19

Se hizo un humilde hogar en la cueva. Encendió un pequeño fuego para mantener alejados a los animales salvajes y se preparó un lecho con la manta, con una piedra como almohada. Pero estaba asustada: el fuego sólo servía para iluminar los agujeros dentados del techo de la cueva, donde podría esconderse cualquier bicho. La soledad y el frío de la noche la envolvían en un manto de desesperación. Estaba sola, atrapada con los espíritus. ¿Cómo pudo pensar el rabino que así encontraría la salvación?

Si Dios estaba allí, ella no podía sentir Su presencia. No podía sentir nada más que miedo y desolación. Había llegado al final de su vida. La niña pequeña que había recogido el ídolo cediendo a la curiosidad se había convertido en una mujer poseída por los demonios, exiliada de su propia casa, atormentada y conducida hasta ese lugar vacío de esperanzas.

Aquí moriré, pensaba, lejos de mi hogar, y mi hija ni siquiera me recordará cuando crezca. Sólo sabrá que su madre no fue capaz de cuidar de ella, y que luego murió. Joel se volverá a casar, su nueva esposa sabrá consolarle y será una madre para Eliseba, y se olvidarán de mí. Mi padre y mi madre llorarán mi muerte, pero tienen otros hijos y nietos, y me recordarán como se recuerda a los parientes perdidos. Al principio a menudo, y después cada vez menos.

¡Oh, desesperación! Tú también eres un demonio. Pero, si lo que pienso es la verdad, ¿puedo considerar que la desesperación es un pecado? Lo que es verdadero nunca puede ser pecado. Belcebú es el padre la mentira, por lo tanto, si comprendo la desesperanza de mi situación y la siento en el corazón, no se trata de un pecado sino de la triste verdad. Belcebú me atormentaría con falsas esperanzas. El pecado, en este caso, es la esperanza, no la desesperación. Es la esperanza la que es falsa.

Pero he venido aquí para rezar, para purificarme, pensó. Me lo aconsejó alguien que es buen conocedor de mi aflicción. Voy a obedecer. Voy a seguir su consejo. Lo haré.

En ratos de vigilia angustiada, interrumpidos por sueños inquietos, María pasó la noche rezando. El fuego se había apagado hacía rato y sólo quedaban sus rescoldos humeantes. Tenía hambre y frío, y le costaba distinguir los sueños de la fatiga y el mareo producidos por el prolongado ayuno. No se atrevía a interpelar directamente a los espíritus sino que recitaba cuantos salmos podía recordar, arrepintiéndose de no conocerlos todos de memoria sino tan sólo versos sueltos e inconexos.

«Me acuesto para dormir; me vuelvo a despertar porque el Señor me ampara. No temeré a las decenas de miles que me acosan por todos los costados».

Sí, probablemente era cierto, había huestes de demonios, ejércitos enteros de espíritus malignos acechándola por todas partes. La plegaria, sin embargo, los veía acorralándola desde fuera, no desde dentro.

«Él es mi protección y mi refugio. Él es mi Dios y en Él confiaré. Él me acogerá en la sombra de Sus hombros, en Sus alas confiaré. Su verdad será mi escudo; no temeré los terrores de la noche. No temeré la flecha que atraviesa el día, ni los factores que deambulan por la noche, ni la invasión, ni al Demonio del Mediodía».

Estas palabras significaban que Dios vigila y nos protege a todas horas y de todos los peligros. Aunque, de nuevo, se trataba de peligros que acechan desde fuera. ¿Qué hay de los terrores que anidan dentro de nosotros?

La madrugada llegó y la encontró aterida, débil y entumecida. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para arrastrarse de debajo de la manta y acercarse al odre para beber un poco de agua. ¿Se suponía que debía guardar ayuno? ¿Le estaba permitido beber? ¿O tenía que quedarse allí tirada, rezar y luchar con los demonios hasta morir?

