No podía ser. ¿Por qué querría Dios conservar aquel cuerpo infestado de demonios? Su salvación era obra de los propios demonios. Resultado de su desafío a Abadón, de su reto a competir con ella. ¿O acaso Dios había decidido que la quería viva?
Estaba desnuda. No tenía nada con que cubrirse, las Langostas del Abismo se habían ocupado de ello. Pero tenía que abandonar aquel lugar. Iría donde Simón y Andrés. Tenía que contarles lo que había sucedo. Y allí podría, por fin, acabar con su vida. Si aquel hombre santo, el Bautista, predicaba en el río, conseguiría dominar a los espíritus el tiempo suficiente para que ella hiciera lo que tenía que hacer.
Con manos temblorosas, se agarró de una roca y se incorporó. Seguiría el sol para llegar a aquel sitio del que le habían hablado.
Escogió uno de los caminos que atravesaban el fondo del cañón, pero cada peñasco que se le interponía parecía una frontera lejana y ella apenas conseguía avanzar palmo a palmo.
Cuando el sol se puso, se detuvo. Se acurrucó junto a una roca buscando calor y, puesto que la piedra reflejaba parte del calor débil de su propio cuerpo, logró sobrevivir hasta la mañana. En la hora más oscura, oyó el sonido rasposo de los pies de un animal cerca de ella. Sabía que estaba totalmente indefensa ante cualquier ataque, pero el sonido se alejó; se había librado.
A la mañana siguiente volvió a arrastrarse de roca en roca, a veces gateando sobre el suelo áspero y otras apoyándose en las peñas para poder mantenerse erguida sin perder el equilibrio. El sol caía a plomo, cubriendo de ampollas su cuerpo desnudo y magullado.
Después de un tiempo confuso e indefinido, llegó a un arroyo y supo que debía de encontrarse cerca del lugar del que le habían hablado Simón y Andrés. Cayó de bruces y bebió. El agua, cálida en su recorrido del desierto, fue como un caldo vivificante. Bebió con avidez, después metió las manos en la corriente y se lavó los brazos mugrientos.
Esperando recobrar algo de fuerzas, se preguntó en qué dirección debía seguir el arroyo. Le pareció más prometedor dirigirse a los acantilados distantes. Echó a andar y trastabillando, siguió el curso del pequeño arroyo que fluía hacia el Jordán, que ya se veía brillar en la distancia.
Al doblar un recodo, vio de repente el lugar: allí donde el arroyo se ensanchaba y se vertía en el río Jordán, se encontraba reunida una gran multitud. Algunos estaban sentados en las piedras, otros se mantenían de pie a cierta distancia, pero la mayoría de ellos se agolpaba en las márgenes del río.
De pie dentro de la corriente, un hombre gritaba con voz enronquecida:
—¡Soy la voz de quien clama en el desierto, seguid el recto camino de Dios!
Se había adentrado en el río hasta donde el agua le lamía las rodillas, y estaba rodeado de concurrentes, también metidos hasta las rodillas en el río.
—¡Buscad el bautismo del arrepentimiento! —gritó, no sólo a sus oyentes más cercanos sino a todos—. ¡El arrepentimiento! ¡Esta palabra significa un cambio de hábitos, un rumbo de vida exactamente opuesto al actual! —De pronto se dio la vuelta para fijar la mirada en un grupo de recién llegados—: ¡Vosotros! ¡Soldados! —Señaló a los romanos de uniforme que aguardaban rígidos sobre una roca—. Oíd lo que os digo: ¡No más falsas acusaciones contra la gente! ¡No más dinero obtenido con extorsiones! ¡Yo os digo que debéis contentaros con vuestro sueldo!
Un grupo de hombres empezó a avanzar dentro del agua en dirección al hombre que vociferaba. Iban todos bien vestidos, en contraste con la burda túnica de pieles animales que llevaba el predicador.
—Maestro —gritaron—; ¿qué hemos de hacer nosotros?
—¡Recaudadores! —exclamó el hombre—. Vosotros no debéis recaudar más de lo que dice la ley.
—¡Sí, sí! —respondieron abriéndose camino hasta él. Se arrodillaron dentro de la corriente e inclinaron las cabezas. Él les rodeó con los brazos y, uno tras otro, los sumergió en el agua.
—Yo te bautizo en el agua del arrepentimiento —dijo cada vez que realizó el rito, bautizándolos de uno en uno. Y a cada uno le susurró una admonición particular.
Luego otro hombre avanzó dentro del agua. María vio que era robusto y de facciones agradables, aunque esto no explicaba la reacción del Bautista, que pareció reconocerle con asombro. Intercambiaron miradas por largo rato y pronunciaron palabras que ella no pudo oír; después el hombre fue bautizado y salió del río. Tanto él como el Bautista se detuvieron por un instante, después el hombre alcanzó la orilla y desapareció.
