2

Un último atardecer, un último campamento antes de Jerusalén. Cuando se acomodaron para pasar la noche, María podía percibir la emoción de los adultos por hallarse ya tan cerca de la ciudad.

Esta vez el suelo bajo su jergón era firme y liso, indicación de que debajo no había nada. Se sintió algo decepcionada, como si esperara que cada punto de aquel paisaje desconocido contuviera objetos exóticos y prohibidos. Había desatado su cinturón con cuidado allí donde estaba la figurilla y lo guardó bien envuelto, cerca de su almohada. No se atrevía a sacarla con tanta gente alrededor. También el brazo roto del pequeño dios permanecía en su escondrijo. Y ella era consciente de su presencia en todo momento, como si la llamaran, como si la hechizaran.

Luchando contra el sueño, se preguntó qué encontrarían en el Templo. Mientras se hallaban reunidos en torno al fuego de cocinar, Eli había dicho:

—Me imagino que registrarán la caravana entera, simplemente porque somos galileos.

—Sí, y seguramente habrá más guardias en el Templo —añadió Natán—. Muchos guardias.

Parece que había habido disturbios recientemente, causados por un rebelde de Galilea.

—¡Judas Galileo y su banda de maleantes! —dijo Silvano—. ¿Qué esperaba conseguir con su rebelión? Estamos bajo el control de los romanos y, si ellos deciden cobrar impuestos, no podemos hacer nada para evitarlo. Él y su patética resistencia sólo sirvieron para hacer las cosas más difíciles para el resto de nosotros.

—Aun así… —Eli masticó bien su bocado antes de completar su reflexión—: A veces, la sensación de impotencia y de desesperanza puede ser tan abrumadora que cualquier acción, incluso siendo fútil, aparece como necesaria.

—Jerusalén estará tranquila en esta festividad —dijo Silvano—. Oh, sí. Los romanos se asegurarán de que así sea. —Hizo una pausa y prosiguió—: Uno ya puede alegrarse de que nuestro buen rey Herodes Antipas se preocupa de nosotros, en nuestra querida Galilea, ¿no os parece?

Eli resopló.

—A fin de cuentas, él es judío —añadió Silvano, en un tono de voz que María supo que quería decir lo contrarío.

—¡Una mala imitación, como su padre! —Eli picó el anzuelo—. ¡Hijo de una mujer samaritana y de un padre idumeo! ¡Un descendiente de Esaú! Pensar que estamos obligados a fingir que…

—Silencio —le previno Natán—. No hables tan alto fuera de las paredes de nuestro hogar. —Rió para que sus palabras parecieran una broma—. ¿Cómo puedes decir que su padre no era un buen judío? ¿Acaso no nos construyó un bonito Templo?

—No era necesario —espetó Eli—. El original ya era bastante bueno.

—Para Dios, tal vez —asintió Natán—. Pero los hombres quieren que las moradas de sus dioses sean tan majestuosas como las de sus reyes. Dios quiere más, y a la vez menos, de lo que normalmente le damos. Cayó un profundo silencio ante la verdad de aquel comentario aparentemente casual.

—María, dinos qué es la fiesta de las Semanas —ordenó Eli rompiendo el silencio—. A fin de cuentas, nos dirigimos a Jerusalén para celebrarla.

Al verse señalada, la niña se puso a la defensiva. Cualquiera de los presentes podría contestar mejor que ella a la pregunta.

—Es… es una de las tres grandes celebraciones que observa nuestro pueblo —dijo.

—Pero ¿qué es? —insistió Eli, presionándola como en un examen.

¿Qué era, realmente? Tenía que ver con la maduración de los cereales y con la cantidad de días pasados desde la Pascua judía…

—Se celebra cincuenta días después de Pascua —respondió María tratando de recordar—. Y tiene que ver con los cereales.

—¿Qué cereales?

—¡Basta, Eli! —exclamó Silvano—. Ni tú lo sabías cuando tenías siete años.

—Cebada… o trigo, creo —aventuró María.

—¡De trigo! Y ofrecemos a Dios la primera cosecha —dijo Eli—. De eso se trata. Depositaremos nuestras ofrendas ante Él, en el Templo.

—¿Qué hará con ellas? —María se imaginó que un gran fuego voraz bajaría del cielo y consumiría los cereales.

—Una vez terminado el ritual, serán devueltas a los fieles.