Los hombres y las mujeres santos ayunan. Los profetas ayunan. La reina Ester ayunó antes de acercarse al rey, y Jonás dijo a los pecadores de Nínive que debían ayunar. Se supone que Dios contempla con benevolencia a los que ayunan. Aunque tiene que haber un modo apropiado de hacerlo. ¿Por qué no se lo había explicado el rabino? Pasar sin comer no es lo mismo que ayunar. Los mendigos pasan sin comer y no se consideran más santos por ello. Al contrario, ansían poner fin a su privación y el que les procura alimento realiza una buena acción.

Arrancó un trozo de pan seco y lo engulló con voracidad. Podía distinguir el sabor de cada cereal por separado, o eso le pareció. Se sentía avergonzada de tener tanta hambre, pero era incapaz de recordar cuándo había comido con normalidad por última vez. Estiró el brazo y contempló sin sorpresa su delgadez. Con la cabeza rapada y el cuerpo enjuto, nadie la reconocería como María, el orgullo de su esposo, una de las mujeres consideradas bellas en Magdala. No, esta criatura sufrida pertenecía más a los buitres y los escorpiones del desierto. Aunque ni siquiera un buitre le dirigiría una mirada de deseo.

Comió otro pedazo de pan y arrancó un trozo del pastel de higos. Era compacto y sabroso, y parecía enganchársele en la garganta. Bebió más agua para ayudarse a tragar.

Ahora que estoy algo repuesta, dijo a Dios, renunciaré voluntariamente a todo alimento hasta que me envíes una señal; hasta que me libres del mal y mis pecados sean expiados. Seré Tu sierva y no emprenderé acción alguna hasta que me tiendas la mano para rescatarme.

De pronto, sin embargo, resonaron en su mente las palabras de la Torá: «No pondrás a Dios, tu Señor, a prueba, como hiciste en Masa».

No pretendo ponerte a prueba, pensó; única y humildemente te pido una señal.

Se quedó quieta, envuelta en su manto, buscando la paz interior. He llegado al último de los remedios, se dijo. Estoy aquí, abandonada y desposeída, suplicando ayuda. Si no la recibo, al menos sabré qué me espera. Y esta claridad le daba cierta sensación de paz.

Hacía mucho que la madrugada había cedido su lugar a la mañana; ahora el sol trepaba hacia el cenit y las sombras se hacían más oscuras en el interior de la cueva. María seguía sentada, tratando de permanecer inmóvil y con la mente despierta para el combate. Pero no estaba preparada en absoluto para el susurro quedo que le dijo:

—Sabes que todo esto no sirve de nada. Es inútil. Es una necedad correr tras el viento, como dicen las escrituras. Todo lo que haces es estúpido y está condenado al fracaso. No tiene ningún sentido.

La idea —porque le pareció una idea, y muy razonable, por cierto— traspasó los portales de su mente que estaban resguardados contra intrusos más obvios y desbocados.

—Este lugar es inútil —prosiguió el murmullo—. Es odioso. Todos te han abandonado, después de inducirte a un ejercicio que no cumple propósito alguno. Entretanto, tu hija te echa de menos y tu marido mira a otras mujeres, pensando que tú no eres una buena esposa. No queda bondad en los seres humanos. Cuando alguien te sugiere un curso de acción, lo hace sólo para satisfacer su propia vanidad. Abandona esta empresa. Nada te puede aportar.

María miró al sol. Parecía no haberse movido. Ese día resultaba interminable, duraba una eternidad, no tenía fin.

—Pero tú sí lo tienes —susurró la voz—. Estás aquí arriba, y el suelo rocoso allí abajo. Pon fin a esto. Y a la lucha y a la vida necia con la que tienes que lidiar. De todas formas, así terminará todo. En una muerte solitaria, sin respuestas, con dolor y esfuerzos malgastados.