De repente, María tuvo dolorosa conciencia de su desnudez. La gente la miraba fijamente y se sintió avergonzada por completo, aunque se creía ya más allá de toda vergüenza. Con gran temor, se acercó a una mujer que esperaba sobre las rocas y le preguntó si por piedad tendría una capa con la que cubrirse. La mujer se la dio de buen grado, y María se envolvió en ella.
Aquel sitio debía de ser —tenía que ser— el lugar de Juan el Bautista. María miró a su alrededor para ver si estaban Simón y Andrés, pero no vio caras conocidas. Había una gran multitud; ya le habían dicho que el Bautista atraía a muchedumbres que venían de lejos. ¿Qué le podría ofrecer a ella? ¿El arrepentimiento? Hacía tiempo que había pasado por ello. El simple arrepentimiento no le había servido de nada. El Bautista era para la gente que vivía vidas normales, no para ella. Un recaudador de impuestos fraudulento… sí, el Bautista podía ayudarle. Un soldado que abusaba de su autoridad… sí, el Bautista se ocupaba de eso. Pero ella estaba mucho más allá.
—¡Vosotros, crías de víboras! —gritaba el predicador a un grupo de fariseos reunidos del otro lado del río—. ¿Pensáis que podréis escapar del fuego que sobrevendrá? ¡Yo os digo que el hacha ya aguarda junto a la raíz del árbol, y que los árboles que no producen buenos frutos serán talados y echados a las llamas!
María observó a la multitud. Simón y Andrés no estaban allí.
Se sentó en una piedra y se cubrió la cabeza con la capa. Debía seguir buscándoles, tenía que darles el mensaje para Joel antes de adentrarse de nuevo sola en el desierto, donde todo terminaría… porque así tenía que ser.
Les vio inesperadamente a última hora de la tarde. Estaban con aquel hombre que había sido bautizado por la mañana y que había hablado largo rato con Juan, rodeados por un grupo de gente que se apiñaba a su alrededor. Lo último que quería era acercárseles delante de terceros, pero no tenía alternativa. Con lentitud y con dolor trastabilló hasta ellos y tiró de la túnica de Simón. Él se dio la vuelta rápidamente y quedó asombrado.
—¡Oh! ¡Por el santo nombre de Dios! ¡María!
Ella supo que le bastó verla para comprender que había fracasado. Que todos los remedios habían fracasado. Y que ya no quedaban soluciones que probar.
—Tuve que huir, no dejaban de atacarme. —Tendió débilmente la mano en busca de la suya—. Simón, ya sé lo que debo hacer. Pero quería verte antes, para que cuentes lo ocurrido a Joel, para que sepa la verdad para siempre.
Ya está. Lo había dicho. Ahora podía marchar y poner fin a todo. Simón ya nada podía hacer por ella.
Él la miró con honda conmiseración. Le habló lentamente:
—María, hemos conocido a alguien que… querrá escuchar tu historia.
¡No! No. No le quedaban fuerzas para volver a contarla y tampoco tenía sentido. Se echó atrás, con un deseo de escapar tan intenso que le producía náuseas.
Simón, sin embargo, la retuvo del hombro y la obligó a entrar en el círculo que rodeaba al hombre que había visto aquella mañana.
—Maestro —dijo Simón—. ¿Puedes ayudar a esta mujer?
Lo único que vio María fue un par de sandalias que calzaban dos pies fuertes y bien formados. No se atrevía a alzar la vista. No quería mirar a nadie ni que nadie la mirara a ella.
—¿Qué te atormenta? —preguntó el hombre.
Pero no se sentía capaz de explicárselo. Era demasiado difícil, demasiado complicado, ya lo había contado demasiadas veces y ahora sabía que no podía esperar ayuda de nadie.
—¿No puedes hablar? —La voz no era desconsiderada sino práctica.
—Estoy muy cansada —respondió. Aún no podía mirarle.
—Ya veo que estás agotada —dijo el hombre—. Por eso sólo te haré una pregunta: ¿Deseas ser sanada? —La voz ahora sonaba vacilante, como si formulara la pregunta de mala gana y sin estar seguro de querer oír la respuesta.
—Sí —susurró ella—. Sí. —¡Ojalá se desvanecieran todos aquellos años y pudiera evitar recoger el ídolo de Asara!
El hombre se le acercó y retiró la capa que le cubría la cabeza. María sintió la conmoción de los espectadores ante su cráneo rapado aunque no percibió sorpresa alguna en el hombre, ni siquiera un indicio de que se diera cuenta. Él posó las manos sobre su cabeza. Sintió que sus dedos aferraban su cráneo, rodeándolo desde la coronilla hasta las orejas.
Esperaba que iniciara un largo rosario de oraciones, que invocara la ayuda y la misericordia de Dios, que recitara las escrituras. Pero él gritó de pronto con voz lacerante:
—¡Sal de esta mujer, espíritu maligno!
María sintió un desgarro en su interior.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó él en tono imperioso.
—Asara —respondió una voz sorprendentemente dócil.
—¡Sal, abandónala y no vuelvas jamás!
María pudo sentir la salida del espíritu, su huida.
—¡Pazuzu! —llamó el hombre—. ¡Sal de esta mujer!