Oh. Qué decepción. ¿Hacían este largo viaje sólo para ofrecer una cosecha que luego les sería devuelta intacta?

—Ya entiendo —dijo finalmente—. Pero nosotros no cultivamos cereales. Quizá deberíamos haber traído pescado. El pescado que salamos.

—Es un gesto simbólico —dijo Eli escuetamente.

—El Templo —propuso Silvano—. Quizá sea mejor hablar de él, resulta más sencillo.

Y, mientras el sol desaparecía y retiraba sus cálidos rayos de sus espaldas, hablaron del Templo. Su gran importancia para el pueblo judío. Que era el tercer templo construido, y que los dos anteriores habían sido destruidos. Que, de hecho, su importancia era tal, que fue lo primero que reconstruyeron los exiliados cuando regresaron de Babilonia, hacía ya quinientos años.

—Nosotros somos el Templo, y el Templo es nosotros —dijo Natán—. Sin él, no podemos existir como pueblo.

Qué idea más espantosa: que un edificio deba permanecer de pie para que exista el pueblo judío. María sintió un escalofrío. ¿Qué pasaría si fuera destruido? Aunque esto no podría ocurrir. Dios nunca lo permitiría.

—Nuestro ancestro, Hurán, fue trabajador en el Templo de Salomón —dijo Natán. Sacó un objeto que tenía colgado del cuello y les mostró una pequeña granada de bronce sujeta a un cordel—. Esto es lo que hacía. —Se quitó el colgante y se lo dio a Silvano, quien lo examinó con expresión pensativa antes de pasárselo a Eli.

—Oh, hacía muchas cosas más, objetos voluminosos —pilares y capiteles de bronce, salidos de enormes moldes de arcilla—, pero éste lo hizo para su esposa. Hace mil años. Y desde entonces ha pasado de padre a hijo en nuestra familia. Incluso nos lo llevamos a Babilonia y de allí de vuelta a Israel.

Cuando el objeto llegó a sus manos, María lo sostuvo con reverencia. Le parecía inmensamente sagrado, aunque sólo fuera por su gran antigüedad.

Mi tatara-tatara, muchas veces tatara, tatarabuelo lo hizo con sus propias manos, pensó. Sus manos, desde hace tiempo reducidas a polvo, hicieron esto.

Lo sostuvo en alto y lo hizo girar. La luz mortecina se reflejó en la superficie, en el cuerpo redondeado de la fruta y en las cuatro puntas que sobresalían del ápice, formando la corona de la granada. Su ancestro había capturado la forma de la fruta, representando a la perfección su hechura simétrica e ideal.

Sin atreverse a respirar siquiera en su presencia, la devolvió a su padre. Él se la colgó del cuello y la ocultó contra su pecho.

—Como puedes ver, nuestro peregrinaje no es cualquier cosa —dijo finalmente, dando palmaditas a su túnica, en el lugar que cubría el talismán—. Vamos a Jerusalén en nombre de Hurán y de los últimos mil años.

Rompía el alba cuando los peregrinos empezaron a desmontar las tiendas y a cargar los animales, y las madres a llamar a sus hijos dormidos. María se despertó con la extraña sensación de haber estado ya en el Templo y de recordar largas hileras de estatuas de diosas… dentro de un bosquecillo de árboles altos, cuyas copas oscuras oscilaban suavemente con la brisa. El Templo la llamaba, y también el susurro del viento entre los cipreses.

Tardaron poco en recoger y reemprender la marcha. La caravana entera avanzaba con gran energía, como si acabaran de iniciar el viaje, en lugar de llevar ya tres días en el camino. El embrujo de Jerusalén les atraía hacia la ciudad.

A última hora de la tarde llegaron a la cima de uno de los riscos que bordeaban la ciudad santa y la caravana se detuvo para contemplarla. A sus pies se extendía Jerusalén, sus piedras, ambarinas y doradas bajo el sol de la tarde. Dentro de las murallas, la urbe se elevaba y descendía siguiendo los desniveles del terreno. Aquí y allí destacaban unas pinceladas de blanco, palacios de mármol construidos entre los edificios de piedra caliza; y sobre una elevación plana resplandecía en oro y plata el Templo y sus anexos.