Miró el fondo pedregoso del cañón, tachonado de árboles dispersos y retorcidos y de ásperas matas. Si se tiraba tomando impulso, su cuerpo dibujaría un amplio arco en su caída, no chocaría contra las rocas de la pendiente, ni se golpearía contra los riscos ni rebotaría, sería una caída limpia, el cuello roto y el aleteo de los buitres.

El sol había alcanzado su cenit, eliminando las sombras. No había sombras. Era mediodía. El Demonio del Mediodía… ¿De eso se trataba? «No temerás al Demonio del Mediodía», rezaban las Escrituras. Aquella sensación de desesperación total, de derrota definitiva, de saber que cualquier esfuerzo era más que inútil, que ni siquiera existía… ¿podía ser obra del Demonio del Mediodía? Era tan distinto a los demás, tan sutil y poco definido. No parecía una presencia extraña sino una parte integral de su propia mente.

El Demonio del Mediodía: golpeaba en el mismísimo corazón de la vida y la acción, drenaba sus energías, la inducía a poner fin a su vida. La sugerencia de tirarse por el precipicio sonaba totalmente razonable.

Ahora ya casi podía verlo, podía vislumbrar el demonio de las horas de mayor actividad: era un gusano que se introducía en el corazón de todo esfuerzo, un chancro que carcomía la existencia desde dentro, que consumía el espíritu vital en su mismísima fuente.

El Demonio del Mediodía se había instalado en ella. Ahora era la cautiva de cinco demonios, todos diferentes, todos únicos en los tormentos que le infligían. Su llegada al desierto sólo había servido para atraer a nuevos espíritus.

Demonio, te doy un nombre, pensó. Eres Desesperación. Porque eres el espíritu mismo de la desesperanza y te has apoderado de mi alma.

El sol siguió ahora su curso —con lentitud extrema, casi retenido por ese demonio— a través del cielo, declinando hacia el oeste, conduciendo el día hacia su fin.

En la creciente penumbra, el cañón y los barrancos de allí abajo se tiñeron de violeta y después de púrpura, y María tuvo la sensación de que estaban plagados de espíritus.

Sé que tengo la capacidad de ver los espíritus, pensó. ¿Acaso no vi el fantasma de Bilhá en mi propia casa, en mi propio pensamiento? Pero los espíritus tenebrosos, los que moran en Seol, las sombras que nada conocen y son sólo sombras… ¿serán un eco de las penumbras del fondo del valle?

Estaba muy hambrienta. Ni sus votos ni sus oraciones conseguían aplacar su apetito.

—Hice una promesa —dijo en voz alta—. Prometí y mantendré mi promesa.

Cayó la noche. María decidió irse a dormir, dormir para olvidar el hambre y el miedo. Entró despacio en la cueva, extendió la manta y se acostó. Estaba oscuro, una oscuridad cerrada que no parecía tener fin. No obstante, pensó que era justo que se encontrara envuelta en aquella oscuridad. Su vida en Magdala, la luz del sol, su matrimonio, las celebraciones de Pascua, todo parecía un sueño. Su destino eran las tinieblas, éste era su sino: desolada, la cabeza afeitada, hambrienta, acostada bajo una manta fría en el interior de una cueva perdida en el desierto, rodeada de presencias invisibles y de amenazas sin nombre.

¿Habría murciélagos en la cueva? Podía oír el susurro de sus alas. El susurro de unas alas. ¿Estaba dormida? ¿O estaba despierta?

A la mañana siguiente, al abrir los ojos, vio una gran ave de carroña posada en el borde de la cornisa quebrada que conducía a la entrada de la cueva. Tenía el pico curvo y la cabeza calva y arrugada, y plumas que relucían y centelleaban con malévolas iridiscencias, aunque no había sol. Las plumas parecían latir y expandirse ante sus propios ojos.

María se incorporó sobre un codo y entrecerró los ojos para ver mejor. El ave ladeó la cabeza y le devolvió la mirada.