¿Cómo sabía su nombre? Anonadada, María levantó la vista para mirarle. Sólo vio una mandíbula recia. No podía verle la cara.
Pazuzu huyó. Sintió que se alejaba su fea presencia.
—¡Y tú… blasfemo corrupto! ¡Abandona a esta hija de Israel que estás atormentando! ¡Y no vuelvas jamás!
El espíritu salió de su cuerpo con un torrente revuelto de maldiciones.
—¡Hequet! —El nombre resonó como si pasara lista; este hombre los conocía a todos—. ¡Vete!
Y otra vez María sintió la partida de la presencia, casi distinguió una delgada sombra verde que desaparecía en una grieta de las rocas.
—El demonio que embruja el mediodía —llamó el hombre—. ¡Sal de esta mujer!
Este era el más difícil hasta el momento. Parecía estar incrustado en su cerebro, infiltrando sus pensamientos. Cuando se elevó, tuvo la impresión de estar flotando.
—Hay… había… siete —dijo María.
—Lo sé —respondió él—. ¡Rabisu! —Su voz retumbó como un bastón que golpea el suelo.
María oyó el espíritu que respondía con su propia boca:
—¿Sí?
—¡Sal de ella!
María esperaba que el feroz Rabisu opondría algún argumento, pero el espíritu huyó de su cuerpo.
—Ahora sólo queda Abadón —dijo el hombre—. En cierto modo, es el más peligroso de todos, porque es un ángel, un emisario de Satanás. Su nombre significa «destructor». Él encabezará las fuerzas en la gran batalla final. —Calló e irguió el cuerpo—: ¡Abadón! ¡Apolión! ¡Yo te ordeno que salgas de esta mujer!
La figura odiosa del hombre-langosta apareció por un instante donde todos podían verle y luego desapareció.
Las manos del hombre estaban todavía sobre la cabeza de María y ella sentía el contacto de sus dedos. Los espíritus se habían escurrido entre ellos. Se habían ido. Ido de verdad. Se sintió como no se había sentido en años, desde la infancia, antes de la llegada de los malignos.
Asió las manos del hombre, siempre posadas en su cabeza, y las cubrió con las suyas.
—Hacía tantos años… —empezó a decir pero rompió en sollozos.
El hombre se inclinó, retiró las manos de su cabeza y, sosteniéndola por los codos, la ayudó a ponerse de pie.
—Dios puede restaurar los años perdidos —dijo—. ¿No dijo el profeta Joel: «Yo te restauraré los años consumidos por las langostas.»?
María rió, aunque con incertidumbre:
—No me gusta oír la palabra «langostas».
—No debes oírla. Las Langostas del Abismo… son peores que las terrenales. ¿Cómo te llamas?
—María —respondió ella—. De Magdala.
Quería hacerle preguntas, conocer su nombre, saber por qué podía dominar a los espíritus con tanta facilidad, pero no se atrevía a preguntar. Y quizá no había sido tan fácil, puesto que el hombre parecía agotado.
—No estaba preparado para esto —dijo él a Simón—. No tan pronto. Pero no soy yo quien elige el momento.
Tenía una voz imposible de olvidar, y María pensó que ya la había oído tiempo atrás.
¿De qué estaba hablando? ¿Era un hombre santo que acababa de tomar los votos?
—María —dijo Simón, y su voz temblaba de emoción—, éste es Jesús. Le conocimos aquí cuando vinimos a escuchar a Juan y parece… nos parece… que él tiene… que él es… —Simón, generalmente tan hablador, no encontraba las palabras adecuadas— alguien a quien seguir.
¿Seguir? ¿Qué quería decir con eso? ¿Escuchar sus sermones? ¿Intentar seguir sus enseñanzas? ¿Acaso Simón había oído hablar de él anteriormente?
—Quiero decir… que tal vez abandonemos la pesca para ser sus discípulos, sus seguidores. Si él nos lo permite.
¿Abandonar la pesca? ¿Dejar su negocio? ¿Qué dirían sus familias? ¿Y qué quería decir «si él lo permite»? ¿No son los discípulos los que eligen su maestro?
—Sí, queremos aprender de él —añadió Andrés—. Ha venido más gente de Galilea, estaremos todos juntos y…
—¿De nuestro lado?
—De Galilea —dijo Simón—. Felipe está aquí; él viene de Betsaida. También quería escuchar a Juan el Bautista pero encontró a este hombre aquí. Y su amigo, Natanael de Caná. ¡Ya somos cuatro!
—¿Todos de Galilea? —preguntó María.
—Sí, y Jesús es de Nazaret.
—¿Puede algo bueno salir de Nazaret? —Sonó una voz débil y quebradiza. María vio que pertenecía a un joven menudo—. Es lo que dije. Dije: «Estudiad las Escrituras y veréis que ningún profeta viene de Nazaret». Aunque no hay duda de que este hombre es un verdadero profeta. Sabía quién era yo y qué hacía antes de conocerme. Sabía de tus demonios.