Un silencio profundo reinó entre los peregrinos. María miró la ciudad, demasiado joven para sentirse embargada por la admiración reverente de sus mayores; sólo veía la pureza blanca del Templo, la luz dorada, tan distinta a cualquier luz que hubiera visto hasta entonces, y que bajaba del cielo cual cascada de manos alargadas que se extendían para tocar la ciudad.

Había otros grupos de viajeros sobre el risco. También, agrupaciones de carros decorados, que contenían las ofrendas simbólicas de las primeras cosechas de pueblos y ciudades que no podían enviar peregrinos aquel año. Los carros estaban cargados según dictaba la tradición: debajo de todo iba la cebada, después el trigo y los dátiles, luego las granadas, los higos y las olivas en capas sucesivas y, encima de todo ello, las uvas. Pronto entrarían en Jerusalén para ser presentados a los sacerdotes.

—¡Una canción! ¡Una canción! —gritó alguien—. ¡Cantemos la alegría de que se nos permita venir a Dios y a su Templo sagrado!

Y un millar de voces se alzaron enseguida para entonar los salmos que tan bien conocían, aquellos que celebraban el ascenso a Jerusalén.

Nuestros pies atraviesan tus puertas, oh, Jerusalén.
Hasta aquí ascienden las tribus, las tribus del Señor,
según la ley que Él dio a Israel.
Oremos por la paz de Jerusalén:
Que los que te aman gocen de seguridad.
Que haya paz entre tus murallas, y seguridad
entre tus baluartes.

Anhelantes, agitando ramas de palmera, descendieron la última ladera para dirigirse a Jerusalén. La muralla y la puerta que habrían de atravesar se erguían imponentes delante de ellos.

El tumulto parecía multiplicarse al acercarse los distintos grupos a la ciudad, y sus filas crecían al entremezclarse. Era una masa dichosa y alegre, impulsada por una amalgama de religiosidad y de fervor. Más adelante, otras carretas descendían la pendiente tambaleándose y otros cantos de peregrinación se elevaban al aire, acompañados del estruendo de los címbalos y del campanilleo de las panderetas. La gran puerta septentrional estaba abierta; mendigos y leprosos vagaban por los alrededores, profiriendo lamentos y gritos de limosnas; las muchedumbres casi les aplastaron en su avance.

María vio a algunos soldados romanos que, montados a caballo, vigilaban desde las bandas, alertas a cualquier desorden. Las crestas de sus cascos se erguían feroces contra el azul luminoso del cielo.

Los viajeros aminoraron la marcha hasta ir casi a paso de tortuga delante de la puerta; la madre de María la sujetó contra sí ante la presión agobiante de la masa; se produjo un inmenso apretujón y, de repente, se encontraron del otro lado de la puerta, dentro de Jerusalén.

Pero no tenían tiempo para detenerse y admirar: el gentío que las seguía empujaba hacia delante.

—¡Aaaa! —murmuraban todos a su alrededor, boquiabiertos.

Aquella noche acamparon fuera de la ciudad junto con otros miles de peregrinos; los campamentos rodearon prácticamente Jerusalén, formando una segunda muralla exterior. Así sucedía en todas las grandes festividades: hasta medio millón de peregrinos convergían en la ciudad, que no tenía medios para alojarles a todos. De modo que una nueva Jerusalén surgía en torno a la primera.

De las tiendas y hogueras vecinas brotaban risas, voces y canciones, la gente visitaba a los conocidos, buscaba a sus parientes y amigos de otros pueblos. Los judíos de otras tierras, que habían recorrido grandes distancias para visitar el Templo, salían de sus tierras insólitas: unas, terminadas en punta; otras, auténticos pabellones de seda, y otras más, con puertas adornadas con flecos. Algunos provenían de familias judías que se habían ido de su patria ancestral hacía más de diez generaciones y, sin embargo, consideraban que el Templo era su hogar espiritual.

María cerró los ojos y trató de dormir, aunque no era fácil en medio de tantos ruidos festivos.

Cuando al fin quedó dormida, no soñó con Jerusalén sino con el misterioso huerto de árboles y estatuas; a la luz onírica de la luna, los pedestales blancos de las estatuas parecían flotar como espuma sobre las olas del océano. En su sueño danzaban los susurros de los árboles, el glorioso resplandor de mármol y la promesa de unos secretos olvidados.

Antes de la primera luz del día se levantaron para prepararse a entrar de nuevo en la ciudad, esta vez para participar en los festejos. María casi temblaba de curiosidad por ver el Templo.