Tenía una sed terrible. Intentó ponerse de pie pero se mareó y tuvo que gatear a cuatro patas hasta el odre de agua, para tomar un largo sorbo. El ave no se inmutó ni pareció sentirse amenazada por los movimientos de María. Siguió mirándola fijamente.

Ella se secó los labios agrietados con el reverso de la mano. Los ojos del ave estaban clavados en ella y, por primera vez, pensó en la fuerza que debía de tener aquel animal. Sus ojos relampaguearon y el ave flexionó las garras, que eran feas, enormes y torcidas. Se encrespó y ahuecó las plumas, que parecían casi luminosas.

Abrió el pico y emitió un sonido extraño, no tanto un graznido como un grito de deseo. Sonó tan obsceno de boca de aquella criatura que María retrocedió. El ave dio dos saltitos hacia ella, haciéndole sentir el peso que ponía en cada pierna.

Cogió una piedra para tirársela. El ave observaba su lecho y ahuecaba las plumas de nuevo, como si se dispusiera a avanzar. No debía acercársele más; no, no se lo permitiría. Era evidente que era demasiado grande para ella, tenía casi el tamaño de un cordero, aunque pareciera imposible. Pero su sombra definía las proporciones de su cuerpo, y eran enormes.

Le tiró la piedra, y ésta golpeó al ave y rebotó lejos. Apenas le desordenó unas plumas. Ahora la criatura estaba enfadada; volvió la cabeza salvaje y el pico feroz hacia ella y avanzó a saltos, extendiendo sus terribles alas. María no tenía armas. Cogió una rama nudosa de la pila que Andrés recogiera para ella y la blandió como si fuera un palo.

Con un graznido espeluznante, el ave se lanzó volando contra ella, las garras prestas. María se tiró al suelo para esquivarle pero la puntería de la bestia era infalible. Le golpeó con fuerza en las garras con el palo improvisado, pero apenas la desvió de su trayectoria. El ave le clavó las garras en el hombro y arremetió repetidas veces con el pico, tratando de desgarrar su piel. Podía percibir el hedor nauseabundo de la carroña que había pasado por su boca y que ahora emanaba de ella como de una tumba abierta. Era la fetidez de carne de cabra descompuesta, la pestilencia de ratas muertas y podridas, el tufo de restos animales crudos mezclados con vísceras de pescado de los vertederos de los hombres. La propia ave parecía hecha de carnes putrefactas porque, cuando María la agarró del cuello, su mano se hundió en una masa viscosa. Bajo las plumas sólo había corrupción y descomposición.

Aquella ave no era real. Ninguna criatura viviente está hecha de carnes muertas.

María cayó en la cuenta mientras luchaba por mantener el pico lejos de sus ojos, donde aquélla trataba de hundirlo y picotear. Le apretó el cuello, que no era más que tendones babosos, y sus dedos lo atravesaron y se juntaron.

Los otros no eran tangibles como éste, gritó para sus adentros. Eran espíritus, venían y susurraban y se arremolinaban a mi alrededor como el humo, pero no…

El hedor pútrido del ave la envolvía; estaba mareada y sentía náuseas. Notó que sus dedos se deslizaban del cuello viscoso y que sus pies pateaban el duro bajo vientre del animal, hundiéndose en él, porque no era más que una masa de putrefacción gelatinosa. Allí quedaban atrapados y no podía sacarlos. El ave iba a absorberla en su cuerpo.

—Soy la corrupción y la muerte —decía el pico—. Soy Rabisu, el Cechero de Semblante Espantoso.

La forma de Rabisu… Nadie sabía exactamente qué aspecto tenía ni cuál era su labor. ¿No lo había mencionado el rabino? ¿No le había prevenido contra él?

El pico bajó como un cuchillo y pareció hundirse en su pecho. María vio su espantosa lisura, la barba que relucía como intestino derramado, la cabeza calva que arremetía hacia abajo.

