18

Despuntaba el alba. María vio la luz tenue que se filtró a través de la ventana de su ordenada alcoba. Estaba agarrotada y tenía frío. El viento no había dejado de ulular en toda la noche, entretejiéndose con sus sueños. Las presencias. Aún estaban dentro de María; tenía que emprender un viaje para deshacerse de ellas, y alguien la iba a ayudar. ¿Quién? Trató de recordar. Los pescadores, los pescadores de Cafarnaún. Eso es.

Apartó las mantas y se vistió apresurada. Al pasar la mano por su cabeza afeitada, se le encogió el alma. Se dirigió a la cocina, donde ya estaba reunida la familia. Simón también estaba allí, tomándose un caldo. Había regresado de Magdala a primera hora de la noche.

—Vi a Joel —dijo—. Se lo expliqué todo. Lo comprendió.

—¿Qué… qué dijo?

—Naturalmente, le entristeció mucho el fracaso del voto nazirita. Dijo, no obstante, que debes emprender este viaje. Dijo que nunca debes dudar de su amor y lealtad, y que te esperará con Eliseba. También te envía esto. —Simón empujó una bolsa hacia ella, como si el objeto le avergonzara.

María lo abrió y miró en su interior. Estaba lleno de monedas.

—Para el viaje —explicó Simón—. Necesitarás cobijo, comida y quién sabe qué más… Es del todo consciente de los peligros.

Sin embargo, estaba dispuesto a dejarla marchar. Su situación desesperada era evidente a ojos de todos.

—Gracias —pudo decir al fin.

—¿Estás preparada? —preguntó Simón—. Consultemos al rabino Anina y pongámonos en marcha.

—El viaje es largo y debéis estar preparados —dijo el rabino Anina. Superada la conmoción que le produjera el fracaso de su ritual de exorcismo, parecía dispuesto a buscar soluciones. Les iba a remitir a una autoridad superior; el asunto ya no estaba en sus manos. Bosquejó un mapa en un trozo de papiro.

—Seguiréis el curso del río Jordán hacia el sur. Al menos, en esta época del año el calor no será un problema. Después de cruzar el vado que comunica Jerusalén con Aman, buscaréis el arroyo de Querit, al este del Jordán. Allí hay muchas cuevas, donde los hombres santos buscan la soledad. —Calló por un momento—. Y allí, hija mía, habrás de confiarte a la bondad del Todopoderoso. Su poder es mayor en aquellas tierras y su presencia mucho más cercana que aquí, en la ciudad.

—¿Querit? —preguntó Simón—. ¿No es allí dónde…?

—Sí, es allí donde Elías fue alimentado por el cuervo —explicó el rabino Anina.

—Pero, ahora, ¿no es allí dónde predica aquel profeta…? ¿Cómo se llama? El que llama al arrepentimiento.

—Juan el Bautista —respondió Anina secamente—. Aunque no tenéis por qué verle. En realidad, no debéis hacerlo. Está siempre rodeado de multitudes, y es lo último que necesitáis. Nada de gente, sólo soledad. —Empujó hacia María una pequeña bolsa que contenía material de escritura—. Debes escribir todo lo que te ocurrirá allí; fortalecerá tu dedicación.

Salieron de Cafarnaún a media mañana y enfilaron el camino que rodeaba la orilla oriental del lago. María no se sentía capaz de pasar por Magdala, ver el almacén o —aún peor— su propia casa y luego atravesar Tiberíades, morada de dioses extranjeros. No, sería mejor seguir el camino del este, donde vivían los cerdos y los gentiles.

Pronto cruzaron el río Jordán en un punto donde fluía borboteando entre cañaverales.

—Las aguas del Jordán están frías aquí —dijo Andrés—. Bajan del norte. Se siente la nieve en ellas. —Calló por un momento—. Adelante —dijo a María—. Baja a la orilla y mete la mano en el agua.

Con cierta vacilación, se abrió camino hacia la orilla embarrada. El agua se precipitaba en remolinos de espuma parda. Asiéndose de una rama baja, María estiró el cuerpo y mojó la mano. El agua estaba helada.

Siguieron bordeando el lago y pasaron por las afueras de Betsaida, que parecía muy próspera y atractiva. María se preguntó si pasarían allí la noche pero, antes de que pudiera verbalizar su pregunta Andrés dijo:

—Acamparemos un poco más abajo, junto al lago.

La perspectiva no le pareció muy halagüeña. Preferiría pasar la noche al abrigo de unas paredes, siendo el tiempo tan frío y lluvioso. Se dio cuenta de que nunca había dormido al aire libre en invierno.