Las multitudes eran aún mayores hoy, día de la festividad. Ríos de gente atestaban las calles, apretujándose de tal modo contra las paredes de las casas que parecía que las piedras cederían de un momento a otro a la presión. Unos peregrinos muy curiosos, por cierto: algunos, venidos de Frigia, sudaban profusamente bajo sus capas de piel de cabra; otros, de Persia, lucían sedas bordadas en oro; los fenicios llevaban túnicas y pantalones a rayas; los babilonios, austeros ropajes de color negro. Aunque avanzaban todos, ansiosos por llegar al Templo, parecían voraces más que piadosos, como si allá arriba hubiera algo que se disponían a devorar.

Al mismo tiempo, los ruidos de la ciudad se confundían y rivalizaban. Los gritos de los vendedores de agua —que iban a hacer un negocio seguro aquel día—, los cantos de los peregrinos, las voces de los mercaderes que esperaban vender dijes y tocados y, por encima de todos los berridos de los rebaños de animales que eran conducidos hacia el Templo para su sacrificio; todo aquello generaba un estruendo casi doloroso. A lo lejos, sonó el toque de las trompetas de plata del Templo, que proclamaban la celebración.

—¡No te alejes de nosotros! —advirtió su padre a María. Su madre le agarró la mano y la atrajo hacia sí. Sus dos cuerpos, casi trenzados, pasaron arrastrando los pies por delante de la enorme fortaleza romana que solían llamar la Antonia y que se cernía, vigilante, sobre el Templo y el terreno que lo circundaba. Filas de soldados romanos estaban alineados sobre las escaleras, en uniforme militar completo, las lanzas dispuestas, observándoles impávidos.

Las tropas siempre estaban alerta durante las festividades, para evitar posibles disturbios o intentos irreflexivos por parte de autodenominados Mesías de sublevar a la población. Los importantísimos territorios centrales de Judea, Samaria e Idumea se encontraban bajo el control de los romanos. Y esos territorios incluían Jerusalén, el más preciado de todos. El procurador romano, que normalmente residía en la ciudad costera de Cesárea, acudía a regañadientes a Jerusalén para las grandes festividades de peregrinación.

Así que el Templo estaba vigilado por una fortaleza de soldados romanos, y ojos paganos escudriñaban el recinto santo.

La familia de María quedó atrapada en una corriente de peregrinos que empezó a avanzar más rápidamente, subiendo ya hacia el Templo. Erguido contra el cielo, el lugar más sagrado de la religión judía llamaba a sus fieles. Un enorme muro de mármol blanco rodeaba las edificaciones y la plataforma; resplandecía cegador a la luz de la mañana. El parapeto de la esquina donde estaban los trompetistas era, según se decía, el punto más alto de Jerusalén.

—¡Por aquí! —Eli tiró de la brida del burro y giraron hacia la gran escalinata que conducía a la explanada ante el Templo.

Y de allí al mismísimo recinto del Templo sagrado, el lugar resplandeciente.

La explanada era enorme y parecería aún más vasta si no estuviera repleta de peregrinos. Herodes el Grande la había ampliado hasta el doble de su tamaño original construyendo una prolongación del muro, como si con ello fuera a doblar la gloria del lugar, y de su propio nombre. No modificó, sin embargo, las dimensiones del propio Templo, que acogía el Sanctasanctórum —las cuales había decretado Salomón—, de manera que la construcción se empequeñecía sobre la vasta plataforma de Herodes.

El rey no había escatimado adornos y el edificio constituía una joya del exceso arquitectónico. Estacas doradas sobresalían del techo y reflejaban los rayos del sol. La suntuosa edificación se encontraba en un nivel superior al de la explanada, y los fieles tenían que subir una serie de peldaños para llegar hasta ella. En la enorme Corte de los Gentiles, ubicada en el exterior, podía entrar cualquiera. A continuación, había un área reservada para los judíos. La siguiente barrera cerraba el paso a las mujeres judías, y sólo los israelitas varones podían acceder al siguiente recinto. Finalmente, los sacerdotes eran los únicos a quienes les estaba permitido ascender al altar y a los lugares de sacrificio. En cuanto al propio santuario, se prohibía el acceso a todos los sacerdotes menos a aquellos que salían elegidos cada semana para oficiar; y sólo el sumo sacerdote podía entrar en el Sanctasanctórum, una vez al año. En caso de tener que efectuar reformas, bajaban al interior a los obreros, encerrados en una jaula que les impedía ver el Sanctasanctórum. El Sanctasanctórum: donde el espíritu de Dios moraba en la vacuidad y en la solitud, una cámara cerrada en el mismísimo corazón del Templo, donde no penetraba luz alguna, sin ventanas, revestida de pesados cortinajes.