El dolor fue lacerante, el pico, afilado como una lanza. El ojo funesto y destelleante giraba y la miraba impávido, como si quisiera traspasarla con la mirada. No parecía tener pupila, era todo negro, negro, negro.

Entonces… cuando el pico se metió en su cuerpo, deslizándose como un buzo en el agua, el dolor cesó y María ya no oyó nada más, y perdió el conocimiento encima de la manta.

Mediodía. Los rayos del sol caían verticales cuando volvió a abrir los ojos. Al principio no sabía dónde estaba ni qué le había ocurrido, pero enseguida vino el recuerdo. Contuvo el aliento, sorprendida de que su pecho no estuviera partido en dos. Vacilante, levantó la mano y se palpó, esperando encontrar una herida enorme. Pero no había nada. Ni siquiera un rastro de agresión.

¡El buitre! Rápidamente miró si había huellas de sus patas y desde luego vio muchas, tanto sobre la repisa de roca como en el interior de la cueva, y seguían una fatal secuencia de pasos hacia donde yacía ella. Huellas anchas y grandes, todas terminadas en una triple y poderosa garra.

Tragó saliva para respirar mejor y sosegar su corazón desbocado. El ave… un nuevo demonio. ¿Dónde estaba? ¿Adónde había ido?

Tan pronto formuló en su mente la pregunta, supo la respuesta. Estaba con los demás. ¿Acaso no le había visto entrar en su cuerpo?

—Claro que sí. —La voz, temblorosa como salida de una boca desecha y descompuesta, sonó por vez primera en su interior—: Aquí estoy. Vine porque me invitaron los otros, me dijeron que eres cómoda de habitar. Nos gusta tener compañía y solemos llamar a los amigos cuando encontramos un anfitrión apropiado.

—¿Quién eres? —pudo preguntarle. Ya no tenía miedo. Estaba más allá del miedo. ¿Qué importaba si le dirigía la palabra?

—Ya me llamaste por mi nombre —respondió el demonio—. Lo pronunciaste correctamente en tu pensamiento. ¿No te acuerdas? Inténtalo.

El único nombre que había pronunciado era… el Cechero.

—Sí, eso es. Aunque también usaste mi nombre propio —le recordó la voz con severidad—. Los nombres son muy importantes. Confieren poder. Los nombres nos diferencian. Di mi nombre verdadero. Vamos, vamos. De sobra lo conoces.

—Rabisu —susurró María.

—Sí —murmuró la voz aterciopelada, como el arrullo de un amante y, al oírla, le pareció percibir el hedor de la podredumbre, como si aquella fuera la voz de la putrefacción.

—Tú llevaste a Caín a la destrucción —dijo.

—¡Sí! ¡Me conoces de la Torá! —respondió la voz—. Muy bien. Sabes que soy antiguo, sabes qué he hecho y conoces las maldiciones que traje a la humanidad. Soy venerable y honrado entre los demonios.

María oyó el eco del engreimiento en sus afirmaciones.

—La Torá habla poco de ti —dijo—. Apenas te menciona. Sólo dice: «Entonces el Señor dijo a Caín: ¿Por qué estás tan triste y enfadado? Si haces el bien, serás aceptado. Si no, el pecado es un demonio que acecha a tu puerta. Ansiará poseerte, y tú serás su siervo».

—Y lo hice —repuso la voz—. Le poseí, y él mató a su hermano, y ya sabes cuántas desgracias le acarreó su acto.

—¿Estás aquí para matarme a mí también? —La proximidad del fin le resultaba consoladora. Había agotado sus recursos, había llegado al final de toda esperanza. Su última ilusión, la de ayunar y purificarse en el desierto, sólo le había acarreado más demonios. Ella era demasiado débil para luchar y vencerlos, y su interior era ya más de los demonios que de ella misma y, tal como dijera Rabisu, ellos se comunicaban e invitaban. No. Sólo había una vía de escape de todo eso.