—Quizá busquemos una posada cuando pasemos por Galilea —explicó Andrés—. Aunque deberíamos guardar nuestro dinero para los territorios infestados de bandidos, donde es peligroso dormir a la intemperie.

A la caída del sol llegaron al pueblo de Gergesa, un pueblo grande y afanoso, con muelles bulliciosos, un edificio enlosado donde recibir el pescado y una impresionante cisterna de agua dulce para guardar peces vivos. Aquélla era la mejor zona de pesca y despertó la curiosidad de María.

Aunque también era la zona donde se había perdido la barca durante la tormenta y, al acercarse a la luz crepuscular, vieron que había sucedido algo más. Oyeron gritos y lamentos, y supieron que otro barco había desaparecido.

María oyó los murmullos de la gente. Era el barco de Josué, tal como predijeron las presencias. Quizá también el de Fineas, que salió en busca de José. No podía soportar oír ni ver nada relacionado con aquellas pérdidas, con las que se sentía relacionada, aunque sólo como vidente. No puedo llevar esta carga, pensó.

Era casi de noche cuando dejaron atrás Gergesa y sus muelles. El viento les azotaba con tal fuerza y estruendo que no podían hablar. Las márgenes del lago resonaban con el estallido del oleaje. De repente, un grito penetrante se hizo oír por encima del viento y las olas. Un grito trémulo, agudo y lacerante.

Se detuvieron y miraron alrededor pero no pudieron ver nada, estaban transitando por una zona sembrada de peñas, algunas más altas que un hombre. En la oscuridad creciente, sus formas se confundían con las sombras de los viajeros y la lluvia torrencial emborronaba la vista. Entonces la silueta oscura de un hombre se precipitó de detrás de una peña, gritando y blandiendo un garrote.

Se lanzó contra Simón y le agarró de los pies, y éste huyó con un grito de miedo, sin mirar atrás para ver dónde estaban sus compañeros. Andrés cayó sobre el atacante y lo inmovilizó en el suelo pedregoso pero el hombre siguió dando golpes rítmicos con el garrote, como sí quisiera convocar a los espíritus. De su boca salía una extraña retahíla de sonidos. Finalmente calló y el garrote cayó al suelo.

Andrés le soltó con cautela y, para su asombro, vieron que estaba totalmente desnudo. La lluvia le atizaba, su cabello estaba empapado y su barba chorreaba agua, pero él no parecía darse cuenta.

¡Un endemoniado! ¿Cómo pudieron olvidar que a los poseídos les desterraban a las afueras de Gergesa? ¿Cómo tomaron la decisión de pasar por allí después del anochecer?

María miró las muñecas del hombre, apresadas en argollas metálicas, de las que pendían cadenas rotas.

—Paz, amigo —dijo Simón jadeando, a la vez que hacía señal a los demás que avanzaran y se reunieran con él un poco más abajo, en la playa. En su voz latía el miedo—. Paz. Vete en paz.

El hombre volvió a incorporarse de un salto y gruñendo se lanzó contra María y Simón, que consiguieron zafarse y corrieron a toda la velocidad de la que eran capaces a lo largo de la costa pedregosa, siguiendo a Simón. El hombre se dejó caer con aire desesperado, como si renunciara a la esperanza de poder atraparles o conseguir que le escucharan. Agachó la cabeza bajo la lluvia y aulló como un perro.

—Esta zona… —dijo Andrés con voz temblorosa cuando se encontraron a una distancia prudente—. Me olvidé de que aquí se reúnen los afligidos y amenazan a los viajantes.

—Sí, normalmente, venimos hasta aquí en barca. Viajar por tierra es muy distinto. —Simón miró a su alrededor. Esperó hasta recobrar el aliento, tratando de recuperar la compostura y vencer el miedo—. Tenemos que dejar atrás esta zona antes de pensar en acampar para la noche.

—Estos… afligidos —empezó a decir María.

—Están todos poseídos por los demonios y no pueden vivir entre la gente normal. Son peligrosos. Sólo pueden vivir entre las rocas, a orillas del lago. —Simón seguía escudriñando la penumbra, respirando pesadamente.

Una obra de los demonios. De modo que éste era su objetivo: reducir a las personas a ese estado lamentable, dejarlas indefensas ante los elementos, forzarlas al destierro y el abandono.

—¿De qué se alimentan estas almas perdidas? —preguntó María.

—Sus parientes y la gente de la ciudad trae comida y la deja en un lugar seguro. Pero no se atreven a esperar. —Hizo una pausa y añadió—: De todas formas, algunos mueren de hambre.