María, sin embargo, no veía más que la inmensidad del lugar y el mar de gente que se movía a su alrededor. Grandes rebaños de animales destinados al sacrificio —bueyes, cabras y ovejas— balaban y mugían en un rincón, mientras los gorjeos y los cantos que provenían de las jaulas de los pájaros, objetos de sacrificios más baratos, aportaban una nota de dulzura por encima del jolgorio general. De los pórticos techados que bordeaban el extremo de la explanada llegaban los gritos de los mercaderes, que gesticulaban tratando de atraer clientes.

—¡Aquí el cambista! —gritaba uno de ellos—. ¡Aquí el cambista! ¡En el Templo no se admiten monedas no autorizadas! ¡Cambien aquí! ¡Cambien su dinero aquí!

—¡Maldición a quien introduzca monedas prohibidas! ¡Yo cambio a mejor precio! —vociferaba otro.

—¡Qué se callen! —gimió Eli, tapándose los oídos con las manos—. ¿No pueden hacerles callar? ¡Están profanando el Templo!

Al acercarse a la puerta, María vio rótulos en griego y en latín dispuestos a lo ancho de la entrada. ¡Si supiera leer! Tuvo que tirar de la manga de Silvano para preguntarle qué decían.

—«Los que sean arrestados morirán, y ellos solos serán los responsables de su muerte» —citó su hermano—. «Queda terminantemente prohibido que los no judíos atraviesen esta puerta».

¿Habían dado muerte de verdad a los que lo intentaron? Le pareció excesivo que la simple curiosidad mereciera semejante castigo.

—Preferimos pensar que Dios es más… sabio que algunos de sus seguidores —dijo Silvano, como si hubiera leído su pensamiento—. Me imagino que aceptaría a un pagano curioso por descubrir otros ritos, aunque sus sacerdotes no lo ven así. —Silvano la cogió de la mano para no perderla entre el gentío que se arremolinaba—. Vamos, entremos ya.

Pasaron sin dificultad a través de una enorme puerta de bronce que daba entrada a un patio amurallado que, como el exterior, estaba rodeado de pórticos y otras estructuras erigidas en las esquinas. Pero María no los miraba, sólo veía el Templo, que se erguía al otro extremo del patio, precedido por varios escalones.

Se alzaba grande y poderoso, el edificio más grandioso que había visto o imaginado jamás. El mármol blanco, iluminado por el sol de la mañana, resplandecía como la nieve, y su imponente dintel, con el friso de oro sobre las puertas macizas, parecía un portal que daba entrada a otro mundo. Proyectaba un halo de poder y proclamaba que el Dios Todopoderoso, Rey de todos los Reyes, era más formidable que cualquier monarca terrenal, cualquier soberano de Persia, Babilonia o Asiría. Porque realmente parecía ser eso: el palacio enorme de un rey oriental.

Al contemplarlo, sólo pudo pensar en los cantos y las historias de Dios que aplasta a sus enemigos. Allí, delante de sus ojos, los fieles temblorosos eran el botín del terrible rey; eso le sugirieron los animales para el sacrificio, las ofrendas y las nubes de incienso. Todo hablaba de miedo.

El que entrara en un recinto equivocado, pagaría con la vida. El que usara monedas equivocadas, sufriría un castigo. Y cualquiera que trasgrediera los límites del santuario, encontraría un escarmiento peor que la muerte.

Deseaba sentir amor, orgullo y venerable admiración por su deidad, pero sólo podía sentir miedo.

Un nutrido grupo de sacerdotes levitas enfundados en vestimentas inmaculadas estaba en los escalones que separaban la Corte de las Mujeres de la Corte de los Israelitas. Acompañados de flautas, entonaban himnos de belleza exquisita, y sus voces se veían secundadas por las dulces voces altas de sus hijos, a quienes también les estaba permitido cantar.