—Natanael tenía dudas hasta que conoció a Jesús —dijo Felipe—. Yo le llevé hasta él y se lo presenté.
—No estaba preparado para empezar —dijo Jesús—. Pero Dios me ha dado estos seguidores. No me habéis elegido sino que yo os elegí a vosotros. María, te invito a que te unas a nuestro grupo. Sin duda, fue Dios el que te envió a este lugar. Un regalo de Dios. Desearía que vinieras con nosotros.
Ir con ellos… ¿adónde? ¿Para hacer qué? Se sentía mareada del hambre, de todos los acontecimientos, del espacio repentino que la partida de los espíritus había dejado libre en su interior.
—María, yo te invito a unirte a nosotros. —Por primera vez, miró al hombre a la cara. Él sostuvo su mirada. Allí había una vida nueva y su vida anterior pareció misteriosamente inexistente, como un sueño que se había desvanecido.
—¿Yo, una mujer? —fue lo único que pudo preguntar, a modo de débil resistencia a la invitación.
—Una mujer. Un hombre. Dios creó a ambos. Y desea que ambos estén en Su Reino. —Jesús la miró de nuevo. No estaba suplicando y tampoco le daba una orden, simplemente la invitaba a mirarle y tomar una decisión—. Ya es hora de que la gente se dé cuenta de que no hay diferencia entre ambos a los ojos de Dios.
Quería ir con ellos. Anhelaba seguirles. Era una locura. Pero… ¿acaso no la habían declarado ya loca, no la habían dado por muerta?
—Sí —dijo—. Sí, iré con vosotros. —Por poco tiempo, pensó. Sólo por poco tiempo. Es lo único que puedo permitirme.
—Entonces te doy las gracias —respondió él—. Gracias por haber permitido que otros sean testigos de la lucha entre el bien y el mal que se libró en tu interior. Ojalá que todos los reunidos en este lugar —abrió los brazos— hubieran visto lo sucedido. Aunque tendrán ocasión. Habrá muchos otros, porque el dominio de Satanás es grande y nuestra lucha contra él, constante.
—Ven —dijo a María—. Ven conmigo. —Con una mirada impidió que los demás formaran un cerco a su alrededor. Echaron atrás como si les empujaran manos invisibles—. Traedle algo que comer —les dijo—. Los demonios no le permitían comer y está famélica.
Simón le ofreció una cesta maltrecha llena de pan, dátiles secos y nueces. Jesús tomó la cesta y se volvió hacia las rocas del otro lado del Jordán, guiando a María lejos del ruido de Juan el Bautista y sus seguidores. En su gran debilitamiento, ella no podía caminar deprisa y se sentía como una vieja que avanzaba a trompicones, apoyándose en Jesús para no caerse.
—Aquí estamos —dijo él al acercarse a una roca empinada que proyectaba una sombra oscura en la base.
Se sentaron en la arena fresca y Jesús le dio la cesta. María la miró, incapaz de reaccionar. Se sentía débil, agotada, incluso peor que cuando se arrastraba por el desierto en busca de Simón y Andrés. Había un hueco en su interior, algo vacío que antes había estado lleno y que le producía aturdimiento.
Jesús arrancó un trozo de pan y se lo puso en la mano. Con ademanes lentos, ella lo llevó a la boca y empezó a masticar. Estaba seco y sabía a cuero.
—Toma. —Jesús le tendió un odre de vino—. Bebe.
Agradecida, María se llevó la boquilla a los labios y tomó largos sorbos del líquido avinagrado. La bebida invadió su cuerpo como una descarga. Un chorro se escurrió de las comisuras de sus labios y cayó, manchando la capa de la desconocida.
Atragantada, se secó la boca con la mano y se quedó mirando las manchas en la tela. Por primera vez, desde que era niña, manchaba algo por descuido.
—Los demonios me despojaron hasta de mis modales —dijo. Se le escapó un tímido intento de risa que terminó en una sonrisa. Con manos temblorosas, tomó un dátil de la cesta y lo mordió.
—Los demonios se han ido —repuso Jesús con firmeza—. Es el hambre que ahora te despoja de tus modales, y esto no es ninguna vergüenza.
Esperó en silencio mientras ella comía, aunque lo hacía muy despacio.
Tenía que emplear todas sus fuerzas en masticar y tragar cada bocado y no podía estar pendiente del hombre que se sentaba a su lado, ni mirarle, ni pensar siquiera en él. Sólo cuando hubo terminado, cuando su estómago encogido ya no podía aceptar más alimento, se recostó en la roca empinada y le miró.
Jesús. Dijeron que se llamaba Jesús. Era un nombre común, una de las muchas versiones populares de Josué. ¿De dónde era? Alguien mencionó Nazaret, aunque ella apenas prestó atención. Nazaret. Jesús. La actitud de su cuerpo al sentarse y las rocas que les servían de fondo tenían algo de familiar.