Quizás éste sea mi destino, pensó María. Quizá dentro de un año me encuentre aquí con ellos, escondida entre las rocas, incapaz de hablar de manera coherente.

Acamparon bajo un pequeño sauce, lejos del área de los locos, a la luz de una única linterna. Algunas ramas de los arbustos que les rodeaban les permitieron encender un pequeño fuego y encontrar cierto consuelo al resplandor vacilante y humeante de sus llamas. Cenaron lo que habían traído de Cafarnaún y después trataron de dormir envueltos en sus mantos.

El suelo era duro e irregular, y María sentía cada piedra y relieve en los costados. Las olas chapoteaban con ruido en la orilla y la lluvia acrecentaba el estrépito. Pero no hubo más aullidos de locos, y el sauce, que habían cubierto con una manta para formar una especie de tienda, les ofrecía un refugio de aquel mundo aterrador y confuso.

Con las primeras luces de la mañana, el lago apareció calmo y apacible. La lluvia había cesado, el viento, amainado, y el sol luchaba por asomar entre las espesas capas de nubes.

Se pusieron en camino de inmediato. Al mediodía llegaron al punto donde el Jordán nace del lago e inicia su tortuoso recorrido a través de tierras salvajes, hasta desembocar en el mar Muerto. Aunque la franja de terreno que bordeaba el río era verde, el resto del paisaje tenía un desolado color arenoso. A partir de allí, se adentrarían en un territorio yermo, surcado por cañones y asolado por bandidos y bestias salvajes por la noche. Asieron con fuerza sus bastones —las únicas armas que llevaban— y se ajustaron las túnicas para ocultar el dinero, atentos a cualquier movimiento brusco en los alrededores. A lo lejos divisaron otros pocos viajeros desamparados pero, aparte de ellos, parecían estar completamente solos, con excepción de los cuervos, que les observaban con mirada impasible.

Caía la noche cuando distinguieron los contornos de un caravasar delante de ellos, y aceleraron el paso para llegar antes de que estuviera totalmente oscuro. Se encontraban cerca del punto donde las caravanas comerciales cruzaban el Jordán en su ruta de este a oeste. Los viajeros solían buscar cobijo en aquellos refugios, que no ofrecían mucho más que unas paredes que les protegieran de los bandidos y las bestias salvajes, un lugar donde descargar los animales y un rincón donde dormir. El recinto estaría abarrotado, y sólo les quedaba esperar que hubiera sitio para tres más.

El propietario se disponía a cerrar las puertas cuando se deslizaron en el recinto lleno de camellos, asnos y mulos. La gente estaba encendiendo fuegos para cocinar. Buscaron un lugar donde dormir en el interior del edificio desnudo o bajo los aleros. Allí se habían refugiado todo tipo de viajeros, desde comerciantes extranjeros que hablaban nabateo, etíope o griego hasta soldados romanos y unos jóvenes peligrosamente parecidos a sicarios. También había algunos que debían de ser peregrinos. Éstos viajaban en busca del lugar sagrado donde Elías ascendiera al cielo.

María sentía curiosidad por la gente que se disponía a dormir a su alrededor, pero estaba demasiado cansada para observarles. Cenó muy poco y se acostó, escuchando el aullido de los chacales y otras fieras del otro lado de los muros, y agradecida de estar fuera de su alcance.

Llegó una nueva madrugada, la tercera desde que emprendiera el camino del exilio. Podía oír los gruñidos y los resoplidos de los camellos que esperaban su comida en el patio exterior, así como la algarabía de la gente que se alistaba para salir. Sólo entonces cayó en la cuenta de que allí no había más mujeres. ¿Qué vida extraña le tocaba vivir? Encontrarse en lugares donde no había mujeres, correr el riesgo de la soledad, de ser abandonada en el desierto.

Abandonada por la religión, que no puede ayudarme… Abandonada a la débil esperanza de una vida normal… Y, pronto, abandonada por estos hombres, que me acompañan en un viaje que todos tememos será mi último…

Cerró los ojos y trató de mantenerse erguida, de impedir que la sacudieran los sollozos. ¡Mi esposo! ¡Mi hija!, se lamentó entre lágrimas. Tuve que dejarles… ¡para esto!

Un camello irritado giró de pronto y la atizó con la cola, como si quisiera avergonzarla aún más.

Y estos hombres… Simón y Andrés. ¿Qué sé de su vida? Recuerdo que Casia se reía de ellos, decía que olían mal. ¿Por qué hacen este viaje conmigo? Hablan muy poco.