Supongo que Simón y Andrés me encontrarán y se lo contarán a Joel y… por fin terminarán esta tortura y este asedio.

—Tal vez —murmuró Rabisu—. La muerte es lo que se nos da mejor y a todos nos gusta matar.

—¡Hacedlo, entonces! —le desafió María. Estaba preparada. Pero nada sucedió.

Esperó acuclillada, apoyada en la roca. Había tantas presencias en su interior que se sentía como una carcasa podrida, cubierta de gusanos, como si María de Magdala no fuera más que un receptáculo que contenía a Asara, a la voz blasfema, a Pazuzu, a Hequet, al Demonio del Mediodía y a Rabisu. Todos ellos bullían en su interior. La henchían cual fetos alojados en su vientre aunque, a diferencia de los niños, ellos estaban en todas partes, invadían cada porción de su ser.

¿Conversaban unos con otros? ¿Se peleaban? ¿Discutían acerca de ella? No tenía la menor idea de sus actividades. Sólo le hablaban para atormentarla y ella no podía oír las conversaciones que mantenían entre sí.

Estoy tan destruida como un manto apolillado, que cae en pedazos cuando uno intenta levantarlo, pensó. Únicamente soy un contenedor de mal. Por eso debo morir en el desierto, lejos de aquellos a los que podría perjudicar. Con razón me envió aquí el rabino.

Con el paso de las horas las presencias se turnaban en manifestarse, susurrando su nombre, recordándole su existencia. María ya reconocía la voz particular de cada uno y no necesitaba pedirles que se identificaran.

—Ya no necesitas perder el tiempo conmigo, Rabisu —le susurró—. Yo no soy nada. He dejado de existir. Es inútil acechar delante de mi puerta. No tengo puerta. La única puerta que me queda es el umbral de la muerte, y lo traspasaré para no volver más.

El sol trazó su arco en el cielo y las sombras se mudaron en el paisaje, mientras María permanecía inmóvil como una estatua.

Llegó otra vez la noche. La hora de dormir o, mejor dicho, de acostarse. Las horas se confundían. María intentó rezar, pero las palabras no acudían a su mente y se sentía demasiado débil. Casi desmayada sobre el jergón, cerró los ojos.

Justo antes del alba, cuando la noche se transforma en madrugaba, las estrellas seguían brillando en el firmamento y la luna menguante se deslizaba por el cielo, proyectando sombras tenues sobre las rocas. María lo veía desde donde yacía, débil y decaída. Entonces percibió un pequeño movimiento en el borde de la repisa, una especie de revoloteo titilante. Mil cuerpos diminutos trepaban por el borde de la arista.

Se incorporó apoyándose en un codo. Sintió que su brazo temblaba, tan débil que apenas sostenía su peso. Se arrastró hacia la repisa para ver mejor. La luz de la luna se reflejaba en el pequeño ejército que invadía la roca.

Langostas. Sus armaduras relucientes y duras, las pequeñas antenas que oscilaban en su cabeza, las anchas mandíbulas… No era la primera vez que veía langostas, ya las conocía. ¡Pero éstas! Sus ojos eran enormes y reflejaban la luz de la luna en centenares de prismas diminutos, sus patas traseras parecían gigantescas. Eran capaces de dar saltos formidables, y una de ellas hizo precisamente esto, aterrizando en el interior de la cueva. Otras la imitaron. Pero el ejército principal seguía rebosando el borde de la arista, avanzando cada vez más.

Langostas. Allí no podía haber langostas. No tenían de qué alimentarse. Estaban en el desierto. Cuando, no obstante, oyó los chasquidos y chirridos de sus caparazones al marchar, se dio cuenta de que, como todas las criaturas que se le habían acercado en el desierto, no eran reales. Sólo otra manifestación de lo demoníaco.