—Me has pedido que me una a vosotros —dijo María finalmente, rompiendo el silencio—. No… no lo entiendo. Soy una mujer casada madre de una niña. Mi esposo me espera en nuestra casa de Magdala. ¿Cómo puedo seguiros? ¿Y qué esperas de mí? —Calló por un momento—. Te lo debo todo. Me has devuelto a la vida, a la vida normal. Y ahora me pides que la abandone.
—No —respondió él—. Yo he venido para que tú, y todos, tengáis una vida más fértil.
—¿Es ésta tu misión? —preguntó María—. Me pareció que Juan te reconoció cuando te acercaste a él. ¿Eres un hombre santo?
Jesús estalló en risa. Echó la cabeza atrás y la capucha se cayó, dejando al descubierto su cabello oscuro y espeso.
—No —dijo al final—. No soy un hombre santo. No creo que a Dios se le encuentre retirándose del mundo ni estudiando las Escrituras sílaba por sílaba, tratando de exprimir su sentido. Cuando Dios habla, su mensaje es claro. —Se volvió y la miró a los ojos, algo que ningún hombre excepto su marido podía hacer—. Pero a la gente no le gustan estas indicaciones tan claras, por eso busca significados enrevesados, distintos a los que pueda seguir con facilidad.
Si no era un hombre santo, ¿quién era? ¿Un profeta? Pero se había sometido, había permitido que otro profeta le bautizara. Quizá sólo fuera un mago dotado de poderes especiales.
—¿Quién… quién eres? —preguntó al fin.
—Tú misma tendrás que encontrar la respuesta —contestó Jesús—. Y no la encontrarás si no te unes a nosotros o, como mínimo, me sigas por un tiempo. —Volvió a mirarla—. Ahora debes decirme quién eres tú.
¿Quién era ella? Nadie se lo había preguntado nunca con tanta audacia. Era hija de Natán, descendiente de Hurán de la tribu de Neftalí, escultor de las obras de bronce del antiguo Templo, esposa de Joel de Naín, madre de Eliseba. Quiso decir todo esto, pero las palabras se disolvieron en el aire.
—María de Magdala —ordenó Jesús—, ¿quién eres tú? Deja a un lado a tu padre, a tu ancestro, a tu esposo y a tu hija. Háblame de lo que queda.
¿Qué quedaba? Sus lecturas, sus idiomas, su amiga Casia, sus ensoñaciones secretas. La sensación, por débil e imprecisa que fuera, de haber sido llamada o elegida por Dios hacía mucho tiempo. Con voz trémula, trató de explicarlo a la primera persona que nunca quiso indagar en ello.
—A mí… no se me permitía aprender a leer, pero encontré la forma de tomar clases. Más tarde mi hermano me enseñó el griego y, sin permiso, empecé a estudiar las Escrituras. Tuve una amiga… una amiga que no estaba condicionada por las normas del grupo llamado fariseo, al que pertenece mi familia. Esa amiga… me abrió su casa y me dio la bienvenida en su vida.
—Un verdadero acto de amor y caridad —dijo Jesús—. Por encima de los cánones y obligaciones de los fariseos.
—Y siempre he sentido que Dios me llama o que, al menos, me hizo una señal. Esta impresión se desvaneció mientras luchaba con los demonios. ¡Y los demonios vinieron por culpa de mi desobediencia! —En este punto, sus palabras se tornaron confesión—. Mi padre me previno de que podríamos encontrar ídolos al atravesar Samaria. Me advirtió que ni siquiera los mirara. Pero cuando encontré un ídolo enterrado… ¡lo recogí!
Jesús se rió como si quitara importancia a aquel gesto.
—¡Me lo quedé! ¡Lo guardé! A lo largo de los años muchas veces prometí destruirlo pero nunca lo hice. Le tocó a mi sobrino hacerlo, y ya era demasiado tarde.
—¿Y fue así como te poseyeron? —Jesús parecía muy interesado, aunque en absoluto recriminador.
—Eso creo. Lo tuve en casa durante mucho tiempo. Sus ataques empezaron cuando todavía era niña, a pesar de que no me daba cuenta ni tenía el valor de destruirlo. —Decidió ser valiente y contar toda la verdad. Este hombre la había salvado. ¿Por qué ocultarle nada?—. Llegué a casarme con un hombre inocente para escapar de todo aquello. —Contuvo el aliento y prosiguió—: Creía que la casa de mi padre estaba contaminada y que debía huir de allí. No supe ver que llevaba la contaminación dentro de mí.
—No la llevabas dentro, aunque sí te seguía como las moscas a un cubo de leche fresca —dijo Jesús—. Nunca debes pensar que estás contaminada. ¡Nunca!
—¿Cómo podía evitarlo? Los demonios me mancillaban. Y todas esas normas acerca de la pureza y la impureza, que consideran a la mujer dos veces más impura que al hombre por naturaleza, también me indicaban que estaba contaminada. —¿Qué estaba diciendo? Estaba hablando de cosas repugnantes a un extraño, a un hombre desconocido. Alargó la mano y le tocó la manga. También este gesto estaba prohibido, al menos entre los religiosos más estrictos. Pero ya podía cometer actos prohibidos, aquí y ahora. Tocarle no le parecía perverso sino normal y natural.