Otros sacerdotes esperaban recibir las ofrendas y conducir los animales que habían de sacrificarse a las rampas y los altares. Las hogazas de cereal recién segado se presentaban sobre palas planas, que iban a «balancear» ante el Señor en una ceremonia especial. Detrás de las cabezas de los sacerdotes, María vio el humo que se alzaba del altar, donde el fuego consumía las ofrendas. El olor penetrante del incienso se mezclaba —aunque sin cubrirlo— con el hedor de la carne y la grasa quemadas.

Cuando vinieron a llevarse las ofrendas de su grupo de Galilea (siete corderos machos, dos carneros, un toro, una cesta de frutas y dos hogazas de pan hechas con harina de grano nuevo), María sintió que debería añadir el ídolo de marfil. Deshacerse de él, ahora. ¿Cometía sacrilegio llevándolo consigo? Parecía quemarla bajo los pliegues de tela en los que lo había escondido. Pero, sin duda, era un truco de su imaginación.

Si lo entrego, ya nunca será mío, pensó. Lo perderé para siempre. Quizás ofenda a Dios si lo mezclo con las demás ofrendas. Lo dejaré quietecito en mi bolsillo. Y cuando vuelva a casa, lo miraré por última vez para recordarlo y lo tiraré, antes de que lo vea mi padre y me castigue por ello.

Abriéndose camino a través de la puerta principal, la llamada Puerta Hermosa, María y su familia atravesaron de nuevo la Corte de los Gentiles. Era todo tan grandioso, tan abrumador, tan diferente a las cosas de la vida cotidiana.

—Si pudiera entrar en el Templo, ¿vería el Arca de la Alianza y las tablas de piedra con los Diez Mandamientos? —preguntó María a Silvano—. ¿Y el cuenco dónde se conserva el maná, y la vara de Aarón? —La sola idea de esos objetos tan antiguos le producía un escalofrío.

—¡No verías nada en absoluto! —respondió Silvano con voz amarga. Raras veces María le había oído hablar en ese tono—. Todo ha desaparecido. Destruido por los babilonios, como el resto del Templo de Salomón. Aunque se dice —cómo no— que el Arca está enterrada en algún lugar del recinto sagrado. Claro. Siempre preferimos creer que en realidad nada está perdido, no de veras, no para siempre. —Se le veía triste en medio de la multitud de peregrinos gozosos—. Pero lo está.

—Entonces, ¿qué hay allí dentro?

—Nada. Está vacío.

¿Vacío? Tanto edificio, tanto esplendor, tantas leyes y normas… ¿para nada?

—¡No puede ser! —exclamó María—. No tiene sentido.

—Lo mismo opinó Pompeyo, el general romano que conquistó Jerusalén hace cincuenta años. Tuvo que comprobarlo por sí mismo. Cuando vio que no había nada, se sintió perplejo, no entendía a los judíos. Nuestro Dios es misterioso. Ni siquiera nosotros le entendemos y, al servirle, nos hemos convertido en un pueblo que nadie más entiende. —Silvano calló.

Pero María no estaba satisfecha.

—¿Por qué tenemos un templo, si las cosas preciosas que honraban a Dios ya no existen? ¿Fue Dios quien nos pidió construirlo?

—No. Pero nosotros quisimos creer que así fue, porque los demás pueblos tenían templos y deseábamos ser como ellos.

—¿De veras? —A María le parecía de extrema importancia comprender ese asunto.

El bullicio de la gente que les rodeaba le impidió oír con claridad la respuesta.

—Dios no dio instrucciones a Salomón ni a David para que construyeran un templo. El propio Salomón lo admitió claramente cuando dijo en sus oraciones: «¿Realmente morará Dios en la tierra? Si ni siquiera los altos cielos pueden contenerle, ¡cuánto menos este Templo que yo le he construido!». ¿Estás ya satisfecha? —Silvano la miró con afecto—. Si no fueras niña, diría que tienes madera de erudita. Podrías llegar a ser escriba. Ellos se pasan la vida estudiando estos temas.

Era cierto que María deseaba aprender todo de Dios y sus designios, pero no quería pasarse la vida leyendo —y discutiendo— documentos, como los escribas y los eruditos que conocían en Magdala, hombres cómicos a la vez que poderosos dentro de su comunidad. Ni siquiera Eli deseaba unirse a sus filas.

—No es eso… —intentó explicar. Lo que realmente quería preguntar a su hermano era: ¿Qué se puede adorar en un templo vacío? Aunque tal vez él no comprendiera la pregunta.