Aunque yo hablo aún menos, pensó.

Ahora la llamaban con ademanes. Había llegado el momento de partir, de enfilar el camino que bordeaba las matas de espino que crecían junto a las márgenes sinuosas del río. La muchedumbre había aumentado y se dirigía al vado que les permitiría cruzar el río y emprender el camino del oeste, a Jerusalén, o del este, a Aman.

De nuevo oscurecía cuando, a última hora de la tarde, llegaron a su destino, un cañón árido estriado de barrancos, tachonado de cuevas y ribeteado de grietas en lo alto. De algunas de las aberturas de las paredes del cañón salían delgadas columnas de humo que se rizaban contra el fondo rojo de las rocas.

—Los hombres santos —dijo Simón—. Que se han retirado de la vida mundana.

—Te ayudaremos a encontrar un lugar adecuado —añadió Andrés.

—¿Estáis seguros… de que éste es el sitio del que habló el rabino? —preguntó María. Le parecía tan aciago y aislado. ¿De qué se alimentaría? Allí no había más que algunos matorrales secos y unos cuantos árboles marchitos y retorcidos.

—Sí, éste es el sitio exacto. Es aquí donde se escondió Elías y fue alimentado por los cuervos.

—¿Crees que los cuervos me alimentarán a mí también? —Qué necia había sido al emprender este viaje sin ningún preparativo. El dinero que le envió Joel de nada serviría allí. Ni los cuervos ni los buitres ni las lagartijas se lo aceptarían a cambio de comida. Le pareció evidente que los espíritus malignos la habían impulsado a salir desprotegida por demás. La mejor manera de atacarla.

—Te dejaremos nuestra comida y nuestra bebida —dijo Simón. Descolgó la bolsa del hombro y se la tendió—. ¡Andrés! —Ordenó a su hermano que hiciera lo mismo.

—Sois muy amables pero… ¿cómo sobreviviréis? —A María le pareció un gesto temerario, aunque estaba tan asustada que lo aceptaría de buen grado.

—Nos las arreglaremos. Conseguiremos comida un poco más abajo, en el vado. Allí cruza mucha gente, no será difícil. —Simón parecía convencido, pero ella ya sabía que eso no era garantía de nada.

—¡Mira, éste es un buen lugar! —Andrés señaló una pequeña cueva que estaba en lo alto del cañón, aunque era de fácil acceso; hasta ella conducía un sendero que trepaba por la pendiente empinada.

El interior estaba seco y parecía un sitio adecuado para vivir.

—Hemos sido afortunados al encontrarlo enseguida —dijo Simón.

No sólo es impulsivo, pensó María, también es optimista. No parece ver los inconvenientes.

—Ahora te ayudaremos a instalarte —dijo Andrés. Abrió su bolsa y sacó una manta, un odre, una bolsa de higos secos y de tortas de higos, y pescado salado. Le dio yesca y astillas para que pudiera encender un fuego. Hasta recogió dos cargas de leña para ella.

—Nos… sabe mal dejarte así —dijo Simón—. Pero sabemos que es necesario para que sanes. Mientras haya otras personas contigo, no podrás afrontar lo que tienes que afrontar. Estaremos, no obstante, junto al vado. Allí te esperaremos muchos días. Si nos necesitas, ven a buscarnos.

—Pero… ¡la pesca! —¿Cómo podían quedarse lejos de Cafarnaún por un período indefinido?

Andrés se encogió de hombros.

—Nuestro padre sabe arreglárselas. Puede contratar a otros que nos sustituyan.

¿Era eso cierto? ¿O sólo intentaban ser amables?

—Quédate aquí —la animó Andrés—. Reza. Haz lo que tienes que hacer. Cuando estés lista ven a buscarnos junto al vado y te acompañaremos de vuelta a Galilea.

Entonces tendrían que esperar… ¿cuánto tiempo?

—No sé cuánto tiempo estaré aquí —dijo María—. Por favor, pasados unos días debéis regresar junto a vuestro padre.

—No te preocupes por nosotros —la tranquilizó Andrés—. Nos interesa el vado y los peregrinos que lo frecuentan. Por muchos días que pasen, no será un problema para nosotros.

—Llevaos esto. —María puso la pequeña bolsa con sus pertenencias en las manos de Simón—. No lo quiero. No lo necesito. —No importa lo que dijera el rabino, ella no pensaba escribir nada. Su batalla contra los demonios no le dejaría margen para ello. Tampoco necesitaría el dinero ni nada más que fuerza de voluntad.