—Estas normas sólo pueden causar tristeza y resentimiento —dijo él finalmente.
—¡Son las normas de Moisés! —Ahora venía la parte más difícil. ¿Cómo pasar por alto la Ley?
—Él no esperaba que fueran interpretadas con mentalidad tan estrecha —repuso Jesús—. De eso estoy seguro. Sí que llevamos dentro la propensión humana a la mentira, la envidia y la violencia, y éstas sí que nos contaminan, pero no las cosas que ha dispuesto la naturaleza.
¿Cómo podía estar tan seguro?
—Acabas de decir que no eres un hombre santo, quiero decir… no has pasado la vida estudiando estos asuntos. ¿Cómo puedes saberlo?
—Mi Padre Celestial me lo ha revelado —respondió Jesús con voz firme.
Entonces, es uno de aquellos extraños hombres errantes, pensó María. Los que creen haber tenido una revelación. Resulta que no tiene facultad para pronunciarse en asuntos religiosos. Por muy reconfortantes que sean sus palabras, no están respaldadas por ninguna autoridad. Aunque los demonios… Él los expulsó, cuando todos los demás habían fracasado. Le obedecieron, a pesar de no hacer caso al hombre santo.
—Estás confusa —dijo Jesús—. Tranquilízate. Un día lo entenderás. Por ahora, sólo te pido que me sigas.
—Pero ya te he explicado…
—Quizá puedas seguirme sin abandonar tu hogar —dijo él.
¿Cómo sería posible? Quería preguntar, pero la sugerencia le gustó tanto, que no quiso cuestionarla más.
Las sombras se alargaban cuando se levantaron para regresar al Jordán. Jesús le había hecho muchas preguntas; sólo cuando se dispusieron a partir María se dio cuenta de que había hablado poco de si mismo. Lo único que sabía de él es que venía de Nazaret. También sabía que todavía no quería devolverle a los demás.
Nadie le había hablado así nunca, nadie se había interesado en saber qué pensaba, cómo se sentía ni cómo había llegado a ser como era. A Jesús no le interesaban Natán, su negocio, la situación familiar, Joel ni su hija; de hecho, le había prohibido que hablara de ellos. Sólo deseaba conocer a María, la mujer de veintisiete años que venía de Magdala. ¿Qué había hecho con sus veintisiete años? ¿Qué pensaba hacer con los que Dios aún tendría a bien concederle? Cada vez que mencionaba su «deber», él le sellaba los labios con un dedo. Un gesto prohibido más, pero que dotaba sus palabras de gran fuerza.
—¿Y qué harás tú? —insistía él en preguntar.
Después de los demonios, desaparecidos los demonios… mi vida me pertenece, pensó María. Es un milagro.
A pesar de haber comido, seguía sintiéndose mareada aunque ya podía reconocer la sensación como efecto de su libertad, de su liberación. ¡Los demonios se habían ido!
Regresaron a orillas del Jordán. La muchedumbre ya se había dispersado y el Bautista no predicaba más. María se preguntó adónde habría ido. ¿Tenía una cueva en la que retirarse al final de cada jornada?
—Juan no está aquí —dijo a Jesús.
—Se ha retirado a su refugio, con sus discípulos —explicó él—. Predicará sus enseñanzas toda la tarde, hasta bien entrada la noche, hasta que todos estén dormidos. —Pasaban por delante de un grupo de tiendas, donde la gente reunida empezaba a encender hogueras.
—Su fama ha llegado hasta Magdala —dijo María.
—¿Qué dicen de él? —preguntó Jesús.
—Algunos creen que es el Mesías, otros, que es otro profeta loco. Sé que muchos piensan en el Mesías. ¿Podría ser Juan el que esperan?
—No —dijo Jesús—. ¿No le oíste decir con claridad que no es el Mesías?
—No estaba allí —explicó María. Juan no lo había mencionado en el rato que ella le escuchó—. Sólo le oí decir que debemos arrepentirnos y abandonar las viejas costumbres. —Hizo una pausa—. Por eso supe que él no me podía ayudar. Yo ya me había arrepentido y lo había abandonado todo.
Jesús se detuvo.
—Juan inicia a la gente, pero hay mucho más. El espíritu de la verdad te lo descubrirá. —El crepúsculo avanzaba con rapidez.
¿Cómo se llega a conocer el espíritu de la verdad? ¿No es muy fácil ser engañado? Echaron a andar de nuevo. María recobraba algo de fuerza y podía moverse con más rapidez.
¿Cómo confiar en este Jesús? La única prueba que tenía de sus conocimientos, de su veracidad, era su poder sobre los demonios, y no era poco. Quería preguntarle cómo hablaba con su padre celestial —suponía que se refería a Dios— y cómo discernía las respuestas. No preguntó, sin embargo, porque no quiso mostrarse desagradecida. Los demonios se habían ido. María aún se regocijaba, se admiraba y maravillaba de ello, y su desaparición era más importante que los medios empleados para expulsarlos.