Intentó retroceder pero no le quedaban fuerzas. Además, ¿adónde podría ir? La seguirían hasta el fondo de la cueva. Mejor quedarse donde estaba y enfrentarse a ellas. No había escapatoria.

Tampoco le importaba ya. ¿Sería obra del Demonio del Mediodía, que le enseñó que todo era en vano? ¿O simplemente ya no podía huir, no tenía adonde huir? Había llegado al final de sí misma, al último refugio. Y tal refugio no existía. Sólo aquella roca, iluminada apenas por la luna, y el enemigo que avanzaba hacia ella.

El ejército de langostas rutilantes pululaba sobre la roca; María extendió la mano y tocó una de ellas: era dura y fría. Se apartó todo lo que pudo y se preparó. Sí, ahora alcanzaban el dobladillo de su vestido y empezaban a trepar por sus rodillas. Con sus mandíbulas veloces mordían y devoraban su túnica. Engulleron la manta. Dejaron su cuerpo desnudo y ya no tenía manta ni ninguna otra prenda con la que cubrirse. Hacía mucho frío y los cuerpos helados de las langostas en nada contribuían para mitigarlo. María temblaba sacudida por escalofríos y gritaba.

Sin embargo, ya veía que no todos aquellos insectos parecían langostas. Algunos tenían rostros y cabello humanos, y dientes de león. Hasta tenían petos. ¡Y el sonido de sus alas! Sus alas tronaban como carruajes en plena carrera. Y sus colas terminaban en aguijones de escorpión, prestos a golpear.

Entonces, en el borde de la arista apareció una figura. Tenía aspecto de langosta y la estatura de un hombre. Como algunas de las langostas pequeñas, tenía un rostro humano y llevaba peto. Y la cola curvada terminaba en un aguijón grande como una espada.

Las langostas detuvieron su avance cuando apareció, como si esperaran instrucciones. Y se las dio con voz tronante.

—¡Yo soy Abadón, vuestro rey! ¡Os ordeno que destruyáis a esta mujer!

Las langostas invadieron el cuerpo de María. La cubrieron como una manta de peso asombroso y tacto metálico. ¡No iba a permitir esta invasión! Se arrastró hasta Abadón y le agarró del aguijón. Tiró de él y lo apuntó contra su propio pecho.

—Destrúyeme tú —susurró—. No tus secuaces.

Sintió que la cola se estremecía y el aguijón se disponía a atacar.

—¿Cómo te atreves a interpelarme? —exigió saber Abadón.

—Me atrevo porque voy a luchar hasta que me quede sin fuerza —respondió María.

—¿Fuerza? Tú no tienes fuerza. Te ha abandonado. Entrégate a mi ejército.

—No, eso nunca. —Su resignación inicial había desaparecido ante la ofensiva de Abadón. Un último retazo de resistencia apareció de más allá de sí misma.

—Tendrás que hacerlo. No hay lugar donde buscar refugio.

—Sí que lo hay. Tendré una muerte decente, que no me infligirás ni tú ni tus legiones.

Soltó la cola de Abadón y se arrastró hasta el borde de la cornisa.

Allí abajo estaban las rocas. La recibirían bien, y aún sería una victoria sobre las fuerzas que trataban de conquistarla.

—Yo soy el señor de los Abismos —dijo Abadón—. No puedes escaparte de mi poder.

—Este no es el Abismo místico sino un precipicio ordinario —repuso María—. Y tú no eres su amo.

Se agachó sobre el filo, contemplando la larga caída. Sería definitiva. No deseaba morir pero sí matar el mal que la habitaba. Haciendo acopio de fuerzas, se puso de pie. Aunque se sentía tan débil que apenas podía mantenerse erguida, musitó una plegaria entrecortada balanceándose sobre el precipicio. Dios ten piedad de mi alma y recuerda que elegí morir antes que albergar estos espíritus impuros por más tiempo.

Y entonces, con la última gota de valor que le quedaba, se arrojó al vacío.