Casi era noche cerrada cuando llegaron al Jordán y vadearon la parte poco profunda. Simón y los demás les estaban esperando. María no podía distinguir sus caras en la oscuridad ni podía adivinar su ánimo.
—Preparémonos para la noche. —Jesús les señaló que dejaran la margen del río y le siguieran en la creciente penumbra.
Al abrigo de las peñas, había levantado una tienda improvisada. La cara vertical de la roca hacía las veces de pared, mientras que unas mantas formaban las tres paredes restantes. Con un ademán, les invitó a entrar; los cuatro hombres y María apartaron la manta que servía de puerta y entraron en lo que Jesús llamaba su hogar.
Era un espacio estrecho y oscuro. Jesús les siguió y colocó una lámpara encendida sobre un saliente de la roca; la luz tenue reveló un lugar tan rudo como la cueva de donde había huido María. El suelo era de tierra apisonada y superficie irregular, y en el interior no había sino algunas mantas o alfombras plegadas y apolilladas.
—Bienvenidos —dijo Jesús al tiempo que se sentaba y les invitaba a que hicieran lo mismo—. Felipe, cuando quisiste saber de mí te dije que vinieras a ver por ti mismo. Y te traje aquí. ¿Qué viste?
Felipe, un hombre menudo cuyo rasgo más destacado era su espeso cabello, trató de esbozar una respuesta:
—Pues… yo… encontré una respuesta a todas mis preguntas —dijo—. Y, tratándose de mí, eso no es poco. Puedo afirmar, sin exagerar, que fue la primera vez en mi vida.
—Y eso ¿por qué? —preguntó Jesús.
—Porque hago demasiadas preguntas —dijo Felipe con una risa nerviosa—. Y la gente se cansa de responder.
—¿Puedes repetir tus preguntas para que las oigan los demás?
—Por supuesto. Te pregunté de dónde venías y por qué estas aquí, y te interrogué acerca de Moisés y la Ley.
—¿Y las respuestas? —dijo Jesús—. Perdóname pero no tengo ganas de repetirlas. Además, lo importante es lo que los demás oyen, no lo que yo digo.
—No puedo repetir tus palabras exactas —repuso Felipe—. Pero dijiste cosas que me hicieron sentir que tú… Que tenías… —Meneó la cabeza—. Quizá fueron mis propios sentimientos, mi íntimo deseo de que una persona como tú viniera a Israel ahora, cuando más la necesitamos.
—¿Una persona como yo? —repitió Jesús—. ¿Qué quieres decir con eso? —Era persistente en su seguimiento de Felipe.
—Quiero decir que… se ha hablado mucho del fin de los tiempos, del Mesías.
—Ah. El Mesías. —Jesús les miró a todos, uno tras otro—. ¿Es lo que buscáis vosotros, al Mesías?
Simón fue el primero en contestar.
—A decir verdad, yo ni pensaba en él —admitió.
Jesús sonrió ante la respuesta. María incluso tuvo la impresión de que se reprimió la risa.
Andrés se aclaró la garganta.
—No es que nunca pensáramos en él —puntualizó—. A todos se nos educó en la creencia de que alguien vendría a salvarnos. Nuestro padre nos la inculcó al tiempo que nos enseñaba cómo tirar las redes.
—¿Salvaros? —interpuso Jesús—. ¿Salvaros de qué?
Andrés bajó la mirada, como si estuviera avergonzado.
—De los romanos, supongo —dijo al final.
Jesús miró a los otros tres, que todavía no habían hablado.
Natanael, moreno y nervioso, se puso de pie.
—Es más que eso —dijo—. Queremos un salvador de la nación, alguien que no sólo sea para el presente sino también para el futuro. El Mesías inaugurará una edad de oro, una edad en que… ¿cómo se suele decir?… «Dios enjugará todas nuestras lágrimas». Queremos que ponga fin a todo, al mal, al pecado, al dolor. Esto ocurrirá cuando llegue el Mesías. —Pareció que para él era inmenso el esfuerzo de pronunciar tantas palabras juntas, de engarzarlas como en un collar y, cuando terminó, ya estaba tartamudeando. Volvió a sentarse.
Jesús habló con dulzura:
—Henos aquí a un verdadero israelita, de nobles intenciones.
¿Qué quería decir con esto? Natanael le miró perplejo.
Finalmente, Simón se aclaró la garganta y habló:
—Todo va mal. El pueblo elegido de Dios vive aplastado por el yugo romano. No tiene sentido. Cuando fuimos cautivos de Babilonia, los profetas Isaías y Jeremías lo predijeron e interpretaron el significado de aquella ocupación. Pero lo que sucede actualmente no tiene sentido, salvo que aceptemos que no somos los elegidos de Dios, que somos sólo un pueblo más, un pueblo pequeño en el vasto mundo, y eso es lo que les pasa a los pueblos pequeños en este vasto mundo.
—¿Es eso lo que piensas, realmente? —preguntó Jesús.
—¿Qué otra cosa puedo pensar? —exclamó Simón—. ¡Todo lo que me rodea lo demuestra! —Meneó la cabeza—. Oh, ya sé que los soñadores y los alocados no están de acuerdo, pero cualquier hombre sensato puede ver cómo están las cosas. Estamos acabados, como país y como potencia de cualquier orden. Sólo nos queda esperar que los invasores recorran el país sin destruirlo.
—¿María?
Era la primera vez que alguien pedía su opinión delante de un grupo de hombres. Como no esperaba la pregunta, ni siquiera había pensado en una respuesta.
—No… no lo sé —murmuró al final.
—Creo que sí lo sabes —insistió Jesús—. Te ruego que nos digas lo que piensas. ¿Qué te parece la idea del Mesías, tú también le estás esperando?
—Creo que… ya le he encontrado —respondió ella atropelladamente.
Jesús pareció asombrado, espantado incluso.
—¿Por qué? —preguntó con voz queda.
Con una fuerza que no era consciente de tener, María se puso de pie. Sus piernas aún temblaban, pero les ordenó que se mantuvieran firmes y le obedecieron. Irguió la cabeza, la cabeza rapada. Su humilde pañuelo se había perdido durante la batalla contra las langostas, pero ya no le importaba.
No, era más que eso: estaba orgullosa de su cabeza rasurada, símbolo de su lucha contra los demonios.
—Para mí, el Mesías es aquel que derrota a las fuerzas de la oscuridad —dijo—. Y, si alguien conoce esas fuerzas, ese alguien soy yo. Luché contra ellas durante muchos años, fui su amante durante muchos años… ¡Sí, amé a mis demonios hasta que se volvieron contra mi! Y demostraron ser más poderosos que cualquier fuerza que quisiera oponerles. Hasta ahora. ¿No está dotado el Mesías de poder para derrotarlos? ¿Qué otra cosa puedo saber?
—Ah, María —dijo Jesús, con un tono de tristeza en la voz. Eres como las personas que siguen a alguien sólo porque puede ofrecerles pan, agua o dinero. Rezaré para que encuentres otras razones por las que seguirme.
¿Qué otra razón podría haber?, pensó María mientras volvía a ocupar su lugar en el suelo. Este hombre tenía poder sobre los demonios. ¿No era suficiente con eso?
Simón se puso de pie. Su cuerpo, robusto y musculoso, pareció llenar la habitación.
—Yo no… no sé nada del Mesías. ¿No es asunto de los escribas y de aquellos hombrecitos encorvados de Jerusalén? ¿Los que se pasan la vida discutiendo sobre el tiempo gramatical de algún pasaje de las Escrituras? Mira, yo apenas sé leer y lo que leo son los informes y registros de pescado. Pero no soy estúpido. Los escribas y los eruditos sí lo son. No me merecen ningún respeto. No dicen nada que una persona normal pueda entender y además… ¡no se oponen a los romanos!
—¿Cómo crees que deberían oponerse a los romanos, Simón? —preguntó Jesús.
—¡Deberían condenarles! —declaró Simón—. ¡Cómo hace el Bautista! Pero ellos se limitan a esconder la cara en los textos antiguos y a farfullar sentencias sobre el Mesías. —Tosió—. Es por eso, porque el Mesías es cosa de ellos, que no me interesa. ¡Si viniera, le daría la espalda!
Jesús estalló en carcajadas.
—¡Conque eso harías! ¿Y cómo le reconocerías, si le vieras?
—Aparecerá entre las nubes —respondió Simón—. Lo dice el libro de Daniel.
—De modo que nunca pensarías que alguien es el Mesías si no aparece entre las nubes —dijo Jesús.
—No —afirmó Simón—. Es mejor creer las Escrituras.
—Ah, Simón. Tú no cedes nunca —dijo Jesús con afecto—. ¿Eres realmente tan inamovible? Te dieron el nombre equivocado. Simón significa «escucha», pero creo que te deberían llamar Pedro, porque eres una piedra.
—¡Pedro! Pues, sí, es verdad, porque también tiene la cabeza muy dura —dijo Andrés, su hermano.
Jesús parecía turbado con las respuestas que le habían dado acerca del Mesías. Aunque él las había pedido. Los hombres no han hecho más que responder con sinceridad, pensó María. Y ¿por qué la había reprendido en relación a su propia razón por seguirle? ¿Qué otra razón, más poderosa, podría tener? Sólo él había conseguido expulsar a los demonios, liberándola de su tiranía. Por supuesto, deseaba seguirle por si los espíritus regresaban, pero después…
La mayoría le seguiría por el bien que es capaz de hacer. ¿Es eso tan terrible? Se puso a la defensiva. Lo cierto es que la gente espera algo del Mesías, no cuenta con darle algo a él, pensó. ¿Por qué un Mesías necesitaría que nosotros le ayudáramos a él?
Cuando llegó el momento de dormir, María se acostó en el suelo apisonado del refugio. No tenía un jergón pero tampoco le importaba. Durmió por primera vez desde la huida de los demonios y fue un sueño diferente, el sueño que anhelaba desde hacía muchísimos años.